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VIAJE A EGIPTO


¿Quién podría censurarme, o quién tendría razón para incomodarse conmigo, si el tiempo que a los demás se les concede para sus negocios, o para el ocio, o cuando aplican a banquetes prolongados o, en fin, a las mesas de juego o a la pelota, yo me lo tomo para cultivar estos estudios?...

(Cicerón: En defensa del poeta Archia)

INTRODUCCIÓN


La añoranza de un pasado que consideramos feliz, la idealización de unas vivencias que no siempre se han hecho realidad, el subconsciente que aflora bajo determinadas circunstancias, son aspectos de una experiencia que probablemente hicieron decir a Stevenson aquello de que los mejores viajes son los que se realizan con la imaginación y que con toda seguridad nos servirán a todos de solaz en un tiempo en el que el único amigo que nos acompañe sea el recuerdo. Yo ya me encuentro en ese período vital, de ahí que acudan evocadores recuerdos a mi quimérica memoria de países que he visitado y otros en los que he vivido: Pakistan, Arabia, Irán, Guatemala, Egipto, Grecia... y no encuentro mejor manera que plasmarlos por escrito, pues a medida que lo hago exhumo el pasado y lo adorno a mi propia conveniencia, como el que tiene un sueño y lo confunde con una realidad pretérita. Así surgió el mito y así nació la historia. Por lo demás, supongo que la lectura suscitará más indiferencia que interés, y aunque esto ya sea en sí mismo un logro, todavía hay lugar para la esperanza de que ese desinterés se vaya reduciendo hasta desaparecer, siquiera sea para que se cumpla el segundo principio de la Termodinámica: "cada vez que se obtiene algo (desinterés), se reduce en una cantidad mensurable la oportunidad de obtener ese algo en el futuro".


Se puede viajar de muchas maneras. Los viajes organizados son una fórmula tan cómoda y sencilla aunque problemática si se pretende tener una idea, bien sea somera, de la forma de vida de los habitantes del lugar visitado: avión; hotel; excursión facultativa; día libre; visita acompañada de guía con pretensiones academicistas y memoria de papagayo que nos va ilustrando, con voz monótona y espíritu ausente, sobre leyendas, héroes y anécdotas históricas, llevándonos apresuradamente de un lugar a otro sin tiempo para acomodar la explicación en nuestros anquilosados cerebros. Naturalmente se goza de la infinita ventaja de no fatigar nuestras mentes con lecturas de folletos explicativos editados para la ocasión. Con la misma velocidad (el tiempo es oro y hay que atender a otros clientes), se nos lleva a tiendas especializadas, pactadas de antemano, en las que a precio de ganga se pueden obtener piezas de artesanía autóctonas con sello de Taiwán, antigüedades recién envejecidas, e incluso podemos aprovechar la ocasión para vestirnos como colegiales, cuando no como auténticos payasos, para ser más fácilmente identificables como grupo. Se nos aconseja, con autoridad de profesional, sobre las mejores panorámicas que inmortalizarán nuestra visita, previo pago por supuesto, y finalmente se nos sorprende con una cena o espectáculo "típico", preparado ad hoc para el grupo del día... Quince días de ensueño que luego contaremos con todo lujo de detalles al primer ingenuo que nos preste atención.


Existen otros modos de emprender un viaje, pero estos no suelen ser usuales; me refiero a aquellos que bien por amistad o parentesco se goza de la oportunidad de visitar países exóticos con los que uno siempre ha soñado. En ese caso y si, por añadidura, los anfitriones disponen de tiempo y gozan de las mismas aficiones que el invitado, el premio resulta extraordinario. Personalmente me he sentido especialmente afortunado con algún viaje de esta naturaleza.


Están, por supuesto, los viajes que han dado en llamarse “por libre”, hoy tan en boga, pero que precisan de una esmerada organización previa si se pretende un resultado eficaz, pues cuanto mayor sea la improvisación mayor también las probabilidades de fracaso, aunque se adornen de cierto matiz de “aventura”. El problema de estas excursiones improvisadas es que nos vemos en la necesidad de conocer las peculiaridades del país a través de informaciones escritas o experiencias ajenas que casi nunca se repiten en el novel: la posada que nos recomendaban con tanta vehemencia, se ha transformado en una hamburguesería; las playas dejaron de ser paradisíacas por la afluencia desmedida de las nuevas hordas; la infraestructura vial nos juega alguna que otra mala pasada; los lugares que se pensaban visitar, planificados con tanta ilusión como esfuerzo, han sido cerrados recientemente “por restauración”... y todo ello sin menoscabo de esas barreras no siempre franqueables como la lengua y las costumbres, que a menudo nos conducen a concepciones casi siempre erróneas al fallar las premisas fundamentales del conocimiento y la comunicación; sin hablar de otras trabas de índole política, o religiosa, o ambas, que mediatizan cualquier tipo de incursión en las zonas probablemente más interesantes del país. De todas formas, o quizá por eso, todavía queda en ellos lugar para la aventura y la ensoñación.


En una época como la que nos ha tocado vivir, en que las fronteras retroceden sin esperanza de recuperación, forzadas por la revitalizadora presión de un moderno nomadismo que muestra signos inequívocos de una nueva e imprevisible era, viajar se ha convertido en una necesidad del ser humano, que busca toda suerte de motivos para justificar su trashumancia: económicos, profesionales, culturales, aventureros o simplemente esnobistas. Eludiendo por razones obvias los dos primeros, un viaje que no haya sido preparado cuidadosamente y sometido posteriormente a un análisis detallado de la experiencia vivida, pierde su primordial razón de ser. Pasaremos por el país pero no nos habremos impregnado ni de una mota de polvo de su cultura.


Disfrute cada cual a su manera, yo no pretendo hacerlo sino recordando.






LOS PREPARATIVOS


Andaba yo enredado con la idea de visitar Egipto cuando alguien me comentó que un grupo de personas interesadas en esa cultura milenaria estaban preparando un viaje al país de las momias, para lo que habían recabado los servicios de un experto en este tipo de viajes, libanés de nacimiento, egipcio de corazón y encantador por naturaleza.


Las primeras impresiones suelen quedar grabadas con fijeza indeleble, de ahí que nunca olvidaré aquel cuadro que a Goya le hubiera gustado inmortalizar en su época negra. Con el fin, supongo, de aunar voluntades y evitar deserciones de última hora, el anfitrión se encargó de preparar una mesa digna de un fasto romano: deliciosas lonchas de jamón rebosante de saludable grasilla, marisco, congelado sí, pero al que nadie parecía hacer ascos, ensaladas de vegetales y frutas… y vino, mucho vino. A nadie se le pasó por la cabeza que eran fechas de Ramadán y la estrella invitada islámico convencido. La elegancia se demuestra en ocasiones determinadas y aquélla era determinante para el libanés. Ni un comentario, ni una expresión de desagrado cuando se le invitó a compartir con los allí reunidos aquellas delicatesen, simplemente manifestó su condición de creyente islámico, lo que dejó contrita a la asamblea por su falta de perspicacia. Las disculpas no se hicieron esperar y aclarada la situación se pospuso el ágape hasta la retirada del ponente, dando comienzo de inmediato la presentación, que resultó todo un éxito dadas las dotes oratorias del invitado y la disposición que el personal allí reunido tenía hacia el proyecto esbozado.


En todo tipo de situación, si se quiere conseguir un cierto éxito, es preciso sustentar los argumentos en, al menos, tres pilares: expectación, comunicación y seriedad. Y el fenicio demostró detentar la sabiduría de sus ilustres antepasados, cimentándolos en el lugar más adecuado. Perfecto conocedor del terreno, supo sacar provecho de las circunstancias, intuyendo que el interés y la voluntad de personas "tan preparadas culturalmente" darían a la construcción el volumen y solidez deseados. La función de maestro de obras correría de su cuenta. Acertó de pleno. Claro que hasta el observador menos avispado hubiese visto reflejada en aquellos rostros la gran ilusión que les producía el viaje. No podía ser de otra forma. Se trataba de un país de cultura cinco veces milenaria en el que, como en un susurro, se había pasado de un modo de vida en el que la megalomanía lo envolvía todo, aprisionando incluso el espíritu entre pétreas construcciones, a un orientalizante hedonismo capaz de cambiar sistemas ampliamente arraigados y al que no fue ajena una literatura de candoroso romanticismo e indudable erotismo. No fue preciso un gran esfuerzo para convencer al auditorio, bastaría con una retórica adecuada para que el elevado precio de aquella excursión pareciese incluso una ganga. El cenagoso Nilo se nos aparecería como una copia del celeste río por el que navegaba el bueno Osiris en pos de su fusión con Ra; el sofocante calor procedente del desierto libio sería tolerable en extremo, pues se aprovecharían esas horas mágicas de la mañana en las que Horus niño convertía sus primeros bostezos en una púrpura claridad precursora de una explosión radiante de luz, que transfiguraría el ceniciento y fúnebre gris del desierto. Las ventajas eran indudables: contemplaríamos la majestuosa aparición del astro-dios dispensándonos sus protectoras caricias; acudiríamos en exclusividad a los lugares de mayor interés, disfrutando con tranquilidad las manifestaciones artísticas de un pueblo que no se ha resignado a desaparecer, intentando establecer un mudo diálogo con nuestro mundo desde su pétreo retiro; luego, mientras la masificación ocupa el lugar dejado por nuestra presencia física y el sol de mediodía lanza sus terribles dardos sobre los modernos profanadores, nosotros podríamos disfrutar de un buen merecido descanso en hoteles de lujo a orillas del Nilo, que ya se nos antojaban diseñados especialmente para nuestro particular solaz. O podríamos leer e interpretar, gracias a un reconocido egiptólogo contratado exclusivamente para el grupo, los extraños galimatías dejados para la posteridad por unos hombres como nosotros en los mismos lugares en que los habían cincelado hace... ¿cuánto?... ¡simplemente una eternidad! Y aquella voz cadenciosa y dulcemente modulada nos llevaba sobre su particular alfombra voladora mostrándonos parajes jamás entrevistos por ser terrenal alguno, en los que cimbreantes palmeras se inclinaban sobre límpidos canales que reflejaban en sus tranquilas y purísimas aguas la exuberante vegetación que pugnaba por adquirir protagonismo ante el prístino azul del cielo. En un lugar como éste desapareció Narciso y nosotros estábamos a punto de emularlo. Y continuaba... Las flores de loto, densamente distribuidas por la cristalina superficie, eran un remedo de la alfombra que, bajando de las alturas, nos depositaría suavemente sobre el fresco verdor para continuar viaje por el majestuoso río y, ¿quién sabe?, quizás tuviésemos la oportunidad de admirar a alguno de los descendientes del afortunado pez que mantuvo intacto entre sus fauces el sagrado falo del bueno Osiris hasta que fue encontrado por la amorosa Isis colocándolo -o colocándoselo, que en este punto los jeroglíficos adolecen de inexactitud interpretativa- en el lugar que por derecho propio le correspondía. Así pudo ver la luz Horus y disfrutarla nosotros. En el Oriente todo es posible.


Un silencio hábilmente introducido en el monólogo nos hace abrir los ojos a la realidad. Terrible desilusión. Alguien me comenta al oído: "Si todo lo que ha dicho este cabrón responde a una tercera parte de la verdad, el viaje puede resultar un éxito". Amén. Con una cautivadora sonrisa se brinda a aclarar dudas. ¿Las había? Poco a poco van surgiendo, con cierto pudor al principio, para convertirse en torrente incontrolado cuando se cobró conciencia de la situación. Las respuestas eran claras, concretas, como extrañándose de nuestra falta de fe en una programación realizada con mimo y absolutamente personalizada. ¡Naturalmente que podríamos contemplar todo lo que se nos antojara! –“Como si queréis visitar todas las tumbas del valle”... -“¿Qué pasa con ciertos lugares de indudable interés: Bubastis, Tinis... ¡El Fayum!... Abidos... Tell-el-Amarna?...” –“Bueno, en la mayoría apenas quedan restos de las viejas poblaciones y otros tienen un veto gubernamental para asegurar al turismo su integridad, pues existen algunos grupos fundamentalistas aislados que, si bien respetan al visitante extranjero porque son conscientes de la importante fuente de divisas que representan, suelen hacer algunas incursiones con un fin más amedrentador que terrorista y únicamente para manifestar su descontento ante el Gobierno. ¿Peligro? En absoluto”... Aquel genio nos adormeció con los sones de su flauta: el calor no existe porque nos adentramos en el paraíso; las porquerías flotantes son flores del Nilo; las moscas, faisanes; la mierda... ¡deslumbrante explosión de colorido! Y para que el romanticismo sea completo, ¿qué tal contemplar un rojo atardecer desde una terraza sobre un ambarino Nilo disfrutando de un refrescante karkadeh en el mismo lugar en que Agatha Christie dio forma a una novela de muerte sobre un río de vida? Todos nos sentimos un poco serpientes. Y nadie sabe si el encantamiento procedió del encantador, de la dulzaina o de nuestra propia naturaleza. No importa. Nos hemos puesto a soñar y ya no despertaremos hasta que las multicolores irisaciones reconvertidas en mierda, el río en pestilente alcantarilla, los faisanes en pegajosas moscas y el paraíso en ardiente Averno, nos devuelvan a la realidad de una taza de té en una lujosa terraza a orillas del más grande y sagrado de los ríos, contemplando la espantada de Ra por el horizonte que, hastiado de la contaminante presencia turística, desaparece en los solitarios confines del inframundo con los dulces recuerdos de un glorioso e irrepetible pasado.






LA LLEGADA


Hasta ese momento no había pasado por mi cabeza efectuar un viaje organizado, pero el poco tiempo de que disponía, la magia de aquel momento y el vino ingerido me hicieron cambiar de opinión y dado que sobraba alguna plaza, decidí sumarme a aquel grupo que no superaba las doce personas.



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El esplendor y belleza que parece emanar de ciertas ciudades cuando se las contempla desde el aire en esas horas brujas del crepúsculo, es similar al encantamiento que nos producían las pompas de jabón antes de que el más leve impacto deshiciese el hechizo. Por eso pienso que hay lugares que han sido engalanados para ser vistos desde la distancia: la llanura de Nazca, con sus inquietantes e incomprensibles dibujos es uno de ellos; el otro puede ser El Cairo, la ciudad de las mil y una mezquitas cuyos puntiagudos minaretes lanzados hacia el cielo parecen defender su territorio del indeseado invasor.


Tal es la expectación que provoca que, a pesar de las innumerables e inútiles advertencias del personal auxiliar de vuelo rogando "permanezcan sentados con los cinturones abrochados y el respaldo de sus asientos en posición vertical", la gente se traslada de un lateral al otro del avión para no perderse el espectáculo de luz que se ofrece desde allá abajo; mientras, los inquietantes y aleatorios tumbos del avión solamente parecen preocupar a las contadas personas con raciocinio encerradas en el vientre de aquel monstruo metálico, conscientes de su naturaleza áptera y sin ninguna fe en la moderna magia de la tecnología. De continuar aquella situación sin que algún miembro de la tripulación pusiese orden en aquel caos, un más que probable batacazo pondría patas arriba los resultados probabilísticos sobre accidentes aéreos tan fríamente elaborados por las estadísticas oficiales, al menos para los que resultáramos involucrados en el luctuoso suceso


El aterrizaje resultó tan suave como si la delicada misión hubiese sido encargada a cualquiera de los pasajeros y alguien que se percató de que podría contar la experiencia comenzó a aplaudir frenéticamente, gesto que fue acompañado de modo tan entusiástico como poco encomiable por varios de los que le rodeaban. Aquella situación me alarmó sobremanera pues si el piloto llegaba a tener conocimiento de tan sublime frenesí podría intentar la repetición de la gesta; afortunadamente la calma se restableció rápidamente. La operación burocrática de entrada en el país llevó un tiempo imposible de establecer con seguridad, pues en los pueblos de influencia oriental el reloj es un artilugio que se utiliza como aderezo, sin otras connotaciones. A medida que se llegaba a un amplio recibidor, los pasajeros se iban agrupando en torno a unos individuos portadores de enormes carteles con el nombre de la correspondiente agencia de viajes y cuya desorganización, natural para su modelo de sociedad, era tal que ponía a prueba los nervios del personal, ya bastante deteriorados a causa del viaje, los retrasos y la expectación por tomar contacto cuanto antes con tan atrayente país. Pero en Egipto la excitabilidad e histerismos occidentales hay que aparcarlos rápidamente si se pretende disfrutar de una estancia mínimamente satisfactoria. Tras sernos entregados los preceptivos cuestionarios se pudo comprobar que unos eran diferentes de los otros, por uno de esos errores tan incomprensibles como frecuentes en el reparto de formatos. Vuelta a escribir y consiguiente alboroto. Un funcionario se encarga de retirarnos los pasaportes y los billetes de avión que nos son devueltos tras una serie de idas y venidas a ninguna parte, al tiempo que se nos sitúa en una enorme cola que parece inmóvil hasta que comprobamos que los indígenas se colaban con habilidad envidiable. Nuevo alboroto hasta que la autoridad, con sus métodos habituales, impone silencio durante el que sólo se oyen sus gritos acompañados de empujones sin contemplación alguna hasta que se restablece la calma. Pasado el doble control de pasaportes entramos en la sala de recogida de equipajes y poco tiempo después en el autobús que nos conduciría al hotel. Fue entonces cuando establecimos contacto por vez primera con nuestro "egiptólogo".

Se presentó con aspecto serio, distante, cansino y poco amistoso, semblante que ya no abandonaría hasta el final de nuestra estancia y, quizás para que se cumpliera la promesa del "guía personalizado", iba tocado con una ridícula visera roja, propaganda de la agencia contratante. Podría tener cuarenta o sesenta años, si bien su porte y vivacidad lo situaban más cerca de los ochenta, y nos contó su vida con una brevedad digna de elogio: su nombre en árabe debía ser bastante común, pero la traducción castellana llamaba poderosamente la atención, Bonito (y es que las madres, en su pasional ceguera, no alcanzan a vislumbrar la madurez de sus vástagos); había estudiado Derecho, pero fiel a su moral islámica abandonó la profesión para dedicarse a la menos comprometida de Turismo. Ninguna mención a la hipotética especialidad que le cualificase como reconocido "egiptólogo", aunque allí, al parecer, todos lo son. La sonrisa no era precisamente su natural y si alguna vez asomó una expresión similar a su rostro, fue más un rictus que la clara manifestación de un sentimiento. Aparentaba poseer conocimiento de lo que nos mostraba y, quizá por ello, no enseñaba muchas cosas. Bueno, sí, nos llevaba a joyerías y tiendas artesanales en las que, por supuesto, no tenía otro interés que no fuera el de complacer nuestro espíritu mercantilista, establecimientos que estaban copados por los turistas más madrugadores mientras otros esperaban pacientemente su turno. Su astucia y conocimientos sobre la forma local de negociar nos sirvió de gran ayuda... ¡después de realizada la compra!, pues invariablemente habíamos sido estafados.


Tras el recuento de maletas y reparto de habitaciones tomamos unos refrescos en la terraza del hotel y nos retiramos a descansar. Comenzaba el viaje...






DÓNDE LA PIEDRA SE HACE POESÍA


Los restos monumentales que jalonan el suelo egipcio, mudos testigos de un esplendoroso e inquietante pasado, asombran al viajero de nuestros días que, incapaz de formar una oración gramatical con un mínimo de coherencia, se limita a recitar una interminable letanía de aumentativos y superlativos con los que cree definir la grandiosidad de lo que contempla. Resulta difícil imaginar que en los desolados parajes del desierto libio, cuya fisonomía ha permanecido inalterable durante milenios, tuviese lugar la primera civilización humana creadora de un pensamiento que todavía hoy sustenta mitos reconvertidos en creencias incontrovertibles y poseedora de unos conocimientos que asombran a nuestra avanzada tecnología, habida cuenta de los medios materiales que se supone poseían en aquellos lejanos tiempos.


Todos los pueblos de la Tierra han elaborado un génesis a partir de una idea común: "En el principio era el caos". Luego, bien fuera de la mano de Dios, bien por un principio vital inmerso en aquel mar primordial, el caos comienza un proceso de organización para formar un universo todavía incomprensible. Las modernas teorías, utilizando palabras y conceptos más en consonancia con nuestro tecnificado mundo no han sido capaces de explicar las cuestiones subyacentes en el mundo primitivo. Entonces, era el caos, hoy, el big-bang. Pero por encima de cualquier especulación, nadie como los antiguos egipcios fue capaz de convertir en poesía áridas e incomprensibles teorías. Poesía que grabaron en piedra, la misma que sirvió para materializar la potencia vivificadora del Sol sobre todo lo creado:


"Al principio de los siglos, una yema de loto, inmersa en el caos, abrió su corola sobre las aguas e hizo salir al Sol bajo la forma de un delicado niño. El Sol lloró y sus lágrimas, al caer sobre el suelo, se transformaron en hombres".


¿Puede pedirse algo de mayor delicadeza?


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Me enfrenté por primera vez a aquellos geométricos monstruos de piedra en un cálido anochecer del mes de Agosto, cuando el cromatismo del crepúsculo cede protagonismo ante el juego estelar de claroscuros y las sombras imponen su reinado con traicionera celeridad. Es el mágico momento en que Osiris comienza su diario viaje por el inframundo permitiendo que su hermano Seth se adueñe del mundo en ausencia del astro benefactor. Solo, perdido en la inmensa soledad de aquel desierto sobrecogedor débilmente bañado en tonos plateados por los pálidos rayos de una luna que se negaba a aparecer en toda su redonda esbeltez, humillada quizás por el hieratismo de aquellos gigantes pétreos, permanecí aterrado contemplando los oscuros triángulos que lanzándose con descaro a la conquista del infinito, se detenían bruscamente fusionados en un punto, como castigo a la soberbia pretensión de ser los primeros en alcanzarlo. Las puntiagudas moles se extendían por la arenosa planicie, unas enhiestas otras aplastadas por el tiempo, como si las viejas momias, transformadas en semillas, hubiesen dado vida a aquel inmenso bosque granítico. Reclinado contra unos pedruscos que un día más afortunado fueron templo, mi mente se perdía en las más extrañas conjeturas. Aquellos antiguos egipcios, tan poco aficionados a las abstracciones, capaces de materializar un pensamiento para crear mitos comprensibles a la inteligencia humana, nos han dejado la duda de si tal concepción se basaba en una historia anterior adormilada en el algún recóndito lugar del subconsciente o si, por el contrario, partiendo de ese mundo metafísico que aborrecían, trataron de racionalizarlo para tenerlo más próximo a sus vidas... y a su muerte. Sea lo que fuere, a diferencia de otros dioses, verdaderos o falsos pero distantes en su mayoría, el panteón egipcio se nos muestra cálidamente humano y todavía hoy entendemos, disfrutamos, nos enternecemos y violentamos con la terrible tragedia fraternal que tuvo lugar en aquel espacio atemporal.


Sorprende que un pueblo tan racionalista en muchos aspectos haya tenido un sentido religioso tan profundo, pero es que su religiosidad, desprendida de dogmas que atenazan con violencia las mentes, cobró el verdadero sentido del término uniendo voluntades que más tarde crearían tan inigualable cultura. De otra forma no se pueden entender tres mil años de continuismo cuyos cambios son apenas perceptibles. Aquella primitiva religión fue evolucionando progresivamente, alterándose en los laboratorios de sus sucesores hasta llegar a un punto en el que concepciones excesivamente individualistas dejaron desprovisto el inicial re-ligare de cualquier valor semántico o filosófico. ¿Retornará la oscilación pendular a su situación originaria o el impulso ha sido de tal magnitud que nos conducirá a situaciones imprevisibles? ¿Asistiríamos a un ocaso de la civilización, como quizá hubiera habido otros muchos, o nos encaminaríamos definitivamente hacia una evolución eterna y sin precedentes? Demasiado para un cuerpo y una mente que, como la de los egipcios, no estaba preparada para tales conjeturas. Recordé a Tutmosis IV dormitando, apoyado en la Esfinge, en una situación similar a la mía y creí ver un movimiento de la Gran Pirámide acompañado de una lejanísima voz salida de ninguna parte. Próximo a la esquizofrenia que rodea ese extraño estado del duermevela, sentía hundirme en un profundo pozo en el que daba vueltas y vueltas... ¡Y aquellas piedras hablaban!


"... Soy una roca, una simple y vulgar piedra. Sin embargo ¡cuánta envidia despertaría entre los seres pensantes si acertaran a desprenderse de la coraza de soberbia que les aprisiona!

Mi génesis es la del Universo y cuando ya no exista ser vivo alguno creado, yo permaneceré. Desde vuestra concepción del tiempo puedo ser considerada eterna, casi un dios. Provengo del fuego, ¿o debería decir que soy el mismo fuego en un nuevo estado? Mi nacimiento se realiza en medio de un fantástico espectáculo de luz y sonido jamás imaginado y después del parto, un descanso de millones de años me conforman en una nueva estructura para que mi vida pueda transcurrir, sin alteraciones ni sobresaltos, en un dilatadísimo espacio sin tiempo.

Físicamente no estoy sometida al padecimiento de enfermedades o sufrimientos y mi ética se sitúa por encima del bien y del mal. Miro sin ver y percibo sin oír; no juzgo, simplemente acepto; no hago, dejo hacer. Nadie me puede dañar, pero son muchos los que se han aprovechado de mi fortaleza para herir o matar.

La soledad que se me atribuye es un refugio de comprensión para el afligido, el enamorado, el verdugo o el ajusticiado. Vivos y muertos acuden a mí en constante peregrinar; aquéllos para regar con su llanto mi reseca faz o plasmar gráficamente pensamientos o deseos incontenibles, éstos para que les sirva de acomodo en su postrer sueño, pero todos comparten conmigo las eternas preguntas sobre esencia y existencia.

La energía que recibo la emito transformada, sin conocer los mecanismos de tal hecho, para que otras naturalezas la interpreten y aprovechen de acuerdo a su estado evolutivo. He dado riquezas inmensas sin recibir nada a cambio, ¿Qué, si no, significan las gemas, el oro negro, los acuíferos...? Y he colaborado de forma fundamental al desarrollo del conocimiento humano al recoger y conservar en mi seno animales y plantas de antigüedad pretérita que de otra forma jamás soñaríais imaginar.

Os he servido de refugio en momentos de peligro o necesidad; habéis evolucionado gracias a mi concurso: vadeáis ríos inmensos para unir culturas, construís edificaciones donde poder albergaros, os protegéis de las incontroladas fuerzas de la Naturaleza... ¡Y todo ello lo consideráis producto de vuestra inteligencia! Pero, ¿qué tenéis de propio que os colme de tanta satisfacción. Cuando buscáis conocimiento preguntáis a las entrañas de la Tierra o a la inmensidad de los cielos, allá donde está mi propia esencia. La materia, mi materia, es la única que os sirve de ayuda. Ni siquiera sois capaces de ahondar en vosotros mismos. Ignoráis todo y vuestra existencia es tan efímera que apenas barruntáis una ínfima parte de lo que consideráis insondables arcanos. Vuestra soberbia, otra vez. Hacéis misterio de lo que no podéis entender. Ese es vuestro castigo; el entendimiento, la insaciable necesidad de saber. Fijaos en mí: no inquiero, no busco, no pretendo. Simplemente me impregno.

Mi esencia es inmortal, decís. Y yo os digo: ¡Necios! Utilizáis los conceptos a vuestra conveniencia, pero... ¿esencia? Se os dio la oportunidad de emprender un camino hacia la inmortalidad en los ya lejanos tiempos de vuestra infancia, pero quisisteis haceros mayores. Os ensoberbecisteis. Perdisteis aquella maravillosa cualidad infantil de la inocencia. Rompisteis con todo lo que os hacía semejantes a dioses. Por no dejar nada intacto, hasta hicisteis añicos la Caja de Pandora, con lo que ya no os queda ni la esperanza. Es tarde; nunca más podréis retornar a la edad dorada, paraíso perdido para siempre. Ya no entraréis en el reino de los cielos. ¡Os habéis hecho mortales! Y yo, en mi humilde condición, os serviré de última morada para conservar "ad infinitum" lo único que quedará de vosotros: polvo.

Ya veis, al final seréis como yo…”.


Me desperté de forma brusca y completamente aterrado pues me acompañaba la certeza de estar rodeado de seres fantasmagóricos que, desconocedores del hecho de que sus tumbas habían sido profanadas y sus cadáveres ultrajados, no alcanzaban a entender su situación en un entorno que no se esperaban, por lo que, al parecer, trataban de comunicarse conmigo en un vano intento de obtener una explicación. He de confesar que el ánimo me abandonó y, a paso rápido primero que derivó en alocada carrera, me alejé de aquel lugar tropezando torpemente en todos los accidentes del terreno, hasta alcanzar el lugar donde me esperaba pacientemente un sorprendido taxista incapaz de explicarse lo que allí estaba sucediendo. Con el corazón protestando airadamente por el trato que se le había dado, permanecí mudo durante el camino de regreso sumido en unos pensamientos que difícilmente era capaz de ordenar hasta que, más tranquilo, abandoné toda idea de dar trabajo a la cabeza y cerrando los ojos recordé con una sonrisa la conversación mantenida entre un cierto rey de Inglaterra y uno de sus cortesanos en medio de una descomunal borrachera:


- Dime -pregunta el soberano-¿tú piensas alguna vez?

- ¡Majestad, un caballero tiene otras cosas que hacer!


Aquella noche me ordené caballero.






LAS PIRÁMIDES


Llegamos al enclave que acoge la primera de las siete maravillas del mundo acompañados de un sol radiante que hacía más azul el ya de por sí límpido color del cielo. Tras un trayecto que discurre paralelo al Nilo, entre esbeltas palmeras y acacias ataviadas con flores de espléndido colorido, nada hace presagiar el brusco cambio paisajístico que sorprende al viajero en una revuelta del camino, haciéndole recordar las viejas estampas de la Historia Sagrada cuando un justiciero arcángel traza sobre el suelo, con flamígera espada, la raya que separará para siempre los confines del Paraíso perdido. La frontera natural que separa el frondoso valle de aquel desierto desolador es demasiado evidente para ignorarla; no se trata de un profundo valle ni de una inaccesible montaña sino de una fina línea de trazado tan perfecto que parece diseñada por la mano del hombre, aunque fuese el Nilo, una vez más, el que en su alternativo pero constante peregrinar depositara con mimo los limos que fertilizarían el valle haciendo posible la vida, y el posterior desarrollo de una asombrosa civilización. Una nueva curva e instintivamente nos encogemos, pues una inmensa mole de piedra amenaza con aplastarnos. Es la Gran Pirámide. ¡Qué distintas se ven las cosas a la luz del día! El angustioso silencio de la noche contrasta abrumadoramente con una algarabía babeliana a la que contribuyen de forma especial los cazaturistas que, a chepa de sus camellos, ofrecen sus servicios en todos los idiomas conocidos y alguno inventado; ¡cuidado con rechazarlos!, el orgulloso animal puede rociarle con sus húmedos y malolientes residuos orgánicos sin perder la compostura, al tiempo que le ignora con ese porte altivo, sonrisa enigmática y mirada perdida en el infinito que parecen haber heredado de la vecina Esfinge tras largos años de forzada convivencia. Previamente habíamos pasado por lo que un día fue Heliópolis, condenada hoy a ejercer de barrio residencial cairota próximo al aeropuerto, deteniéndonos en Menfis y Saqqara.


Durante el Imperio Antiguo, y más concretamente en el período que abarcaron las dos primeras dinastías, cuatro ciudades se disputaron la primacía por convertirse en el principal santuario del recién unificado Egipto. On, ubicada en algún lugar del actual barrio heliopolitano, Menfis, Hermópolis y Busiris, en el delta. Las relaciones existentes entre ellas permitieron intercambios de toda naturaleza, llegando con el tiempo a sincretismos teológicos que se manifestaron abiertamente en tiempos del Imperio Nuevo. Así, mientras las tres primeras elaboraron complicados mitos cosmogónicos, en Busiris estuvieron más próximos a la leyenda, lo que explica su enraizamiento en las masas populares. El santuario de On, si bien de antigüedad tan pretérita como Menfis, parece haber tenido mayor renombre. Sus sacerdotes estaban más preocupados por encontrar explicaciones racionales a los fenómenos cósmicos que en resolver problemas de índole moral, de ahí que hoy nos sorprendan sus descubrimientos en el campo de la geometría, que no fue para ellos sino una consecuencia derivada de la interpretación divina, o en astronomía, cuyos logros todavía nos asombran por ser los primeros que establecieron el calendario solar de 365 días, hace exactamente cinco mil años. El universo entero es concebido como concentración de una enorme masa, representada como en forma de inmenso obelisco - precedente de la pirámide -, y que no sería sino una materialización del Sol, situado en su vértice, desparramando sus vivificadores rayos. Cómo llegaron a poseer unos conocimientos que hoy sorprenden por su exactitud es algo que difícilmente llegaremos a saber. Hoy es fácil construir una pirámide, pero fueron aquellos increíbles arquitectos bajo los auspicios de Ptah, deidad de la vecina Menfis, los que descubrieron las reglas básicas de esa geometría: inclinación de 52 grados y altura igual al radio de un círculo cuya circunferencia coincida con el perímetro de la base. Los antiguos mayas y aztecas no lograron esta perfección en la construcción de las suyas. La inteligencia demostrada por la clerecía egipcia no podía pasar desapercibida a los griegos, cuyos sabios más relevantes acudieron al Santuario de On para empaparse de aquella ciencia. Solón, Tales, Pitágoras, Herodoto... Este último nos legó la famosa fábula del Ave Fénix, pues en su visita a Egipto decía haber visto el lugar donde se guardaba. El pajarito en cuestión renacía de sus cenizas cada quinientos años, con cuya teoría intentaban explicar la creación como un mero proceso biológico, sin misteriosos principios ni finales.


La visita a Menfis debería estar reservada exclusivamente a aquéllos que dispongan de una imaginación no adulterada por la vida moderna, esto es a los niños y a los locos, en la certeza de que la historia que allí se les cuente se proyectará, sin mayores problemas, en la transparente pantalla de sus mentes. El resto, ésos que nos autocalificamos de inteligentes racionalistas, tendríamos que someternos al duro proceso de recuperar la única asignatura que se suspende con gran alivio de progenitores y educadores: la inocencia. Cuando el autobús se detiene y abre sus puertas, nadie sabe si se nos está dando la oportunidad de comprar dátiles en los puestos callejeros de Mit-Rahineh o responde a alguna urgente necesidad del guía. Sea lo que fuere acudimos en tropel a satisfacer las propias. Finalizado el proceso fisiológico con mayor o menor premura, nos agrupamos para conocer el motivo de tan imprevista parada. ¡Estáis en Menfis! Nos miramos unos a otros sorprendidos pues en realidad allí no había mucho más que observar: - “Los videos (así, sin acento) veinte libras, las cámaras diez”, se nos advierte. Bueno, a lo mejor estamos equivocados.


Entramos en un recinto rectangular, algo menor que un campo de fútbol, en cuyo centro se alza una Esfinge que representa, se nos dice, a la reina Hatsechpsut, lo que no deja de asombrarnos pues se cuenta que Tutmosis III había tenido especial cuidado en hacer desaparecer cualquier indicio que recordase a la primera feminista de la historia, aunque se la haya hecho pasar por vulgar marimacho. Fuese o no la reina, poco importa, pues los monumentos egipcios impresionan en sí mismos y no por el menor o mayor parecido que puedan tener con un determinado individuo. Directamente enfrentada a la fabulosa imagen se encuentra una colosal estatua de Ramsés II, como no se podía sino esperar de un megalómano de tal naturaleza. Los personajes que en su nomenclatura llevan un apelativo de significación guerrera (mes): Aah-mes; Ra-mes-su; Thoth-mes, se representan con el pie izquierdo adelantado, como símbolo de empuje y marcialidad, pero también como demostración de entrega, pues en el momento de la muerte, previo al juicio de Osiris, lo primero que se presenta es el corazón, y así es que lo hacemos al adelantar el citado pie. Pero es en un edificio anexo, que sin razón que lo justifique llaman museo, donde se puede disfrutar del espectáculo que ofrece a la vista una escultura de tamaño descomunal del mismo Faraón, cuya extraordinaria proporcionalidad de formas, esbeltez y prodigiosa minuciosidad del trabajo realizado, en el que ningún detalle se ha dejado a la improvisación, habla bien a las claras de la sensibilidad artística de aquellos escultores. Rodeando el recinto han ubicado un par de estelas y un número igual de sarcófagos y un poco más allá, apoyados contra el muro, unos obreros canteros se afanan en su cometido de enseñar al turista cómo se trabajaba la piedra cinco mil años atrás, labor que queda rápidamente interrumpida cuando la avalancha humana se retira del lugar.


¡Pobre Menfis!... ni siquiera habrías sido capaz de arrancar una sola estrofa al genio poético de Rodrigo Caro que inmortalizó la vieja Itálica. Cuesta esfuerzo suponer que hubo una época en la que la ciudad contaba con un millón de personas, aunque la cifra resulte a todas luces exagerada. Nada en los alrededores que evidencie la certeza o falsedad de la aseveración. Ni siquiera la villa que la sustituye puede sentirse culpable de guardar en sus entrañas los restos de tanto esplendor desaparecido. Demasiado pequeña, apenas tres mil habitantes para responsabilizarse de una superficie de 80 Km. cuadrados, ¿cómo es posible entonces una destrucción de tal naturaleza? El viejo Cairo quizá tenga la respuesta. Y el Nilo, con sus sedimentos, creador y destructor de culturas.


Cuando Menes unificó los nomos egipcios, no podía imaginar que el lugar en el que fundó su residencia se perpetuase durante tres milenios como un importantísimo centro político, religioso y comercial. Su posición estratégica, dominando primero a los belicosos pueblos del delta y más tarde como garante de las incursiones de los pueblos del Norte, hizo posible su constante progreso, que ni siquiera declinó cuando la capital fue trasladada a Tebas. La teología iniciada en On en torno al dios Ra, fue rápidamente copiada en otros santuarios y sincretizada con otros cultos. Así Ptah, cuyo nombre parece derivar de Ptah-tenem[1], llevaba en su propia naturaleza, al igual que Ra, el principio vital y de esa forma pudo crear otros dioses que en realidad eran parte de sí mismo: Atum (dios tomado de la vecina On e identificado con Ra) era su pensamiento, Thot su lengua y Horus su corazón. Como la cuestión religiosa estaba íntimamente unida a la política, se puede suponer la lucha de influencias que existiría por conseguir la preeminencia. Curiosamente, el conocimiento que se tiene sobre la vida cotidiana de Menfis ha sido posible gracias a sus muertos, cuyas tumbas muestran con exquisita ternura escenas domésticas que sorprenden por su finura y esmero en la representación. Y a su última morada nos dirigimos con la tristeza del que siente que obras realizadas con tanto esfuerzo son con tanta facilidad destruidas.


Uno de los principales rasgos del Egipto faraónico es el continuismo a través del tiempo y en este sentido no existe ruptura con la antigüedad prehistórica: el simbolismo mágico, la divinización de animales y un rudimentario impresionismo, son herencias provenientes del período paleolítico que, transformadas para acomodarlas a los nuevos tiempos, permanecieron en el subconsciente de sus gentes durante milenios. Religión y arte se entremezclan dando lugar a esa expresión de optimismo y confianza que se aprecia en las representaciones figurativas, que nos muestran los más ínfimos detalles de la vida en sus múltiples facetas. La relación entre ambos conceptos es tal que el artista egipcio, prisionero de su espiritualidad, encuentra insalvables obstáculos para la representación humana. Como no llegan a conocer la proporción y mucho menos la perspectiva, se limitan a la continua repetición de la figura para facilitar la comprensión del movimiento en un intento por dar ritmo a la escena, al tiempo que cumple la misión fundamental de servir de enseñanza al pueblo, lo que consigue, al igual que en la actualidad, por “machacona” insistencia. Pero donde se manifiesta con mayor relevancia la sumisión del arte a la religión es en la escultura, en la que aparecen como auténticos pioneros del “cubismo”, pues el papel simbólico que se atribuye al “doble” (el Kha) llega a tal extremo, que una rotura del mismo puede producir el mismo efecto en el “yo” real, de ahí que todas las estatuas posean esa conformación monolítica que las caracteriza, con los brazos pegados al cuerpo para protegerse de fracturas. En algunos modelos de reducido tamaño se puede admirar una estructura perfectamente cúbica, más difícil de romper, de la que sólo emerge la cabeza, máxima expresión del alma.


Saqqara, nombre derivado del dios de los muertos Sokaris y cuya iconografía es una momia con cabeza de halcón, está situada en la parte occidental del Nilo, en pleno desierto, donde Ra inicia su viaje al inframundo para encontrarse con Osiris. Se ven allí infinidad de mastabas. [2] Construidas con ladrillos de barro, su volumen y complejidad dependían de la importancia del difunto, aunque como mínimo disponían de una cámara funeraria subterránea y un compartimento a nivel de suelo, donde se almacenaban provisiones y enseres que le fueran de utilidad al Kha en la otra vida; con el tiempo se construyeron capillas anexas a la tumba para facilitar a los familiares los rituales propios de estas celebraciones. Pero lo que era lógico para el pueblo, cuya economía se movería en la precariedad, no podía serlo para el Faraón, al fin y al cabo enlace terrestre con la divinidad, y Zoser no era una excepción a los deseos de inmortalidad, pues ya le habían precedido insignes personajes como Narmer y Menes.

Egipto disfrutaba de una época de gran prosperidad y ya se sabe que en tales circunstancias lo más acertado es mantener ocupado al pueblo. Nada de pensar; menos aún sumirse en una vida muelle, reservada en exclusiva para determinadas escalas sociales. Ora et labora, que con tanto mimo adoptaron los magnates católicos cuando se trataba de alentar a los legionarios de Cristo en sus horas bajas. El pueblo, pues, no podía ni debía permanecer ocioso; además el trabajo debería realizarse con alegría, en la seguridad de que cada piedra labrada sería la impronta de su propia existencia, que se mantendría por los siglos de los siglos.


Teniendo el faraón una idea clara del “por qué” pero no del “qué”, encargó a su visir la excepcional labor de pensar. Y, a lo que parece, acertó. No sólo estableció los fundamentos para la construcción de las posteriores pirámides, sino que revolucionó la técnica del momento con la introducción de nuevos materiales que sustituyesen los ladrillos de barro cocido utilizados hasta entonces, pues nunca con anterioridad se había utilizado la piedra para la edificación de un monumento de esta naturaleza. Tras muchos estudios, intentos fallidos, noches de insomnio y decepciones sin fin, Imhotep logró dar con la idea que años más tarde le llevaría a ser venerado como una divinidad, oscureciendo incluso la fama de su señor. Partiendo del concepto ya conocido de la mastaba, las fue superponiendo una tras otra hasta seis elementos de dimensiones progresivamente menores que dieron al conjunto una forma de "pirámide escalonada" cuya altura alcanzó lo nunca visto hasta la fecha: sesenta y dos metros. Imhotep quedó satisfecho de su obra y así también el divino Faraón. Su unión con Ra le supondría un mínimo esfuerzo al poder encaramarse a la cúspide por los peldaños tan bien concebidos. Pero no todo quedó en apariencia externa. En su interior diseñó un complicado sistema laberíntico en el que pozos, pasadizos y galerías se entremezclaban para conducir a - y al propio tiempo proteger - la cámara sepulcral. El complejo funerario lo completó con un recinto cerrado en el que construyó multitud de edificios para el ritual, vallándolo con un muro perimetral de tres metros de altura al que dotó de una entrada auténtica y otras trece falsas, así como sofisticadas trampas para evitar tanta profanación de índole especulativa a la que ciertos individuos profesaban gran devoción. Hoy, la amenaza de derrumbamiento se presenta en la forma de un moderno Anubis que alerta contra cualquier intento de incursión en su interior e impide admirar una auténtica obra de arte diseñada por un hombre que, en palabras del arqueólogo Lauer, “fue el Miguel Angel de aquella época”. A pesar de la gran fama adquirida por Imhotep, ha sido imposible encontrar su tumba, al no existir indicios capaces de alumbrar un descubrimiento que, sin duda, sería tan sonado como el de Tutankhamon. Los griegos lo llegaron a identificar con Asclepios, dios de la medicina, cuestión ésta que no deja de entrañar un enorme misterio teniendo en cuenta el gran pragmatismo de este pueblo, pues nada en su vida hace pensar que poseyera conocimientos específicos sobre tal materia. Quizá la memoria colectiva, con la carga de fábula que lleva aparejada, haya extrapolado la divinidad arquitectónica a todas las ramas del saber. De hecho, en el templo de Kom-Ombo, construido en época ptolemaica, aparecen bajorrelieves en los que Horus e Imhotep comparten cartel ante grabados de instrumentos médicos. Escuchábamos estas explicaciones con todo el interés que el hombre-guía era capaz de transmitir a sus actuaciones. Derrumbado, más que apoyado, contra uno de aquellos muros que se mantenían en pie por un prodigio de la naturaleza, nos ponía en serias dudas sobre cual de las dos ruinas resistiría con mayores probabilidades de éxito los embates del tiempo. Aunque su cara había adquirido el color, textura y semblante de una esfinge, su aspecto denotaba el mismo abatimiento físico y psíquico que ya habíamos percibido el día de nuestro primer encuentro y por ello agradecimos internamente el esfuerzo, fuera de programa, que suponía contarnos la anécdota que, en su opinión, dejaba patente la sabiduría médica del gran visir de Zoser.


-“El primer ser humano que puso en práctica la técnica de la lavativa -él dijo enema que puede ser más fino pero menos comprensible- fue Imhotep.”


Y como si de una sentencia pronunciada en el mismísimo senado romano se tratara, permaneció silencioso esperando nuestra reacción. Como parecía haberse quedado mudo, asomaron algunas expresiones de asombro, debidas más a esta circunstancia que a la que él esperaba. Satisfecho por la impresión causada, continuó:


-“…El faraón Zoser padecía dolencias intestinales que le tenían postrado jornadas enteras, sin capacidad de atender las funciones propias de su cargo, e Imhotep, probablemente preocupado por un asunto que podría derivar en problema de estado, decidió tomar cartas en el asunto.”


Nueva pausa, seguida de un cambio de postura. Como esta vez no había lugar a pasmos, continuó la exposición, que él consideraba como lección magistral, sin ninguna otra interrupción.


-“…El visir que, como toda persona aficionada a las artes y las ciencias, gozaba de grandes dotes de observación, gustaba de contemplar las evoluciones de esas estilizadas e inmaculadas aves que tanto abundan en el Nilo: el ibis. Durante uno de los esporádicos paseos que le permitían sus deberes palaciegos, se detuvo atónito ante el espectáculo ofrecido por una de ellas que, ajena por completo a lo que ocupaba al resto de sus compañeras, se dedicaba a una tarea especialmente curiosa y en apariencia poco grata, pues con su largo y encorvado pico tomaba agua del río introduciéndosela seguidamente por el ano. Después de varias operaciones el animal defecó y levantó el vuelo, participando alegremente de los juegos de la bandada. Acercándose al lugar donde había permanecido el ibis, un fuerte y nauseabundo olor le percató del resultado de tan extraño comportamiento, por lo que decidió aplicarlo de inmediato cuando llegase a la casa real, con resultados que se tildaron de excepcionales.”


Aunque no hubo comentarios, en el pensamiento de todos rondaba la idea de que si para alcanzar la divinidad había que copiar el comportamiento de las aves, los primeros dioses indudablemente debieron de pertenecer a este grupo zoológico. Al menos volaban y ascendían a los cielos sin necesidad de apoyarse en monumentales pirámides.


Remontando el curso del Nilo hasta El Fayum se pueden contar hasta treinta y ocho pirámides en distinto grado de conservación, que abarcan el largo período que va desde la IV a la XII Dinastía, si bien se nota un vacío constructivo a partir de la VII. Aunque ninguna de ellas alcanza la belleza y perfección de las de Gizeh, su interés radica en el esfuerzo intelectual realizado por las gentes de aquel remoto pasado por lograr una sinergia entre el mundo físico y el espiritual. Tomando como referencia la pirámide de Zoser, los faraones de la IV dinastía se dedican a perfeccionarla en su geometría, no viendo coronados sus éxitos hasta el reinado de Kheops, sucesor de Snefru, que pareció empeñar su reinado en encontrar las medidas ideales para construir su monumento funerario. A este Faraón se deben las bien conservadas de Maydum, conocida como “falsa pirámide” o “pirámide truncada” y las de Dahshur, cuyos nombres muestran bien a las claras sus singularidades: “pirámide roja” y “pirámide romboidal”. El visible defecto que presenta esta última es precisamente lo que la convierte en una joya arquitectónica. El cambio de inclinación que se aprecia a mitad de su altura parece ser debida a un cálculo erróneo en lo que a dimensiones se refiere, pues a medida que avanzaban en la construcción observaron que comenzaba a desmoronarse, por lo que decidieron suavizar el ángulo de inclinación basal de 50º a 43º, lo que le da el particular encanto que hoy podemos disfrutar. Su interior guarda cierta similitud con la Gran Pirámide, excepción hecha de que aquí la cámara sepulcral mantiene la tradición subterránea, a la que se llega a través de un inacabable corredor rectilíneo y angustiosamente angosto. Las paredes del recinto, que un día albergó los restos del faraón, si lo hizo, no rezumaban la humedad que más tarde pudimos observar en la de Kheops, pero en su defecto desprendían un irritante olor que nos hizo pensar que, además de monumento arqueológico, aquel lugar se utilizaba para la fabricación de urea con algún secreto fin biológico.


Pero nada de lo que habíamos visto hasta entonces podía ser comparado con la admirable grandiosidad de la llanura de Gizeh. La perfección de aquellas pirámides no es sólo patrimonio de su geometría sino de la ubicación de una de ellas con respecto a las demás, pues en ningún momento la sombra es capaz de invadir el dominio que la luz ejerce sobre el conjunto; una luz cambiante que va del gris del amanecer al rosado del ocaso pasando por el oro del mediodía, y cuando parece que las impresiones recibidas por la contemplación de tanta belleza comienzan una inevitable declinación, una luna, extremadamente pálida por la envidia, desparrama todo su sentimiento sobre la superficie de los gigantescos triángulos, haciéndolos reverberar con luz fría y plateada, poniendo punto final a un espectáculo inimaginable.


Las pirámides propiamente dichas no son sino edificios terminales de un vasto y sofisticado complejo funerario cuyo ruinoso estado no permite excesivas alharacas imaginativas y, como siempre, es ese gran libro escrito en piedra el que nos permite conocer con bastante exactitud los complejos ritos que se llevaban a efecto inmediatamente después de la muerte del faraón. Una vez ocurrido el óbito, la barca funeraria, profusamente adornada de flores y aromatizada con los más exquisitos perfumes, es conducida a través del Nilo hasta alcanzar uno de los innumerables canales artificiales que alivian su curso con el fin de mejorar los cultivos, servir de solaz a las clases privilegiadas o de vía de comunicación para templos y tumbas, extremos entre los que se desenvuelve la vida de los antiguos egipcios. Llegado a un punto determinado, el cauce se ensancha en una especie de muelle en el que se alza un magnífico edificio dedicado en exclusividad a los ritos de la momificación y liturgia, necesarios para que el difunto pueda alcanzar el estado de gracia que le permitirá su unión con Ra.


El proceso de momificación es sumamente complejo y requiere de personal altamente especializado, pues una operación defectuosa puede dar lugar a una acelerada descomposición que impida todo contacto con el inframundo, condenando al finado al espantoso vacío que tanto horror le producía. Tan alta responsabilidad había de recaer por tanto en una categoría especial de ciudadanos cuyos conocimientos anatómicos eran celosamente guardados y traspasados a sus herederos. Cuenta Herodoto que un trabajo bien realizado era altamente costoso (veintiséis kilos de plata, cantidad que muy pocos se podrían permitir) y la duración podía alcanzar varios meses. El cuerpo, una vez extirpadas las vísceras y el cerebro, se purificaba repetidas veces con agua, rellenándose las cavidades con paños de lino empapados en secretos ungüentos, para después ser envueltos en varios lienzos entre los que se depositaban toda clase de amuletos. También se sometían al proceso de momificación los intestinos, pulmones, hígado y cerebro, los cuales eran introducidos en unos recipientes especiales llamados vasos canopos consagrados a los cuatro hijos de Horus: naturalmente la técnica sola no era suficiente, por lo que era acompañada de fórmulas mágicas, plegarias y frases ininteligibles para el profano. Antes de ser introducido en los distintos sarcófagos que le servirían de protección, los sacerdotes procedían a la definitiva operación de la "apertura de los ojos y la boca", consistente en abrir ambos con un afilado estilete, al tiempo que se pronunciaban frases escatológicas tomadas cuidadosamente del Libro de los Muertos. Ahora ya estaba el faraón preparado para entrar en el temido inframundo. Podría reconocer los peligros que le acecharían en el largo recorrido previo al definitivo juicio de Osiris en el que su boca astral contestaría positivamente las preguntas que se le formularían, para que su unión con Ra quedase asegurada, pudiendo finalmente ser considerado como divinidad a la que habría que rendirle culto. A tal fin se construían templos al pie de la pirámide unidos con el Templo del Valle por un largo corredor cubierto, a través del cual eran conducidos el faraón y sus pertenencias. Posteriormente el sarcófago era introducido en un lugar secreto del interior de la pirámide de imposible localización para el que desconociese los intrincados laberintos. Después, las puertas eran selladas y ya nada desde el exterior podría hacer pensar que allá adentro existiese cosa alguna viva ni muerta.


A pesar de tanto sigilo y tanto secreto, algo fallaba en los procedimientos. Se diría que en esto nada ha cambiado la humanidad. El bulo, el “macuto”, las ansias de riqueza, obraron el milagro de descifrar lo que con tanto misterio se había realizado y las entrañas de aquel monstruo de piedra no tardaron en quedar al descubierto: las tumbas fueron saqueadas y las momias profanadas y expuestas a los chacales del desierto, frustrando el viaje eterno e impidiendo la tan añorada divinización. Amparados por la noche y por guardias sin escrúpulos, cuando no por la inestimable ayuda del nuevo faraón, se trataron de localizar las aberturas originales, para lo que no repararon en destrozar lo que se les ponía por delante. Había que encontrar la entrada que les condujese a uno cualquiera de los innumerables pasadizos. A partir de ahí sería cuenta suya. Y ha de suponerse que la abertura que en la actualidad permite la entrada a estas pirámides sea una de las que tan tenazmente se encargaron de abrir aquellos noctámbulos amigos de lo ajeno, pues no resulta lógico que los antiguos sacerdotes egipcios, ya suficientemente apenados por la pérdida de su señor, se impusiesen además la penitencia de realizar duros ejercicios de escalada portando el enorme sarcófago y las pesadas pertenencias reales hasta una altura considerable de la pirámide, para tener que bajarlas nuevamente hasta el lugar subterráneo en el que, por tradición, se acostumbraba a depositar el cadáver. Para ilustrar lo que digo, nada mejor que adentrarse entre la multitud de ruinas de mastabas que rodean las pirámides, donde se puede comprobar la situación de las cámaras funerarias, incluido el pasadizo que conducía a las mismas, perfectamente empedrado y dotado de una especie de carriles que facilitaban el deslizamiento del sarcófago a las profundidades del sepulcro. Si a esto se une la extrañeza que causa encontrarse con un pasillo anormalmente rectilíneo que conduce directamente a la presunta cámara mortuoria, el misterio se acrecienta. ¿No se habían construido complicados laberintos? O nos engañaban entonces o lo hacen ahora; pero acostumbrados como estamos a las maniobras arteras de la sociedad contemporánea es lícito dar crédito a lo antiguo, siquiera sea porque, en su juventud como humanidad, todavía no se habían formado suficientemente en la elaborada técnica de la triquiñuela. Todo parece sorprendentemente sencillo para llegar a lo que tiempo atrás resultaba inaccesible. ¿Contemplarán realmente los millones de turistas lo que creen estar presenciando?, pues “Kheops hizo construir un canal procedente del Nilo que, rodeando una de las cámaras subterráneas, formase una isla en la que, según dicen, yace el propio Rey”.[3] Recientemente, arqueólogos franceses han estado intentando encontrar cámaras ocultas mediante modernas tecnologías de rayos X y láser. Si han tenido éxito es algo que permanece tan oscuro como el interior de la inmensa tumba.


Observando la soberbia construcción desde la distancia, parece asistirse a una interminable procesión de hormigas en su lento y afanoso trabajo diario. Pero no, se trata de bulliciosos turistas más interesados en sacarse fotografías que en los increíbles acontecimientos que se produjeron en un remotísimo pasado. Tras ascender por unos peldaños cincelados rudimentariamente sobre los descomunales bloques graníticos de la Gran Pirámide, una pequeña abertura nos engulle a través de un estrecho pasillo descendente que obliga a adoptar una incómoda posición, al parecer con el único motivo de dar lustre al granítico techo, ya perfectamente pulido por el roce dorsal de millones de visitantes en el transcurso del tiempo. Al final de la bajada, totalmente exhaustos por el ejercicio y el ambiente enrarecido que dificulta la respiración, un brusco cambio de dirección y dimensiones permite la posición erecta, si bien la pronunciada pendiente que se presenta a la vista es suficiente motivo para el abandono de una gran parte de los curiosos. Los que se deciden a continuar la aventura han de aceptar su propio calvario. El aire se hace cada vez más irrespirable; la humedad empapa los cuerpos dejando huellas más que visibles sobre la superficie del suelo; el cansancio es enorme, pero la multitud que le sucede a uno no le permite un momento de descanso; algunas personas bajan en carrera como auténticos dementes con los ojos desorbitados y arrastrando todo lo que encuentran a su paso, sin pensar en el riesgo que tal actuación, producto quizá de un problema físico o mental, pueda entrañar en su persona y en la del prójimo que entre en contacto con su masa corporal, si bien, por una elemental prudencia más que por cortesía, la incesante marea humana les cede el paso. Casi se ha llegado. Debe ser el centro de la pirámide. Un nuevo obstáculo. Esta vez hay que enfrentarse a él prácticamente arrastrándose. Un poco más y... ¡Ahí está! Enorme desilusión. ¿Habrá merecido la pena? Tras un momento de perplejidad un pensamiento acude a la mente de los allí congregados: ¿Y si en ese preciso instante se desplomara aquella enorme masa de casi tres millones de metros cúbicos? Porque la posibilidad existe. Pero aunque el cálculo de probabilidades nos resultase favorable, todavía se podría producir otro desastre: bastaría simplemente que un gracioso pronunciara una sola palabra fingiendo pánico y el espectáculo ofrecido a los dioses sería magnífico. La mal llamada cámara del rey es un recinto rectangular de aproximadamente diez metros de longitud, seis de anchura y otros tantos en altura, con un techo de sección triangular. Las paredes rezuman la humedad que, a modo de presente, van dejando todos y cada uno de los invitados y que el modélico anfitrión retiene con sombrío agradecimiento sin permitir que un pequeño ventilador, ubicado en una de las conducciones que los arqueólogos han dado en llamar túneles de ventilación, expulse al exterior el aire extremadamente viciado. Es lógico. Aquellas estrechas conducciones, orientadas hacia las estrellas Polar y Sirio, habían sido construidas para actuar como vía de comunicación entre el Ba del difunto y el mundo exterior, por lo que cualquier artificio para satisfacción del moderno profanador habría de ser considerado como sacrílega intromisión. Pero también en los recintos más sagrados hay lugar para la payasada y debe ser una norma muy común la de someter al turista a una prueba esotérica en la que los oficiantes son en este caso los guías-arqueólogos. Consiste la misma en situar al crédulo visitante en un lugar determinado de la cámara mortuoria, que ellos, dados sus conocimientos hacen coincidir con el centro de la pirámide, diciéndole que permanezca hasta que entre en trance, dadas las misteriosas propiedades de esa pirámide en concreto. Evidentemente pocos saben que “ése” no es el centro, de ahí que la mayoría se sientan penetrados por no sé qué extraños efluvios venidos del más allá que les producen sensaciones extrasensoriales que suelen ser definidas sin excepción como un “no sé qué”. Todo muy científico.


En uno de los extremos de la amplia sala se encuentra un enorme sarcófago de diorita en cuyo interior jamás se encontró nada, aunque su verdadero misterio radique en la forma en que ha llegado hasta su actual ubicación. Sea cual fuere el auténtico destino de este emplazamiento, parecen existir más que fundadas dudas de que se dedicara a cámara funeraria, así como las razones del cambio del primitivo habitáculo subterráneo, si realmente existieron, aunque se hayan elaborado enormidad de teorías, algunas de ellas en exceso fantasiosas, para dar una explicación razonable a una cuestión que todavía está rodeada de evidentes enigmas. Tales meditaciones parecían estar de sobra en medio de una alborotadora muchedumbre aplicada en hacer públicos los más peregrinos comentarios. Si la soledad actúa como despertador psíquico de la conciencia, allí se podría permanecer aletargado durante milenios, por lo que era de razón pensar que el mismo efecto tendría lugar por medio de la tensión nerviosa, siendo precisamente esa alarma la que nos aconsejó abandonar tan insano y lúgubre escenario, no sin antes inmortalizarnos cual faraones ante el pétreo catafalco. Cuando al fin pudimos ver el Sol -¡bendito Ra!- sentimos una especie de resurrección. Enterrados, más que encerrados, en la inmensa mole granítica, no es precisamente tranquilidad lo que le invade a uno; aquello había sido construido para albergar muertos y no resultaba conveniente forzar la situación. Imposible que no se pase por la cabeza el pensamiento de quedarse encerrado para siempre. ¡Para siempre! Demasiado tiempo. Su sola mención produce angustia.

Sin embargo circulan algunas leyendas en las que se cuenta cómo determinados personajes muy próximos a los faraones de las primeras dinastías, a los que éstos habían favorecido con el beneficio de su amistad, se desprendían voluntariamente (?) de sus vidas haciéndose encerrar en estancias anexas a las de su amo y señor para acompañarle en su postrer viaje, demostrándole su reconocimiento. Qué honestidad y admirable dignidad si se compara el gesto con la actual ingratitud de esos despreciables esbirros que se venden a cualquier déspota con poder, a cambio de indecentes prebendas y oropeles para, una vez desaparecido el prócer, entregarse en brazos del nuevo reyezuelo como vulgares meretrices. ¡Lástima que aquel antiguo y ejemplar ritual no haya llegado hasta nosotros en forma de ley consuetudinaria!

Soliloquios aparte, me refería a la hidalguía y lealtad de unos cortesanos que no concebían la existencia sin su benefactor. La decisión adoptada con tanta antelación, la tensión y el sufrimiento moral del momento, acercaría a aquellos desgraciados a cotas de conciencia similares a la de los primeros cristianos cuando, con fe sobrehumana y entonando cánticos de alegría, entregaban sus vidas con esperanzas no muy bien definidas. Es lógico suponer, quizá por propia tranquilidad, que el momento previo a la muerte está sujeto a unos procesos psíquicos que enmascaran la realidad más próxima y de ahí que, salvo casos verdaderamente dramáticos y dolorosos, se observe una cierta placidez en el moribundo. Pero ¿qué reacción tiene lugar cuando a uno le abandona el ánimo en el último instante y, en la más tremenda soledad quiere, sin conseguirlo, “pasar de sí ese cáliz”? Difícil saberlo, aunque factible suponerlo...


Finalizado el ritual funerario, los sacerdotes se alejan para sellar definitivamente todas las entradas. Las antorchas que iluminaron el último paseo del rey se van apagando en la distancia al igual que el tétrico eco de los pasos de sus portadores. Después, silencio y la más espantosa oscuridad. Sumidos en sus rezos y pensamientos se han olvidado de la inmediata realidad cuando, de pronto, se ven sobresaltados por un tremendo estruendo que parece no acabar nunca, devolviéndoles la consciencia de su situación. Sabían de la existencia de dos mundos aparentemente diferentes cuya manifestación sólo era posible en una unidad indisoluble; incluso habían experimentado, bajo los efectos de la ingestión de ciertas plantas, la disociación de ambos estados, abandonando el cuerpo físico para sumergirse en un mundo de libertad sin límites; pero esto era diferente, allí no había plantas alucinógenas sino una soledad capaz por sí misma de expulsar cualquier atisbo de pensamiento, hundiendo en el pánico al que se enfrentase a ella. Los latidos del corazón eran lo único que les confirmaba como seres vivos. Sin posibilidad de comunicación con el exterior, ¿qué garantías de supervivencia tendrían? Físicas evidentemente ninguna. ¿Y las otras? El Faraón estaba muerto y nada podía contarles, pero a ellos todavía les quedaba una cierta capacidad de pensamiento, poca en verdad, pero raciocinio al fin y al cabo. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía todo aquello? El rey había sido su benefactor y ellos le estaban agradecidos, ¡bien se veía!, pero allá fuera quedaban seres queridos, alegrías y tristezas, esperanza y, sobre todas las cosas, ¡vida!... Se buscarían a tientas en la oscuridad para sentir el contacto humano, pues sus propias voces les producirían espanto. El nerviosismo les haría respirar con dificultad y el aire, empobreciéndose aceleradamente por falta de renovación, incrementaría la fatiga y ésta de nuevo el nerviosismo, estableciéndose un círculo vicioso degenerativo del proceso vital. Uno cualquiera de ellos comienza a jadear angustiosamente y, presa de los nervios, lanza un grito desgarrador que hiela la sangre de sus compañeros. Lo que nunca hubieran pensado aquellos pacíficos seres, se produce como una explosión de miedo y desesperación. Unos se arañan los rostros dejando profundas huellas de su acción, otros se lanzan hacia las paredes como auténticos posesos, intentando introducir sus dedos en las increíblemente perfectas uniones de los bloques graníticos, con la absurda esperanza de encontrar algún resorte escondido que les permita salir de la ratonera en que voluntariamente se habían encerrado. "¡No puede ser!" -dicen. "¡Es imposible que se hayan ido dejándonos aquí!". "¡Volverán. Seguro que volverán!”… El postrer intento de lucha por la supervivencia consume el escaso oxígeno que les queda y poco a poco se van dejando caer al suelo agotados, sumiéndose en un sopor en el que el cerebro ya no tiene jurisdicción. "Se está bien así"- piensan. Si aquello es el paso inmediato a la muerte, no parece tan terrible. Pero repentinamente se despiertan. Una inspiración, profundísima, desesperada - ¿será la última? - les produce una sensación de fuego en los pulmones. Los más afortunados se quedan adormecidos en el umbral de la muerte. El resto sufre alucinaciones en las que una vivísima luz inunda el lúgubre habitáculo y vagas figuras etéreas les hablan en una lengua ininteligible, haciéndoles gestos que interpretan como cálida invitación a acompañarles... Después el vacío, la nada...


No. No existe misterio alguno en torno a las Pirámides; en todo caso desconocimiento del genio de unos hombres que configuraron una asombrosa civilización. El enigma hay que buscarlo en la capacidad del hombre para crear conceptos, diseñar sistemas y confundir a sus propios congéneres que, menos evolucionados, elaboran mitos y leyendas por falta de talento para conocer la verdad o, en el peor de los casos, valor para enfrentarse a ella.






EL PODER DEL NILO


La mucha distancia, como la excesiva proximidad, son agentes que con frecuencia distorsionan la realidad. ¿Quién no ha tenido la oportunidad de admirar, siquiera fuera en fotografía, las perfecciones geométricas que, entremezcladas con representaciones de animales a una escala que pone en tela de juicio nuestra sensatez, adornan la inmensa llanura de Nazca? La incredulidad y asombro que produce tal contemplación desde un aeroplano son sólo comparables a las que se sienten cuando, una vez en tierra, comprobamos la inexistencia de unas formas que poco antes nos situaban al borde de la esquizofrenia. A partir de ahí no debe sorprender la aparición de un amplio abanico de teorías desde las más puramente racionalistas, en las que tales figuras no son sino una exacta representación de los movimientos de determinados astros y constelaciones, dando como resultado un calendario astronómico, hasta aquellas paranormales en que, atlantes en connivencia con serafines y potestades y, ¿por qué no?, quizás con la participación del mismísimo Dios, se entretenían en plasmar dibujos y complicados arabescos sobre un mapamundi confeccionado exclusivamente para sus ratos de ocio. Ya se sabe que Dios gusta de escribir derecho con renglones torcidos y probablemente fuera Nazca el lugar elegido para instalar tan sofisticada escribanía.


Algo de esto ocurre con el Nilo. Cuando uno de esos modernos paparazzis espaciales, cómodamente instalados en sus ingrávidos lugares de observación sin otra misión que la de vigilar constantemente los encantos del planeta, nos remiten impúdicas fotografías mostrándonos su desnudez, nadie cuestionaría, observando esa zona del mundo que llamamos Egipto, hallarse en presencia de una enorme cobra deslizándose sobre las ardientes arenas del desierto en un desesperado intento por calmar su sed en las azules aguas de un lago. Tremenda decepción. A nivel del suelo nos topamos con un simple río; grandioso en verdad, pero un río al fin y al cabo. Nunca deberíamos haber bajado a la Tierra. Cuando yo era niño, apenas cuatro años, fui objeto de una burla similar. Burla por la hilaridad que, al parecer, desperté en aquellos sesudos familiares que me miraban como un juguete; claro que ellos no podían imaginar, por no recordarlo o simplemente por no haberlo disfrutado jamás, que en mi mundo todavía no se había definido el límite entre realidad y fantasía. Eran mayores. Residía por aquel entonces en Madrid con mis padres y en una de las esporádicas visitas que realizamos al pueblo de mi abuela, me encontré con una fuente de piedra que, por su construcción, se asemejaba extraordinariamente a una de esas típicas entradas de "metro", al que, según decían, era yo muy aficionado. Gritando de alegría por encontrarme en un pueblo tan pequeño con aquella joya que me embobaba, me lancé corriendo para disfrutar del acontecimiento. No era el "metro"; simplemente una fuente. El desencanto, la vergüenza, la rabia... todo se unió para desembocar en un llanto inconsolable. "Además de niño, ¡idiota y mimado!", pensaron los parientes. Con algunos años más encima y la experiencia de que no siempre resulta acertado sacar del error a los demás, hoy me siento capaz de navegar por el Nilo con la íntima certeza de hacerlo sobre una brillante y resbaladiza piel de cobra.


Este río dio origen a la más asombrosa civilización jamás conocida y fueron sus habitantes, cuando cobraron conciencia de pueblo, los que adoptaron como símbolo más emblemático ese terrorífico reptil. También el halcón. Observando el majestuoso vuelo de la rapaz con sus poderosas alas desplegadas y su penetrante mirada siempre vigilante, no es difícil imaginar lo considerasen como un ideal protector, pero la alevosa y temida serpiente... Es verdad que el ser humano tiene tendencia innata a adorar lo que le produce temor, pues con ello cree proveerse de una cierta protección, pero también lo es que a un ser que se le teme no se le combate y si existe un animal al que el hombre profese beligerancia extrema, ése es la serpiente. ¿Qué extraña influencia posee sobre el ser humano para que se halle presente en todas las culturas? ¿Se trata del inmenso poder que detenta sobre la vida y la muerte? Su veneno resulta letal, pero la misma sustancia tiene la capacidad de salvarnos. ¿Es por ello que la ciencia médica la ha adoptado como símbolo? ¿O será que permanece desde siempre en el lugar más recóndito de nuestro cerebro límbico acercándose al umbral de la conciencia bajo determinadas circunstancias? Y puestos a hacer preguntas, ¿por qué no considerar a los odiados reptiles como efímeras copias de un ideal arquetípico, apenas entrevisto a través de las nubes de la imaginación y desde alturas ajenas a nuestra naturaleza?... Todo es posible si se deja vagar la fantasía por el mundo mágico del viejo Nilo.


Volamos desde El Cairo a Aswan, la antigua Syene, para desde allí, deslizándonos a lomos de la Gran Serpiente, recorrer los templos y poblaciones que se extienden a ambos lados de su enorme cuerpo. A medida que el avión toma altura, lo primero que divisamos es ese soberbio trío de ases que impresiona tanto o más que contemplado desde su base, o quizá sea el cambio de perspectiva el que nos lo hace parecer así, aunque el tenue color rosado que emana de su superficie en los radiantes atardeceres se tiñe ahora de un tinte grisáceo, como intentando disimular su primitiva soberbia. Pero no, no se trata de una pudorosa nube, es la insoportable contaminación emitida por una ciudad que, sin haber superado su pasado, lucha denodadamente por abrirse camino hacia el porvenir tecnológico que, en su ignorancia, confunden con el bienestar. El amplio giro que el aparato realiza en aquellos momentos para enfilar directamente al Mediodía, produce un brusco cambio en nuestro sistema de coordenadas, inclinando peligrosamente las fachadas de los edificios y colocando en horizontalidad perfecta una de las caras de la segunda Pirámide. La sensación sólo dura unos instantes e inmediatamente aparece ante nuestros asombrados ojos toda la serena majestad del Gran Río. Herodoto hizo célebre una frase que había oído en labios de los sacerdotes de Sais: "Egipto es un don del Nilo"; ¿Y el Nilo? ¿A quién o a qué lo equipararían si era capaz de conceder tales dones? Ellos no tuvieron la fortuna de acceder a estas alturas, que tiempo atrás fueron la morada de los dioses, para contemplar tan sublime esbeltez. ¿Qué hubieran pensado? Pero no, mejor así; habría perdido toda la magia. Eran tiempos en los que la expulsión del Paraíso estaba todavía reciente y la capacidad imaginativa actuaba como esperanzador contrapeso. En la actualidad, recorrido ya casi en su totalidad el penoso camino impuesto por aquella acción de muy dudosa culpabilidad, nos acercamos nuevamente al añorado Edén por el lado opuesto, y en verdad que no nos hace demasiado felices. Estamos a punto de alcanzar aquel fruto que nos prohibieron, pero atrás han quedado muchas cosas, hasta la ilusión por conseguirlo. Ya sabemos casi todo. Un solo mordisco, tan sólo uno, y nos habremos convertido en Dios. ¿Merecerá la pena?


Una sinuosa línea azul, ribeteada por una esplendorosa alfombra esmeralda de ridícula anchura si se compara con la desolación que amenaza con devorarla, serpentea a lo largo de casi siete mil kilómetros para finalmente revitalizar -parece una constante del Nilo- a un moribundo Mediterráneo. No deja de sorprender que en una lucha tan desigual, se haya podido firmar un pacto de no agresión de duración tan prolongada. Las fronteras están nítidamente marcadas. El desierto parece decir: "Aquí me detengo, pero no te fíes". El Nilo no dice nada; continúa su silenciosa labor de milenios, conocedor de un glorioso pasado en el que actuó como protagonista de excepción. Con infinita paciencia redujo a fina arena las colosales masas graníticas que creían cerrarle el paso para siempre; dio vida a un valle que el vecino desierto consideraba de su exclusiva propiedad; asistió al alumbramiento, desarrollo y fin de una civilización bimilenaria y, orgulloso de su tarea, mantuvo su obra en estado de hibernación durante dos mil años más, para que generaciones posteriores contemplaran admirados una realización difícilmente repetible. Pero no fue fácil. Los nuevos tiempos crean nuevas necesidades que ponen en marcha tecnologías hasta entonces desconocidas, enseguida superadas por la llegada de otros tiempos que, haciendo del bienestar necesidad, exigen una urgente modernización de la caduca ciencia para... El momento tenía que llegar. ¡Y te violaron río Nilo! Prendados de tu belleza y suavidad penetraron tus entrañas para remodelarte. Lo exigía la modernidad. Aprovecharon tu enorme esfuerzo de milenios para construir una gran presa en la última catarata que modelaste (ellos la llaman primera, ve a saber por qué) y tu esbeltez se vio dañada hasta el punto de parecer que en tus entrañas se había aposentado el mítico buey Apis. ¿Qué podías hacer sino rebelarte? Y lo hiciste. Pero toda revolución encierra un proceso de autodestrucción y tú asumiste el sacrificio. Inundaste islas enteras con toda su carga cultural, aunque permitiste que algunos restos permaneciesen visibles para vergüenza del violador. No te hicieron caso: Philae, Bigeh, Abu- Simbel, Derr, Amada, Dakka... hablan de tu cólera. No te hicieron caso; y lejos de enmendar su error, con torpe contumacia se pusieron a la labor de realizar una nueva y espectacular obra de ingeniería que hablaría de Egipto para siempre. Como si lo necesitara. Un enorme lago artificial inmortalizaría el nombre de su promotor. Casi seiscientos kilómetros de longitud por diez de anchura. ¿Cuántos Apis podría albergar? Te violaron pero también te castraron. Ya no controlarás tu vivificante semen. Las presas se encargarán de calmar tus naturales impulsos bajo criterios socio-económicos que jamás podrás comprender. Se hablaría, ¡claro que se hablaría de Egipto!, pero no en los términos que habían soñado. Tu furor y tus lágrimas tuvieron su recompensa, pírrica en verdad pero reconocimiento al fin y al cabo. El mundo entero, avergonzado por su falta de sensibilidad, prestó oídos a las mudas palabras grabadas en aquellos templos de ficción y trató de enmendar, en la medida de lo posible, un irreparable daño que permanecerá por siempre en la conciencia del hombre moderno. Pero, ¿qué queda de tu inmenso poder? Después de haberte violentado sólo quedaba un pequeño esfuerzo para ejercer sobre ti un dominio total. Tú, que contemplaste espectaculares cortejos de dioses y diosas; cuyas aguas fueron surcadas por floreadas embarcaciones llevando faraones, los dueños del mundo, a su última morada; tú que viste incrementado tu caudal con el llanto de Isis, cuando como una perturbada, que por ello la acerca más a nuestra naturaleza, recogía los despojos de su descuartizado esposo para darle sepultura en una isla, Bigeh, que tu santa cólera hundió para siempre, mientras desde la vecina Philae, Isis vigila atenta para protegerla contra cualquier ultraje...hoy te ves forzado a soportar pesadas y monstruosas motonaves que enturbian tu pureza, repletas de los nuevos "invasores del Norte" que profanamos todo cuanto pisamos "a mayor gloria de la civilización". ¡Pobre río! Ya nadie te considera mítica serpiente. El dios Amon no sale en las procesiones para festejar tus fértiles crecidas. No es Horus el que, somnoliento, asoma cada día por el oriente; ni Ra el que se retira lleno de majestad a las regiones inaccesibles para el ser humano; son simples amaneceres para noctámbulos o promocionales puestas de sol para aligerar los bolsillos del viajero. ¡Pobre río! Te llevaremos siempre en el recuerdo. ¡Adiós, Nilo!






DE ASWAN A ABU SIMBEL


Tan absorto me encontraba en la contemplación del Nilo, que fue una violenta sacudida del avión la que me devolvió prematuramente a los miedos de este mundo. No cabía duda, estábamos próximos a tomar tierra y las inversiones térmicas generadas por la acción conjunta de aquel mar artificial y el desierto que lo rodeaba eran las responsables de tan desagradable situación. Pero, ¿dónde estaba el río? ¿Qué era aquella monstruosidad grisácea con forma de ameba, alargándose y encogiéndose, según las zonas, en un vano esfuerzo por procurarse alimento en el ambiente hostil que la rodeaba? El cielo ya no era tan limpio y la luz del sol se filtraba a través de miríadas de microscópicas gotas producto de una lenta pero constante evaporación.


-“Están Uds. contemplando la gran presa de Aswan: el lago Nasser. Los habitantes de esta zona no habían visto llover hasta que se construyó el embalse”.


Era la metálica y ausente voz del guía que, atento a nuestros comentarios, se vio en la obligación de intervenir.


-“¿Qué ha dicho?”


Como un eco, los oyentes más próximos van repitiendo las palabras del orador mientras él, indiferente, espera a que el grupo se dé por enterado. El esfuerzo realizado le permitiría permanecer ensimismado lo que quedaba de la mañana.


¡Hotel Old Cataract!. Evocador nombre que recuerda el accidente geográfico que no llegó a conocer y que sin duda tendría una belleza natural difícil de imaginar a la vista de la ruina en que la ha convertido la mano del hombre en aras del bienestar. Salvo consideraciones de este tipo, que han tenido lugar en todas las épocas, la afirmación "cualquiera tiempo pasado fue mejor" no deja de ser un lamentable verso escrito en unas circunstancias todavía más desdichadas, por lo que parece bastante estúpido elevarlo, por repetida aceptación, a la categoría de tópico. Si alguna vez el ayer fue mejor que el hoy probablemente se debe a que el presente es vivido y el pasado recordado, dos mundos en verdad irreconciliables. Así, hablamos de "los felices años veinte" con envidia difícil de disimular, pero ¿lo fueron? Nuestros padres los vivieron y yo al menos nunca oí desearan efectuar un trueque con los actuales. Renegar sí, pero cambiar... Recordamos con nostalgia aquellas épocas y circunstancias sobre las que no nos es dado incidir; cuanto más lejanas, más evocadoras. Si, por añadidura, alguien con verdadero genio es capaz de hacernos soñar re-creando hechos que poco o nada tuvieron que ver con la realidad del momento, entonces... ¿Quién no se ha identificado con Gary Cooper en Tres Lanceros Bengalíes, o con Elizabeth Taylor en Mujercitas, o querido realizar un viaje en el Orient Express, o vivir las experiencias de Kim en la India misteriosa, o...? Pues algo de esto ocurre cuando uno se da de bruces con este hotel. La historia de aquellos sofisticados tiempos penetra lentamente por los poros de nuestra piel empapándonos por completo. La terraza orientada al Nilo con sus rojos atardeceres; las mesas de bambú con románticas velas; la misma decoración en suelos, paredes y muebles que disfrutaron "los personajes de la realeza en los años veinte y treinta", como rezaba el programa del viaje; las enormes habitaciones con techos tan altos que uno siente frío en pleno mes de Agosto; la tenue iluminación que ni la nueva presa ha sido capaz de incrementar; los elegantes papeles azulones con membrete, de los que sin duda se habría aprovechado la famosa escritora para inmortalizar su obra... Si a todo ello se une el hechizo de una orquesta interpretando románticas melodías, entonces la ensoñación se transforma en arrobamiento que dura el tiempo que nuestro guía tarda en dirigirnos la palabra con una brusquedad que no requería el momento:


-“Dejen las maletas en el pasillo, identificando su número de habitación”.


¡Cabrón! Adiós magia.


Devueltos al mundo de las realidades, nos vamos fijando en detalles más acordes a nuestras aficiones. Así, por ejemplo, sobre una coquetona mesa de estilo oriental situada en uno de los laterales de la puerta de entrada, se habían dispuesto unas elegantes vasijas colmadas de productos identificados fácilmente como semillas y flores secas junto a una tarjeta con leyenda de finísima caligrafía: With compliments. Llegada cierta hora del día en la que el fósforo cerebral empieza a agotarse por falta de alimento, suelen producirse ofuscaciones entre las que confundir “cavila”con “cábila” no es la menos corriente, y así hubo quien, traduciendo directamente del inglés sin detenerse a pensar en modismos o posibles sentidos ocultos, se lanzó casi con violencia a catar tan exóticos manjares. ¡Era gratis! Las semillas podían ser cualquier cosa, incluso restos momificados hallados en alguna tumba de los alrededores; las flores secas, eso, flores secas, que luego supimos se llamaba karkadeh y que se preparaban como infusión. Alguien lo identificó con hibisco, bien porque lo había oído a alguno de los "biólogos" que prestan sus servicios en el bazar cercano, bien por un evidente conocimiento del sector agrícola: -“Eso no es hibisco”, mentor dixit. Con esta nueva intervención se dio por finalizada la colación.


Como al día siguiente había que madrugar, decidimos cambiar el programa y tomarnos la tarde libre para relajarnos con el susurro de las falucas en su lento discurrir por el Nilo. La navegación es a vela, sin que ruidosos motores distorsionen la magnífica serenidad del entorno. Si se va hacia el Norte es la corriente la que nos conduce con placidez; si hacia el Sur, el suave viento del septentrión será el encargado de devolvernos al punto de partida. Es tiempo para el descanso físico y mental. El Zen. El Nirvana. La nada... No hay manera. La felicidad es un estado demasiado efímero para poder disfrutarlo; un apacible soplo que sólo reconocemos por instinto. Y el soplo se desvanece por obra y gracia de unos rapazuelos remando sobre unos troncos que su imaginación convertía en botes. Entonaban esa conocida y sosa cancioncilla del Frère Jacques, aprendida de algún gabacho que probablemente creía haber hecho un gran favor a la chiquillería enseñándole idiomas, logrando simplemente dotarles de un arma para asaltar al turista en su afán por conseguir unas pocas monedas que sin duda les harían felices, pero cuya circunstancia nos producía honda tristeza. La faluca nos acerca al Mausoleo del Agha-Khan, cerrado al público desde hace algunos años. Según nos comenta el guía, en la época en que la esposa habitaba la zona durante largas temporadas, solía acompañar personalmente a los visitantes interesados en conocer el lugar. Hoy hemos de contentarnos con contemplarlo desde el río.


El tiempo pasa como un suspiro; o quizá es que hemos perdido su noción, y unos contemplando la profunda hendidura con que la faluca hiere al agua, otros observando la maestría del nubio de cuerpo atlético y delicadas facciones que tiempo atrás despertaron lujuria y codicia en las cortes faraónicas, pero todos encerrados en el mismo silencio, llegamos a una isla situada al norte de Elefantina, conocida como la Isla de los Árboles, que el guía prefiere llamar Jardín Botánico. El rudimentario muelle de atraque se ha convertido, cómo no, en un bazar con gran variedad de artículos, si bien en número reducido habida cuenta de la escasa clientela. Se diría que son delegaciones de los puestos de venta que más tarde visitaríamos en Aswan. Paseamos por los cuidados senderos del “Jardín Botánico”, que parece ser una metáfora a las que son tan aficionadas las gentes de cultura árabe, pues lo único que allí abundan son simplemente palmeras, unas cuantas acacias y... ¡un sicomoro! Por primera vez el Bonito se explayó. El “sicomoro” pasaba por ser una panacea. Cura absolutamente todo, hasta el mal de amores pues dando vueltas y vueltas alrededor, una mujer puede llegar a quedar embarazada. ¿Cómo? Pues no se sabe con certeza, pero conociendo el famoso cuento de la princesa y la ranita en la que la primera quedó encantadísima, ¿por qué no creer en la posibilidad de que después de tanta vuelta la doncella sufra un mareo, se tumbe displicentemente sobre el mullido césped, se quede dormida y... ? Al fin y al cabo estamos en el país de Las Mil y una Noches. Bien mirado la historieta pudiera tener un origen egipcio, pues Heket, la esposa de Khnum (dios con cabeza de carnero, modelador de dioses y hombres en un torno de alfarero), ayudaba a su marido en las duras labores de la Creación, siendo su iconografía la de una mujer ¡con cabeza de rana! Y los esposos regentaban precisamente estos lares. Por supuesto nadie se creyó una palabra de lo que allí se dijo, pero algunas damas del grupo disfrutaron un buen rato jugando "al corro de las patatas" teniendo al sicomoro como eje. A quien Dios se la dé... Terminado que hubo el inocente juego, continuó instruyéndonos con otras historias míticas como la de Osiris.


El relato no sonaba nuevo a nuestros oídos, pues historias semejantes formaban parte de nuestras más profundas tradiciones cuyo carácter sagrado eliminaba cualquier sombra de duda. La leyenda osiríaca aparece reflejada en textos egipcios de todas las épocas, renovada, ampliada y complementada de acuerdo con los tiempos y las localidades y, dada su antigüedad y pervivencia, no es aventurado decir que sería adoptada por otras culturas y adaptada a la idiosincrasia de cada una de ellas. Posteriormente, alrededor del siglo I, es Plutarco el que se encarga de recoger las diversas versiones aglutinándolas, conciliándolas y dotándolas de un hilo conductor. Osiris, hijo de Nut (la diosa-cielo) y Kheb (el dios-tierra), se convierte por derecho de primogenitura en heredero de la Tierra, gobernándola con bondad, justicia y sabiduría. Por razones no bien explicadas, pero que parecen derivar de ese vicio, viejo como la humanidad, que es la envidia, su hermano Seth se enfrentó al poder de Osiris y con astucia que denotaba una inteligencia poco común logró darle muerte. Es a partir de ese momento que Seth llevará el estigma de maldito mientras su hermano pasa al mundo de los bienaventurados con la aureola de el bueno. El homenaje que Seth ofreció a su hermano para llevar a cabo sus maléficos planes, habría de estar rodeado de todo el fasto y colorido que merecía la ocasión; cánticos, bailes y juegos se entremezclarían, en una orgía sin precedentes, con los placeres de una buena mesa que acabaría obnubilando la mente de los invitados. El juego estrella consistía en introducirse en el interior de un cofre magníficamente tallado en madera de sicomoro, siendo el ganador aquél cuyo cuerpo mejor se acoplase a las dimensiones del elaborado ataúd. Un premio especial, mantenido en estricto secreto, daría mayor excitación al concurso y sólo sería desvelado una vez conocido el vencedor. Huelga decir sobre quién recayó tan deseado galardón. Con toda la parafernalia que encierran estas diversiones, cerraron la caja con el bueno Osiris en su interior y, entre risas y cabriolas, se lo llevaron del gran salón acompañado por los aplausos de los congregados. La fiesta continúa y nadie repara en el gran ausente.


Algo especial y nada tranquilizador intuyeron las hermanas Isis y Neftis, esposas respectivas de Osiris y Seth, pues alarmadas por la prolongada ausencia del que con tanta superioridad había resultado ganador, comenzaron la búsqueda del desaparecido. Intrigas, engaños, sobornos,... debieron sucederse sin interrupción hasta encontrar una pista que las condujera al lugar donde hallar el cuerpo del rey. Sus esfuerzos se vieron al fin recompensados, aunque sólo fuera en parte, pues si bien el ataúd apareció entre unas matas de tamarisco en las inmediaciones de Biblos, el cadáver daba muestras de un avanzado estado de descomposición. La magia de Isis, invocando a sus poderosas deidades progenitoras, logró el milagro. Kheb le limpió el fango, Nut recompuso sus miembros y Ra le infundió el soplo de vida. Pudo así resucitar Osiris y engendrar a Horus.



Pero no acabaron allí las desgracias de aquella familia, pues el maldito Seth, al tener conocimiento de lo ocurrido, quiso dar muestras de su arrepentimiento invitando de nuevo a su hermano a un banquete en el que se sellarían definitivamente los lazos de fraternidad, amistad y cooperación. La decisión adoptada por Osiris de asistir al ágape nos habla bien a las claras de que la bondad y la inteligencia no siempre van unidas. Esta vez no dejaría a inútiles colaboradores una responsabilidad de tal envergadura; él mismo se haría cargo de pasaportar definitivamente a su hermano hacia ese mundo inquietante y desconocido de la ultratumba para que demostrase allí sus habilidades. La decisión estaba tomada. Primero lo apuñalaría hasta que quedase inerte como un pedrusco del desierto y después lo trocearía en catorce pedazos arrojándolos a lo largo del país en lugares desconocidos, donde nadie jamás podría dar con ellos. Ya veríamos entonces hasta donde alcanzaban los poderes taumatúrgicos que decía poseer la bruja de su esposa-hermana. Dicho y hecho. Pero no contaba el maldito Seth que, a la energía de Isis, se unía la poderosa fuerza del amor y la paciencia sin límites que genera una fusión de tal naturaleza obró una vez más el prodigio. Encontró y reunió los desperdigados despojos de su esposo y los fue recomponiendo como tiempo atrás había visto hacer a su madre Nut. Desgraciadamente esta vez la resurrección se hizo imposible; faltaba el miembro más importante que, devorado por un enorme pez, le imposibilitaba para la misión de fertilización que se le había encomendado, por lo que abandonó este mundo para siempre, tal como había vaticinado su maldito hermano. Fue enterrado por su esposa con los rituales mágicos que se perpetuarían durante generaciones. La isla de Bigeh guarda sus restos y el Nilo los de ambos. Este relato, lleno de simbologías, nos resulta tan cálidamente humano que no podemos sino enternecernos ante tanta desgracia acumulada.


Llegado a este punto, no puedo dejar de proclamar un confuso sentimiento de simpatía hacia determinados personajes de la historia que tradiciones y creencias han degradado en demasía. Como no tengo noticia de que nadie haya intentado hacer apología del comportamiento de estos seres, voy a desinhibirme, a sabiendas de que con ello puedo alcanzar las profundidades más temidas del Averno, para salir en su defensa convencido de que el vituperio al que se han visto sometidos lleva grandes dosis de carga anímica y muy pocas de racional. Luzbel, Caín, Seth... ¡Va por vosotros!


Dejando de lado al "más hermoso de los ángeles", por pertenecer a un mundo extraño, poco conocido y, según nos dicen, presuntamente superior, me voy a referir a esas dos figuras, malditas por excelencia, de las que descendemos directamente. Si hacemos caso de la tradición judeocristiana somos cainitas, por mucho que lo lamenten algunos, y siendo el fundador de la saga el que se vio obligado a caminar errante por todo el mundo, procreando, trabajando, inventando y enseñando -no se olvide que algunos lo consideran inventor de la metalurgia-, nosotros sus sucesores, no hemos respondido, como se debía esperar de unos hijos, a ese mandato evangélico de "honrarás a tu padre..."


Osiris y Abel fueron unos privilegiados a los que se dotó de todo lo que de bueno existía sobre la Tierra, mientras que sus opuestos, Seth y Caín, se veían obligados a realizar faenas bajo durísimas condiciones. Osiris, por el simple e injusto derecho de primogenitura, obtuvo en herencia las ricas y fértiles tierras del delta, mientras que su hermano, condenado al desierto, se veía obligado a emularle en todo lo positivo que aquél conseguía, sin parar mientes en la imposibilidad de la gesta ni en la arbitrariedad del reparto.

Desde nuestro pobre intelecto humano hemos de concluir que ni la pareja de dioses egipcios ni el implacable Jehová demostraron justicia en sus decisiones. Sabiduría no lo sé, pero justicia... Nadie debe escandalizarse, pues ese Dios -en mayúscula o minúscula- fue el mismo que arrojó a los llamados primeros padres de sus jardines privados y previamente lo había hecho con su ángel más querido... y, según nos cuentan, de muy malos modos. ¿Se ha preguntado alguien cuál sería la verdadera reacción de los expulsados? ¿Cómo nos habríamos comportado si por coger una puñetera manzana del frutero, nuestro padre nos hubiera echado de casa a patadas? Y sin embargo, así fue. O así nos lo cuentan, que para el caso es lo mismo. Caín y Seth mataron a sus respectivos hermanos por razones de fondo prácticamente idénticas. Dar vida a un desierto es labor realmente dura; que, además, se rían de uno desde posiciones de privilegio lo es todavía más.


¡Qué decir de Caín! Ver ascender, día tras día, el humo blanco y poco contaminante procedente de la hoguera de su hermano que ofrecía al Señor sus mejores y más gorditos cabritillos a plena satisfacción de Aquél, que, además, gozaría con el tufillo de tan delicioso manjar, no podía suponerle una gran satisfacción, máxime cuando él, por no disponer de buenos pastos (de esto la Biblia nada dice), debía sacrificar ganado en malas condiciones bajo la severa mirada del Justiciero, mientras ambos se verían atufados por el humo negro producto de una pésima combustión, pues hasta la leña sería una calamidad. ¿No era para cabrearse? ¿No ha de considerarse lógica una reacción como la que tuvieron, en unos tiempos en los que la civilización no había dispuesto de tiempo suficiente para adormecer tan vivos sentimientos? ¿No obramos nosotros de idéntica manera, al menos mentalmente, en los tensos momentos de cólera? En todas las familias, en esa gran familia que es la sociedad, siempre hay un elemento de repelente perfección al que hay que asemejarse para mantener el orgullo del patriarca. Y suele ocurrir que la persona que se ve en la tesitura de ser comparada, comete errores de considerable magnitud bien sea por la tensión a la que se ve sometida o por un elemental espíritu de contradicción.


Hoy siguen existiendo deltas y desiertos, humo blanco y humo negro y la Humanidad entera es heredera de aquella injusticia primitiva. Muy grande tuvo que ser el primer pecado para no habernos librado de él. Quizá consista en haber nacido. Al fin y al cabo todo empezó en el Génesis y con él quedamos codificados.


De regreso al hotel nos dirigimos a las habitaciones para revocar nuestras fachendas, pues la cena era un acontecimiento que exigía la formalidad lógica que se podía esperar de un turista en estos tiempos. En realidad, el ambiente caduco y rancio que se respiraba en el salón hubiese merecido unos asistentes de índole similar, pues el anacronismo reinante se hacía tan patente como la necesidad de una ventilación que probablemente se echaba en falta desde principios de siglo. Sus constructores manejaron la idea de asemejarlo a una gran mezquita y el estilo arquitectónico hablaba del éxito obtenido a tenor de las grandes bóvedas, estilizadas columnas y escasa iluminación, que parece ser una constante en el hotel. Sólo un factor venía a enturbiar aquella idea primitiva surgida sin duda por mor del recogimiento y sofisticación de la sociedad de la época: el bullicio y vestimenta de los comensales actuales. Nos acomodaron en torno a dos enormes mesas circulares con los ornatos propios del ambiente: flores marchitas y velas a medio consumir; la cena estuvo salpicada de los ingredientes folclóricos que no deben faltar en un acontecimiento de esta naturaleza: animadora de origen anglosajón entonando dulces melodías latinoamericanas, camareros portando por sorpresa tartas de aniversario sin lograr que los agasajados se sintieran sorprendidos, animadora intentando animar a la señora homenajeada sin percatarse de que el vino ya se le había adelantado en tan humanitaria misión...


Finalizado el yantar y cuando nos disponíamos a disfrutar de una agradable tertulia en aquella terraza de ensueño, nuestro simpático guía nos dio la noticia. La noticia y la cena.


-"Saldremos a las 3.30 a.m. A las 3.00 el equipaje en la puerta de la habitación. Misma hora en el comedor para recoger las bolsas del almuerzo".


Su castellano era envidiablemente perfecto, pero parecía haberlo aprendido en una oficina de telégrafos. ¡Ah! Se rogaba puntualidad pues iríamos escoltados durante todo el trayecto por la policía y dicha hora ya había sido señalada por las fuerzas del orden. Amén. Ya se sabe que los españoles en cuestiones de orden solemos ser un desastre, pero cuando a éste se le suma lo de las "fuerzas", la cosa varía. Estaríamos dispuestos a la hora convenida. Se iban cumpliendo las "escrituras": la seguridad por encima de todo, pues no debíamos olvidar que éramos turistas de lujo; el sacrificio era lógico, pues como el viaje duraría cinco horas, podríamos visitar los templos en unas condiciones climáticas apropiadas a nuestras naturalezas, que por supuesto serían negadas a los que no participasen de tan sugestiva excursión; sobre todo se nos daría la oportunidad de contemplar la extraordinaria panorámica de un amanecer en el desierto y, lo que era más importante, ésta vez no tendríamos que abonar cargos extra por las fotografías.


Nos retiramos a la habitación con la duda de si merecería la pena acostarse, aunque cinco horas en autobús por una carretera en el desierto era razón suficiente para dedicar al descanso el poco tiempo de que disponíamos. Fue entonces cuando pude ver la puerta de la habitación en la que se había alojado Agatha Christie. ¡Eramos vecinos! Con la galanura propia de su época le deseé buenas noches. Parecía muy altiva. No me contestó. Era ya medianoche cuando apagué la luz quedando impresionada en mi retina la imagen de una enorme salamandra que se paseaba en equilibrio inverosímil por el techo de la habitación. Me quedé dormido con la sensación de que se dejaría caer para ocupar posiciones más cómodas sobre mi desnuda anatomía. El despertador sonó con la brusquedad que caracteriza a todos los seres mezquinos. Eran las 2.30 a.m. A tientas me dirigí a la ducha, donde pude observar que los grifos eran los mismos que habían manipulado los coetáneos de la escritora o que, por una de las incongruencias de los nuevos tiempos empeñados en presentarnos modernísimos diseños antiguos, los actuales propietarios se decidieron a renovar aquellas antiguallas manteniendo el estilo decimonónico; el estilo y la funcionalidad, pues al intentar abrir uno de ellos me sobresaltó un espantoso ruido que, por lo inesperado, me dejó sin resuello. La causa no era otra que la legítima protesta ejercida por el agua en las tuberías al ser privada de su cómodo estado de reposo.

A la hora convenida el vestíbulo parecía el palco de autoridades en un derby futbolístico con televisión por medio. La salida hacia el aparcamiento, donde esperaban una treintena de autobuses, convenientemente vigilados por el celo policial, guardaba cierta similitud con una deportación en toda regla, máxime teniendo en cuenta los semblantes del personal en hora tan poco cristiana. Instalados de la mejor manera posible en el interior del autocar, nos dispusimos a continuar el interrumpido descanso hasta el momento en que el Sol hiciese su lenta y majestuosa aparición mostrándonos un espectáculo que nunca dejará de sorprendernos y sobrecogernos. El viaje no fue cómodo, pocos lo son en verdad, pero éste no tenía paliativos. Lo peor es que nos esperaban otras cinco horas de vuelta. En realidad uno no se explica la actuación de las agencias de viajes, pues por alguna razón que no se alcanza a entender, eliminada por razones obvias la de la ignorancia, tienden a no dar toda la información. En nuestro caso se dieron circunstancias que conviene sean expuestas para futuros planteamientos. Es posible realizar la travesía de Aswan a Abu-Simbel sin necesidad de rememorar el Exodo, simplemente remontando el Nilo, lo cual resulta más gratificante sin ningún género de dudas; lamentablemente estas noticias tienen lugar al regreso, cuando uno se entera de que medio país ha tenido la misma idea que nosotros. Además de visitar, o imaginar, zonas poco conocidas de auténtico interés por la cantidad de templos edificados, embellecidos, destruidos y reconstruidos casi sin interrupción por una saga de faraones desde Tutmosis III a los Ptolomeos, se puede contemplar también un espléndido amanecer desde ese ensanchamiento artificial del Nilo frente a los incomparables templos de Ramsés II en Abu-Simbel, puesto que la motonave pernocta en aquellas aguas dando ocasión, por si no fuera suficiente, a disfrutar del espectáculo de luz y sonido que, a decir de los afortunados, es de extraordinaria belleza. En fin.


Cuando llegamos a la gran explanada de Abu-Simbel, los más crédulos pudieron comprobar que a una feria se puede ir en solitario, pero cuando se toma contacto con el recinto entiende perfectamente las palabras del Señor: "No es bueno que el hombre esté solo", con lo que quedan rápidamente complacidos. Los peor encarados echan pestes contra todo y contra todos, mientras los hermeneutas del tour tratan de conciliar posturas con un particular sentido del sincretismo en que los culpables son exonerados y los protestantes afeados en su conducta. Pero el momentáneo desconcierto que se vislumbra en el grupo queda rápidamente superado por uno mayor: la colosal obra de ingeniería que ha salvado de la destrucción total a una construcción inimaginable. La admiración es doble; por una parte la perfección de un trabajo que ha logrado, no sólo trasladar el monumento entero sin que el aspecto externo lo denote, sino mantener el sentido de su construcción primitiva, y de otro lado que la sociedad tecnológica de nuestros tiempos haya tenido la sensibilidad de acometer los trabajos, cuando, en términos de resultado económico el costo de la operación no justificaba el esfuerzo a realizar. Cerca de cuarenta millones de dólares fue el presupuesto estimado para construir una montaña artificial abovedada, réplica de la que se encontraba prácticamente anegada por las aguas, en una explanada situada sesenta metros aproximadamente por encima del nivel del lago, transportando seguidamente el templo propiamente dicho que sería previamente despiezado en bloques de treinta toneladas de peso con la ayuda de rayos láser, que de esta forma dejaban en evidencia el tétrico e injustificado apodo de “rayo de la muerte”.


Abu-Simbel se encuentra situada en territorio nubio, pueblo que se extendía a lo largo del valle, desde Aswan hasta más allá de la tercera catarata en pleno corazón de Sudan, aunque por capricho de fronteras políticas se encuentre actualmente repartido entre estos dos grandes países. Fue el nubio un pueblo siempre dominado política, militar y religiosamente; el Egipto faraónico lo gobernó durante un milenio y cuando este poder se vino abajo y los dominadores pasaron a ser dominados, los nubios corrieron la misma suerte durante otros mil años; pasaron después los romanos; llegaron los coptos; se asentó el Islam... pero los nubios permanecen allí ajenos a toda calamidad desde hace más de cinco mil años.


Fue en ese lugar, por razones poco claras pero probablemente con fines propagandísticos, donde el más megalómano de los faraones decidió erigir uno de los monumentos más extraordinarios de todo el país del Nilo. En teoría el templo estaría dedicado a las tres divinidades más veneradas: Amon-Ra, dios de Tebas y por extensión de todo Egipto; Ptah, deidad honrada en Menfis y Harakhtes, señor de Heliópolis identificado con Horus el Grande, pero la realidad iba más orientada a procurarse la gloria eterna, pues la mundana parecía tenerla bien segura. Mandó construir un segundo templo en el que, a semejanza del primero, se rindiese culto a dos diosas: la divina, Hathor; la humana, su esposa Nefertari. Y tuvo la delicadeza, jamás manifestada con anterioridad, de representar a la consorte con las mismas proporciones del Faraón, lo cual habla del gran cariño -¡o temor!- que debía profesarle. La fachada del principal de ambos templos la conforman cuatro colosales estatuas sedentes del faraón entre las que aparece esculpida la figura de Harakhtes que, a pesar de encontrarse en posición erecta, apenas alcanza un tercio del tamaño de sus compañeros de promoción, lo que indica con claridad el pensamiento de Ramsés el Grande. En el interior de este templo, decorado con preciosos bajorrelieves y elaborados jeroglíficos, se representan las grandes hazañas del faraón, especialmente aquellas relacionadas con la batalla de Kadesh contra los hititas, famosa no tanto por la pretendida victoria egipcia sino porque obligó a ambas potencias a establecer una serie de alianzas que les permitiera una vida pacífica en el futuro. Admirando aquella maravilla se puede deducir el gran influjo del rey sobre unos súbditos que le veían capaz de ahuyentar por sí mismo al pueblo más guerrero y provocador de la historia antigua. La situación del sancta sanctorum, en la zona más interna del templo, es un prodigio de exactitud en lo que a conocimientos astronómicos se refiere; normalmente en penumbra, se dice que dos veces al año, coincidentes con los solsticios y durante unos pocos minutos, los rayos del Sol penetran en su interior e inundan de luz a tres de los cuatro personajes allí expuestos. No es Ramsés el privado de iluminación, no. Se trata de Ptah, situado estratégicamente para que no le alcance nunca, asociado como está a las tinieblas. El Faraón posa orgulloso entre las otras dos deidades disfrutando, más que ninguno de sus acompañantes, de los tibios rayos solares. El guía, que con tanto esfuerzo y buena fe habían seleccionado para el grupo, tenía una forma muy singular de impartir su magisterio, lo que nos mantenía en vilo pues el tiempo que se invertía en la visita a los monumentos él lo empleaba en hacernos partícipes de sus conocimientos, y sólo cuando finalizaba la clase nos daba una especie de recreo para que los expertos se recreasen en el difícil arte del fotograma y los demás pudiésemos admirar la perfección de los grabados, mientras él permanecía alejado de todo contacto social. El resultado de tan extraño comportamiento era que los primeros no tenían tiempo de recoger en imágenes los dictados de su creatividad y el resto albergábamos enormes dudas sobre muchísimos aspectos ocultos de lo observado. Cuando se le advirtió acerca de tal proceder, argumentando sobre los aspectos positivos que se derivarían de aprovechar el tiempo que nos brindaban los desplazamientos en autobús para una previa estructuración de la visita, así como de la conveniencia de que nos acompañara en las mismas, contestó a lo primero, con su notoria falta de locuacidad, que ése era "el modo más adecuado de realizar un trabajo de guía turístico"; a lo segundo simplemente no contestó. Poco a poco se fueron llenando los autocares, pues la hora fijada para el regreso se aproximaba y cuando toda la manada pudo ser reunida, emprendimos el camino de vuelta. La siguiente parada sería para arrancar un "¡Ohhh!" por la tan moderna como impresionante obra realizada en Aswan, y como era visita obligada no se pusieron peros al anacronismo. Además entre el grupo había algunos ingenieros que de tal forma podrían recrearse en la tantas veces repetida "deformación profesional". Se les daría gusto. Supongo que disfrutarían con las explicaciones del guía, que también en estas materias era experto, como con los esquemas técnicos que adornaban un tablero puesto ex profeso. Seguro que lo hicieron, pues si no, ¿a qué aquellas miradas cruzadas de inteligencia, aderezadas con un lenguaje cabalístico? Para los demás, lo que se extendía ante nuestra vista era un gran mar sin olas, cuyo encanto no lográbamos desentrañar. Guardo en mi memoria un tremendo galimatías de aquellas enseñanzas que mucho dudo pueda exponer de manera mínimamente inteligible, mucho menos dotarlas de cierto interés.


El escaso índice pluviométrico de Egipto, donde ciudades como Alejandría, Cairo y Aswan reciben respectivamente por este concepto ciento ochenta, veinte, y cinco milímetros de lluvia al año, el problema que para la agricultura suponía la excesiva dependencia de las crecidas del Nilo, y el incesante crecimiento demográfico, demandante de un moderno sistema de vida en el que la energía eléctrica era premisa fundamental, llevaron al Gobierno a plantearse la realización de una gran presa que paliase todos y cada uno de estos problemas, considerando que las antiguas construcciones y la reubicación de los habitantes de las zonas limítrofes serían un mal menor. El problema económico sería solventado gracias a los tratados político-económicos firmados con la U.R.S.S., mediante los cuales la subordinación de uno con relación al otro sería todavía más profunda. Ya existía una primera presa construida a principios de siglo con el exclusivo fin de proporcionar una reserva suficiente de agua a fin de mantener un régimen agrícola constante, lo que también trajo consigo la destrucción del encanto con que la naturaleza había dotado a la primera catarata, reducida hoy a un lecho pedregoso, así como la inundación de innumerables templos, algunos de los cuales han podido ser rescatados y reconstruidos en lugares más elevados. Con el nuevo proyecto se podría cuadruplicar lo positivo y lo negativo. Así fue, sobre todo en lo que se refiere a lo segundo, pues tocante a la agricultura no ha sido posible incrementar el treinta por ciento de superficie cultivable, tal como se preveía; respecto al sueño de que la Gran Presa contribuyese con la mitad de la energía eléctrica generada en el país, se vio seriamente afectado al parecer por un incomprensible fallo técnico de colosales proporciones, aunque en la conciencia de las gentes cobre cuerpo la idea de un fraude en toda regla. De las doce turbinas hidráulicas instaladas, de una potencia unitaria de 175 MW, sólo pueden entrar en funcionamiento un máximo de cuatro, pues en mayor número se ha comprobado que la presa se agrieta. ¡Con amigos como éstos...! Fuera lo que fuese, el vaso se colmó por la falta de ayuda recibida en la confrontación bélica que Egipto sostuvo contra Israel, por lo que en el año 1976, el entonces presidente Sadat canceló el tratado de mutua amistad con la Unión Soviética que databa de 1971. Enhorabuena U.S.A. Así se hace la historia, sobre la base de oportunismos.






NAVEGANDO POR EL NILO


Si desde el aire el Nilo ofrece una panorámica cuya descripción requiere una capacidad para expresar ideas y sentimientos que, duele reconocerlo, uno está muy lejos de poseer, visto desde su lecho el problema se vuelve irresoluble pues esta falta de talento se pone más en evidencia al tener que relatar la vivencia del gran protagonista: el Río. Desde mi camarote, cuya situación me permite una identificación total con la superficie del agua, se puede ver en primer término una orilla extraordinariamente verde salpicada de casitas de adobe, cuyo estilo no ha sufrido transformación desde que los primeros pobladores tomaron posesión de este hábitat, y un ir y venir de fantasmagóricas figuras de negro con un elegante caminar sólo posible por el equilibrio a que les obligan los cántaros que portan en sus cabezas a modo de sofisticados sombreros femeniles. Un poco más lejos, pero fácilmente perceptibles, una línea continua de palmeras, orgullosamente enhiestas las más jóvenes, ligeramente inclinadas las de edad madura conscientes de su obligación de rendir culto a un río que las ha hecho posibles; un poco más retiradas, las montañas desérticas, siempre amenazantes, esconden arteramente la desolación que se extiende a sus espaldas. La imaginación de los antiguos egipcios no tenía par; la imaginación y el tiempo, que hacían posible poner en práctica las ideas que les surgían. Una de ellas, no la menos importante, es la del pilono, esas gigantescas puertas trapezoidales que, como centinelas, vigilan la entrada a los templos. Piensan algunos que su geometría se asemeja tanto a la producida por un corte transversal del valle del Río, en la que la base sería la vasija y los muros laterales las dos grandes cadenas montañosas que se asoman a sus orillas, que han considerado la figura constructiva como una representación alegórica del Nilo y por ello símbolo de fecundidad.


Los días discurren tranquilos a bordo de la lujosa motonave, una de las “cien mil” que nos preceden y suceden como procurándose mutua escolta, en la que la navegación tiene lugar inmediatamente después del almuerzo hasta el anochecer, deteniéndose para permitirnos un mayor descanso que nos mantenga despiertos en las primeras horas de la mañana, dedicadas a las multitudinarias visitas turísticas distribuidas en grupos de quince a veinte personas para un mejor aprovechamiento didáctico. El calor reinante en las primeras horas de la tarde es realmente agobiante y por eso, únicamente las personas muy dadas al sufrimiento por razón de su naturaleza, aguantan casi con fervor místico los implacables rayos solares tumbados semidesnudos en la cubierta del barco para obtener una recompensa que la mayoría de las veces llega en forma de insolación, aunque lo que realmente se busque sea conseguir una especie de travestismo racial. Los menos dotados para el martirio dedicaban su tiempo a la siesta; otros a la lectura, acompañados de unas copitas de ron, cuya bebida había sido hábilmente introducida en el país para este tipo de circunstancias; e incluso había quien echaba unas "manitas de cartas" para medir su habilidad, inteligencia y marrullería en ese típico juego en el que todos son maestros consumados e incluso el perdedor pasa por ser superior a los demás, siendo la única causa de su debacle el que la pareja vencedora no tuviera "ni puta idea". A ratos les observaba desde una posición alejada, pues confieso con cierta vergüenza formar parte de los que responden al calificativo dado a los ganadores, sin poder entender tanta saña concentrada y rabia reprimida entre los participantes de lo que en apariencia sólo era un juego.


Cuando el sol declinaba solía subir a cubierta, donde los penitentes lucían un atavío pigmentario que haría palidecer de envidia al mismo arco iris, y allí, arropados por la paz que emanaba del entorno pasábamos las horas comentando las incidencias del día, mientras otros las dedicaban a entonar antiguas y melodiosas canciones de la tierra con un gusto y perfección del que discrepaban un respetable número de pasajeros que, quizá por no estar dotados de conocimientos musicales, mostraban su malestar con ostentosos aspavientos de disgusto acompañados de un lenguaje afortunadamente ininteligible por lo gangoso. Como el grupo cantor no reparaba en tales muestras de desagrado, la oposición se retiraba indignada no sin iluminar previamente el escenario con relámpagos de ira capaces de rasgar el velo negro de la noche egipcia. El espectáculo se repetía noche tras noche sin que ninguno de los grupos se diese por vencido, unos aumentando su descontento; los otros afirmándose en lo que consideraban excepcionales dotes corales.


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Philae, Kom-Ombo, Edfu... Cuando estudiábamos historia en los ya lejanos tiempos del bachillerato, que ahora parecen haber sido soñados, nos limitábamos a ejercitar la memoria sometiéndola a un despiadado bombardeo de fechas, hechos guerreros, reinados... y algo, muy poco, de arte, en el que la ausencia de imágenes obligaba al aprendizaje de palabrotas como peristilo, pilono, sala hipóstila, etc., cuya dificultad de identificación hacía la materia absolutamente insoportable y mentalmente indigerible. Había quien recitaba con envidiable facilidad los treinta y tres reyes godos (yo debo confesar que nunca pasé de tres o cuatro y eso alternándolos vergonzosamente), e incluso algunos insoportables cretinos demostraban unos conocimientos de la historia de los pueblos antiguos que ponían seriamente en apuros al resto de compañeros, cuya falta de interés era de una supina evidencia. Pero la memoria es frágil y unos por la muerte de aquellas neuronas especializadas que ocupaban parte de su cerebro y otros porque tal lugar era ocupado por pensamientos menos docentes y decentes, lo cierto es que el futuro nos ha colocado a todos en situación bastante similar: no sabemos una palabra de nada. Eso es bueno, porque así el proceso de re-educación resulta más rápido, sencillo y agradable, al recibir las lecciones por la vía de los sentidos.


Nos sentimos asombrados, mareados y empequeñecidos ante la contemplación de una arquitectura y escultura que nos resulta incomprensible. ¿Y qué decir de la escritura, que adopta un protagonismo sin precedentes en su doble vertiente de abstracción y realismo? Los templos reflejan la simbiosis entre el hombre y la divinidad; las tumbas se nos presentan como un prodigio de contradicción, pues es precisamente en los sepulcros donde se encuentran los detalles más felices y delicados de la vida cotidiana; y es en este maremagno de piedras, pinturas, inscripciones, relieves y estatuas donde se detecta por encima de cualquier otra cosa el profundo horror que este pueblo tenía al vacío, a la nada, que les perseguía como desagradable pesadilla y que explica la profusión de inscripciones en paredes y columnas en las que no es posible encontrar un solo espacio vacío, gracias a lo cual hoy podemos admirar el resultado de tal sentimiento como si de un inimitable arte decorativo se tratase.


Muy arraigadas tradiciones tenía que poseer el pueblo egipcio para que en período tan tardío como el Ptolemaico, cuando el helenismo triunfaba no sólo como arte sino con una nueva filosofía que revolucionaría el mundo, los faraones de estas dinastías tratasen de conservar en toda su pureza el arte y la religión ancestral. Se dice, no obstante, que a pesar del esfuerzo por mantener la tradición, se observa cierta frialdad y artificio en la construcción de las obras oficiales, pero contemplando la esbeltez de las columnas, la inmensa variedad de sus capiteles, la riqueza decorativa que adornan aquellos templos y la ostensible disminución de los muros que liberan a estos templos de la mastodóntica apariencia que nos muestran las realizaciones del Imperio Nuevo, no tendremos más remedio que autocalificarnos de ignorantes, pues el asombro y anonadamiento eran los únicos sentimientos que nos embargaban mientras contemplábamos lo que considerábamos auténticas y difícilmente igualables obras de arte.


Pero no todo es visitable en Egipto y no es precisamente el corto espacio de tiempo que permiten unas vacaciones el principal responsable de esta circunstancia. La irracionalidad de unos pocos y la falta de previsión de los más, impiden visitar lugares que por sí mismos justificarían un viaje: El Faiyûm, habitado en tiempos prehistóricos por cazadores que poco a poco abandonaron sus costumbres para profesar culto a un sedentarismo precursor de una de las más extraordinarias civilizaciones conocidas. Amenemhet III mandó construir aquí un templo con infinidad de cámaras que hizo pensar a los primeros viajeros griegos se trataba de otro laberinto similar al cretense... Tell el Amarna, ciudad convertida en capital de Egipto con el nombre de Akhetaton [4], en detrimento de Tebas, por obra del que unos consideraron reformador religioso y otros profanador, cismático y cosas peores, Amenofis IV, más conocido como Akhenaton. Esta ciudad duró el tiempo de su fundador, no siendo hoy sino un montón de ruinas que en modo alguno dejan adivinar su pasada grandeza: sic transit gloria mundi... Dendera, en cuyo templo se veneraba a la diosa Hathor, protectora de los placeres, la danza y la música... Abydos, donde la tradición, en fuerte competencia con la isla de Bigeh, sitúa la tumba de Osiris, claro que ello no supone contradicción alguna pues son los dioses los únicos que detentan el don de la ubicuidad; a este paraje eran conducidos los restos mortales de los faraones para un primer contacto con la divinidad antes de ser depositados en sus sofisticadas sepulturas... Todos estos emplazamientos se encuentran situados por capricho del destino, y de la situación político-religiosa del país, en territorio de mayoría “fundamentalista” y de ahí que estén vedados a la curiosidad turística y a cualquiera con un mínimo de sentido común. Pero hay otros en los que no está tan justificada la privación de tales goces; no se trata de la morada de los Apis o de alguna vieja pirámide cuyo estado ruinoso representa una amenaza mayor que la de cualquier faraón profanado; me refiero a determinadas tumbas que las agencias de viaje de todo el mundo se empeñan en anunciar en sus lujosas rutas y que no son sino un lamentable fiasco, pues en sus mismas puertas se comunica al sorprendido viajero que tal monumento se encuentra cerrado al público desde hace más de treinta años (caso de la tumba de Ramsés II) o tal otro la friolera de medio siglo (la del faraón Seti I, para que todo quede en familia) y en alguna, concretamente en la de Tut-Ankh-Amon, hay que pagar un extra, no se sabe con certeza si para protegerse de la maldición del Faraón o, como los propios guías dicen, para contribuir al mantenimiento del resto de tumbas visitables, cuyo acceso curiosamente se va restringiendo con inusitada celeridad, lo que hace pensar, bien en una notoria falta de interés por dar a conocer el interior de la tumba del joven rey, o que existe un exceso de eslabones en la cadena recaudadora. Todo ello hace pensar que Egipto se ha convertido en territorio dominado por los tour operators y, los que deseen visitarlo, en esclavos de estos modernos faraones. Solamente le cabe a uno refugiarse en la ilusión para no sentirse rebaño, situación por otra parte en la que parecen querer enredarnos los poderes fácticos, ya vayan vestidos de negro, con uniforme, de empresarios o parlamentarios. Así pues continuaremos el itinerario previsto, para lo que nos enfundaremos previamente en la acogedora capa de la fantasía.


“Con sus palmeras, sus columnas y sus pilones, Philae parece alzarse sobre el río como un espejismo”, escribió la egiptóloga británica Amelia Edwards. Hoy sólo podemos figurarnos lo que contemplaron los viajeros de la primera mitad del siglo. El templo que hoy conocemos como Philae, salvado in extremis de la voracidad de la nueva presa por la tecnología actual, aunque haya sido Isis la verdadera inductora de la necesidad de tal acción, no se encuentra situado en la isla original, sino en la de Agilkia, distante de aquélla unos quinientos metros. En los tiempos en que únicamente existía la primera presa, el monumento se encontraba prácticamente sumergido en su totalidad y la posibilidad de visitarlo se reducía a un corto espacio de tiempo entre los meses de Agosto y Septiembre cuando la apertura de las compuertas aliviaba la presión del agua y el nivel bajaba lo suficiente para poder acceder en botes disfrutando de un agradable paseo por el lago que formaba el propio templo. La construcción de la nueva presa aconsejó el traslado completo del sagrado recinto, pudiendo contemplarse en la actualidad las huellas dejadas en las columnas, cuando el río era señor de la situación, y que se nos presentan como mudos testigos de románticos paseos a la luz de la luna, en los que el gentil acompañante ayudaría a la bella dama en su delicado intento por acariciar uno de aquellos espléndidos capiteles, para lo que no ahorraría esfuerzos en pasear sus manos por toda la anatomía femenina con la falaz disculpa de atender a varios equilibrios a la vez: el de la dama, el suyo propio y el de la barca que, envidiosa, amenazaría a ambos con un chapuzón que enfriase los calores del organismo. El templo, aun presentando las más puras tradiciones egipcias, sintetiza los estilos egipcio, griego y romano como en ninguna otra construcción de la época ptolemaica, pues allí se pueden contemplar tres edificaciones de diferentes épocas. La de su fundador, Ptolomeo II, representado en la fachada principal junto a Isis y Horus, al que también se debe el pequeño templo dedicado a Hathor, reconocible porque la parte superior de los capiteles que adornan las columnas representan la cara antropomorfa de la diosa, que aquí aparece con orejas de vaca en ausencia de los cuernos que la identifican generalmente. No resulta fácil asimilar la cosmogonía egipcia. A la confusión reinante entre las hermanas gemelas Isis y Neftis, hay que añadir la existente entre Isis y Hathor, pues Horus, ofendido por la falta de apoyo de su madre para vengar a Osiris, no se le ocurrió mejor idea que la de cortarle la cabeza y no fue sino por la divina intersección del dios multidisciplinar Thot, que se nos presenta aquí como experto cirujano en trasplantes, que la religión egipcia no sufrió un serio quebranto. Sin tiempo que perder cogió la cabeza de una vaca sagrada y se la colocó a Isis, representándose desde entonces la diosa indistintamente como Hathor o Isis según dictaminasen las circunstancias. El mismo Thot ya había realizado con anterioridad operaciones quirúrgicas de similar complejidad, pues no sólo ayudó a Isis en la recomposición de Osiris, sino que implantó un nuevo ojo a Horus cuando le fue arrancado por Seth en la titánica lucha que mantuvieron ambos por detentar el poder; lo recompuso a partir del barro de la tierra amasándolo con su propia saliva. Habría que esperar bastantes milenios para que otro taumaturgo, gran conocedor de Egipto, realizara un prodigio semejante. Nectanebo II, rey de la XXV dinastía, amplió el recinto con un nuevo edificio y ya en la tardía época romana, durante el reinado de Trajano, se construyó un nuevo pabellón.


La antigua isla de Philae fue lugar de peregrinación desde tiempos antiquísimos y los ritos de fertilidad, coincidentes con la época de la crecida, se perpetuaron hasta los tiempos del emperador Justiniano, pues era creencia generalizada en los viejos tiempos que el Nilo tenía su origen en las proximidades de la primera catarata. Hemos de suponer que aquellas procesiones anuales de honda religiosidad popular serían aprovechadas para ganar alguna indulgencia, habida cuenta que fue en un paraje cercano donde Isis recompuso los desperdigados despojos de su amado esposo.


Dejamos a Isis y su magia para dirigirnos río abajo hasta el templo más extraño de Egipto. Situado en el pueblo de Kom-Ombo[5] fue construido en época ptolemaica sobre los restos de uno más antiguo perteneciente a los reinados de Amenofis I y Tutmosis III. Se trata de un templo doble, dividido en dos partes perfectamente diferenciadas. La izquierda estaba consagrada al culto de Haroeris, una de las muchas personificaciones de Horus, representado por un disco solar alado, y que por ser el exterminador de los enemigos de Osiris se le considera como dios protector por excelencia, apareciendo representado con gran profusión en los dinteles de los templos. Esta parte del templo se destinaba a hospital y en la decoración de las paredes pueden verse escenas típicas del mismo, especialmente parturientas que asistían a la sacralizada clínica, no sin antes rendir culto al dios cocodrilo Sobek, que ocupaba la zona derecha del templo y se le consideraba como divinidad de la fertilidad. En el pavimento de lo que podría ser considerado como sala de espera pueden verse infinidad de graffitti, labor que parece ser consustancial al género humano y con la que se entretendrían aquellos pacientes para atenuar la tensa espera. En uno de los muros del templo de Haroeris se observa la protección que éste ofrece a Imhotep, considerado por los habitantes del Nilo como dios de la medicina, así como un cuadro con todo el instrumental quirúrgico utilizado en aquella época. Uno de los múltiples jeroglíficos allí esculpidos nos ilustran sobre los métodos puestos en práctica para conocer el estado de fecundación femenina: "Se coloca un ajo en la vagina de una mujer y si al tercer día su boca desprende olor a ajo, es síntoma de fertilidad". El sistema puede ponerse en duda, pero que hace mil años se tuviese conciencia de que el radical alilo “viajase” de una a otra parte del cuerpo a través de mucosas, sangre, etc., resulta realmente asombroso.


En un lugar próximo a la muralla que rodea el recinto sagrado, se encuentra una especie de pozo artesiano llamado “nilómetro”, utilizado como medio para conocer el nivel de crecida del río basándose en la técnica de los vasos comunicantes. Antes de abandonar el templo también nosotros quisimos dar testimonio de respeto rindiendo un mudo homenaje al dios Sobek en su sancta sanctorum, donde permanece desde milenios en su forma natural de cocodrilo momificado.


Los templos de Esna y Edfu son los otros dos que conforman la tetralogía de los monumentos ptolemaicos mejor conservados, sobre todo el segundo, que se nos presenta tal como era cuando fue construido hace más de veinte siglos sobre las ruinas de otro más antiguo debido a Tutmosis III. Consagrado a Horus, su entrada principal está guardada por dos bellísimas esculturas de pulido granito representando al dios halcón. Sobre la fachada del enorme pilono se puede observar la figura del faraón Ptolomeo III Evergetes ofreciendo a los dioses los prisioneros que pronto serán sacrificados, a tenor de lo que se puede observar, pues con la mano izquierda los tiene cogidos por sus cabelleras mientras en la derecha blande una espada presta a decapitarlos. En otra escena, en el interior del templo, no son cabezas las que se presentan como ofrendas, sino un número incontable de miembros viriles y manos, pues el faraón para asegurarse de que sus soldados habían cumplido satisfactoriamente con la misión encomendada, ordenaba les fuesen presentados tales testigos de sus hazañas para evitar bravuconadas y exageraciones que en modo alguno servirían, de no ser ciertas, para aterrorizar al enemigo. También aquí se muestra de forma inequívoca la venganza de Horus por la muerte de Osiris a manos de Seth, representado como un cerdo que trata de encontrar refugio en las profundidades del Nilo. Horus lo descubre y tras inmovilizarlo con un lazo, lo hiere de muerte con su lanza para posteriormente descuartizarlo en catorce partes, las mismas en que su padre lo había sido por obra del maldito hermano. Impresionante el santuario, en el que se conserva el altar, de unos cuatro metros de altura, tallado sobre un enorme bloque de granito negro, primorosamente adornado con jeroglíficos, cuya pulimentada superficie refleja con tonos metálicos la escasa luz que se filtra en el oscuro recinto. En uno de los laterales del templo se encuentra un edificio anexo típico de la era ptolemaica, cuya importancia cobró inusual relieve en los tiempos romanos. Se trata del mammisi, capilla consagrada a Horus, donde originariamente se representaba el misterio de su nacimiento y que con el tiempo llegó a ser un lugar de ritual para recién nacidos y mujeres en período de gestación.


Muy cerca de Edfu, en la antigua ciudad de Latópolis, hay un templo consagrado al dios carnero Khnum, embellecido durante el período romano lo que se pone de manifiesto por las representaciones de emperadores romanos como si de faraones se tratara. El templo sólo conserva la sala hipóstila, pues el resto de la construcción así como las ruinas de la primitiva población están enterradas bajo la nueva villa de Esna. Es el único monumento egipcio que conserva en todo su esplendor el colorido con el que se solían pintar estos recintos; la delicadeza cromática y esbeltez de sus columnas, rematadas por soberbios capiteles, todos de diferente estilo, ofrecen idea clara del esplendor de aquella época. Junto a los bien delineados jeroglíficos se pueden observar estilizadas figuras de dioses, destacando de forma especial las de Isis y Neftis, sólo distinguibles por el atributo que corona sus cabezas o por el cartucho que encierra sus nombres que, en el caso de Isis es una silla o trono cuyo significado no es otro que el de su propio nombre.


Nuestra navegación por el Nilo llegaba a su fin. Al día siguiente, muy temprano, abandonaríamos la motonave para dirigirnos a Luxor, la antigua y mítica Tebas, “la de las cien puertas” en palabras de Homero. Sería sin lugar a dudas la joya del viaje.






LUXOR


Escribo estas líneas cómodamente instalado en la terraza del Winter Palace, aprovechando que mis compañeros de viaje han decidido tomar la piscina por asalto. Observando el entorno, creo que el nombre de la ciudad y el vocablo inglés luxury tienen una afinidad mayor de la que les ha podido conceder la mera casualidad. Es la hora en la que antiguamente se servía el té con pastas mientras la orquesta amenizaba el sofisticado ambiente con piezas escogidas para goce del viajero que, indudablemente, se sentiría más confortable en el seno de aquellas reuniones que visitando a lomos de mulo las glorias de una pasada civilización bajo un calor insoportable y respirando el fino polvo del desierto. Hoy se han perdido los modales y ya no se ven caballeros aguantando estoicamente las molestias del sudor que bañaba su anatomía y empapaba sus prendas, mientras se inclinaban galanamente para besar la mano de una dama que, presumiblemente, pasaría por la misma situación. El romanticismo del recuerdo me impide realizar un comentario pero el liberalismo de nuestra sociedad me permitirá, al menos, formularlo como pregunta: ¿Olerían?


La gente, haciendo caso omiso del cartel colgado en la puerta alertando sobre la prohibición de entrar en el hotel en traje de baño, se pasea de tal guisa por el vestíbulo ante la atónita mirada de Lord Byron, que preside el inmenso salón sin llegar a entender tanta relajación de costumbres. Naturalmente el té ya no se sirve. La procesión camino de la piscina es incesante, y, a juzgar por sus fisonomía, se diría que con sumo placer, no para bañarse, como sería lógico y preceptivo, pues la manifiesta suciedad aleja del ánimo cualquier deseo incontenible, sino para tumbarse a un sol que ha dejado de ser protector para convertirse en justiciero. El contraste a la situación lo pone el muecín, llamando insistentemente a oración con una salmodia que es coreada de inmediato por los penetrantes ronquidos que se filtran a través de las entreabiertas ventanas de las habitaciones próximas, confirmando que para algunos la vida nunca ha dejado de ser sueño.


El hotel, que refleja en todos sus rincones la belleza y romanticismo de lo antiguo, pero también la vetustez, no ofrecía a sus contemporáneos tan cálidas sensaciones, pues lo calificaban de “un esperpento que desfigura todo lo que le rodea” y con una “impúdica fachada estucada con un material de un sucio color amarillento”. Poco ha cambiado desde que Pierre Loti narrara sus experiencias: idéntico color en la fachada; el mismo muelle abarrotado de motonaves de tres pisos perfectamente alineadas; similares tiendas de las que tanto gustan los turistas para adquirir sus disfraces; clónicas antigüedades y souvenirs; la misma mirada, entre enigmática y burlona, de beduinos e hindúes que se han adueñado del territorio desde tiempos inmemoriales; parejo comportamiento estúpido de los miles de turistas que invadimos el país...


Faltaban varias horas para la cena y cada cual decidió disfrutar el tiempo libre a su antojo, lo que me permitió vagabundear en solitario para conocer una ciudad que en nada denotaba su pasado esplendor. Su margen derecha había sido el lugar elegido por el faraón y su corte para el establecimiento de su morada terrena, y con ellos los sacerdotes del templo y la clase aristocrática, a los que no tardarían en unirse la plutocracia mercantil y el insustituible mundo de los artesanos. El otro lado del río, consagrado al mundo de los muertos, estaba reservado a los profesionales de tal disciplina: los especialistas en la difícil técnica de la momificación, cuyos "talleres" se extendían a lo largo del Nilo, que de tal forma se veía sometido a una constante contaminación producto de la sangre y las vísceras de los cadáveres por ellos manipulados. El hedor que se desprendería de aquellas primitivas salas de disección, llegaría a todos los rincones de la ciudad, sin que el natrón, los aceites, ni los perfumes utilizados en el embalsamamiento obrasen el milagro de disimular tanta pestilencia. Desgraciadamente para la población, los ecologistas tardarían milenios en organizarse, y, a lo que parece, faltan otros tantos para que su presencia se deje sentir allí. Un poco más lejos se elevaban, magníficos y soberbios, los templos ceremoniales dedicados al culto del faraón recién divinizado, cuyas tumbas permanecían secretas en algún recóndito lugar del cercano desierto. Y el río; el sagrado Nilo estaría surcado por silenciosos veleros cruzándolo incansables en un afán por demostrar que aquel cauce no era símbolo de desunión, sino una arteria vital que daba sentido a un solo pueblo con una sola idea.


Deambulando por la inmensa avenida paralela al río, ataviada con estilizadas palmeras y acacias floreadas de delicados colores que perfumaban el ambiente, como no lo habrían podido hacer antaño, contemplaba el Nilo con la misma veneración y arrobamiento que lo habían hecho cientos de generaciones, realizando infructuosos esfuerzos por imaginarme un día en la vida de sus antiguos moradores cuando, sin apenas darme cuenta, me encontré en el mismo corazón de la ciudad vieja. Parándome a cada paso para contemplar la artesanía local lograba, sin proponérmelo, establecer una cháchara intrascendente con algunos resultados en verdad positivos, pues en uno de aquellos locales, probablemente el más cutre de todo Luxor, fui cortésmente invitado a compartir una taza de té con su propietario. Sentados sobre destartaladas sillas, que pregonaban con estridentes quejidos su pretérita antigüedad, estuvimos conversando, durante un tiempo difícil de precisar, en un lenguaje todavía más impreciso pero cuya comprensión iba más allá de los límites racionales. Se estaba bien en aquel lugar y por una de esas extrañas asociaciones de ideas que de vez en cuando nos asaltan, pensé en los confortables butacones del victoriano hotel, la hipócrita amabilidad de sus empleados, y en la manada de homo americanoides, rollizos y coloradotes, que, luciendo patrióticas camisetas, estarían desfilando hacia el comedor para degustar una pringosa y gigantesca hamburguesa con el acompañamiento de su gorgoteante bebida nacional. Regresé al hotel no sin haberme extraviado en un par de ocasiones, pues, a mi habitual torpeza para la orientación, se unía un trazado urbanístico próximo a la realidad virtual, y cuando a lo lejos pude divisar el “esperpento estucado de amarillo”, la noche ya había sumido a la ciudad en un fantasmagórico espectáculo de luces de diversa procedencia, del que el cercano templo no era el menos inquietante. Entré en el vestíbulo a tiempo de enterarme de la decisión adoptada por el grupo de asistir a la representación de luz y sonido que tendría lugar aquella misma noche en el incomparable escenario del Templo de Karnak y que, para mayor satisfacción, sería interpretado en español. Era una magnífica noticia, pues con toda probabilidad estaríamos en familia.


Si alguna vez decido cambiar de profesión, no será la de augur la que elija. Llegamos a la puerta de entrada con el suficiente adelanto como para situarnos en lugares de privilegio, pero lo que se presentó a nuestra vista nos hizo pensar que allí se estaba gestando una manifestación sin precedentes. No se podía dar un paso. Pacientemente esperamos a que se procediera a la apertura de las puertas confiando en que el interior fuese lo suficientemente amplio para presenciar el espectáculo con unas mínimas garantías. Sin previo aviso la marea humana se puso en marcha hasta alcanzar el patio interior del templo, cuyas columnas se yerguen amenazadoras en aquella imponente oscuridad apenas violada por unos débiles rayos azulados dirigidos hacia el objeto de interés. El silencio de la noche, apenas profanado por los cientos de personas allí congregadas, lo que en sí mismo ya representaba un misterio, es herido violentamente por un inesperado y estridente sonido de trompetas que, rápidamente, nos sitúan en un escenario de antigüedad cinco veces milenaria.


-“¡ Que la noche os acoja y os sosiegue, viajeros del Alto Egipto. Nunca iréis más lejos porque ya habéis llegado. Estáis en el comienzo del tiempo...!”


Y efectivamente; las cavernosas voces tratarán, sin demasiado éxito, de condensar dos mil años de historia. Durante un tiempo impreciso permanecimos en aquel peristilo, al igual que lo hacía el pueblo en los viejos tiempos, mientras se nos instruía acerca de las vicisitudes de la construcción del templo para, acto seguido, conducirnos hacia zonas interiores vedadas entonces a la feligresía, pero haciendo hoy excepción en aras del paganismo que invade nuestra sociedad, paganismo que ha de tomarse en todas las acepciones que permita el término. En la impresionante sala hipóstila asistimos a un diálogo entre el Sumo Sacerdote y Amon:


-¡Amon! ¿Quién eres?

-¡Soy el padre de los padres.

La madre de las madres.

El toro de las siete vacas sagradas.

He empezado a hablar en medio del silencio.

He hecho que todos los hombres dispongan de un camino.

He abierto todos los ojos para que pudiesen ver.

Mi ojo derecho es el día.

Mi ojo izquierdo es la noche.

Y el Nilo toma impulso bajo mis sandalias...!


El Templo de Karnak estaba consagrado a una trinidad formada por el propio Amon, su esposa Mut y el hijo de ambos Konsu, y en la fiesta de Opep, coincidente con el segundo mes de la crecida del Nilo[6], eran llevadas en procesión hasta el vecino Templo de Luxor, distante unos dos kilómetros. El arca del dios estaba adornada en proa y popa con sendas cabezas de carnero, la de Mut, con dos figuras femeninas engalanadas con enormes collares, y la perteneciente a Konsu llevaba cabezas de halcón coronadas por el creciente lunar; cuarenta sacerdotes de cabezas rasuradas y ricamente ataviados, alineados en ocho filas de cinco, eran los encargados de portar la barca del dios por las calzadas del templo, alfombradas de pétalos de flores para, después de atravesar la avenida de esfinges, depositarla finalmente en el muelle para continuar el camino por vía fluvial hasta su destino final. Llegados al santuario de Luxor, quedaban allí depositados hasta el fin de la crecida, en cuyo mes se invertía el ceremonial, permaneciendo los dioses en sus cuarteles de invierno a la espera de la repetición del ciclo.


Solía ser bastante usual durante esta fiesta, así como en aquellas circunstancias en las que se precisara un acto de afianzamiento sociopolítico del faraón, la colocación de un muñeco articulado representando al dios, en oscuros y estratégicos lugares previamente establecidos, con el exclusivo fin de engañar al pueblo, afición ésta a la que todo Gobierno y en toda época ha cobrado extremada devoción, y así, a la pregunta hábilmente formulada por uno de aquellos farsantes, referida siempre a la inmediata divinización del rey, al inmenso cariño que le profesaba el dios o a la negativa a conceder determinadas prebendas al pueblo, la respuesta, acompañada de enérgicos movimientos de cabeza y mano, no dejarían lugar a dudas en un pueblo eminentemente creyente por convicción, o conveniencia. Asuntos como éste llevan al convencimiento de que, ayer como hoy, la corporación sacerdotal gozaba de un poder ilimitado, probablemente mayor que el del propio faraón y no fuera sino el “statu quo” el que permitiese al pueblo seguir creyendo en el omnímodo poder del rey.


Después de pasar ante las realizaciones de Seti I, Ramses II, Ramses III..., vigilados permanentemente por sus colosales estatuas de brazos cruzados sosteniendo el waset y el urit, atributos del poder real, arribamos a una tribuna preparada para este tipo de acontecimientos, asomada a un lago artificial que un día fue estanque sagrado para los ritos de purificación del faraón.


-¡El faraón ha venido esta mañana...

Se ha purificado en las aguas del lago sagrado.

Va a proceder a levantar al dios, porque todavía reposa en el tabernáculo...!


Y en el silencio de la noche se nos ilustra sobre la ceremonia que diariamente se realiza. Sólo el faraón y los sacerdotes más relevantes tienen acceso al sancta santorum. La apertura de las puertas que invariablemente se vuelven a sellar al atardecer, cuando finaliza el rito, representa la entrada a los cielos; al cerrarse, una vez que el oficiante ha penetrado en el interior, son las puertas de la tierra las que lo hacen. El faraón ya no es un simple mortal, pues se encuentra cara a cara con la divinidad. Tras las oraciones rituales, el rey ofrece a Amon tres bandas para que, revestido de todo poder, dé fuerza y salud a su hijo, que no es otro que el propio faraón: la banda blanca para que brille la luz, "que es la mirada de tu ojo"; la verde para que las aguas hagan florecer todo; la roja para que la tierra sea fértil y la sangre poderosa. Finalizadas las ofrendas se purifica al dios con incienso, aceites y perfumes, adornando con joyas la estatua. Parece lógico suponer que los alimentos y el vino ofrecidos serían consumidos por el personal terreno, pues cualquier resto del festín podría ser interpretado por el respetable como rechazo del dios a su representante; la rubicundez que se vería reflejada en sus rostros al abandonar el sagrado recinto, no sería debida a los excesos de la bacanal, sino al íntimo contacto mantenido con el dios. Cuando el sol comienza a declinar, Amon se funde con la noche para penetrar en el mundo de las tinieblas. La estatua es colocada de nuevo en el tabernáculo y las puertas cerradas y nuevamente protegidas por un sello de arcilla. Al siguiente día se repetiría la ceremonia y así por los siglos de los siglos hasta que Ra, agotado, decida abandonar para siempre la senda emprendida desde el comienzo de los tiempos.


El espectáculo se prolonga. La luna está en el cenit y, a pesar de todos mis esfuerzos por evitarlo, me siento transportado a la barca de Ra para iniciar mi particular viaje por el inframundo. Sobresaltado y desequilibrado por un involuntario movimiento de cabeza, que casi me hace ir rodando hasta el lago, me volví hacia mi compañera de fila profundamente avergonzado por lo que podría ser considerado como absoluta falta de interés. Sentí gran alivio; se había quedado profundamente dormida.


Al día siguiente volvimos al templo acompañados de nuestro guía. Nada era igual. Las trompetas y los coros habían sido sustituidos por los alaridos de la multitud. El recinto ya no tenía el encanto en el que nos había sumido la magia de la noche. Aquello era una ruina... pero una ruina grandiosa y anonadante que absorbe los sentidos, restando capacidad a la imaginación para siquiera aproximarse a lo que pudo ser en el pasado.


¿Cómo fue aquella ciudad y quiénes sus habitantes? Un río marcaba la frontera entre la vida y la muerte y el curso del sol indicaba el camino que conducía de una a otra. Un río y un sol a los que estaban tan acostumbrados que vadear el uno o seguir al otro con la mirada entornada no les producía el menor sobresalto. En las terrazas de los templos se estudiaba el movimiento de los astros, mientras en dependencias secretas, estrategas, agrimensores y arquitectos, elaboraban planes militares, mejoraban técnicas y redactaban proyectos para mejorar la casa del dios y las de sus más inmediatos servidores. Fuera del templo, las duras faenas agrícolas, con dos mil quinientos kilómetros cuadrados de campos cultivables, ocuparían a buen número de operarios; la industria del papiro, esencial en aquella sociedad, también requeriría personal altamente especializado; los obreros metalúrgicos, dedicados casi en exclusividad a la fabricación de armas, estrecharían lazos con alquimistas, para obtener metales de mejor calidad que permitiese al estamento militar un mayor predominio en el campo de batalla; orfebres y artesanos, dando rienda suelta a su imaginación, idearían diseños y compondrían piezas que, si ayer eran de uso corriente, hoy nos asombran por su delicada y fina elaboración; existirían gremios organizados a la manera de las actuales mafias, englobando a canteros, escultores, pintores y expertos calígrafos; y para completar aquella variopinta sociedad la inmensa urbe se vería ocupada por un enorme ejército de desocupados, vagos y pordioseros, muy diferente de aquel otro que se ejercitaba en el desierto para mantener las fronteras y ampliarlas en la medida de lo posible.


Los faraones, ajenos al pueblo mientras se comportase como era preceptivo y molestase lo menos posible, se ocupaban del engrandecimiento del templo con el exclusivo objetivo de obtener los favores del dios en la paz, la guerra y en la vida ultraterrena. No es de extrañar, pues, que todos los faraones que formaron parte de las dinastías que gobernaron Egipto desde el Imperio Medio hasta la llegada de los emperadores romanos, quisieran dejar impronta allí de su paso por el mundo, período de tiempo que se prolongó por espacio de veinte siglos. Hubo una única excepción: el breve pero intenso reinado del cuarto de los Amenofis, Akhenaton, que cambió de residencia y de dios. Muerto el rey, su yerno Tut-Ankh-Amon restableció el orden, el dios y la residencia, siendo premiado por ello con un hachazo en la cabeza y un entierro de segunda categoría en un hipogeo indigno de un faraón. Claro que las riquezas encontradas en su tumba le devolvieron la condición perdida mil seiscientos cincuenta años atrás.


Llena de asombro y admiración la infinita paciencia de los egiptólogos por desvelar los misterios cincelados en piedra, pues a la dificultad propia del desciframiento de una escritura compuesta de ideogramas y fonogramas, se une no sólo la faraónica manía de hacerse conocer por varios nombres[7], sino la de los innumerables anacronismos sobre hechos históricos debidos a que el nombre del faraón directamente implicado en tal o cual acontecimiento, era invariablemente borrado y reemplazado por el de sus sucesores, que de esa forma ganaban un precioso tiempo en la acumulación terrena de méritos; un ejemplo de lo dicho puede contemplarse en una de las más visibles esculturas del templo de Karnak, conocida como el faraón anónimo. Otras veces la intención resultaba más artera, como es el caso de Tutmosis III, empeñado en relegar al olvido a su madre la reina Hatshepsut por haberle mantenido al margen de los asuntos de estado.


La arquitectura egipcia tiene su rasgo más característico en la "columna", que llega a adquirir una belleza sorprendente gracias principalmente a la decoración y al extraordinario remate de los capiteles. La cantidad inmensa de pilares que se pueden ver en todos los templos, se debe a que al no disponer de madera para la fabricación de grandes vigas, se vieron obligados a la utilización de la piedra, de la que sí disponían en abundancia, siendo así que el enorme peso de este material les creaba un serio problema cuya solución pasaba ineludiblemente por la multiplicación de soportes en forma de columnata o muros estructurales, cuestión que se agravaba al no dominar la técnica de la "bóveda", que les hubiera permitido aligerar cargas, por lo que no tuvieron más alternativa que utilizar estructuras "adinteladas".


Es precisamente en estos dos templos donde con mayor exactitud se pueden observar tanto los problemas que se les planteaban como los cambios e innovaciones llevadas a efecto. La profusión de salas hipetras e hipóstilas se nos presentan como un increíble bosque de columnas, protodóricas unas, otras fasciculadas imitando manojos de tallos y todas ellas rematadas por elaboradísimos capiteles de sorprendente belleza que dan al conjunto su apariencia de jardín botánico: campaniformes en forma de papiro abierto, semejando flores abiertas de loto... En el templo ptolemaico de Esna, la variedad de estos adornos es tal que resulta imposible encontrar uno solo de ellos repetido, lo que unido al espléndido colorido que todavía se puede apreciar, nos transportan a una época en la que el hedonismo y la religión formaban un matrimonio ideal que tiempos y culturas posteriores se empeñaron en disolver con auténtica saña.


En los templos de Luxor y Karnak dejaron huella imborrable los Tutmosis, Amenofis, Ramses, la sorprendente Hatshepsut, que quiso participar de la vanagloria con dos obeliscos de oro, que la prudencia le aconsejó sustituir por granito rosa, sin que tal cambio haya supuesto merma alguna en la belleza de los monolitos; los innumerables artistas anónimos que embellecieron las desnudas paredes... ¡hasta Champollion nos sorprendió con su firma, que quiso fuera tan monumental como la columna sobre la que la realizó!. Verdaderamente la cultura, que es sobre todo respeto, no siempre va de la mano del saber especializado. Pero ¿qué decir de la imaginería cristiana? Dedicado como estaba a la devoción de la santísima trinidad Amon-Mut-Konsu, ésta se encuentra magníficamente representada en diferentes partes del recinto y es a la izquierda del camino que conduce al sagrario del templo de Karnak donde se puede ver un sobrerrelieve del trío de dioses que llama poderosamente la atención por el mamarracho esculpido por los primitivos coptos, que no pudieron prever el resultado de su acción. Refugiados de las persecuciones a que se veían constantemente sometidos, pasaban su tiempo dedicados a la oración y aprovechando la materia prima que les brindaba la estatuaria del lugar, trataban de cristianizar el entorno modificando a su antojo el antiguo arte. Una de tales transfiguraciones evangélicas tuvo lugar sobre la talla citada: decapitaron las figuras que acompañaban al dios Amon, deformando sus anatomías hasta volverlas irreconocibles y unieron los hombros de los tres dioses en un intento por darle forma de cruz; la obra quedó finalizada con la metamorfosis del tocado sagrado del dios central en cristianísima aureola. Ahora sí. Ya se podía rendir culto a Cristo crucificado. Claro que en tiempos más modernos se exorcizaban mezquitas y palacios árabes para construir templos cristianos en su interior, siendo hoy estúpidamente contemplados como muestra de eclecticismo arquitectónico. En la actualidad Tebas no es sino un sueño del desierto del que no la pueden despertar sus actuales moradores y a la que las modernas y pachangueras turbas viajeras amenazan con convertir en horrible pesadilla.


Abandonamos la ciudad de los vivos para adentrarnos en el inmenso cementerio real. Sesenta y cuatro tumbas excavadas en la roca deterioradas por los profanadores de todas las épocas, son todavía capaces de dar una idea de la preocupación que aquel pueblo tenía por el inframundo. En verdad supieron inmortalizarse, quizás de un modo diferente a como hubieran deseado, pero el hecho de transmitirnos sus pensamientos, alegrías, esperanzas, sentido de la existencia... les ha hecho perpetuarse a través de generaciones. A poca sensibilidad que se posea, es innegable la presencia de unas entidades que no están dispuestas a permanecer en el olvido.


La tumba de Ramses VI es la mejor conservada de todas las existentes en el Valle de los Reyes y como la inmensa mayoría se encuentran cerradas al público, habrá que concluir que, vista una, vistas todas; si hemos de juzgar por nuestra propia experiencia, tomaremos el aserto como verdad incontrovertible. Bajamos a la cámara mortuoria a través de una pronunciada pendiente por la que a duras penas se logra mantener el equilibrio. Hoy la luz eléctrica aleja cualquier misterio, pero cabe a uno imaginar la impresión que producirían en aquellas gentes las imágenes dibujadas en las paredes, algunas de tal realismo que helarían la sangre de aquellos operarios encelados en sostener el pesado sarcófago con largas sogas para procurarle un deslizamiento suave y progresivo. ¡Cuántos no habrán rodado por aquel pasadizo, presos del pánico ante la sombría visión de los demonios allí representados, que cobrarían vida por el efecto chispeante de las teas encendidas, siendo aplastados por el descomunal ataúd! A pesar de la pérdida de aquella primitiva magia y aprisionados por el cartesianismo que invade nuestras mentes, pocos de los presentes se atreverían a permanecer solos en aquel tétrico lugar sin exponerse a un serio quebranto cardíaco.


La enorme sepultura cede todo su protagonismo a la más pura manifestación artística; a lo largo del corredor y ocupándolo todo, se nos presenta, como si de una interminable película se tratara, la escenografía completa del llamado Libro de los Muertos, que serviría de ayuda al difunto en su viaje por el inframundo. Producido el óbito, el Kha del difunto abandona su envoltura corporal para fundirse definitivamente con el cosmos, mientras que el Ba, que vagamente recuerda el alma de nuestra cultura, toma la forma de un pájaro y es libre para retornar a la tumba si tal fuera su deseo (los canales de "ventilación" que veíamos en la Gran Pirámide cumplían el cometido de facilitar el camino a dicha entidad). Angustiosamente solo, con la única compañía del dios con cabeza de chacal Anubis, inicia el peligroso camino que, con ayuda de la suerte que le pudiera deparar la rectitud de su vida sobre la tierra, le conducirá hasta la presencia de Osiris para someterse a su inapelable juicio. Traspasada la puerta de la Montaña de Occidente, a la que ningún ser viviente puede acceder, se verá catapultado hacia un tenebroso y turbulento río poblado de extrañas y espantosas criaturas, prestas a apoderarse de todo el que ose adentrarse en sus dominios. Es el oscuro mundo de Seth y los enemigos de Osiris que, aliados con la monstruosa serpiente Apofis, tratarán de bloquear el paso del desdichado. Tremenda aventura de incierto final, por lo que el anónimo y misericordioso artista ha grabado encima de cada uno de aquellos monstruos todo tipo de sortilegios que le procurarán una vía de salvación; jaculatorias que irán acompañadas de una declaración completa de las bondades que dispensó en vida a sus semejantes y que le servirán de recordatorio en el duro trance por el que atraviesa. Superada esta parte del angustioso recorrido, se encontrará cara a cara con Osiris que, acompañado por Isis , Neftis y un jurado compuesto de cuarenta y dos divinidades, ordenará dé comienzo la divina parafernalia previa a la definitiva sentencia. Anubis, que le acompañó durante el viaje, colocará el corazón del difunto en uno de los platillos de la balanza, mientras que en el otro, una pluma, como representación de la diosa de la justicia Maat, hará de divino contrapeso; Thot, el dios con cabeza de ibis, toma nota del resultado de la pesada y Ammut, el monstruo devorador, mitad cocodrilo mitad hipopótamo, acecha cauteloso e impaciente el veredicto final, siempre presto a procurarse un buen festín. Si la sentencia resulta favorable, el nuevo bienaventurado es acompañado por Horus hasta la presencia del supremo juez, que lo enviará al Lago del Loto para su definitiva purificación, paso previo para una nueva y definitiva unión con su espíritu inmortal, el Kha, desde donde ascenderá en la barca celeste para su total identificación con Ra. Demasiadas similitudes con otras religiones del entorno para no considerarlas como vulgares remedos del increíble pensamiento egipcio, que les llevó a escribir el primer libro escatológico de la humanidad. Si lo recibió a su vez de otras culturas o se gestó en su propio seno es algo que no podremos descifrar jamás.


Con la angustiosa sensación de haber sido nosotros los sometidos a juicio, llegamos a la cámara mortuoria como si de un lugar familiar se tratara, en el preciso instante en que era abandonada por otro grupo de visitantes. Estaba dividida en dos espaciosos recintos; el más grande albergaba un deteriorado sarcófago de granito colocado sobre un suelo sin pavimentar, como si la muerte del Faraón les hubiese cogido por sorpresa; al fondo se abría otra sala destinada a almacenar las pertenencias reales, así como los vasos canopes, recipientes destinados a conservar las vísceras momificadas. Eran cuatro y representaban a los respectivos hijos de Horus: Qebehsenuf, el de cara humana contenía el cerebro; Duamutef, representado como un halcón, los pulmones; Amset, con forma de chacal, los intestinos y, finalmente, Hapy, con aspecto de mono, el hígado. De esa forma subliminal se querría dar a conocer la incidencia que estas entrañas tendrían sobre el comportamiento humano.


La bóveda estaba profusamente decorada con estrellas azules sobre fondo negro y, ocupándola toda, una gigantesca figura de la diosa del cielo Nut, madre de los cuatro protagonistas de la leyenda osiríaca, englobaba con su representación siamesa ambos hemisferios; completaban el espléndido decorado una procesión de innumerables dioses acompañando a las barcas solares a través del celeste Nilo. La frescura de aquellos dibujos de increíble colorido nos daba la extraña sensación de que los artistas habían abandonado momentáneamente sus labores y que podríamos vernos sorprendidos en nuestro carácter de intrusos, si nuestra estancia se prolongaba por un tiempo superior al que dictaba la prudencia. Bueno, la prudencia o la planificación de las visitas que esperaban impacientes su turno de entrada bajo el insoportable calor del desierto egipcio.


Ya en el exterior pudimos ver la entrada a la archifamosa tumba de Tut-Ankh-Amon, percatándonos de la dificultad de su descubrimiento y, en consecuencia, de la integridad de su contenido. En el tiempo en que se construyó el hipogeo de Ramses VI, todo el material pétreo procedente de la excavación fue a parar directamente a la entrada que guardaba los restos del joven rey, por lo que permaneció ignorada durante más de treinta siglos. Por si esto no fuera suficiente, Howard Carter situó su caseta de obra justamente en el lugar donde unos cuantos metros más abajo se encontraba la puerta de entrada tan buscada, por lo que no fue sino una afortunada sucesión de acontecimientos, en los que la casualidad y la intuición jugaron papeles estelares, los que condujeron al descubrimiento arqueológico más espectacular del siglo veinte.


El tiempo se nos echaba encima y el guía también. Allí estaba todo visto. Pensábamos que podríamos dirigirnos a visitar las "tumbas de las reinas, los nobles y los artesanos", en donde, según habíamos oído decir, se podían admirar las mejores muestras del arte pictórico egipcio relacionadas con la vida cotidiana, pero nuestro "conductor cultural" ya había decidido algo mejor para nosotros: sustituiríamos los sepulcros por la visita al templo de Medinet Habu. Concienciados de que cualquier discusión con aquel adalid finalizaría en un concluyente encogimiento de hombros cuyo significado, contra lo que pudiera parecer, no era otro que el de hacer su santísima voluntad, por supuesto por nuestro bien, entramos en el templo con la compostura debida a las circunstancias del momento, serios y circunspectos, pero lo que allí vimos nos colmó de satisfacción; no quiero decir con esto que estuviésemos henchidos de gozo porque se nos hubiera hurtado la primera posibilidad, pero ante la inseguridad de poder acceder a todos los monumentos de interés, optamos por el conformismo Y, al menos en este caso, no nos sentimos defraudados.


En la ruta que nos conducía a Medinet Habu, pudimos contemplar desde la distancia las ruinas del Ramesseum. Yo no sé si los que esto leen han sufrido alguna vez el tormento que suponen esos odiados tests psicotécnicos empeñados en demostrar de forma despiadada la inutilidad del que cae en sus redes. Recuerdo especialmente uno de ellos en el que había que adivinar, en un tiempo increíblemente corto, la verdadera situación espacial de un determinado objeto diabólicamente volteado en infinidad de posiciones. Ni que decir tiene que fui automáticamente rechazado. Me sentí como aquella persona que, necesitada de un puesto de trabajo, se presentó a uno de tales exámenes aun sabiendo que carecía de los conocimientos y aptitudes para optar al mismo. Interrogado sobre los aspectos propios del trabajo a desarrollar, su buena voluntad no resultó suficiente para dejar patente su absoluta ignorancia sobre la materia, así que el entrevistador, tan cansado como sorprendido por la situación, le pregunta: -“Pero, vamos a ver, ¿qué decía el anuncio para el que Vd. se presentaba?” El aludido, tan asombrado como su interlocutor, le contesta: -“Pues simplemente: ¡inútil... presentarse sin referencias!”. Algo de esto ocurre cuando uno se enfrenta a unas ruinas cuya estructura primitiva se encuentra más allá de lo que la imaginación pueda dictarle, y por ello echa de menos la ayuda de unos esquemas tridimensionales que le ayuden en la comprensión de lo que allí tuvo lugar en un remoto pasado. No sólo no dañaría los presupuestos del Ministerio responsable, sino que incluso saldría beneficiado de la situación al elevarse el rendimiento cultural, el interés por lo contemplado y, en definitiva, por la incidencia positiva que tales acciones tendrían sobre el incremento crematístico de las visitas, única moneda de cambio que entiende nuestra sociedad.


El templo-palacio que mandó construir Ramses II para perpetuar su gloria, dejó en ridículo al que años atrás había edificado su padre Seti I, aunque en la actualidad ninguno de estos edificios rindan tributo al pensamiento de aquellos ególatras. Sólo permanecen en pie unas pocas columnas y una colosal estatua del Faraón rota en mil pedazos, pero que con sus dieciocho metros de altura igualó en sus tiempos a su vecino Amenofis III. En las escasas paredes que han sobrevivido al tiempo pueden verse todavía escenas, ¡cómo no!, de la batalla de Kadesh, así como una procesión de hijos de Ramses, cuestión ésta que sí da una idea bastante clara sobre las dimensiones del muro original pues, como es de suponer, habría de contener los ciento noventa y ocho vástagos de aquel regio semental.


Al final del reinado de Ramses II, aproximadamente 1.240 a.c. se produce una gran conmoción en el mediterráneo oriental a causa de diversos factores que van desde una serie de catástrofes naturales a un cambio climático que provocó pérdidas de cosechas con las consiguientes hambrunas que dando como resultado la desaparición de pueblos enteros así como posteriores invasiones de los que se vieron obligados a escapar de la catástrofe: el reino hitita fue literalmente borrado del mapa y el mismo Egipto se vio seriamente amenazado por la presión de estos pueblos de los que no se conoce con seguridad su procedencia. Hay quien considera que fueron originarios de la Anatolia o Tracia mientras que otros piensan que podrían ser cretenses, profundos conocedores de las técnicas de la navegación que habrían hecho de la piratería su medio de vida, o bien alianzas de varios pueblos con objetivos y estrategias comunes. Fuese como fuere, lo cierto es que pusieron patas arriba la convivencia entre las diferentes regiones de la zona. Al poco tiempo 1.219 muere Ramses II y le sucede en el trono su decimotercer hijo Merneptah. Fue durante el reinado de este faraón, bien conocido por acontecimientos que nos resultan familiares debido a la tradición bíblica ya que es en ese período cuando se produce el cuestionado Exodo, que se produjo una invasión en toda regla de los filisteos, los llamados "pueblos de mar", que alcanzaron el mismo Menfis donde fueron derrotados por las tropas del novel faraón, victoria pírrica en verdad a tenor de la ingente cantidad de bajas en las filas egipcias. A partir de entonces se suceden una serie de años de incertidumbre y desórdenes que se ven incrementados con la muerte del Faraón, al que sigue un período todavía más calamitoso fruto de la incapacidad de unos reyes oscuros y sin personalidad que abandonan el poder en manos de los sacerdotes sumiendo al país en un preocupante anarquía que se perpetúa durante más de veinte años. Es entonces cuando un gobernador de Tebas tuvo la genial idea de proclamarse descendiente directo de Ramses II, cuestión que no extrañaría demasiado dada la progenie del susodicho. Estableció el orden en tan caótica situación, haciendo entrar en razón a los nobles en primer lugar para seguidamente ocuparse del dominio de todo Egipto. Se llamaba Setnakht y fue el fundador de la XX dinastía. Su hijo Ramses III gobernó el país durante treinta y dos años y en su haber se encuentra la definitiva victoria sobre la facción más dura de los invasores indoeuropeos, Peleset, pueblo del que parece derivar el nombre de “filisteo” y, por generalización, el de Palestina. A su muerte, que se hace coincidir con el final del Imperio Nuevo, le suceden una larga serie de faraones sin relieve político alguno conocidos como los “Ramésidas” -RamsesIV al XI-, período durante el cual fue saqueada la práctica totalidad de las tumbas tebanas, siendo válido suponer que alguna participación en la rapiña habrían tenido tan insignes personajes.


Precedidos de tales explicaciones llegamos al magnífico templo que mandó construir el tercero de los Ramses en Medinet Habu, donde se vuelven a repetir escenas de ofrendas de cautivos al dios, batallas navales, cacerías, procesiones religiosas... así como inquietantes estatuas de tamaño natural talladas en granito representando a la diosa leona Sekhmet, esposa de Ptah, guardadas en el lugar más oscuro, misterioso y sagrado del templo. Figuras de cuerpo femenino y cabeza de leona coronada por el disco solar y el divino uraeus que permanecen sentadas con los brazos descansando sobre sus rodillas y la mirada fija en el infinito desde hace más de tres mil años, inhumanamente impertérritas ante la desolación que el tiempo y la naturaleza obraron en el entorno. Mastodónticas columnas de sección rectangular y otras estilizadas en forma de huso, espléndidamente decoradas con figuras de dioses cuya divina intercesión logró mantener el colorido original, sirven de apoyo a dinteles en los que la diosa Nekhbet, protectora del Alto Egipto, con sus amplias alas desplegadas extendía su amparo sobre el complejo entero. Delante del templo existe una gran explanada que en tiempos del Imperio Nuevo correspondía a un gran lago artificial alimentado por las aguas del Nilo a través de un canal que discurría por la actual carretera que conduce a los templos.


Dejamos a Ramses III disfrutar de su gloria eterna para dirigirnos a Deir el Bahri, valle utilizado como necrópolis en los tiempos de la XI dinastía y consagrado por entero a la diosa Hathor. Hubieron de transcurrir cinco siglos para que aquel entorno alcanzase la cima del esplendor de manos de Hatshepsut, durante cuyo reinado disfrutó Egipto de una paz y prosperidad jamás alcanzada hasta entonces ni igualada tras su muerte, política que no pudo resultar fácil habida cuenta de las bases patriarcales de aquella sociedad y de su pertenencia a una familia en exceso proclive a las artes de la guerra, como lo proclamaba la etimología de su apellido (Thot-"Mes"). El templo erigido por orden de esta mujer fue ideado por el arquitecto Senemmut, heredero cultural de Imhotep, que lo excavó en las enormes rocas que se elevaban amenazadoras hacia el occidente, donde el dios Sol iniciaba su camino al inframundo. Disponía de tres amplias terrazas: la primera estaba flanqueada por esfinges y estatuas, así como de exóticos árboles mandados traer por la reina desde el misterioso país de Punt, alguno de los cuales puede verse hoy semifosilizado en la proximidad del tickets office, moderno templo consagrado al dios Mammon. Se asciende a la segunda plataforma a través de una rampa, tal como se hacía tres mil quinientos años atrás, donde todavía existe parte de una inmensa galería porticada en la que se pueden ver escenas de la vida cotidiana de la reina, si bien la identificación por medio de los cartuchos que contenían su nombre se haga en extremo difícil debido a la obsesiva meticulosidad de su hijo Tutmosis III por eliminar cualquier recuerdo de aquel reinado. En el lateral derecho existe un pequeño templo dedicado al dios guardián Anubis y en la parte opuesta es Hathor la que posee un recinto para su veneración. La actual reconstrucción del templo impide el acceso a la última terraza, en la que se encuentra el hipogeo de la reina, el templo solar de Harakhte y una pequeña capilla dedicada a su padre Tutmosis I. El magnífico santuario parece haber sido erigido para dar cobijo, no a sus cuerpos momificados, sino a los dobles espirituales de padre e hija. En la parte izquierda de este vasto complejo funerario, Tutmosis III mandó construir otro edificio de características similares que hiciesen olvidar las glorias de su incestuosa madre. Ironías del destino; no queda el más leve vestigio de tan magna obra.


Emprendimos el camino de regreso deteniéndonos en la explanada que un día fuera templo-palacio de Amenofis III y del que únicamente quedan, como mudos testigos de su glorioso pasado, dos enormes estatuas totalmente desfiguradas por el inexorable paso del tiempo. Son los Colosos de Memnon. De su venerable ancianidad no conservan sino una envidiable dignidad, demostrada fehacientemente cuando manos profanas trataron de recomponer su deteriorada fisonomía. Destrozada parcialmente su anatomía por las implacables fuerzas de la naturaleza, que por temor a la ira del Faraón hubieron de disfrazarse de terremoto, el tremendo dolor que tuvieron que soportar se materializó en un sonoro lamento sólo audible en la hora mágica en que Ra abandona el mundo visible. Todo el mundo grecorromano acudía en peregrinación interpretando aquel tormento como un oráculo, hasta que un soberbio emperador, malinterpretando el dolor del rey, creyó obtener favor de los dioses si recomponía los deteriorados cuerpos. Tremendo error. A un faraón en proceso de alcanzar la divinidad no se le toca; se le implora. Orgulloso en su sufrimiento jamás volvió a salir un quejido de sus labios. La moderna ciencia, que todo lo prostituye y disecciona, ha tenido la desfachatez de hacernos creer que tal fenómeno era debido a la acción combinada de los bruscos cambios térmicos y el viento del desierto buscando un camino entre la multitud de recovecos de la destrozada estatua. ¡Estúpidos!. Jamás entenderán. Mientras tanto, el viejo Faraón, dando muestras de una paciencia infinita ante las desgracias que ha visto pasar a través de los milenios, aguarda imperturbable la aparición por el horizonte de su venerado benefactor, que continúa inundándolo con sus cálidos rayos constatando que un dios nunca abandona a sus fieles servidores. Sólo la dramática sequedad del clima impide que lágrimas de gratitud asomen en aquellos rostros horriblemente mutilados. Y así, en una posición que no han abandonado desde un remotísimo pasado en espera de la definitiva resurrección, permanecen ajenos a los cambios que, año tras año, siglo tras siglo, se producen a su alrededor. Lo que antiguamente se presentaba a su vista como lujuriosos jardines, fueron devorados por el implacable desierto para renacer más tarde en verdes campos de trigo. ¡Quién sabe qué ocurrirá mañana! Pero los Colosos allí estarán, solazándose en la contemplación de su protector, al igual que ya lo hacen los que han traspasado la invisible barrera que protege los Campos Elíseos.





HURGADAH


Abandonamos Luxor con el íntimo convencimiento de estar dando el último adiós al Egipto faraónico. Apenas habían transcurrido dos semanas desde nuestra llegada, pero fue tal la actividad desarrollada y tanta la fantasía que despertó en mí lo que había visto, que creí haber compartido vivencias con seres casi familiares, aunque muy distantes en el tiempo. Era consciente que después de tanta “piedra” un descanso, ya fuera por cambio de actividad o por una falta absoluta de la misma, me vendría de perlas (o de corales, habida cuenta del lugar al que nos íbamos a dirigir), para racionalizar lo visto, separando sueños de realidades, o mejor aún, para sumirlos en un confusionismo total, única vía para recuperar aquel mundo que un día lejano nos hizo tan felices y creíamos haber perdido para siempre. Lo que a mi juicio nadie podía evitar era un profundo sentimiento de tristeza.


El viaje a Hurgadah, realizado por los mismos caminos que milenios atrás habían hollado aquellos legendarios personajes, resultó… “interesante”. Hasta el momento nos habíamos desplazado en grandes autobuses, demasiado quizá para el exiguo número que formaba el grupo, pero por ello mismo suficientemente confortables, a veces hasta en exceso cuando los traslados tenían lugar en la propia capital. Por eso hubo quien protestó airadamente cuando se nos invitó a subir a un minibus de reducidísimas dimensiones para atravesar el infernal desierto arábigo, que en nada tiene que envidiar al de la orilla occidental; podían estar tranquilos libios y árabes, al parecer propietarios exclusivos de estas desoladas tierras, pues las relaciones políticas no sufrirían menoscabo por tal motivo; no así las mantenidas entre la agencia y parte del personal, que se iban deteriorando por momentos. A las maletas se les buscaría acomodo en la baca del carruaje y con nosotros se haría lo propio en el interior. Como en aquellos momentos no era cuestión de discutir un intercambio de posiciones por muy valiosas que aquéllas fueran, cada cual asumió con resignación la incomodidad que le correspondía, aunque en honor a la verdad el equipaje apenas levantó la voz, como no fueran ciertos quejidos sordos al sentirse bruscamente zarandeado por el mozo en un vano intento por hacer sitio al conjunto. Si nosotros llegamos en condiciones deplorables, cuál no sería el estado de nuestras valijas, cuestión que causaba seria inquietud en el grupo al desconocer el estado físico de unos recipientes que contenían ciertos brebajes reservados en exclusiva para amenizar las cálidas noches tropicales. Por fortuna su comportamiento había sido heroico, generoso y ejemplar, por lo que aquella misma noche se les rindió un merecidísimo homenaje.


Todavía retumbaban en mis oídos las palabras del responsable de la agencia cuando nos hablaba de las incomparables playas del Mar Rojo con lenguaje florido y, por qué no decirlo, también un poco cursi, tomado tal vez de las magníficas descripciones de los viajeros del romanticismo:


... unas aguas turquesas de cristalina transparencia en las que peces de variedad multicolor compiten en belleza con la espectacularidad de las agrupaciones coralinas...”


Una explosión de colores tan magistralmente descrita necesariamente debería concluir con un cierto toque musical, así que pronuncié mentalmente una frase, procurando mantener el estilo:


“... y todo ello bajo el misterioso influjo de una musicalidad de imposible reproducción, porque pertenece al inimaginable mundo del silencio”.


Debo confesar que en aquel momento me parecía todo un tanto superfluo y producto del espíritu mercantil del director de la agencia, interesado sobre todo en cubrir unos días extra de viaje que la ruta turística, fija y previamente establecida, no le permitiría variar, por lo que aquella oratoria, finamente elaborada, no dejaba de ser sino un florilegio hábilmente introducido en los recovecos de nuestra fantasía. Pero cuando nos sumergimos en aquel mar de "aguas turquesas" y nos encontramos frente a multitud de peces de vivísimo colorido que nos observaban con el desparpajo y curiosidad propias de unos seres que ven alterado su habitat, pero también con la delicadeza y respeto de perfectos anfitriones, sentimos nuestras las palabras que con tanto recelo habíamos escuchado. Oímos la música imposible que nos llenó de inmensa paz, irreproducible por pertenecer al "inimaginable mundo del silencio". Es en tales momentos cuando uno se da cuenta de que la sensibilidad suele buscar la soledad para manifestarse.


Personalmente no tengo conciencia de haber cumplido la promesa de repasar y poner en orden las experiencias adquiridas hasta entonces; los pensamientos, conscientes quizás de que aquel ambiente de hedonismo no les pertenecía, huyeron a refugiarse en su particular mundo de las ideas, permitiéndome acceder y disfrutar del maravilloso universo animal. Me sentí uno más entre ellos y fui feliz.


Fue Hurgadah un auténtico punto de encuentro, en el que lo racional e irracional se entremezclaban, haciendo muy difícil la distinción de sus fronteras. Tuvimos oportunidad de conocer el maravilloso mundo subacuático y también el menos organizado de la agencia turística, cuya representación era ostentada por un muchacho tan jovial que hubiera tenido más porvenir en el mundo de la farándula que en el difícil y complicado de los tour-operators. Su nombre, traducido al castellano, era Niñito y realmente su mamá había tenido un acierto pleno al elegirlo, pues sus modales, comportamiento, lenguaje y aspecto físico reflejaban con nitidez tan cariñoso apelativo. Lo primero que hizo el Niñito, siempre bajo la burlona mirada del Bonito, al que consideraba como su maestro de profesión e idiomas, fue recomendarnos los únicos tres acontecimientos de los que se podía disfrutar en aquellos parajes: una representación músico-teatral de Las mil y una noches; un crucero submarino para disfrutar cómodamente de la visión de peces tropicales; y una variante del anterior en la que el papel de submarino sería interpretado por las personas asistentes, para lo que se las dotaría de tubo, gafas y aletas. Todo parecía de indudable interés, pero los espectáculos subacuáticos tendrían lugar en diferentes lugares y a las mismas horas, por lo que habría que tomar una decisión y la más acertada era que cada cual se decantase por la que más se acomodase a sus intereses, gustos y aptitudes; así unos prefirieron inmortalizar la vida animal a través de una cámara oscura y otros hacer lo propio en su cerebro. Los primeros recordarían la experiencia tal cual la habían vivido cada vez que contemplasen las fotografías; los otros la fantasearían con colores y matices diferentes hasta llegar a confundir lo vivido con lo soñado. Los que nos decidimos por el ensueño, disfrutamos de un día inolvidable. Inolvidable por varios motivos de los que la magia conjunta de luz, movimiento y color no fue el único importante. Cuando se contemplan imágenes de un submarinista haciendo todo tipo de cabriolas, jugando con los peces y manteniéndose bajo la superficie durante un tiempo imposible, a no ser que se disponga de branquias, todo parece de una sencillez asombrosa, lo que nos anima a la emulación. Debo confesar que mi experiencia con ese artilugio bautizado con el extraño nombre de “snorkel” (o algo por el estilo) era simple y llanamente nula, así que me dejé aconsejar por los iniciados en esta actividad. Me senté al borde del barco balanceando las piernas sin saber a ciencia cierta si aquel ejercicio me iba a servir de algo; cuando ya casi me habían salido agujetas me invitaron a que limpiara las gafas con saliva (el verbo escupir les parecía demasiado burdo, al parecer) “para que no se empañen” (?). Tras estos ejercicios preparatorios me debieron considerar apto para afrontar lo que sin duda eran de mayor complejidad: se trataba de ajustar el respirador a la boca mordiéndolo con rabia a la manera que los toreros hacen con la esclavina de sus capotes o los púgiles con el protector de dientes, y... lo esperado, comencé a respirar de la manera lógica en un humano, esto es ¡por la nariz! Me quité rápidamente aquel diabólico antifaz con una angustiosa sensación de ahogo que se trastocó de inmediato por la de ridículo al suponer que no me considerarían apto para la inmersión. Es entonces que me dicen que hay que respirar por la boca. ¡Como si fuera bobo! Me dedico entonces a realizar una tanda de ejercicios para acostumbrarme a la nueva situación, consiguiendo únicamente un profundo agotamiento físico. Como no era cuestión de entrenar todo el día mientras los demás disfrutaban de unas maravillas que de momento me eran negadas, me zambullí sin gafas para conocer de primera mano tanta belleza. ¡Horror! La temperatura del agua era excelente, pero su salinidad me produjo tal escozor en los ojos que me obligó a hacer uso inmediato de los útiles de tortura. Una... dos... tres inspiraciones profundas y ¡adentro!...¡Redios! El agua se cuela a borbotones en el interior de las gafas, el escozor se reproduce... una inspiración profunda -por la nariz, naturalmente- y una desagradable sensación de ahogo, abortada de inmediato por una espasmódica tos, me obliga a desembarazarme nuevamente de las gafas al tiempo que acude a mi mente la espantosa muerte que deben sufrir los ahogados. Subí torpemente al barco porque las aletas me imposibilitaban ejercicio tan común y, una vez a salvo, puse en duda lo acertado de la decisión, trasladándome mentalmente a aquel submarino dotado de aire acondicionado desde donde se podrían contemplar placenteramente las bellezas del hábitat acuático. Pero el inmaculado azul del cielo reflejado en los infinitos matices de aquel mar increíble, unido a los extraños seres que flotaban en la superficie imitando el lento movimiento de los animales contemplados, me devolvieron momentáneamente la perdida voluntad que, unida a la certeza de lo irrepetible de aquella experiencia, obraron el milagro. Fundido con aquel mundo de inigualable belleza y disfrutando de una placentera sensación de ingravidez, olvidé de inmediato las dificultades de la experiencia, la concepción del tiempo y hasta mi propia naturaleza... Un lejano y estridente pitido me devolvió a la realidad. Eran las sirenas de los barcos recordándonos que nuestro destino era bien diferente. Había que regresar.


Ya en el hotel y tras la cena el Niñito, envalentonado por la muda actitud del Bonito, que parecía haberle cedido todo el protagonismo durante nuestra breve estancia en Hurgadah, nos había recomendado con vehemencia la asistencia a un espectáculo de luz y sonido en un entorno especialmente diseñado para dar vida a los deliciosos cuentos árabes, en los que Simbad y Aladino, se mimetizarían con Seth y Osiris, mientras unas bailarinas, apenas en edad púber y unos jinetes recién entrados en la misma, amenizarían una y mil noches, aunque a nosotros nos resultase suficiente con la primera. No recordaba haber asistido a una representación semejante desde mis tiempos escolares en que los Hermanos Maristas nos adiestraban concienzudamente para ser el hazmerreír de la concurrencia en las detestables fiestas marianas.


El espectáculo resultó grotesco, anacrónico y aburrido en grado sumo. Comenzó con una procesión de damitas lindamente ataviadas bailando al son de los panderos árabes, intentando simular las antiguas y coloristas caravanas, para cambiar rápidamente de escena sumiéndonos en las intrigas palaciegas de la corte de Osiris, cuya identificación era sólo posible por uno de esos raros prodigios de la imaginación. Sin dar tiempo a poner en orden las ideas -¿para qué?- se apagan las luces del recinto para que la luna y su cohorte de estrellas demuestren que ningún artificio se les podrá comparar jamás. Poco a poco una tenue y difusa luminosidad se va apoderando de los dos únicos edificios de cartón piedra que decoran el vasto escenario: el castillo y la mezquita. Entre ambos, un deus ex machina, artilugio funambulesco sobre el que hacen deslizar una alfombra con dos sombras sobre su superficie, cuyo parecido con figuras humanas resulta de mayor ficción que el propio cuento. El Niñito, que durante todo el espectáculo había estado demostrando su entusiasmo con un constante batir de palmas y acompañamiento coral, rompió en efusivos aplausos contagiando a los escasos asistentes que veían vencido de tal suerte su tedio y timidez. Nos levantamos creyendo que se trataba de un fin de fiesta. Ni mucho menos. Ahora vendría lo mejor. Los jinetes se disponían a demostrar su habilidad dejando en posiciones de ridículo a los orgullosos cosacos de Kazan. Comenzó una serie de interminables carreras que amenazaban con agotar definitivamente nuestra paciencia. ¡Ah!. Ahora saludaban. Nos pusimos en pie aplaudiendo a medida que iniciábamos la retirada para invitarles a hacer lo propio. El sueño nos vencía, algo que sorprendentemente parecía ser ajeno a los dos guías, pero la cama no parecía ser nuestro destino aquella noche. Dispuestos a cumplir con su trabajo de hacernos inolvidable el embrujo de las noches árabes, nos condujeron a otra estancia en la que se llevaban a cabo concursos tan estúpidos como los que nos tiene acostumbrados nuestra televisión, pero lógicamente más ininteligibles, que hacían la gloria y delicias del personaje de leyenda que nos había tocado en suerte. Con la mayor educación que nos permitían las circunstancias, les rogamos nos condujesen al hotel. Vana petición. Un par de concursos más y se daría por finalizada la sesión. El ruego fue repetido por segunda vez y a la tercera, las palabras y expresión de los rostros debieron ser suficientemente elocuentes para que nuestros deseos se hicieran realidad de inmediato.


En un reciente pasado Hurgadah fue un humilde pueblo de pescadores que vio alterada su forma de vida por la modernidad que trae el interés económico. La ciudad propiamente dicha la conforma una interminable línea de hoteles situados a lo largo de una costa que han hecho propia, distribuyéndose parcelas de playa que no son sino aledaños de desierto y restos de construcciones. Los atolones de coral, el mar turquesa, el auténtico Mar Rojo, hay que buscarlo más allá de estos lugares cuya concepción paradisíaca sólo se encuentra en la turbia mentalidad de las mafias hoteleras.


La organización turística es bastante deficiente para un occidental acostumbrado a este tipo de mercado, y las diferencias sociales son demasiado evidentes como para no sentir cierta incomodidad moral. El lujo de los hoteles contrasta con la miseria de un pueblo que ve como el abismo entre ambos estilos de vida se va ensanchando y profundizando. Mal negocio con pocas vías de solución. La falta de profesionalidad en el sector turístico se manifiesta en dos conceptos muy arraigados en este país: propinas y overbooking. La gran mentira de tan acendrada costumbre, me refiero a la propina, consiste en su doblez semántica, pues mientras las clases más o menos acomodadas (empleados de hoteles, tripulación de motonaves, guías...) la consideran un “plus” salarial, en los más necesitados, los auténticos miserables, el concepto se torna en “limosna”. Resulta curioso que nuestra sofisticada sociedad tan extraordinariamente proclive a lo primero rechace con soberbia lo segundo; siempre es más “elegante” entregar una propina al encorsetado camarero que dar unas pocas monedas a jóvenes mujeres con críos en brazos que nos incomodan con su pedigüeña verborrea, mientras tratamos de sacar provecho a un regateo inmoral en cualquier mísero mercadillo.Extraordinaria ética la nuestra. Si lamentable es nuestro comportamiento, todavía lo es más la institucionalización de tal uso por las propias agencias turísticas que la fomentan, o al menos recomiendan, como si se tratara de un rasgo característico más a tener en cuenta. Nada se deja a la voluntad del viajero: 35$U.S.A. por persona como mínimo. Para una mayor comodidad le serán entregados al guía, que se encargará de repartirlos adecuadamente, habida cuenta de su mayor experiencia. Por supuesto nadie sabrá el destino real.


Referente al overbooking, nadie conoce su significado, pero todo el mundo lo utiliza. Si llegado el viajero al punto de destino se encuentra que su reserva de hotel, realizada con trimestral antelación, ha desaparecido misteriosamente de la pantalla del ordenador, acude instintivamente la palabra mágica: overbooking. Y tan anchos, pues ¿quién puede luchar contra tan genial argumento? Sin embargo, a poco enérgica que sea la protesta, se obra el milagro de conseguir las habitaciones previamente contratadas, que incluso pueden ser sustituidas por lujosas suites sin extra-costo, gracias a las gestiones del agente local mediante, vaya Vd. a saber, qué extrañas habilidades.


¿Cómo seríasido este país si la organización formase parte de su patrimonio?






UN PASEO POR EL CAIRO


Cuando Platón concibió su famosa Alegoría de la Caverna para dar a conocer su teoría sobre las ideas, comenzó con una realidad, “la de los hombres encadenados y condenados a contemplar de por vida las sombras de unos seres que una luz situada a sus espaldas proyectaba sobre la pared” y finalizó con una suposición, “la de que, liberados de sus hierros y curados de su error, pudieron contemplar la verdadera luz, causa primera de todas las cosas”. Esta filosofía, aunque sepultada por nuevas teorías, siempre ha estado viva, si bien en estado de letargo: que estamos encadenados es cuestión que parece no albergar excesivas dudas (decía Rousseau que el hombre nacía libre, pero por todas partes se encontraba encadenado); que debido a tal condición nuestra mente proyecta sombras (ilusiones) tampoco resulta una afirmación descabellada; y que la mayoría del género humano se refugia en la contemplación de esas figuras chinescas, arrancando a la vida los escasos momentos de felicidad que ofrece, es algo que mucha gente estaría dispuesta a admitir como verdad incontrovertible. La búsqueda de la auténtica realidad, aquella que según Platón nos conduce al conocimiento de la esencia, es asunto demasiado complicado y requiere un esfuerzo que pocos están dispuestos a realizar; además nos produciría gran insatisfacción al no poderla alcanzar en toda su amplitud.


Esta digresión pseudofilosófica, en apariencia salida de contexto, tiene sin embargo un cierto nexo de unión con la idealización a que sometemos determinados lugares y ambientes que evocan en nuestra memoria fantasiosos recuerdos de escenas jamás vividas. El Oriente, en general, se presta a este tipo de elucubraciones y El Cairo es uno de ellos. ¡Pero qué desilusión cuando haciendo uso de esa concedida libertad nos encontramos cara a cara con la realidad! Calles atestadas de miseria y suciedad hacen frontera con otras de equívoca sofisticación en las que el occidentalizado turista se encuentra como en su propia casa; ostentosos hoteles rodeados de tristes chabolas que parecen salpicaduras indeseadas e indeseables en ese mundo de lujo y ficción y cuyo hábitat le es absolutamente ajeno; visitantes altivos que basan su aparente superioridad en una fortuna tan veleidosa como deleznable...; pero nada de eso nos es propio y por tanto poco puede importarnos, aunque sí importunarnos, al fin y al cabo nosotros hemos ido allí para disfrutar, ¿o no?


Se decidió por amplia mayoría realizar la visita de la ciudad de la mano de uno de esos guías que se apropian, sin motivo que lo justifique, la titulación de "profesional", de tal suerte que no me fue posible sentirla como hubiera sido mi deseo. Por otra parte las circunstancias del viaje y el tiempo disponible no permitían otra alternativa y como lo mejor suele ser enemigo de lo bueno, no cupo otra solución que la de elegir lo bueno en detrimento de lo mejor. Sea cual fuere el ángel custodio endilgado por las agencias turísticas, los lugares visitados y las explicaciones facilitadas suelen pertenecer a un tipo de enseñanza que se podría considerar clónica, aunque bien mirado seamos los turistas los que deberíamos formar parte de esta clasificación.


Al Khalili, Museo, Mezquitas, Barrio Copto. No va más. El resto, si lo hay, se podrá contemplar desde el autocar; y así entre idas y venidas motorizadas, se informa al viajero, sin alharaca ni grandes alardes documentales, sobre tal o cual acontecimiento. “...Ese edificio que ven a su izquierda es el Hotel Continental, donde murió Lord Carnarvon en las extrañas circunstancias que todos Uds. conocen...” y cuando la gente vuelve sus cabezas para contemplar tan excepcional monumento, lo único que ve es la estación del ferrocarril, pues la velocidad del autobús ha dejado en la lejanía el objeto de interés; “...en esta explanada fue asesinado el Presidente Sadat...” No es extraño que en un país cuyo culto a los muertos traspasó las barreras del tiempo, quedasen hondas reminiscencias de aquel remoto pasado, pues un poco más adelante se presenta a la vista un extenso cementerio cuya ubicación indica al que lo contempla la estrecha relación de convivencia que une a los habitantes de ambos lados de la misteriosa frontera. En nuestra cultura las cosas son diferentes; aislamos los recintos con altísimos muros o puntiagudas verjas, advirtiendo al visitante sobre la desconocida vida de ultratumba mediante aterradores avisos esculpidos en piedra, se diría que en un absurdo intento de proteger a ambas formas de existencia de cualquier incursión por una de las partes, sin caer en la cuenta que los unos no tienen intención de pasar la frontera y a los otros les resulta imposible. Pero en El Cairo se lo han tomado más en serio y una legión de desheredados, intuyendo que su presencia no habrá de ser molesta para los inquilinos eternos, decidieron instalarse en las magníficas construcciones de extrañas y puntiagudas cúpulas que un día sirvieron de última morada a los sultanes mamelucos, que dominaron y oprimieron Egipto durante más de trescientos años. Las vecinas tumbas son utilizadas como pequeños huertos y privados jardincillos y un pacto secreto se ha establecido entre ambos moradores: no se permitirá la entrada a nadie que no pertenezca a una de las dos castas que lo habitan.


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Khan al Khalili es el más antiguo mercado de Oriente y, por lo que allí se puede ver, también de Occidente. Un conjunto de callejas sin orden ni concierto sirve de foro a gentes de todo tipo y condición, cuyo único lugar común parece ser la inactividad. Se deambula incesantemente sin otro fin que no sea la intrascendente cháchara tan peculiar en los países de la órbita oriental. Las compras son un rito, habitualmente interrumpido de forma sacrílega por el presuroso visitante occidental presto a lograr una ganga que le permita una vana presunción en su país de origen. Claro que el viejo bazar ha dejado de ser oriental para convertirse en orientalizante tratando de igual manera a turista y mercader, permitiendo soñar al primero y dejando satisfecho al segundo. Lo único que mantiene su tradicional carácter es el gentío, la suciedad y el colorido, trilogía fundamental en un mercado de esta naturaleza. Los dos primeros, con la inestimable ayuda de las especias, tabaco e incienso, mantiene vivo el aroma típico de estos lugares; el color lo proporciona la extraordinaria variedad de telas, artículos de cobre, vidrios lacados... entre cuyos puestos de venta se sitúan, por riguroso orden de llegada, tenderetes repletos de frutas y verduras cuya sola contemplación produce alteraciones gástricas.


Pero el ambiente carecería del exotismo oriental si se prescindiese del lugar de reunión por excelencia: el café. Al Khalili dispone de varios locales de estas características, pero hay uno en especial que se asemeja a un santuario por lo que de culto y peregrinación tiene, donde se funden razas y culturas desde antiquísimos tiempos. Allí se tributa veneración a infinidad de tertulias, mudas unas y animadas las más, que no tendrían sentido sin el acompañamiento del delicioso té con menta o el insufrible café verde... y, por supuesto, el tradicional narguile, verdadera obra de arte que aromatiza el recinto con el penetrante olor del tabaco de manzana, sumiéndolo en una atmósfera sutil y opaca, antesala de una diferente, indefinida y misteriosa dimensión. Es el café Al Fisawi, cómo no, el más antiguo y famoso de todo el Oriente. Situado en una estrecha callejuela cuyo paso, dificultoso en condiciones normales, se hace imposible en las horas mágicas del compadreo, que allí son todas, es incapaz de albergar a los parroquianos en su reducido interior, por lo que se sitúan las mesas en plena calle, convirtiéndola en improvisada terraza privada. Encontrar un sitio en el que disfrutar de ambiente tan sugestivo es tarea que hay que encomendar a la suerte y como la prisa resulta ajena a la idiosincrasia de los habitantes de estos países, el presunto cliente suele hacer largas esperas por si a algún parroquiano se le presenta cierta necesidad urgente, lo que al parecer no suele ser muy frecuente, por lo que, aburrido, opta por buscar un local similar que, si bien no goza de la gloria que entraña la antigüedad, al menos el té tiene la garantía de ser exquisito, lo que es de agradecer.


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Llaman a El Cairo la ciudad de las mil mezquitas y quizá responda a la realidad a tenor de la infinidad de estilizados minaretes que sobresalen por encima de las construcciones de la vieja urbe. Las hay anteriores a la de Córdoba, otras de estilos que recuerdan a las de Constantinopla, las más, humildemente modernas, como corresponde a la situación del país, aunque todas ellas dotadas de la belleza exquisita con que las engalana el exotismo oriental. Es realmente complicado adivinar si tan magníficos santuarios fueron erigidos para culto a la divinidad o como pura expresión de arte, aunque bien mirado quizá el uno no se pueda concebir sin la otra. Sea cual fuere el motivo, es evidente que, al igual que en nuestras catedrales, el visitante se siente empequeñecido ante tal magnificencia: suntuosas cúpulas soberbiamente decoradas, afiligranados arcos que parecen obra de un experto calígrafo, alfombras que protegen inmaculados mármoles rosáceos, primorosas columnas hechas para ser abrazadas, finísima y delicada luz de atardecer filtrada a través de un mosaico de cristales multicolores que paulatinamente se van difuminando para ceder el protagonismo a multitud de lámparas de esmerada elaboración... La contemplación de tanta belleza acaba por sumir al visitante en un profundo y prolongado éxtasis. No fue este sentimiento el que llevó a nuestro guía al intento de hacernos conocer las mil y una mezquitas de El Cairo, sino el acendrado sentido de proselitismo que invade a todo musulmán. Ante la imposibilidad de retornar a un pasado abstruso, la liberalizadora religión islámica nos haría enmendar el errado camino emprendido en Occidente. Y se lo tomó en serio. Mezquita que visitábamos era aprovechada para un sermón escatológico obviando cualquier detalle histórico o arquitectónico en el que pudiéramos estar interesados. Y era en estas ocasiones cuando se producía una transfiguración en su carácter, iluminándosele la cara y manteniendo una locuacidad que no hubiésemos podido ni siquiera imaginar. Nos sacó de varios errores en los que nos había sumido la Biblia durante milenios por obra de engañosas explicaciones judeocristianas:


“-Agar no fue una esclava, sino legítima esposa de Abraham con la que tuvo su más querido hijo Ismael. Los celos de Sara por la juventud, belleza y profundo amor que le dispensaba su esposo, le hicieron urdir un maquiavélico plan en el que primero la desacreditaría ante los ojos de la tribu para después expulsarla de la comunidad presentándola como extranjera - y “lianta” añado yo -. Los acontecimientos que siguieron forman parte de una historia plena de dramatismo y amor en la que madre e hijo pasan por una serie de sufrimientos y vicisitudes que están a punto de producir la muerte de Ismael. Agar, desesperada, corre de un lado a otro como una posesa tratando de encontrar un pozo que pueda calmar la sed de su hijo, pero es éste el que obra el milagro excavando infantilmente en el suelo. El pozo es conocido como Zemzem y el mundo islámico, en su peregrinación a La Meca, recuerda el hecho recorriendo el mismo camino de Agar en su andar desesperado”.


En otra ocasión nos recomendó, con sonrisa de suficiencia, que leyésemos con más atención nuestros libros sagrados, haciendo especial mención al Evangelio de S. Bernabé, persona que parecía gozar de gran predicamento en el estamento islámico si bien para nosotros resultaba un perfecto desconocido. El tal Bernabé había puesto en boca de Cristo una revelación sin precedentes que echaba por tierra verdades tenidas por incontrovertibles en el mundo cristiano. Merecía la pena echarle un vistazo.


Este relato pertenece a los Apócrifos, razón no suficiente para restarle más credibilidad que a los restantes, y fue presuntamente escrito por uno de los discípulos de Jesús, que aseguraba haber sido testigo presencial de los hechos que describe:


“...se crucificó a Judas en su lugar... pues quiso Dios que el discípulo traidor fuese tan semejante en su rostro a Jesús, que lo tomasen por él y, como a tal, lo entregasen a Pilatos... Aquella semejanza era tal que la misma Virgen María y los apóstoles fueron engañados por ella...”


Y más adelante, cuando es preguntado por el evangelista acerca de la razón del tormento de haber creído en su muerte y de cómo Dios le había dejado expuesto a la infamia de morir entre dos ladrones, Jesús contestó:


-“Créeme, Bernabé. Siendo Dios la pureza misma, no puede ver en sus servidores la menor falta, que no castigue severamente. Y, como mi madre y mis discípulos me amaban con un afecto demasiado terrestre y humano, Dios, que es justo, ha querido castigar este afecto en el mundo mismo, y no hacerlo expiar por las llamas del infierno. Aunque yo hubiese llevado en la tierra una vida inocente, no obstante, como los hombres me habían llamado Dios e Hijo de Dios, mi Padre, no queriendo que fuese, en el día del juicio, un objeto de burla para los demonios, prefirió que fuese en el mundo un objeto de afrenta por la muerte de Judas en la cruz, y que todos quedasen persuadidos de que yo había sufrido este suplicio infamante. Y esa afrenta durará hasta la muerte de Mahoma, que, cuando venga al mundo, sacará de semejante error a todos los que creen en la ley de Dios”.


¡Palabra de Dios...!


De la mano de aquel singular guía, visitamos las principales mezquitas de la ciudad: Muhammad Ali, conocida por el sobrenombre de la de Alabastro, construida sobre el patio central de la fortaleza de Saladino y desde la que se divisa una magnífica vista de la ciudad bajo una perenne neblina grisácea. Las de Al Rifai y Sultán Hassan, desafiantemente enfrentadas, disputándose una altiva preeminencia. La primera, más moderna, fue mandada erigir por una princesa y en su interior se pueden admirar los magníficos mausoleos del rey Faruk y el Sha de Persia, pero su oponente, con cinco siglos más de experiencia, conserva la hermosura de lo antiguo, aunque ambas seguirán manteniendo su apostura y dignidad por los siglos de los siglos, engallándose lo que le permitan sus estilizados minaretes. La mezquita de Ibn Tulun es la más antigua de El Cairo y su estado de conservación muestra bien a las claras su digna senectud. Desde su peculiar minarete, que parece haber tenido su modelo en los zigurats mesopotámicos, se puede contemplar en toda su verdadera magnitud la ruina y miseria de los arrabales de la gran ciudad, cuidadosamente ocultada a los millares de turistas que la visitan. La tranquilidad de aquel ambiente de susurrantes oraciones trajo a mi memoria viejas conversaciones casi olvidadas...


No fue en Egipto, pero el escenario era similar. Se llamaba Ibrahim. ¿Qué habrá sido de él? De profundo sentido religioso y amplia cultura, se hallaba en esa edad difusa y misteriosa en la que el hombre es respetado por sus valores. Se había formado profesionalmente en un país europeo y ello le capacitaba, o al menos así lo creía, para abordar cualquier tema por problemático que pudiera resultar. En realidad los buscaba. Uno de sus tópicos preferidos era el relacionado con el “tercermundismo”, que él consideraba una invención estereotipada de las naciones desarrolladas para enmascarar una vergonzante realidad cuya responsabilidad sólo competía a ellas. “De hecho -decía- no se habla del segundo mundo, que debe ser una tierra de nadie convenientemente acotada para evitar que el contacto con las hordas famélicas e indeseables pueda alterar el placentero discurrir de las sociedades opulentas”.


Paseábamos por la parte vieja de la ciudad en una festiva tarde de viernes. Solíamos hacerlo con relativa frecuencia, aunque aquel día iba a marcar un punto de inflexión en tan arraigada costumbre; generalmente la conversación discurría por cauces relacionados con las diferencias culturales entre sociedades, que, a su juicio, eran más de forma que de fondo. El problema radicaba en que las posturas ya estaban tomadas de antemano y en tal situación, cualquier aproximación resultaba altamente dudosa.


-“Somos un pueblo ignorante desde un punto de vista científico... -lo decía con un sentimiento mezcla de vergüenza e impotencia.-... Acudimos a universidades extranjeras para profundizar en el conocimiento, pero la situación de nuestros países no nos permite desarrollar lo aprendido. Pertenecemos a esa clase de sociedad que Uds. llaman “tercermundista” y nuestras fuentes de riqueza, o lo que se nos permite obtener de ellas, en manos de esa moderna Hidra que es el Gran Capital, no se utilizan del modo más adecuado. La corrupción no es patrimonio del primer mundo”.


Como aquello se me antojaba una aseveración, más que un arranque de diálogo, permanecí en silencio y expectante por conocer el verdadero sentido que pretendía dar a la conversación. Era evidente que yo no estaba de acuerdo con el modo que tenía de enfocar la cuestión y algo se debió traslucir en mi rostro porque, después de una pausa, continuó:


-“Su mundo, su ambiente, les obliga a juzgar el progreso exclusivamente bajo concepciones socioeconómicas, relegando a posiciones secundarias comportamientos éticos, por no hablar de los religiosos... ¡que al parecer han llegado Uds. a superar!”


Aunque mi sentido religioso no fuera el que se debería esperar de una persona educada de acuerdo a preceptos hondamente católicos, me molestó el comentario, por lo que, tras una encendida defensa de los valores éticos sobre los estrictamente religiosos y apelando a la racionalidad, aventuré:


-“Supongo que me concederá Ud. el beneficio de la duda si le advierto del peligro que suponen los regímenes teocráticos. No deja de ser una forma de totalitarismo. Incluso me atrevería a decir que son sus fundadores. La historia...”


No me dejó finalizar la frase. Me había llevado a su terreno y se encontraba a gusto.


-“Deje la historia de lado. Ambos sabemos quién la escribe y en qué motivos se fundamenta. Los historiadores se limitan a interpretarla utilizando para ello sus propias armas ideológicas... - vaciló- ¡No! No le falta razón en lo que dice, pero el peligro no se encuentra tanto en el sistema como en la honestidad del que lo aplica. Alguien puede pensar que nuestra sociedad se basa en principios teocráticos, pero será una verdad a medias que ha de ser completada con una profunda visión de lo que el Islam significa. La sociedad, la política, la economía, la religión, son partes indisolubles de nuestra existencia y para el musulmán el Islam no sólo es un camino de vida. Es la propia vida; póngalo con mayúsculas, si quiere”.


El monólogo se hacía cada vez más evidente, por lo que mi concurso se limitaba al de mera comparsa que de vez en cuando introducía alguna frase con carácter de monosílabo.


-“Pero el peligro...”


-“Se lo diré de otra forma. El Islam jamás ha tratado de convencer, sino de comunicar la verdad. Es algo que tenemos en común con los cristianos. En los tiempos que Uds. han dado en llamar invasión y nosotros proceso integrador de culturas, nuestro poder era ilimitado y sin embargo no caímos en tentaciones totalitarias. Casi ochocientos años de convivencia hispanoárabe avalan lo que digo. ¿Puede todavía alguien dudar de la huella dejada por los antiguos califas en el desarrollo de la civilización? La oscuridad en que se hallaba sumida la humanidad se fue aclarando gracias a la vivificadora luz de la media luna, que llevó el conocimiento y el progreso a los rincones más recónditos del mundo entonces conocido. Y ahora se nos acusa con desprecio de habernos quedado estancados en aquella época. La decadencia que hoy nos atenaza no puede ser achacada a la religión; los pueblos, como las estrellas, tienen sus etapas de esplendor para sumirse, tarde o temprano, en un profundo letargo del que el despertar se presenta harto problemático. Fuimos una supernova y hoy nos hemos convertido en astro frío y errante, al que nadie presta atención si no es para ser despojado de aquello que todavía le pertenece. ¿Qué interés, que no sea el puramente económico, podemos nosotros despertar en las grandes potencias? Se nos considera el ombligo del mundo, foco de tensiones no buscadas ni deseadas, y todas las miradas se centran en un pedazo de desierto cuyo suelo escudriñan ávidamente para violarlo, sin dejar una gota de su vitalidad con el único fin, ¡tremenda contradicción!, de levantar un mundo que se les hunde en su propio progreso...”


Había ido alzando paulatinamente la voz, lo que en aquellas circunstancias me produjo una profunda sensación de desagrado. Se dio cuenta y, sonriendo, señaló a un grupo de personas que se dirigían apresuradamente hacia la mezquita para cumplir con sus deberes religiosos. Me cogió del brazo:


-“Venga, quiero enseñarle algo”.


Subimos con gran rapidez los escalones de la mezquita, aunque yo sentía que la distancia que nos separaba no podía ser tan fácilmente salvada, y no sólo por el atuendo, que reflejaba bien a las claras quien era el infiel, sino por la gran barrera mental entre nuestras concepciones filosóficas. Creyó tranquilizarme con un gesto, pues en cuestiones de fe nos llevan cierta ventaja, pero se me antojaba que todas las miradas del Islam se habían detenido sobre mi persona y un cierto temor me hizo seguirle tan de cerca que en cualquier otro país hubiera infundido sospechas. Los fieles dejaban sus sandalias en las escaleras de forma tan poco organizada, que de seguro daría lugar a alguna sorpresa no deseada, y cuando me vio buscando afanosamente un lugar que me evitase tal riesgo, me recordó con suavidad, no exenta de ironía, que nos encontrábamos en la cuna del Islam y que si alguien infringía los preceptos coránicos en tan sagrado lugar, la Shari´a se encargaría de que en adelante se atase los cordones con una sola mano.


-“¿Le extraña que nos refugiemos en la religión? Las grandes doctrinas, y no olvide que todas han salido de esta parte del planeta, tratan de evitar sufrimientos al ser humano, obviando vanidades y falsas especulaciones, para alcanzar el final de sus vidas con una reconfortante esperanza. Nosotros pensamos que en eso consiste la verdadera sabiduría. Dígame, ¿lo han conseguido Uds.? ¿Viven felices?”


-“¡No! No a lo primero y no a lo último. Pero una cuestión no excluye la otra. Lo que sorprende en la actualidad es la intolerancia que se respira en ciertos sectores y que rompe con lo que Ud. afirma ha sido una tradición de siglos.”


-“No comprende Ud. nada, amigo mío. La intolerancia es un subproducto de la ignorancia. No ha cambiado el Islam, como no lo ha hecho el cristianismo, sino las acomodaticias interpretaciones a los diferentes tiempos. Nuestra milenaria institución ha permanecido demasiado tiempo reconcentrada en sí misma y romper el aislamiento entraña multitud de riesgos. Algunos ya los estamos sufriendo.”

Guardó silencio. Algunas personas ya habían entrado en el recinto después de realizadas las pertinentes abluciones. Un pensamiento me cruzó fugaz. ¿Cuántos de aquellos, en apariencia, pacíficos personajes llevarían escondida un arma bajo su amplia vestimenta? Pensamiento y palabra se fundieron en una pregunta:


-“¿Se refiere al integrismo...?”


-“El integrismo, como lo denominan Uds., es un fenómeno de reacción a la pretensión externa de inculcarnos un sistema de vida que no nos es propio. ¿Cuál es el comportamiento de la gran potencia americana cuando cree ver amenazado su way of life? ¿Qué calificativo habríamos de dar a esa demostración de fuerza a la que nos tiene acostumbrados? Sin embargo el mundo, el "civilizado" quiero decir, lo aplaude y lo apoya, no en función de la causa, sino del previsible beneficio a obtener.”


Se disculpó y me rogó le esperara. Durante unos instantes estuve contemplando las evoluciones rituales de los fieles para, prudentemente, retirarme al exterior y pasear por el tranquilo patio de las abluciones, casi desierto a excepción de algunos retrasados que apresuradamente finalizaban sus purificaciones para dirigirse al interior de la mezquita. Aquella gente había sido capaz de eliminar cualquier brote de hipocresía manteniendo una admirable coherencia entre su creencia y su vida privada, sin sentirse cohibidos por la diferencia de costumbres, algunas claramente beligerantes, de las culturas con las que se habían visto obligadas a convivir. Coherencia, y no esa orgullosa superioridad de que hace gala un occidente tan cristianizado en la teoría como materializado y descreído en su comportamiento práctico, cuestionando dogmas, mandamientos y admoniciones que, como un antiguo oráculo, la Divinidad pone en boca de su terreno representante, que ya a muchos le parece vulgar pitonisa. Es este neocartesianismo, alimentado por los increíbles descubrimientos científicos y aprovechándose de la vida confortable que le proporcionan los adelantos tecnológicos, el que pone en evidencia el excesivo y caduco conservadurismo de la jerarquía eclesiástica que, por mor de una mal entendida prudencia, ayuda a ahondar el ya de por sí profundo abismo que separa la verdadera fe de las realizaciones que la avalan. ¿Qué respuesta daríamos hoy al mandato evangélico de "abandona cuanto tienes y ¡sígueme!?" Probablemente una vulgaridad: "Ve andando que enseguida te alcanzo". El mahometano no entra en sutilezas cuando de las enseñanzas del Profeta se trata. Si el Corán dice...


-“¡Mr. Obaida!...”


El sobresalto me devolvió al mundo de las realidades. “Mr. Obaida”. Sonreí. Solían llamarme de esa manera porque estaban íntimamente convencidos de que mi apellido forzosamente tenía que derivar del legendario lugarteniente y seguidor de Mahoma, lo que no sólo me confería un cierto relieve social, sino que a sus ojos me convertía en serio candidato a la integración en su sistema religioso.


-“...Veo que ha encontrado Ud. el entorno idóneo para la meditación.”


Lo dijo con ese tono irónico del que se considera en posesión de la verdad y que pone al interlocutor a la defensiva. Sin hacer caso del comentario opté por seguirle el juego. Por aquel día ya estaba bien de adoctrinamiento.


-“Ibrahim. Mientras practicaban Uds. sus rezos, no he podido evitar la curiosidad y, recorriendo la mezquita, me ha parecido ver a un grupo de mujeres tratando de pasar desapercibidas tras unos biombos que, por otra parte parecen haber sido colocados a tal fin. Como he de suponer que también ellas estarían practicando sus oraciones, no quisiera pasar por irrespetuoso al decirle que sorprende e impresiona el carácter de manifiesta desigualdad mantenido por su pueblo y que creo no alienta El Coran. ¿No somos iguales ante Dios?”


Creí haberle puesto en un aprieto, pero, como siempre, me había equivocado. Sonrió brevemente y haciendo un gesto con sus manos en un vano intento por sopesar y dar forma a algo inmaterial, contestó:


-“Uds. juzgan absolutamente todo: lo que conocen y aquello que se escapa a su comprensión. En su cultura, la mujer no ocupa precisamente un lugar de privilegio y sin embargo lo consideran absolutamente normal. Incluso algunas les suelen tachar de moros, quizá la única acepción del calificativo que no consideran Uds. baja y despreciativa. ¿Se podrían entender los movimientos feministas en un mundo igualitario? Nos acusan Uds. de ser un pueblo lascivo y libidinoso, pero hipócritamente evitan decir que es en sus países donde las violaciones y delitos sexuales han alcanzado un nivel de preocupación social difícil de superar. Claro que su sofisticado y democrático sistema judicial pasa de puntillas sobre estos asuntos, mientras que la violencia primitiva y salvaje de nuestra civilización corta la cabeza del agresor. Ud. mismo ha podido apreciar las posturas rituales adoptadas en nuestros rezos, y también han sido Uds. los que han exagerado hasta límites insospechados nuestros apetitos carnales, y quizá en ello lleven un punto de razón. Luchamos contra una tendencia natural del clima y la raza para que no se convierta en vicio, por lo que no dudamos en aplicar todo tipo de medidas a nuestro alcance. Nuestras mujeres lo saben y evitan la provocación de la manera más conveniente: se cubren con recato para evitar ser objeto de deseo; realizan sus oraciones ocultándose a las miradas del elemento masculino; eluden mirar de frente a un hombre para no ser miradas... y en un sentido similar se recomienda la abstención alcohólica en la seguridad de que es más fácil incidir sobre las causas que solucionar los tremendos efectos que su ingestión puede ocasionar; su sociedad tiene gran experiencia en este terreno... pero Uds. se quedan en el aspecto externo, en el folklore, interpretándolo a su antojo. Asisten al concierto mundial de culturas con ideas preconcebidas y ello no ayuda al acercamiento y a la comprensión. Su religión es la verdadera, la única; los demás estamos equivocados, vivimos en un permanente error. Y si de errores se tratara...”


Mientras esto decía me venían a la mente escenas ya olvidadas de mi juventud: bulas, confesiones desagradables, tétricas procesiones, mujeres bisbisando avemarías con velo y rosario perpetuamente arrodilladas, monjas cuya vestimenta en nada se diferencia de las musulmanas, oscuridad en el templo y oscurantismo en el rito, los terribles y angustiosos novísimos...


-“De acuerdo; pero Ud. mismo ha dicho que el comportamiento social, político e incluso económico en el mundo islámico se rige por un estricto sentido religioso y, en mi opinión, las religiones tienen sentido tanto en cuanto contribuyen a la madurez de los pueblos en su más amplio sentido. Logrado el fin, pierden su razón de ser, al igual que la potestad paterna cuando los hijos se valen por ellos mismos. Mantener una unión ficticia puede llegar a ser causa de conflictos.”


-“Es que la religión es unión...”


-“... pero hay otros medios que no se basan en unas creencias tan próximas al mito.”


-“El mito nace por la adulteración interesada de las palabras de los profetas...”


-“Sí, pero esa pretendida falsificación es común a las tres culturas del Libro. Las virulentas defensas realizadas por cada uno de los supuestos ofendidos han generado toda suerte de atrocidades en forma de represiones o guerras santas, como si tal salvajismo pudiera adornarse con ese calificativo. Créame, Ibrahim, ningún ser que quiera ser calificado de Supremo permitiría el mínimo derramamiento de sangre que en su nombre se lleva a cabo. Algo no va bien en las esferas celestes.”


Lo que había comenzado como una tranquila charla entre amigos iba adquiriendo tintes de agria discusión, pero ya no había remedio.


-“¡No es Dios el culpable!”


-“Quizá. Pero sí es responsable.”


-“Nos dio libre albedrío.”


-“¡Y raciocinio! Y ahí pudo estar su error.”


-“¡Habla Ud. como un blasfemo!”


Lo que me faltaba...


-“Se equivoca. Hablo como un hombre libre, lleno de dudas, que busca la razón de su existencia con la angustiosa seguridad de que jamás la encontrará.”


-“Búsquela en Dios, Mr. Obaida.”


-“Y Ud. en su interior, amigo Ibrahim.”


Las luces de la mezquita se apagaban paulatinamente cediendo el testigo al incipiente rutilar de las estrellas, mientras la oscuridad comenzaba a envolvernos a ambos...


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Nos sumergimos de nuevo en el interior de la enorme marea humana soportando con obligada resignación gritos y empujones inherentes a la idiosincrasia de aquel pueblo, y como había que rellenar de alguna manera un tiempo salido de programa, que por voluntad propia queríamos dedicar a un conocimiento más profundo del viejo Cairo, se dispuso que visitaríamos el Palacio Manial, residencia de un distinguido funcionario y amigo personal del rey Faruk. El individuo en cuestión tenía en su haber, además de disfrutar de la vida muelle que correspondía a su elevada jerarquía social, el de ser un extraordinario depredador de especies que, con media docena como él, hubiesen desaparecido para siempre de la faz del planeta sin dejar rastro. Claro que quizás fuera esa la idea que barruntaba, y con tal motivo mandó acondicionar un pabellón del palacio para que las generaciones futuras pudieran contemplar las habilidades y evidentes peligros que acecharon al personajillo en su desigual lucha contra mariposas y antílopes que, colgados ahora de las desconchadas paredes, nos observaban con la triste mirada de sus brillantes ojos de cristal; algunos, cazados en edad tan temprana que todavía no les asomaba la cornamenta, habían sido delicadamente colocados al lado de sus madres para dejar clara constancia de la ternura del cazador. Solo se echaba en falta alguno de sus antepasados más cercanos para establecer una comparación fiable de la magnitud de tales apéndices frontales. Como se suponía que habíamos de sentirnos admirados de tanto trofeo reunido y en nuestras caras se reflejaban sentimientos bien diferentes, nos tenían reservada otra sorpresa, esta vez en un salón que hacía las veces de museo y que bien pudiera llamarse “El Expolio”, tales eran las riquezas allí acumuladas para particular uso y disfrute del dignatario. Abandonamos aquel lugar con un sentimiento mezcla de agobio y desdén hacia unos personajes que de tanto hablar con Dios (y con los ingleses) habían olvidado los más nobles sentimientos humanos.


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El autocar nos condujo a las afueras de El Cairo, dejándonos en uno de los barrios más antiguos y miserables de la ciudad, núcleo a partir del cual se gestó la populosa urbe. Nos adentramos en el viejo arrabal a través de un arco semiderruido que en tiempos lejanos fue puerta de entrada a una fortaleza romana de la que sólo se conservan algunos muros reconvertidos en fachadas de viviendas. Calles tan estrechas que amenazan con emparedar al viandante, causándole una incómoda sensación de ahogo; arcos medievales cuya altura pone de relieve que el pavimento ha sido elevado en múltiples ocasiones; casas con puertas ligeramente abiertas que se cierran de golpe a nuestro paso, protegiendo pudorosamente su intimidad... Nos encontramos en otro mundo y en otro tiempo. Es el barrio Copto.


Generalmente los guías turísticos egipcios están magníficamente versados en materias coránicas; algo en cultura faraónica y apenas nada en asuntos que se encuentren relacionados, siquiera sea de lejos, con doctrina o cultura cristiana alguna, aunque ésta se llame copta y su origen se remonte a tiempos muy anteriores a la incursión islámica en el país del Nilo. Es por ello que puede resultar muy conveniente al viajero prepararse de antemano si lo que realmente pretende es adquirir un conocimiento de los lugares que visita, más allá de la riqueza cultural que pueda suponer la lectura de un folleto turístico o las parciales explicaciones de un guía.


El pueblo copto es el genuino descendiente de los antiguos habitantes del valle del Nilo, que todavía conservan los caracteres raciales de sus predecesores. Su lengua entronca con la antigua egipcia y el nombre proviene del vocablo con el que los invasores árabes de los primeros años de la conquista designaban a los habitantes que permanecían fieles a la religión cristiana. Con el tiempo, éstos fueron abandonando la primitiva doctrina para abrazar la herejía de Eutiques, que negaba la doble naturaleza de Jesucristo, admitiendo sólo la divina. Sufrieron persecuciones por parte de griegos y romanos y posteriormente de los árabes, que les negaron todo derecho, considerándolos como raza inferior y obligándolos a vivir como esclavos en su propia tierra. Sublevaciones y dominaciones se sucedieron a lo largo de los siglos, hasta que Egipto cayó en poder de los turcos, bajo cuyo mandato pudieron por fin formar una Iglesia que pasó a ser regida por el Patriarca de Alejandría y que se ha conservado hasta la fecha. Si bien la liturgia es antiquísima, admite muchos dogmas y prácticas católicas, aunque en muchos aspectos muestre ciertos tintes de modernidad y lógica humana que la jerarquía vaticana está muy lejos de aceptar, como el divorcio, que lo toleran en casos de adulterio, incompatibilidad de caracteres o enfermedades largas e incurables.


La causa principal de la aparición y pervivencia del cristianismo en aquella vieja comunidad hay que buscarla en el peso insoportable que suponía el excesivo culto a los muertos de los antiguos egipcios que, unido al recién importado ritual mistérico de griegos y romanos, había perdido todo su sentido original. No podía resultar extraño pues, que una doctrina que prometía resurrección y vida calase tan profundamente en la mente de aquel pueblo. Fueron fieles guardianes de los evangelios más primitivos, únicos que narran la estancia y milagros del Niño Jesús en Egipto. Si lo que dicen los Apócrifos respondiese a una ínfima parte de la verdad atribuida a los Canónicos, la taumaturgia atribuida a Jesucristo durante su vida pública no podría extrañar a nadie, pues en su más tierna infancia, cuando apenas contaba dos años de edad, derribaba mentalmente ídolos, sanaba a leprosos y poseídos por espíritus malignos, devolvía la facultad de la palabra a mudos e incluso volvió a su estado natural a un hombre ¡que había sido transformado en mulo! Por si ello no fuera suficiente… “... de allí pasaron a Misr; y vieron al Faraón, y habitaron el país de Misr durante tres años. Y el Señor Jesús realizó allí numerosos milagros que no figuran en los Evangelios de la infancia ni en los Evangelios completos.” [8]


Nos detuvimos en una de aquellas humildes casas y penetramos en su interior como si de una caverna se tratara. Su primitivismo era evidente, por lo que nadie ponía en duda que se tratase de la iglesia cristiana más antigua que se conservaba; la tradición decía que allí se habían detenido la Virgen y el Niño para descansar, aunque nuestro guía fuera más allá asegurando que el lugar había sido vivienda permanente de la Sagrada Familia durante su estancia en Egipto. Así sea.


La arquitectura respondía a los cánones del arte copto: tres naves, cuyas columnas de pulido mármol sobre las que descansaban robustas vigas de madera de cedro recordaban la explotación del cristianismo triunfante sobre los antiguos templos paganos; una galería superior oculta tras celosías de auténtica filigrana; y el vestíbulo de entrada. La pared que separaba el recinto donde se celebraba el antiquísimo rito, era una primorosa obra de ebanistería con incrustaciones marfileñas en la que se habían tallado unos iconos que revelaban a todas luces su venerable ancianidad. La única confirmación que tenían los fieles de que tras el iconostasio tuviese lugar una liturgia, aparte del extraño lenguaje que podían escuchar y los atronadores cánticos que de allí salían, era proporcionada por la breve y ocasional aparición, casi espectral si se tiene en cuenta la tenue y palpitante iluminación de los innumerables cirios, de un sacerdote engalanado con riquísimas y vistosas vestiduras que, levantando una ajada y descolorida cortina de seda, impartía su bendición, al tiempo que con amplia sonrisa les animaba a permanecer en aquel lugar, a medio camino entre lo sagrado y lo siniestro, hasta la consumación de la interminable ceremonia. Al fondo de aquella cueva, en una especie de cripta hundida en el subsuelo, que sin duda formaba parte de la primitiva ciudad, existe una amplia losa venerada como el lugar del sagrado descanso.


La oscuridad, humedad y falta de aire nos alertan sobre los peligros de permanecer por más tiempo en aquel extraño aposento. Salimos al exterior y agradecimos la cálida acogida de los rayos solares que flirteaban con las sombras producidas por la angostura de aquellas callejas.


************


El Museo de Antigüedades es un vasto edificio que en la época de su construcción pudo parecer suficiente para albergar las piezas repartidas por todo el mundo, gracias a la rapiña cultural de las representaciones diplomáticas de los pueblos civilizados, que tan desinteresadamente ocuparon el suelo egipcio. En la actualidad se asemeja a un gran almacén en el que se amontonan los tesoros que, generosamente y de tiempo en tiempo, va entregando el desierto a los que con tanto afán y devoción dedican sus esfuerzos y su vida, esperando se produzca el milagro que organice lo que la desidia e ineptitud de los responsables se empeñan en obstaculizar. Y mientras se aguarda el momento con paciente resignación, el visitante se siente mareado contemplando tanto milenio concentrado en un espacio que resulta asfixiante hasta para aquellos gigantescos faraones de granito rosa que lo miran imperturbables desde su privilegiada posición. En un desorden tal, la prehistoria y la XIX dinastía parecen contemporáneas, apenas separadas por unos centímetros de pared que no le procuran discontinuidad; figuras griegas y romanas al lado de hieráticas estatuas egipcias, parecen querer demostrar la universalidad de las ideas; vitrinas repletas de artilugios en las que se mezclan utensilios de caza y pesca con artículos domésticos; completísimos ajuares femeninos donde se pueden admirar joyas admirablemente elaboradas; magníficos juegos de tocador compuestos de relucientes espejos de cobre, peines y peinetas, que parecen recién adquiridas en una moderna boutique; sofisticados frascos para perfumes y lindas cajitas para afeites… y, un poco más apartada, una exposición de objetos de lapislázuli de inigualable perfección que, por su color, tamaño y dureza, no podían pertenecer sino a dioses, eran… ¡¡¡consoladores!!!.


Visitar un museo de estas características en un solo día es una pretensión similar a la de introducir el océano en un recipiente, tal es la cantidad y grandiosidad de lo allí expuesto y la falta de capacidad para digerirlo. Desgraciadamente no siempre es posible dedicarle varias jornadas; merecería la pena. Ni siquiera un guía sirve de gran ayuda, pues consciente de su impotencia se limitará a unas someras y rutinarias explicaciones haciendo rápidamente mutis, con un envidiable desparpajo teatral. Mejor así, pues el arte no requiere excesiva oratoria. Hay que sentirlo. Y si no existe una sintonía con lo intangible, la técnica poco ayudará a su consecución. Llegará a entenderlo, pero ¿sentirlo? Se puede pasear por aquel bosque enmarañado de estatuas, dispersas sin orden ni concierto por las salas del Museo, dejando vagar la imaginación e impregnando el espíritu de sensaciones de todo tipo o analizándolas con detenimiento para captar la perfección de la técnica empleada, la sensación de movimiento buscada por el artista, la textura de la piedra empleada y su grado de pulido, la esbeltez y proporcionalidad de las formas... Verdaderamente es un Museo para deleitar a todo tipo de gentes: la estatua sedente de Khefren; el matrimonio formado por Rahotep y Nofret, cuya perfección y colorido hicieron huir despavoridos a los obreros que las descubrieron, creyendo encontrarse ante seres todavía vivos; el escriba sentado; el enano Seneb y su familia; la serena belleza de Nefertiti y la extraña morfología de su esposo Akhenatón; las figuras de un ejército de soldados nubios en perfecta formación de cuatro en fondo... Todo, todo ello, deja absorto al visitante y le obliga a permanecer allí un tiempo que desafortunadamente no le pertenece. Cuesta esfuerzo abandonar aquellas maravillas. Pero quedaba algo más. Era obligación inexcusable rendir homenaje a aquellos dioses humanos que hicieron posible que hoy podamos disfrutar de tan extraordinaria cultura. Sus restos inmortalizados se encontraban situados en una cámara especial que, extrañamente, no parecía despertar entre los visitantes la misma curiosidad que las abundantes realizaciones que legaron a la posteridad. Nuestro grupo no fue una excepción, así que decidí presentar mis respetos en solitario a tan conspicuos personajes de Egipto faraónico. Me adentré en la cripta subterránea con el temeroso respeto del que se presenta ante regias personalidades, pero también del que visita un cementerio, pues ¿qué era aquello sino un cenotafio real? Allí estaban... uno, dos, tres... Han sido rescatados de sus tumbas para procurarles la conservación material que tanto anhelaban y que la voracidad del tiempo no estaba dispuesta a concederles. Una tal Nesitanesbahrn, o algo por el estilo, me mira con descaro no exento de cierta picardía. Su frente despejada, nariz aguileña y enormes ojos abiertos me produjo la impresión de que había sido tan hermosa como orgullosa. Debió morir joven y tal circunstancia se detecta en su rostro. No así sus más inmediatos vecinos Seti I y su hijo Sesostris, el gran Ramsés. Yacen muy próximos el uno junto al otro como queriendo perpetuar un amor que probablemente no se profesaron en vida. Aparte de la decrepitud, que todo lo iguala, nada hace denotar que aquellos dos personajes tuvieran un lazo de parentesco. Seti I parece dormido y su venerable semblante de rasgos de rara perfección irradia una serenidad que dista mucho de poseer su descendiente, cuya soberbia quiso llevar más allá de la tumba elevando, sin causa aparente, su antaño poderoso brazo y manteniéndolo en esa posición con gesto amenazador. Tan extraño y misterioso suceso, que hizo huir aterrorizados a los vigilantes que lo presenciaron, se produjo cuando un rayo de sol incidió directamente sobre el brazo desnudo dilatando los huesos del codo, lo que dio lugar al espeluznante movimiento. Científica explicación que, como todas, nos parece muy poco sublime. ¿Por qué no había de tratarse de una recóndita advertencia del mundo ultraterreno para despertar el alma dormida y descreída de nuestra moderna civilización? Pero la edad no perdona ni a los faraones y sus noventa años de azarosa vida se vieron incrementados por otros tres mil de luctuoso reposo que le llevaron a un estado físico tan lamentable que ha habido que someterle a un baño de mercurio para detener la galopante putrefacción. Posteriormente, en la década de los setenta, fue intervenido quirúrgicamente en un postrer esfuerzo por detener lo que se presentaba como inevitable.


¡Ramsés el Grande! En realidad no tanto como él hubiera querido ser recordado. Aquel bien conservado despojo era incapaz de producirme un especial sentimiento. Nos quedamos mirando mutuamente con una fijeza en la que, justo es reconocerlo, él llevaba especial ventaja...


"No eras tan grande, Faraón. Has podido confundir a muchas generaciones, pero no a tus súbditos que te conocieron y sufrieron. Te endiosaste tanto que los dioses a quienes intentaste emular, e incluso superar, han esperado, con la paciencia propia de su divina naturaleza, a que tu momia fuese descubierta y profanada -¡quién sabe su contribución en tal cometido!- y para eliminar cualquier resto de vanidad que pudiera quedarte, otros seres tan vanidosos como tú, la han expuesto a la indecorosa mirada de personas carentes de sensibilidad, que te analizan con la fría mirada del que contempla un objeto inerte en el que jamás aleteó un soplo de vida. Pobre Ramsés. Ni siquiera gozas del favor de los antepasados que te acompañan y que, al igual que tú, permanecen ajenos a todo lo que les rodea, absortos quizá en la eterna contemplación de la gran mentira que supusieron sus vidas. Pobre Ramsés. Te admiré en tu deslumbrante esplendor contemplando enormes estatuas, orgullosas inscripciones e, inexplicablemente dada tu personalidad, también en profundos bajorrelieves. Nos empequeñeciste y amedrentaste, como hiciste con todos los que tuviste bajo tu férreo cetro, fuesen vasallos o peligrosos enemigos. Y ahora, contemplándote, siento tristeza. Tristeza por la fatuidad con la que, en menor escala, te emulamos, endiosándonos ante nuestra posición y conocimientos, sin parar mientes en que somos una insignificante mota en el espacio que pronto será barrida sin dejar rastro. Pero tenemos una gran ventaja sobre ti. No seremos momificados. No serviremos de escarnio a nadie..."


Sentí una mano sobre mi hombro. Se trataba del vigilante que me advertía de que mi tiempo había expirado. Por un instante nos quedamos ambos mirando aquella patética figura que seguía empeñada en ignorar nuestra presencia, demostrando que su soberbia iba más allá del despojo que presentaba a la vista. Me encogí de hombros y salí a la luz del día.


************


Los pocos momentos que nos dejaba libre el apretado programa, los dedicaba a la doble tarea de poner en orden mis apuntes así como a la tan sana como denostada costumbre de "no hacer nada", deambulando por las instalaciones del enorme e impersonal hotel. Tenía éste dos ambientes perfectamente diferenciados: el árabe, donde se podía disfrutar del exótico placer de fumar una narguile y tomar un refrescante té con menta en compañía del penetrante aroma de las especias con que aderezan las típicas comidas; y el europeo, concentrado casi exclusivamente en la piscina, intentando paliar el insoportable calor de aquellas latitudes, una piscina cuya superficie acuosa presentaba una espesa pátina grasienta y tornasolada resultado de los ungüentos protectores de las lechosas epidermis occidentales, demostrando que sus propietarios suelen predicar más asiduamente la higiene que practicarla. Los intrépidos bañistas que no estaban dispuestos a prescindir de lo que creían podría resultar refrescante chapuzón, se encontraban con dos sorpresas a cada cual menos esperada: la de comprobar que el agua no es ese elemento incoloro, inodoro e insípido que nos enseñaban en la escuela y la de que el recinto quedaba clausurado con el sundown, singular horario cuya flexibilidad era patrimonio exclusivo del estricto vigilante y por tanto entendida según su propia conveniencia, de tal forma que un estridente silbato se encargaba de advertir al personal que el tiempo de solaz había llegado a su fin y, para evitar cualquier conato de insubordinación, vertía el contenido de un enorme bidón lleno de cloro por la periferia de la piscina, sin importarle lo más mínimo las indignadas protestas de los renuentes nadadores…


Pero no es sino por la noche cuando el ambiente del Oriente se siente en toda su plenitud. El suave olor de los jazmines pugna, sin conseguirlo, por hacer valer su preeminencia aromática entre la vastísima variedad de la botánica egipcia, mientras una legión de insectos proclama con sus ensordecedores cánticos un encendido amor que el ser humano ha acallado vergonzosamente en aras de un pudor que ofende a la naturaleza. Y es con aquella vida, libre del tedio y temores de lo cotidiano, queme siento feliz. El entorno, extraño a todo cuanto acostumbramos a ver y sentir, hace extraordinario lo que en nuestra sociedad consideraríamos ordinario y hasta aburrido. ¿Será el Oriente? No. Somos nosotros mismos en una huida hacia adelante, volando en las alas de la fantasía.







EL ÚLTIMO DÍA


La despedida que nos dispensó el guía estuvo muy próxima al esperpento en versión egipcia. Por la mañana nos condujo de nuevo a las Pirámides, suponemos que con idea de que les brindásemos un póstumo homenaje, pues se desentendió de nuestra presencia de una forma rayana en la perfección. Cada uno deambuló a su aire por el complejo bajo un sol abrasador y con la desgana propia del que siente es una visita de relleno. Nunca como en aquel postrer día se le vio tan hastiado y ausente. Su semblante ni siquiera se inmutó cuando, de la forma más elegante posible, se le hizo entrega de un sobre cerrado como "agradecimiento" a los esfuerzos derivados de sus obligaciones profesionales, "detalle" que suele ser recomendado con vehemencia por las agencias de viaje como una peculiaridad del país. Pasado el tiempo que estimó oportuno para aquel improvisado recreo, nos condujo a una fábrica estatal de alfombras para que conociésemos de primera mano la primorosa labor de unos niños que dedicaban su habilidad y prodigiosa vista a unos trabajos extra escolares en un tiempo en el que el juego debería haber sido su única ocupación. Estoy plenamente convencido de que todas estas visitas de obligado cumplimiento las preparaba sin que mediase un oculto y mezquino sentido comercial, aunque también es seguro que no despreciaría la preceptiva comisión con la que el feriante de turno le gratificase. Finalizada la visita con nulo negocio para las arcas del Estado, nos llevó a un restaurante que le debió parecer típico y que a nosotros se nos antojó del más vulgar corte occidental, en los que se sirven esos insufribles menús del día. La comida transcurrió en ese ambiente en el que los comensales parecen molestar al personal hostelero, de manera que su consumación representó un alivio para los contendientes. Subimos al autobús con el vivo deseo de dar término a una situación que se iba haciendo tensa, cuando el Bonito, cogiendo el micrófono con una mano y a todos por sorpresa, se dirigió al atónito auditorio con una voz que parecía salir de las profundidades de la tierra:


-“Atención, por favor. Yo no les acompañaré al hotel, por lo que quisiera despedirme ahora. Las palabras carecen de sentido en estas circunstancias, pero quiero manifestarles que me encuentro muy satisfecho de su comportamiento, contrariamente al de otros grupos que he tenido que acompañar. Pueden Uds. estar contentos. No les digo adiós, sino hasta la próxima vez. Y deseo que vuelvan a su país animando a sus compatriotas a visitar Egipto, pues necesitamos el turismo y Uds. han sido testigos de la paz que aquí se respira y que el integrismo, del que algunos hablan para perjudicarnos, es más producto de una manipulación periodística que de la auténtica realidad.”


Y adoptando la misma gravedad con la que Jesucristo subió a los cielos tras impartir sus últimas recomendaciones, nuestro ínclito guía dio orden al conductor para que detuviese el vehículo, y sin mediar palabra se bajó para perderse entre la ingente marea humana. Originalísima despedida que nos dejó enmudecidos y sin capacidad de reacción.


************


No había transcurrido un mes desde aquella fecha cuando los teletipos de todo el mundo dieron la noticia de que en el lugar más céntrico de El Cairo, ante la misma puerta del Museo, un grupo de integristas islámicos incendiaron un autobús de turistas alemanes con el triste balance de nueve muertos y más de una veintena de heridos y la abierta amenaza de atentar contra todo visitante extranjero que osase poner sus plantas en aquel territorio. Desgraciadamente se cumplió apenas dos meses más tarde, cuando otro grupo de turistas, setenta y cuatro en total, fue brutalmente asesinado por la sinrazón de unos iluminados. Esta vez el lugar no podía haber sido más sutilmente elegido: el Valle de los Muertos; exactamente frente al templo de la reina Hatschsepsut, uno de los personajes de mayor relieve del antiguo Egipto en la lucha contra el fanatismo, la intolerancia y la estulticia de una sociedad que, en muchos aspectos, no se diferenciaba demasiado de la actual. ¡Tremenda paradoja! Pero ni siquiera la locura fundamentalista, apoyada y dirigida por la falaz demagogia de sus líderes, podrá hacer olvidar la gran deuda que la Humanidad ha contraído con aquel pueblo inigualable.




APÉNDICE

HITOS RELEVANTES DEL EGIPTO FARAÓNICO

Año 8000 a.c.

-Se retiran los últimos glaciares.

-Se seca el valle del Nilo.

Año 4500 a.c.

-Primeras aldeas neolíticas a orillas del Lago Moeris (cerca de El Fayum).

Año 3100 a.c.

IMPERIO PREDINASTICO

I DINASTIA TINITA

FARAÓN MENES

-Fundación de Menfis.

-Relaciones con Biblos.

Año 2800 a.c.

II DINASTIA TINITA

-Tumbas reales de Negadah y Abydos.

-Institución del calendario solar egipcio (año solar de 365 días).

Año 2680 a.c.

IMPERIO ANTIGUO

III DINASTÍA MENFITA

FARAÓN ZOSER

Año 2650 a.c.

-Imhotep finaliza la construcción de la pirámide escalonada de Saqqara.

Año 2614 a.c.

IV DINASTÍA MENFITA

FARAÓN SNEFERU

Año 2580 a.c.

FARAÓN KHEOPS

-Finaliza la construcción de la Gran Pirámide.

-Auge del Imperio Antiguo.

Año 2530 a.c.

FARAÓN KHEFREN

-Da comienzo la Segunda Pirámide.

Año 2510 a.c.

FARAÓN MENKURE (MICERINO)

-Construye su Pirámide.

Año 2500 a.c.

V DINASTÍA

FARAÓN TETI

-Decae la construcción de pirámides.

Año 2430 a.c.

VI DINASTÍA

FARAÓN PEPI I

-

Grandes éxitos militares.

Año 2272 a.c.

FARAÓN PEPI II

Año 2182 a.c.

-Muere Pepi II tras 94 años de reinado.

-Fin del Imperio Antiguo. Anarquía absoluta.

-Desintegración social.

-Da comienzo una Edad Oscura.

-Los beduinos invaden el delta.

Año 2180 a.c.

VII-VIII DINASTÍAS

FARAONES KETI I

KETI II

KETI III

Base en Menfis.

-Base en Heracleopolis (Lago Moeris).

-Antef El Grande funda un reino en Tebas.

Año 2132 a.c.

XI DINASTIA TEBANA

Año 2052 a.c.

IMPERIO MEDIO

FARAÓN MENTUNOTEP II

-5º Faraón de la XI Dinastía con el que da comienzo la unificación de Egipto. Traslada la capital a Tebas.

-Se empieza a hablar de Amon-Ra como el más importante de los dioses.

Año 1991 a.c.

XII DINASTIA TEBANA

FARAÓN AMENEMHET I

-Aparece Osiris como dios de los muertos.

Año 1971 a.c.

FARAÓN SENUSRET I (SESOSTRIS I)

-Conquista Nubia.

-Se inicia el regadío en El Fayum.

-Influencia egipcia en Siria, Palestina y Fenicia.

Año 1842 a.c.

FARAÓN AMENEMHET III

-Auge del Imperio Medio.

-Abraham llega a Palestina.

-Construcción del famoso laberinto en las inmediaciones del Lago Moeris, que según Herodoto era un complejo de palacios, estatuas y enterramientos; disponía de más de 3.500 habitaciones.

Año 1797 a.c.

XIII y XIV DINASTIA TEBANA

-Muere Amenemhet III y comienza otra Edad Oscura.

-La XIII Dinastía establece la capital en Tebas; la XIV en Xois (centro del delta).

Año 1790 a.c.

Fin del IMPERIO MEDIO

Año 1720 a.c.

XV y XVI DINASTIAS

-Fundadas por los Hyksos que conquistan Egipto y establecen la capital en Avaris.

-Comienza a considerarse a Seth el dios de los invasores.

Año 1645 a.c.

XVII DINASTIA

-Los gobernantes egipcios de Tebas reclaman Egipto; comienza un período de gobierno conjunto con la XVI Dinastía.

-Se establecen relaciones comerciales con Creta.

Año 1570 a.c.

IMPERIONUEVO

XVIII DINASTIA

FARAÓN AHMES (AMOSIS)

-La dinastía más importante de Egipto.

-Se establece el título de “faraón”( Gran Casa).

-Capital en Tebas.

-Expulsión de los Hyksos.

Año 1545 a.c.

FARAÓN AMENHOTEP I (AMENOFIS)

-Se construye el primer templo de Karnak.

-Expansión hacia Sudan.

Año 1525 a.c.

FARAÓN TUTMOSIS I

-Conquista Karkemish y erige allí un pilar para dar fe de su presencia.

-Amplió el templo de Amon y comenzó la construcción de sepulcros en el Valle de los Reyes.

Año 1490 a.c.

FARAONA HATSHEPSUT

-Hija de Tutmosis I.

-Peligro Mitanni.

-Complejo de Stonehenge.

Año 1469 a.c.

XVIII DINASTIA

FARAÓN TUTMOSOS III

-Derrotó al reino de Mitanni, sometiéndolo a tributo.

Año 1436 a.c.

-Muere el Faraón y le suceden Amenhotep II, Tutmosis IV y Amenhotep III ( hijo, nieto y biznieto).

Año 1397 a.c.

FARAÓN AMENHOTEP III (AMENOFIS)

-Auge del Imperio Nuevo. Prefirió el lujo y bienestar interno a las conquistas. Embelleció Tebas y amplió el templo de Amon.

-Aparece el Libro de los Muertos.

-Se construyen los Colosos de Memnon.

Año 1371 a.c.

FARAÓN AKHENATON (AMENHOTEP IV) (AMENOFIS)

-Hijo de Amenhotep III y la reina mitanni Tiy.

-Revolución religiosa. Sustituye el culto de Amon por Aton (disco solar). Se le considera el primer fanático de la historia.

-Casó con Nefertiti y trasladó la corte a Akhetaton (“horizonte de Aton”), en la actual Tell el Amarna, en 1366 y de la que apenas quedan restos.

Año 1353 a.c.

-Muerte de Akhenaton (“servidor de Aton”).

Año 1352 a.c.

FARAÓN TUTANKHATON (TUTANKHAMON)

-Comienza su corto reinado manteniendo la herejía de su suegro, pero pronto es obligado a volver al redil religioso conservador, de ahí su cambio de nombre.

-Primer tratado con los hititas.

-Era segundo yerno de Akhenaton.

Año 1343 a.c.

-Muere Tutankhamon, al parecer asesinado.

Año 1339 a.c.

FARAÓN HOREMHEB

-General de Akhenaton.

-Se proclama faraón y restaura definitivamente el antiguo culto.

-Aún sin pertenecer a la sucesión dinástica se le incluye en la XVIII Dinastía.

Año 1304 a.c.

-Muerte de Horemheb y fin de la dinastía

Año 1304 a.c.

XIX DINASTIA

FARAÓN RAMSES I

-General de Horemheb. Era muy viejo cuando subió al trono y sólo pudo reinar un año. Fue el fundador de esta dinastía.

Año 1303 a.c.

FARAÓN SETI I

-Construyó templos muy elaborados en Tebas y Abydos

Año 1290 a.c.

FARAÓN RAMSES II

-Fue el reinado más largo de la historia después del de Pepi II: duró 67 años.

-Casó con la princesa hitita Nefertari. De carácter jactancioso y déspota erigió numerosos obeliscos y estatuas para perpetuarse. Entre sus hechos más relevantes se encuentran:

-Finalización de la gran sala hipóstila del templo de Karnak.

-Esclavitud de los israelitas (s/ Exodo es el ”Faraón de la cautividad”).

-Construcción de los templos y Colosos de Abu Simbel.

-Batalla de Kadesh contra los hititas, de resultado incierto aunque la “vendió” como una sonada victoria.

-Formó un ejército mercenario que dio lugar a intrigas y disensiones al final de su reinado.

Año 1223 a.c.

-Muere Ramses II.

-La larga duración de su reinado es funesta para Egipto.

Año 1223 a.c.

FARAÓN MERNEPTAH

-Fue el decimotercer hijo de Ramses II. Se le considera el ”Faraón del Exodo”.

-Su reinado es contemporáneo de la Guerra de Troya y de la aparición de los “pueblos del mar”.

Año 1221 a.c.

-Desórdenes debido a la invasión de estos pueblos.

Año 1211 a.c.

-Muere Merneptah.

-Durante veinte años se suceden reyes débiles y oscuros.

-Fin de la XIX Dinastía.

Año 1192 a.c.

XX DINASTIA

-Un gobernador de Tebas que se proclamaba descendiente de Ramses II doblega a los nobles y establece el dominio sobre todo Egipto, dejando el trono a su hijo, que gobierna con el nombre de Ramses III.

Año 1190 a.c.

FARAÓN RAMSES III

-Entabló batalla contra los ”pueblos del mar” derrotándolos completamente.

-Construye el templo funerario de Medinet Habu.

Año 1158 a.c.

-Muere Ramses III.

-Finaliza el Imperio Nuevo

Año 1158 a.c.

XX DINASTIA

FARAONES RAMSES IV-XI

-Serie de reyes sin importancia conocidos como “Ramésidas”.

-Durante este período fueron saqueadas casi todas las tumbas del Valle de los Reyes.

Año 1075 a.c.

-Fin de la XX Dinastía.

-Se proclama faraón el Sumo Sacerdote de Amon.

Año 1075 a.c.

XXI DINASTIA

FARAÓN SMENDES (en TANIS)

FARAÓN HERIHOR (en TEBAS)

-En la región del delta se establecen unos gobernantes que dan lugar a la XXI Dinastía, llamada “Tanita”.

-Aparecen dinastías paralelas en Tebas.

Año 973 a.c.

FARAÓN PSUSENNES II

-Alianza con el rey Salomón.

Año 940 a.c.

XXII DINASTIA

FARAÓN SHESHONK I

-Dinastía fundada por un comandante libio del ejército de Psusennes II.

-Corte en Bubastis.

-Reunifica el Alto y Bajo Egipto.

-Palestina y saquea Jerusalem.

Año 800 a.c.

XXIV DINASTIA

-Dinastía “Saítica”.

-Sede en Sais.

Año 661 a.c.

XXVI DINASTIA

-Destrucción de la Dinastía Saítica.

-Menfis nueva capital.

Años 610, 608, 605

FARAÓN NECAO

-Derrota a Josías de Judá en Meggido.

-Es derrotado por Nabucodonosor en Karkemish.

Año 595 a.c.

FARAÓN PSAMETICO II

Año 570 a.c.

FARAÓN AHMES II

-Auge del Imperio Saítico.

Año 525 a.c.

FARAÓN PSAMETICO III

-Cambises conquista Egipto, que pasa a ser satrapía persa.

Año 378 a.c.

XXX DINASTIA

-Ultima dinastía nativa.

Años 332 a 30 a.c.

-Alejandro Magno sustituye a los Persas.

-Epoca Ptolemaica (Ptolomeo I –general de Alejandro - hasta Cleopatra).

-Con Ptolomeo II es el auge del Museo, la Biblioteca y el Faro de Alejandría.

-Se construyen templos en Philae, Dendera y Edfu.

NOTAS AL TEXTO

[1] Tierra emergida

[2] Banco en árabe; llamadas así por su similitud con este típico asiento

[3]Herodoto. Historia. Libro II

[4] Horizonte de Aton

[5] Su traducción responde a "montañas de oro", por la cantidad de ofrendas allí depositadas.

[6] La época de la crecida tenía lugar de Julio a Noviembre

[7] Los faraones llegaban a tener hasta cuatro nombres.

[8] Evangelio árabe de la infancia. Cap.XXV.


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