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la música y la palabra


La música, y la palabra, son inherentes al ser humano. Quizá nacieran juntas para separarse posteriormente y seguir caminos diferenciados con sus respectivas singularidades. Sólo la memoria las mantendría unidas. La memoria y el sentimiento que su sonido producía en las gentes… hasta que para evitar errores y olvidos apareció la escritura. En el momento preciso.


Cuando paseando por la calle nos viene a la mente un recuerdo, una idea, no tenemos más que plasmarlo en un papel mediante la escritura. Así de sencillo. Unos grafismos abstractos que todo el mundo conoce e interpreta tras milenios de intercambios en la estructura neuronal. Cosa bien diferente es que tratemos de ampliar la idea en cuestión, hacerla coherente y comprensible a los demás. Para ello necesitaríamos un amplio vocabulario y los conocimientos gramaticales adecuados. Y aun a sabiendas de que la perfección es patrimonio de unos pocos, quizá nos haríamos comprender.


Tomemos como ejemplo la poesía. Está sometida a normas, a una métrica que no todo el mundo domina, pero podemos leerla y disfrutar de ella, porque su esencia, al igual que la música, se halla localizada en algún remoto lugar de nuestro cerebro. La cadencia de sus versos rimados nos resulta tan grata y sencilla que somos capaces de retenerla en la memoria. Así se transmitieron durante años los versos homéricos. Pero cuando alcanza cotas de auténtica magia es cuando se la oímos interpretar a un profesional: el tono, la modulación de la voz, la rima, incluso el movimiento gestual que acompaña el recitativo, evoca en nuestro interior imágenes, lugares, recuerdos olvidados. No se requiere un conocimiento profundo de la técnica del soneto, la quintilla o el endecasílabo para sentirnos embriagados por la poesía. Quizá si lo tuviéramos podríamos profundizar en determinados aspectos que nos facultarían para dar nuestra opinión crítica del poema, pero ¿nos transmitiría un sentimiento más profundo? El sentimiento es producto de un estado de ánimo y según sean las circunstancias y el momento, una sencilla rima de Bécquer puede producirnos mayor emotividad que la profundidad de un soneto de Quevedo.


¿Y qué ocurre con la música? Pues que la mayoría de nosotros está en inferioridad de condiciones con respecto al que conoce su lenguaje. Nos hemos de contentar con que nos la interpreten y ahí somos esclavos del intérprete. Nuestra crítica carece de sentido. Nos limitamos a que nos guste o no, que nos transmita algo o nos deje indiferentes, aunque de forma intuitiva advirtamos la calidad de lo escuchado. Pero la música tiene algo más. Entonamos o tarareamos ciertas piezas en casi todas las acciones de nuestra vida, la escuchamos como acompañamiento al quehacer cotidiano o bien con suma atención abstrayéndonos de cuanto nos rodea. Quizá no alcancemos a saber con certeza si el timbre que oímos pertenece a tal o cual instrumento, si se trata de un si bemol o un do sostenido, si el ritmo o las pausas son las adecuadas… pero nadie nos privará de la sensación de sentirnos transportados a un mundo de ensueño. Y esto es así por cuanto una tos, el sonido de un móvil o un comentario a nuestro lado nos devuelve a un mundo que con tanto placer habíamos abandonado. Como en la poesía, tampoco aquí el desconocimiento de la técnica es obstáculo para el disfrute musical.


Son los elementos que definen a la música (ritmo, melodía, armonía y timbre) de los que se vale el compositor, como cualquier artesano, para componer su obra; pero no sólo eso, su personalidad y la época en la que ha vivido marcan la impronta de su música y además requiere de un ejecutor para dar a conocer su obra. Este, el intérprete, tiene la doble responsabilidad de ser fiel a la idea del compositor y, sin perder su propia personalidad, adecuarla a los gustos del momento, a la sensibilidad del auditorio. Al oyente común, poco instruido musicalmente, nos basta con disfrutar la pieza musical, al igual que un lector corriente presta mayor atención a la estructura argumental del libro que al análisis gramatical o sintáctico o a las técnicas de narratología del escrito que tiene entre manos. Y sin embargo es él en último término el destinatario de tal obra de arte, lo cual también entraña una responsabilidad, y no pequeña por cierto. No basta con amar la música, es necesario entregarse a ella, esforzarse por entenderla. Creo que era Schopenhauer el que decía que no se debe confundir la representación de la música con la música en sí, pues los signos, las notas, son entidades vacías que sólo tienen su razón de ser cuando inician el movimiento. Es entonces cuando el oyente capta todas las sensaciones que le produce ese misterio, agradables unas, inquietantes otras, porque el compositor, el “genio”, actuando como un dios menor, es capaz de zarandear nuestro interior con sólo cambiar de lugar unas notas aparentemente inocuas, jugando con armonías y disonancias, que es una forma de jugar con nuestros sentimientos de modo casi perverso, haciéndonos pasar de un mundo apacible, estable, a la situación más inquietante, incluso a la desesperación. ¿Qué tiene la música que es capaz de producir en nosotros tales cambios de ánimo? Quizá tenía razón Nietzsche al decir que la vida sin la música sería un error, convirtiéndola así en la justificación del mundo.


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