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Los Úbeda en su historia (IX)


en Galicia



Todos los pueblos antiguos tienen en común su atemporalidad. El viajero dotado de cierta imaginación que recorra las vetustas callejas de cualquier población con sabor histórico podrá observar, con sólo entornar los párpados, escenas de otras épocas protagonizadas por otras gentes. Ribadavia pertenece a una de ellas. Su barrio judío, que pasa por ser uno de los mejores conservados de España; la ruina de un castillo que fue solaz del rey García y que hoy gime su dejadez y desamparo; la joya de sus iglesias románicas, refugios de fe forzosa y mezcolanza de creencias, que más que recogimiento infunden pavor; edificios blasonados que se yerguen orgullosos manifestando su glorioso pasado a gentes que, por ignorancia, les muestran su desinterés; empedradas y silentes calles que retumban ecos de malestar al sentirse groseramente pisoteadas en horas que se han hecho para la reflexión y el descanso… todo, todo ello invita al sosiego y la meditación. La Ribadavia que conocieron mis abuelos no se diferenciaría excesivamente de la actual, o mejor, de la que yo recuerdo. La transformación, si la hubiere, se reflejaría en los usos y costumbres de sus moradores, pues la esencia siempre goza del principio de inmutabilidad. Los pueblos perviven en la memoria de sus habitantes de acuerdo a las circunstancias que hayan rodeado su estancia y, cuando tras larga ausencia se retorna, las sensaciones se perciben según las particulares vivencias.


Una villa de tales características por fuerza tenía que albergar a familias de ilustre prosapia y es bien conocido que uno de estos clanes patricios era el de “las Olimpias”, descendientes (la rama no viene al caso) de la Católica Reina castellana, aunque ciertas maledicentísimas lenguas murmuren viperinamente lo espurio del linaje. Tal denigración queda acallada por la probada procedencia familiar de los Infantes de la Cerda, si bien sus antepasados, haciendo gala de gran cordura, decidieron cambiar tan equívoco patronímico por el más universal de Rodríguez, de ahí la ausencia de escritos que avalen fehacientemente la verdadera identidad de la estirpe. A la familia le es suficiente con la tradición oral. ¡Tuvieron suerte los Úbeda al hacer emparentar una de sus ramas con familia de tal jaez!


Galicia tiene dos características que la diferencian del resto de las regiones españolas, cuando no del mundo entero. Una es la de mantener, sin presunción alguna y de forma natural, sus antiquísimas tradiciones, y la otra es dar la espalda displicentemente a todo lo que venga de “afuera”, lo que no sea “enxebre”, aquello que no se identifique con “a terriña”. Ramón del Valle Inclán lo sabía muy bien y por ello puso tal singularidad en labios del Marqués de Bradomín cuando, dirigiéndose a la Niña Chole, decía: “Señora, en España sólo existen dos grandes grupos; en uno se encuentra el Marqués de Bradomín y en el otro todos los demás”. Así era el Marqués y así es Galicia.


Las cosas no son en sí ni buenas ni malas, es la interpretación que hacemos de las mismas la que le dan carta de naturaleza, y la mía es que existen ciertos rasgos que han venido delineando el carácter de la sociedad galaica: cerrada, desconfiada y retorcida. Excepciones las hay, pero sólo hacen confirmar la regla. Entiendo que los términos puedan resultar un tanto rudos y que gustarán a pocos, pero también sé que la única manera de enmendar un defecto es presentarlo en toda su crudeza. Evidentemente podría enmascarar tales calificativos con tintes menos ásperos, que incluso podrían ser aplaudidos, como “circunspecta”, “reservada”, “cautelosa”, con cierta tendencia al sarcasmo o, por emplear un modismo de la tierra, a la “retranca”. Lo peor es que orgullosos de su idiosincrasia se esfuerzan en convertir en verdad irrefutable el tópico que los define. Al forastero, tras un concienzudo examen de su persona, si consigue el aprobado se le tolera, sin más. Incluso, con el transcurrir del tiempo, se le puede tomar un cierto aprecio, hasta cariño, pero jamás se le considerará como autóctono, por más esfuerzos que el foráneo haga por integrarse. Esta anacrónica defensa de las instituciones no es genuina del país, pues es compartida en mayor o menor grado por todas aquellas regiones con reminiscencias godas y es que, se comparta o no, el género humano arrastra en sus genes una memoria primitiva, límbica se podría decir, que le inclina a permanecer estático, evolutivamente hablando, enraizado en su propio pasado. Esto, que es una característica típica de las sociedades matriarcales, endogámicas, involutivas casi siempre, tiene su contrapunto en aquellas otras que por capricho del destino se han visto obligadas a integrarse en ambientes no siempre afines con sus ideas y actuaciones, por lo que tienen tendencia a crearse una nueva identidad dada la progresiva desaparición de sus raíces. En estos tiempos de desorientación generalizada, los primeros suelen gozar de cierto reconocimiento social, mientras que a los segundos se les tacha peyorativamente de “desarraigados”, cuando no de proscritos.


El sentido de la vida es función de su aprovechamiento, de ahí que existan personas muy longevas que apenas han vivido y otras que lo han hecho con gran intensidad a pesar de haber abandonado la existencia terrenal prematuramente. Ese aprovechamiento sustancial es nuestra pequeña aportación al gran caudal que llamamos “memoria colectiva” con la que se construye el futuro de la especie. Decía Köhler que los grandes monos no se diferenciaban del Homo sapiens en la inteligencia, sino en que tienen menos memoria que nosotros. Esa es precisamente la raíz de nuestra experiencia: la memoria de nuestros errores. Los que hacen derivar la razón de su existencia de su pasado histórico viven por y para el pasado; el futuro sólo les es válido en cuanto preste fidelidad a las tradiciones. Este anquilosamiento que cierra las puertas a todo lo que suponga cambio crea un caldo de cultivo en el que afloran defectos tan graves como la intolerancia, la incomprensión y el egocentrismo. ¡Hay que integrarse! parecen clamar todos. Y yo me pregunto, en qué y para qué. La idiosincrasia de los pueblos la modelan sus habitantes y en eso consiste la evolución. Si en el pasado se reunían bajo un árbol para impartir dictados, no se olvide que algunos años atrás el lugar elegido para las tertulias eran las cavernas y que se sepa, nadie abandona las comodidades y costumbres actuales para retornar a tan idílicos tiempos. El progreso siempre trae cambios y preocupaciones (la crisis que padecemos en la actualidad es uno de sus efectos) porque conmueve nuestras regaladas existencias, pero nadie, en ninguna época, ha renunciado a él. Se puede admitir que tratemos de asirnos mentalmente a los paraísos perdidos de nuestra infancia, al fin y al cabo ha sido una etapa vivida, recordada y generalmente colmada de felicidad, pero retrotraernos a períodos que nunca existieron para nosotros, involucrando nuestra vida en ellos y, lo que es más grave, forzando a los demás a hacer lo propio, se me antoja lisa y llanamente una estupidez, una falta de perspectiva vital y un desconocimiento craso y supino de lo que es y representa el hombre. Lo explicaba mucho mejor que yo Heráclito cuando decía que todo había sido engendrado de la discordia y que era de la diversidad de donde derivaba la más bella armonía.


En lo que a mí respecta, las raíces se me presentan más extensas que profundas y sin lugar a dudas escandalosamente superficiales, lo que me faculta para recibir trasplantes no demasiado traumáticos. Me acomodo con gran rapidez a situaciones y lugares dispares, tratando, eso sí, de dejar una impronta personal en los que me rodean. He tenido dos familias de raigambre bien diferente: nunca he sentido gran apego por la paterna, quizá porque entre ellos tampoco existieron unos lazos extremadamente fuertes. La verdadera esencia de lo que es una familia la conocí en el seno de la de mi madre, de ella parten los recuerdos más entrañables, revividos con enorme satisfacción en multitud de ocasiones. No deja de resultar curioso que siendo España una comunidad primordialmente matriarcal sea la línea agnaticia, de varón a varón, la que siga imperando. Quizá reminiscencias de nuestro pasado judeo-islámico. No deja de resultar curioso que siendo la tierra la que recoge la trashumante semilla, la cobija, le da vida y la cuida en su crecimiento, sea el nuevo fruto más proclive al conocimiento del germen que al proceso que lo condujo a su nuevo estado. ¿No estará la verdadera esencia en nosotros mismos y es el desconcierto el que nos lleva a buscar en el entorno lo que sólo encontraremos en nuestro interior? Y ese germen para que fructifique una vez más, ¿no debería abandonar la tierra que le cobijó, ya agotada por el esfuerzo y la desinteresada dedicación, para buscar nuevas tierras donde depositar su ser y desarrollarse para así mantener la eternidad del ciclo?

En fin, de vez en cuando hay que permitirse ciertas licencias. Prerrogativas del que escribe.

*********

Pero estábamos en Enero de 1911. La notificación de traslado había llegado, pero la Administración, entonces como ahora, tiene sus propios tiempos. Pasó un mes y todo permanecía igual. Al otro lado del mapa tampoco se entendía demasiado bien la demora, pues el jefe cesante de la Cárcel de Ribadavia envió una carta al Director General de Prisiones, fechada el primero de Febrero, quejándose de que su sustituto no se hubiese presentado en su nuevo destino tras un mes de su nombramiento, ni él recibido notificación de su nuevo destino. Algo se debió mover en las altas instancias, porque el dieciocho de Marzo mi abuelo se hizo cargo de la Jefatura de la Prisión.


Habían salido en tren de Barcelona para cubrir los mil trescientos kilómetros que separaban ambas poblaciones. Total cuatro o cinco días de viaje y un cargamento de seis hijos de edades comprendidas entre los quince y los tres años, amen de los enseres y pertenencias acumulados a lo largo de sus múltiples traslados. Auguraban una prolongada estancia en tierras gallegas, como así fue.


De la llegada a Ribadavia y de la incorporación a su nuevo trabajo dio cumplida noticia el diario local El Noticiero del Avia en su edición del veinticinco de Marzo de 1911.


El impacto que debió causar en los habitantes de la villa la llegada de aquellos forasteros sería digno de ver. Un señor con sombrero hongo y bastón de caoba, una esposa vestida a la última moda parisina, tan en boga en la Barcelona de aquellos años, y unos cromos andantes que parecían niños. El vigilante de la Prisión les había salido a recibir acompañado de un mozo con un carro para portar el voluminoso equipaje y de tal guisa aquella procesión recorrió los aproximadamente dos kilómetros que les separaban de la Cárcel, que también sería su vivienda, siendo vigilados en su recorrido por huidizos ojos escondidos tras los visillos de las ventanas. La gente se les quedaba mirando a la par que hacía comentarios en una lengua incomprensible, empequeñeciendo el cortejo ya de por sí bastante reducido de tan apretados que iban. La nueva cárcel, que les serviría de vivienda el tiempo que permanecieran en la villa, estaba a punto de finalizarse, de hecho se esperaba fuese inaugurada a finales de aquel año de 1911. Era un edificio aislado en las afueras del pueblo desde cuya fachada principal se podía ver la majestuosa iglesia románica de Santo Domingo, datada en el siglo XIII. La parte trasera daba directamente al cementerio. Si la falta de libertad es en sí misma un castigo a todas luces injusto, verse abocados a aquella visión siniestra a través de los barrotes de unos diminutos ventanucos, era suficiente motivo para no volver a delinquir. Todos los recintos mortuorios suelen tener un cierto tinte tenebroso, pero el de Ribadavia era, es, especialmente tétrico, a lo que contribuye no sólo su aislamiento -¡qué solos se quedan los muertos!- sino los lemas que ilustran sus viejos muros. No es un dechado de versificación, pero tiene su aquél:

Contempla, hombre infeliz, cual es tu suerte:

pena, llanto, dolor y, al fin, ¡la muerte!

***

¡Templo de la verdad es el que miras.

No desoigas la voz con que te advierte

que todo es ilusión, menos la muerte!

***

¡Eterno bien os espera o eterna infelicidad,

sed pude les justos o temblad!!!


No creo que la nueva vivienda aún en construcción, contase con el beneplácito de mi señora abuela, pero era infinitamente mejor que la que les había caído en suerte mientras no se realizase el traslado. La vieja prisión que les serviría de albergue hasta que la otra estuviese finalizada estaba situada en la Plaza Mayor, en los sótanos del viejo edificio del ayuntamiento, que servía también de acomodo al juzgado. Aunque vivienda y cárcel estuviesen físicamente separadas, el sótano que compartían era común, lo que les obligaba a mantener cierto tipo de convivencia con los penados, que no sería excesivamente deseada. Una visita a su interior puede dar idea de la vida que les tocó vivir en una vivienda de tales características: el sol, ya de por sí difícil de ver en Ribadavia, evitaba en la medida de lo posible que tan siquiera uno de sus cálidos brazos se colase por uno de aquellos diminutos ventanucos, a los que, dada la altura, difícilmente alcanzarían a tocar con las manos los nuevos inquilinos, limitándose a ver pasar sombras como si de la caverna platónica se tratara. Por el contrario, la humedad, una vez pactado con el sol el reparto de dominios, se había asociado con las graníticas paredes mostrando orgullosa su rezumante poderío. Aquella era su morada y lucharía con todos los medios a su alcance por mantenerla como propiedad exclusiva. Si querían, que se marcharan ellos. No, no se podía decir que aquel habitáculo fuera un infierno; si así fuera el invierno ribadaviense les habría resultado más benigno.


Los primeros tiempos no fueron agradables. El carácter mediterráneo tenía que chocar frontalmente con la idiosincrasia galaica y probablemente fue el talante de mi abuelo, a lo que no fue ajeno el cargo que ocupaba, lo que les abrió las puertas de aquella sociedad. Mi abuela nunca se aclimató. No quiso, no supo o no pudo, y eso la mantuvo apartada de aquella, a sus ojos, singular sociedad, agudizándole su ya innata tristeza y misantropía. El aislamiento la llevó, en ocasiones, a trances próximos a la esquizofrenia. Conozco dos sucesos narrados por ella misma a mi hermana en uno de los inusitados momentos de sincero desahogo que se permitía. No había transcurrido mucho tiempo de su llegada a Ribadavia cuando cayó en una profunda depresión que la llevó a la determinación de ahorcarse. Dicho así, por una persona de edad a una jovencita, casi una niña, era para poner los pelos como escarpias y abandonar aquella compañía y aquella casa para siempre, por muchos lazos afectivos que existieran. ¿Qué pudo ocurrir no ya sólo para tomar una decisión de tal naturaleza, sino incluso para pensarla? ¿Tan desgraciada era su vida? ¿Fue producto quizá de la desafortunada e inesperada muerte de su hija más querida? Nunca lo sabremos, pero pensar en ello produce todavía hoy una extraña sensación de intranquilidad. La segunda historia está rodeada de un mayor patetismo, por no decir espanto.


A los veinticuatro años moría María, su hija, a causa de la tuberculosis, que tanta mortandad causaba en la época. A su carácter dulce y melancólico se unía, según cuentan, una belleza física fuera de lo común, alta, delgada y con unos ojos verdes que relucían sobre la palidez de un rostro de rasgos perfectos. Increíble que no estuviese casada, pues pretendientes los tenía, y más de uno suspiraría por dar con sus huesos en la cárcel a fin de tenerla más cerca. Le unía a mi madre una profunda amistad gestada en la propia casa de los Úbeda, pues habida cuenta de su habilidad como costurera era a menudo requerida por mi abuela para este tipo de labores. Allí conoció a mi padre y de allí vino todo lo demás.


El entierro de María se realizó el mismo día de su muerte, tal era el deterioro al que la sometió la enfermedad. Al sepelio, según documento de la época, asistió prácticamente todo el pueblo de Ribadavia. Mi abuela no fue capaz de soportar, ni siquiera admitir, la realidad de la pérdida. Transcurrido un tiempo del óbito, tomó una tétrica decisión: exhumar el cadáver para ver a su hija por última vez. Trataría de convencer al enterrador para llevar a efecto tan espeluznante labor; si era necesario lo sobornaría. Por mucha imaginación que trate de echarle, no me veo capacitado para realizar una descripción de los macabros sucesos de aquella noche. Haga cada cual uso de la propia, si es su deseo…


“… luego manda que desentierren el cadáver descompuesto de su amada doña Inés y que la sienten en el trono real de su palacio. Un espeso velo esconde las cuencas sin ojos y los dientes brillantes sin labios. Sobre lo que fuera la rodilla de doña Inés, asoma la mano huesuda y descarnada… Sin osar levantar los ojos hacia su rey, los cortesanos besan uno a uno la mano de doña Inés, sobre cuya cabeza brilla la corona”[1]

Ignoro si con el transcurrir del tiempo contó a su marido o hijos lo que pudo ver y sentir aquella noche. Lo único que sé es que años más tarde, cuando en la memoria se van fundiendo realidades y ficciones, puso tal hecho en conocimiento de mi hermana con una triste y severa advertencia: “jamás se te ocurra hacer algo semejante”.


Tomados de forma excepcional tal tipo de sucesos, la vida cotidiana en la villa transcurriría por los cauces de normalidad y tranquilidad inherentes a aquella sociedad. En lo meramente profesional, la de un jefe de prisiones no estaría exenta de ciertos sobresaltos. Compaginar las vivencias producidas por el trato con personas de comportamiento poco edificante con otras cuyas circunstancias les podían haber llevado a gozar de las prebendas de una fonda estatal que no merecerían, no sería fácil labor. Papá Juan era hombre que se hacía querer.


Su trato social resultaba exquisito y el trato que dispensaba a los reclusos, verdaderamente ejemplar, como así lo publicaba el periódico con relación a ciertos rasgos de generosidad a favor de los presos. La familia también se iba desmembrando. Cinco años antes del fallecimiento de mi tía María, su hermano Pepe, con tan solo dieciséis años partía para Buenos Aires a probar fortuna. La probó y no le debió gustar demasiado pues no tardaría en regresar. Poco tiempo después conocería a su futura mujer con la que se casó casi de inmediato fruto de un fruto, pues su primer hijo nacería tres meses después del himeneo. Es que viajar da mucho conocimiento. A mí siempre me pareció un aventurero por los viajes que realizaba. Recuerdo que a su regreso de un viaje por África, ignoro los motivos del periplo, lo hizo acompañado de un mono, un titi, que, a pesar de su tendencia a morder hizo las alegrías de la familia con sus cabriolas el tiempo que permaneció con nosotros tras su desembarco en Vigo. Mi padre también se casó relativamente joven, a los veintidós años, tras haber sacado una plaza de empleado de V. y O.[2] en la estación de Ribadavia. Solía decir que le habían gastado una inocentada; sus razones tendría para hacer tal afirmación, aunque la fecha así lo atestiguaba: 28 de Diciembre de 1923.

Mi otro tío, Joaquín, fallecido a los veintitrés años era, según decían un auténtico artista para el dibujo. En la escuela su maestro decía que nada le podía enseñar al respecto, pues en todo caso era él el que tenía que aprender. A los doce años dibujó la cabeza de un toro en plena vía pública con tal perfección que los transeúntes se desviaban para no destruir lo que consideraban una obra de arte. Y es de creer cuando tal afirmación provenía de la familia de mi madre, tan poco proclive a enaltecer valores ajenos. Estaba locamente enamorado de la hermana de la que con el tiempo llegó a ser mi madrina, pero quiso el destino de que a mi abuelo le trasladasen nuevamente de localidad y con él a la parte de la familia todavía dependiente. Contaba mi padre que fue tal la tristeza que le invadió que la enfermedad que le llevó a la tumba fue consecuencia de ese hecho. Sucesos así hacen más sublimes las muertes y enaltecen a las personas.


La llegada de mi padre a Ribadavia coincidió en el tiempo con la partida de mi madre hacia Cuba, reclamada por unos tíos suyos que le habían cobrado especial cariño. Cruzar el océano en aquellos tiempos era aventura equiparable a la de Colón con la diferencia de que lo que en aquellos tiempos era inconsciencia en los presentes se trataba de riesgo calculado. El viaje no pudo ser más nefasto, siendo su único lado positivo el de la definitiva arribada a puerto, no sin antes pasar por un período de obligada cuarentena establecida por las autoridades norteamericanas que entonces controlaban la isla. Nada más tomar contacto con aguas caribeñas, los huracanes les dieron la bienvenida con tal intensidad que a punto estuvieron de enviar al endeble paquebote con todos sus tripulantes al mismísimo reino de Neptuno. A poco de llegar se produjo el dramático naufragio del Titanic que, unido a la desafortunada experiencia del reciente viaje, ejerció en mi madre una profunda aversión a cualquier viaje en barco. La vida en la isla fue agradable. El nivel social de sus tíos, que poseían un pequeño negocio de comercio, les permitía una vida sin agobios no exenta de ciertas comodidades, resultado del cual fue la asistencia a uno de los mejores colegios que por entonces había en La Habana. Además disponían de “servicio”, si bien habría que situarlo en el contexto de la época y a la peculiaridad del carácter hispano, más proclive a la camaradería que al sometimiento ajeno. De hecho en su regreso a España les acompañó uno de los “criados” cubanos para que pasase con ellos una temporada en la metrópoli. Se puede imaginar uno la expectación ribadaviense ante la llegada del moreno. Las suaves maneras y cautivadora cadencia del lenguaje típicas de aquella raza, contrastaban con los rudos modales de las mozas del pueblo, que huían aterrorizadas ante la impetuosidad y sensuales impulsos del “siboney”. Menos mal, porque de haber sucumbido a la llamada de la naturaleza, se hubiesen puesto en evidencia las profundas raíces del pueblo celta. Pasó el tiempo y llegó el crudo invierno con sus persistentes nieblas que no permiten el saludo del mínimo rayo de sol por tibio que sea, la humedad que penetra los huesos hasta asentarse como indeseado inquilino en la propia médula, la tristeza de las gentes, el toque de ánimas, el inquietante interior de las iglesias, los rosarios diarios… todo ello penetró el cálido interior del cubano hasta sumirle en una profunda tristeza que se incrementaba a medida que se debilitaba su salud. Decidieron adelantar el regreso a Cuba, pero esta vez dejarían en tierra a mi madre y una profunda melancolía en los habitantes de la villa.


Mi madre volvió a los quehaceres habituales de la casa, pero no por demasiado tiempo, pues mi abuela pronto la envió a Madrid para aprender corte y confección a casa de una modista a la que le unía una antigua amistad. Conocí a la señora y el lugar donde vivía y he de decir que me parecía uno de los lugares más tétricos y misteriosos del viejo Madrid, una estrecha calleja llamada Travesía del Nuncio cercano a Puerta Cerrada. Por no subir aquellas pavorosas escaleras hasta el tercer piso uno se quedaría a dormir con gusto en plena calle. Allí permaneció durante un año para aprender un oficio al que apenas se dedicó, pero que le sirvió para conocer al que sin tardar demasiado se convertiría en su marido. Mi padre era lo que se puede catalogar como hombre guapo, alto, delgado, rubio, elegante en sus modales y, por encima de todo, camelador; pero aquel intenso azul de sus ojos sucumbió fácilmente a la profunda y abrasadora negrura de los de mi madre, que no necesitó de más armas para ganar aquella batalla. Demasiado fácil, debió pensar.


Los noviazgos de la época eran excesivamente largos o demasiado cortos. Tampoco se veían demasiado, pues las hijas de familias que se preciaran habían de estar en casa, sin disculpa alguna para la demora, antes de que la tenue luz vespertina empezase a tejer el manto de tinte provocador bajo el que tantos pretenden cobijarse, por eso la joven pareja disponía de una coartada perfecta gracias al trabajo que mi madre ejercía en la casa de los Ubeda, aunque estuviese sometida a la tutela de mi tía María, que sin duda la ejercería de forma un tanto laxa. El resto de los días en que mi madre no acudía a la costura, mi padre lo pasaría como alma en pena rondando la casa donde vivía una “cruel negriña” que le sorbía el seso. Y como ella no se daría cuenta, para eso estaban los anuncios en los periódicos.


Observador y chuletilla, el hombre.

Mientras volvía a casa sumido en sus pensamientos, en una casa de la calle del Progreso, cuatro jovencitas compartían secretos recónditamente escondidos en algún rincón de su alma, juramentadas a no compartirlo jamás y menos con un hombre:

“Su esperanza no la cifren

nunca en corazón alguno.

En el mayor infortunio

pongan su confianza en Dios.

De los hombres, sólo en uno,

con gran precaución, en dos.”[3]

Más tarde el compromiso formal, luego el desposorio, la “inocentada” que decía mi padre. La noticia apareció en un suelto de El Noticiero del Avia de fecha 30 de Diciembre de 1923.




Por aquel entonces mi padre vivía solo en Ribadavia, pues dos años antes mi abuelo, en su ya habitual deambular, había cambiado nuevamente de destino, esta vez a la prisión de Redondela. Durante su estancia en la de Ribadavia le habían ascendido a Jefe de Prisión de Partido de 1ª Clase lo que llevaba implícito un incremento de sueldo que pasaría a ser de 3.000 pesetas. Corría el dieciséis de Enero de 1922. Seis meses más tarde recibiría la orden de traslado. Habían transcurrido once años desde su llegada y dejaba allí, para siempre, una hija, un hijo que pronto formaría una nueva familia y muchos, muchísimos amigos. Por primera vez en su vida recibía, junto con la notificación de destino, una gratificación de 500 pesetas. Bienvenidas.


Permanecería en Redondela hasta la desaparición de la cárcel, el cinco de Junio de 1934, fecha en la que se incorporó a la recién inaugurada de Caldas de Reyes, localidad en la que se casaría la menor de sus hijas, mi tía Elena. Fueron once años en los que ocurrieron multitud de acontecimientos. A principios de 1926 se traslada eventualmente a la Prisión de Vigo en comisión de servicios donde, el veintiocho de Abril de ese mismo año, tiene lugar un acontecimiento de no menor relevancia a juzgar por el espacio que le dedicaron los periódicos. Poca semblanza podría hacer yo de tal hecho, por lo que me remito a la nota de prensa aparecida en El Faro de Vigo del veintinueve de Abril de 1926.


Bondadoso pero recio este Papá Juan.

Tras su lectura uno se siente tan orgulloso como el sobrino que, enterado de la noticia, le escribió la siguiente carta.


Finalizada su misión en Vigo, con una nueva gratificación de quinientas pesetas por los servicios prestados, se reincorpora a la Prisión de Redondela el veintidós de Junio del mismo año. Los sucesos de Vigo tuvieron repercusiones no sólo para los presos sino también para los funcionarios que participaron en aquellos actos y así, transcurridos tres meses de aquella fecha, la Dirección General de Prisiones resuelve el expediente incoado acordando “imponer un mes de suspensión de sueldo al Oficial de la Cárcel, D. Enrique Sás Sequeiros y sobreseer el expediente al que fue Jefe de dicho Establecimiento D. Juan Ubeda Guerrero”.


Un año más tarde, el veintiséis de Septiembre de 1927 muere con veintitrés años su hijo Joaquín y poco tiempo después recibe la noticia de la muerte de su más querido hermano, José, en Barcelona. Demasiadas muertes en tan poco lapso de tiempo para mantenerse serenos.


Como si de una compensación se tratase, a partir de ese momento se suceden ascensos profesionales y en Febrero del veintinueve es ascendido a Oficial Segundo del Cuerpo de Prisiones con un sueldo anual de cuatro mil pesetas y el quince de Mayo de 1932 es ascendido nuevamente a Oficial de Primera Clase incrementándosele el sueldo a cinco mil pesetas y ocupando el número uno en el escalafón correspondiente a su clase. Siete meses más tarde nuevo ascenso y nuevo aumento salarial, seis mil pesetas. Había pasado de ser Jefe de Prisión de Partido a Jefe de Prisión del Cuerpo de Prisiones. El siete de Junio deja Redondela para tomar posesión de la Prisión de Caldas de Reyes, de nueva creación.


En el lapso de tiempo que media entre 1934 y 1936 fallece la madre de mi abuela y dos de sus hermanos, uno de ellos “asesinado por los rojos”, según describe Papá Juan. Éste es el que nos habíamos encontrado repartiendo mandobles en la jornada de huelga que tuvo lugar en Almería en el 98. Entonces era un simple número de la Guardia Civil, pero con el tiempo fue escalando puestos hasta llegar al grado de teniente. Tenía sesenta años cuando lo mataron. Estamos en 1936.


Estalla la guerra civil y con ella el país se hace añicos. Hasta hoy. El veintiséis de Agosto de ese año recibe una notificación haciéndole partícipe de que es dado de baja en el escalafón de conformidad con lo dispuesto en el artículo 20 del Decreto del veinticinco de ese mismo mes y año. En Noviembre del 36 se le reconocen los méritos por su carrera profesional y dos años más tarde debe realizar una “profesión de fe política” al tiempo que se le solicita indique un orden de preferencia de las Prisiones en las que desearía prestar servicios.


Ante el deseo expresado de permanecer en su destino actual, la superioridad, en un acto sublime de demostración de poder, le traslada a la Prisión de Figueirido con la orden de tomar posesión de la misma en el plazo de diez días. Así lo hizo, y todavía le sobraron tres, no sin antes hacer “entrega a la Alcaldía de Caldas de Reyes de los muebles, ropas y demás enseres de este Establecimiento”.


El encabezamiento de la carta y el final no tienen desperdicio para los nostálgicos de aquel régimen. Un poema.

La siguiente carta es digna de transcribirse por la delicada caligrafía del escribano y por lo que en ella se dice acerca del uniforme.

Con relación al uniforme, no será hasta 1930 que se unifiquen criterios relativos al mismo, así como al emblema e insignias del Cuerpo que deberían llevar entrelazadas las iniciales C.P. con la corona real (así aparece en el sable asignado a Papá Juan que le correspondía como Oficial). Aunque las siglas aludían a “Cuerpo de Prisiones”, no pasaría mucho tiempo sin que la población reclusa le adjudicase un nombre menos pomposo y más acorde con la situación en que se encontraban: “Casa de Putas”.


No permanecería en su nuevo destino más que doce días, por lo que es lícito decir que le habían hecho una putada en condiciones. El doce de Enero de 1939, III Año Triunfal, ¡hay que joderse! le envían a Pontevedra, para cuyo traslado le conceden cinco días. Al menos se le subía nuevamente el sueldo hasta 7200 pesetas y sobre todo le dejarían en paz, hasta la fecha de su jubilación en Junio de 1941. Bueno, eso es lo que creía, pues cuando se produjo la misma apareció de repente toda la mala leche concentrada a lo largo de tantos años de profesión. Leche cuyos tintes más agrios habrían sido dosificados hábilmente por su mujer. Sin embargo las cartas que se cruza con el Director General de Prisiones para hacer valer sus derechos son un dechado de buen decir y destilan una exquisita educación que para sí la quisiera el Ilmo. Señor al que se las dirige. Como es una delicia leerlas, ahí va su transcripción.

El diez de Junio de 1941 mi abuelo recibe una notificación del Ministerio mediante la cual se dispone su jubilación y con esa misma fecha se da orden para insertarla en el B.O.E. Un mes más tarde, el siete de Julio, la Dirección de la Prisión Provincial emite un escrito dirigido al Excmo Sr. Director General de Prisiones en el que se le comunica que con esa misma fecha, cesa Papá Juan en el servicio activo. Y aquí empieza el cristo. Las Ordenanzas y el sentido del deber, muletas que habían dirigido los pasos de Papá Juan durante su vida profesional, chocaban frontalmente con la desidia e ineficacia de la Administración, y eso era de las pocas cosas que le sacaban de quicio. Sabía perfectamente que su baja por jubilación no sería efectiva sin la pertinente publicación en el Boletín y para colmo así lo expresaban los oficios que se le enviaban. Mientras eso no ocurriera, él debería seguir prestando sus servicios profesionales. Así pues, entre la fecha oficiosa de comunicación, el diez de Junio, y la oficial que llegaría el siete de Julio, estuvo trabajando sin que se le quisiese reconocer. Y eso era más de lo que estaba dispuesto a tolerar.


La primera carta la escribe inmediatamente después de conocer la situación generada, el diez de Julio de 1941 y como ésta pasa directamente al archivo sin siquiera dar confirmación de recibo, el nueve de Septiembre envía un nuevo comunicado.



Esta vez, gracias al mantenimiento de los archivos, podemos leer al margen un expresivo comentario: “Improcedente. Archivar”. Es la forma de manifestar el poderío en aquellos años “post-triunfales”.


Se abre entonces un baile de despropósitos con cruce de misivas equívocas porque nadie las lee. Eso sí, se dan por recibidas y se archivan previo preceptivo “no ha lugar”. Para qué dedicar un tiempo que a nadie interesa… Mi abuelo vuelve a la carga el diez de Julio de 1942 reclamando de nuevo sus haberes.



Fuese porque aquel asunto incomodaba a las clases superiores, fuera porque quisieran dar carpetazo definitivo al asunto, el veintiocho de Enero de 1944, ¡tres años después de la primera reclamación! el mismísimo Director General escribe una carta al Director de la Prisión Provincial de Pontevedra en la que “para poder resolver sobre la instancia presentada por D. Juan Ubeda Guerrero, se servirá V.S. comunicar a esta Dirección General, qué día se recibió en ese Establecimiento la Orden de jubilación, como si asimismo el referido funcionario continuó prestando servicio y hasta qué fecha”. La respuesta se recibe dos días más tarde y resulta tan lacónica como cínica y sobre todo de una falsedad insultante. “tengo el honor de participara a V.I. que la orden de jubilación del mismo se recibió en este Establecimiento el 6 de Junio del año 1941 y habiendo cesado de prestar sus servicios al siguiente día 7 de dicho mes y año”. Al margen el consabido “no ha lugar”. Una atinadísima equivocación en el mes de cesación del servicio tranquilizó todas las conciencias. La de mi abuelo se revolvería al darse cuenta de la calaña a la que había servido durante tantísimos años. Le quedaba sin embargo el cariño de muchos compañeros y amigos. Uno de ellos, Carlos Hidalgo, le dedica un poema con motivo de su jubilación (la transcribo tal cual):

DE PEQUE A PEQUE

Al digno y relevante Funcionario de Prisiones Don Juan Ubeda Guerrero, en su fiesta onomástica de 24 de Junio de 1940 como sentida prueba de cordial amistad y compañerismo.

Ultimo año de servicios.

Amigo Ubeda, DON JUAN.

Ultimo año para Vos

Y para este perillán.

¿Hay que alegrarse o sentirlo?

¿Sentirlo? Nunca ¡que vá!

Alegrarse a toda mecha,

Eso solo es lo que habrán

De hacer Vds. si piensan

El paso que van a dar.

Jubilar viene de júbilo;

Jubilarse es descansar.

Y en los tiempos que corremos

¡No es nada el poder pasar

al rinconcito tranquilo

y amoroso del hogar!

y decir: ¡Vengan decretos!

¡Que vengan a inspeccionar!

¡Vengan Ordenes, ucases!

¡Vengan plantes!¡Vengan ya

paquetes y papeletas

duras de solucionar,

que eso no es pa mí ya, amigo!

Que eso es tila y azahar

pa esos guayabos más tiernos,

pa esos que quedan atrás,

que entre sustos y chichones

no sé, no sé si podrán

llegar al fin de esta cumbre

a que yo he llegado ya.

Pa Vd. si hay tormenta, ¡piscis!

Pa Vd. si llueve, ¡agua va!

¿Qué dicen? Que digan misa

¿Qué aprietan? Que aprieten más

Eso ­ puede Vd. decir ­

eso pa mi ya no es na.

A mi ¡gárgaras! que todas

me las vengan aquí a dar…

Después de todo, me marcho

con mi frente levantá

de haber servido al Estado

con honradez y lealtad

y tranquila mi conciencia

de a nadie haber hecho mal.

Y con eso y con seguro

quedarme un trozo de pan

para mi esposa y mis hijos

y con salud disfrutar,

para seguir bendiciendo

durante años y años más

al Señor por las bondades

que derramó en nuestro hogar,

viniendo pronto sus penas

si alguna vez tuve, a endulzar,

y con Él reine en mi casa,

sembrando en ella la paz

y la alegría más perfecta

¿qué más puedo desear?

***

Todo eso es lo que hoy

puede Vd. decir Don Juan.

Quiera Dios que así suceda.

Quiera el cielo compensar

de esta manera sus años

de tanto y tanto bregar

entre incesantes peligros

y entre un inmenso zarzal

de espinas, que ese es el cargo

que va Vd. pronto a dejar.

Y porque esa es su dicha

doy a mis versos final

alzando alegre mi copa

y gritando con afán:

¡Vivan su esposa y sus hijos!

¡¡¡Viva mi amigo DON JUAN!!!

Carlos Hidalgo Valero

Pontevedra, 24/6/1940

No sé si buenos, pero llenos de sentimiento y amistad.

Exactamente dos días más tarde nacería el que esto escribe.

********

Pongo el punto final en la habitación de un hotel de Almería. La noche es magnífica. Me dirijo al muelle que un día vio partir a Papá Juan y su familia para no retornar jamás. Sentado sobre el malecón con el mar a mis espaldas, contemplo la belleza de la Alcazaba iluminada por una luna radiante. Una suave brisa me acaricia el rostro. Cierro los ojos y me dejo llevar por la dulce evocación de un pasado que se quedó atrapado en las cuartillas hoy aquí reproducidas. De pronto me veo rodeado por figuras fantasmales que se me hacen familiares acercándose y desapareciendo con la velocidad que imprime el vértigo. La última adquiere tintes de mayor nitidez. Sonríe socarronamente bajo un enorme mostacho… se acerca un poco más y siento una suave caricia sobre mi rostro. Abro los ojos. A mi alrededor la negrura del mar y la inquietante presencia del castillo árabe iluminado por una luna que parece haber empalidecido. El viento, claro, sin duda ha sido el viento.


[1] Historia y leyenda de Inés de Castro

[2] Vía y Obras en la jerga ferroviaria

[3] José Hernández en Martín Fierro

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