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sobre la identidad


Todos los pueblos antiguos tienen en común su atemporalidad. El viajero dotado de cierta imaginación que recorra las vetustas callejas de cualquier población con sabor histórico podrá observar, con sólo entornar los párpados, escenas de otras épocas protagonizadas por otras gentes: el barrio judío, inherente a casi todas las poblaciones españolas, en el que el tiempo parece haberse detenido; las ruinas de un castillo solaz de reyes y que hoy gimen su dejadez y desamparo; la joya de sus iglesias románicas, refugios de fe forzosa y mezcolanza de creencias, que más que recogimiento infunden pavor; edificios blasonados que se yerguen orgullosos manifestando su glorioso pasado a gentes que, por ignorancia, les muestran su desinterés; empedradas y silentes ruas que retumban ecos de malestar al sentirse groseramente pisoteadas en horas que se han hecho para la reflexión y el descanso… todo, todo ello invita al sosiego y la meditación. Estos pueblos, dispuestos siempre a mantener un pasado para ellos glorioso, se defienden con orgullo de las transformaciones experimentadas a lo largo de los siglos por esa apisonadora que llamamos modernidad, conocedores de que la esencia de las cosas goza del principio de inmutabilidad, todo lo más, la diferencia estriba en los usos y costumbres de sus moradores actuales. Estos pueblos a que me refiero perviven siempre en la memoria de sus habitantes como parte importante de sus vidas.


En esta España tribal, de la que no hemos sabido, podido o querido derribar los mojones divisorios, estamos empeñados en que cada pueblo, provincia o región específica se diferencie de las vecinas cuando no del mundo entero en virtud de las antiguas "tradiciones" o, si se quiere, de la idiosincrasia que nos distingue individual y colectivamente del otro. El Marqués de Bradomín lo expuso muy claramente cuando, dirigiéndose a la Niña Chole, le dijo: “Señora, en España sólo existen dos grandes grupos; en uno se encuentra el Marqués de Bradomín y en el otro todos los demás”.


Las cosas no son en sí ni buenas ni malas, es la interpretación o el uso que hacemos de ellas que le dan carta de naturaleza; existen individuos de carácter reservado, desconfiado, cauteloso… como los hay abiertos, amigables, generosos... y en consecuencia así son también las sociedades que han creado; todas tienen una parte positiva y otra negativa, depende de quien las juzgue. Estos caracteres, que se deberían quedar en lo que son, esto es, formas de ser producto de las circunstancias y la educación, a veces se convierten en tópicos que llegan a adquirir el grado de verdades irrefutables y lo que es peor,se hace de ellos rasgo diferenciador. Hay sociedades en las que al forastero se le somete a un concienzudo examen de su persona tras el cual, si consigue el aprobado, se le tolera, sin más. Incluso, con el transcurrir del tiempo, se le puede tomar un cierto aprecio, hasta cariño, pero jamás se le considerará como autóctono, por más esfuerzos que el foráneo haga por integrarse. Esta anacrónica defensa de la idiosincrasia no es genuina de una determinada zona, pues es compartida en mayor o menor grado por todas aquellas regiones con reminiscencias pretéritas y es que, se comparta o no, el género humano arrastra en sus genes una memoria primitiva, límbica se podría decir, que le inclina a permanecer estático, enraizado en su propio pasado. Esto, que parece ser una característica típica de las sociedades matriarcales, endogámicas, involutivas, tiene su contrapunto en aquellos individuos que por capricho del destino se han visto obligados a integrarse en ambientes no siempre afines con sus ideas y actuaciones, creándose una nueva identidad dada la progresiva desaparición de sus raíces. Mientras que los primeros suelen gozar de cierto reconocimiento social, a los segundos se los tacha peyorativamente de “desarraigados”, cuando no de proscritos.


El sentido de la vida es función de su aprovechamiento, de ahí que existan personas muy longevas que apenas han vivido y otras que lo han hecho con gran intensidad a pesar de haber abandonado la existencia terrenal prematuramente. Ese aprovechamiento sustancial es nuestra pequeña aportación al gran caudal que llamamos “memoria colectiva” con la que se construye el futuro de la especie. Decía Köhler que los grandes monos no se diferenciaban del homo sapiens en la inteligencia, sino en que tienen menos memoria que nosotros. Esa es precisamente la raíz de nuestra experiencia: la memoria de nuestros errores. Los que hacen derivar la razón de su existencia de su pasado histórico viven por y para el pasado y el futuro sólo les es válido en cuanto preste fidelidad a las tradiciones. Este anquilosamiento que cierra las puertas a todo lo que suponga cambio crea un caldo de cultivo en el que afloran defectos tan graves como la intolerancia, la incomprensión y el egocentrismo. ¡Hay que integrarse! parecen clamar todos. Pero, en qué y para qué. El carácter de los pueblos lo modelan sus habitantes y en eso consiste la evolución. Si en el pasado se reunían bajo un árbol para impartir dictados, no se olvide que algunos años atrás el lugar elegido para las tertulias eran las cavernas y que se sepa, nadie abandona las comodidades y costumbres actuales para retornar a tan idílicos tiempos. El progreso siempre trae cambios y preocupaciones (la crisis que padecemos en la actualidad es uno de sus efectos) porque conmueve nuestras regaladas existencias, pero nadie, en ninguna época, ha renunciado a él. Se puede admitir que tratemos de asirnos mentalmente a los paraísos perdidos de nuestra infancia, al fin y al cabo ha sido una etapa que generalmente recordamos colmada de felicidad, pero retrotraernos a períodos que nunca existieron para nosotros, involucrando nuestra vida en ellos y, lo que es más grave, forzando a los demás a hacer lo propio, se me antoja lisa y llanamente una estupidez, una falta de perspectiva vital y un desconocimiento craso y supino de lo que es y representa el hombre. Lo explicaba muy bien Heráclito cuando decía que todo había sido engendrado de la discordia y que era de la diversidad de donde derivaba la más bella armonía.


El hombre no es un ser estático, tiene pies y camina, de ahí que no se le puedan achacar raíces, por más que uno se empeñe en reivindicarlo adoptando en su vida y costumbres un estatismo endogámico que le aferre al terruño. No se trata, pues, de buscar qué somos, sino de dónde venimos para intuir siquiera a dónde nos dirigimos. Como con toda probabilidad nunca llegaremos a conocer el origen y con toda seguridad ignoraremos el final, habrá que concluir con Machado que lo importante es vencer las dificultades que nos encontremos a medida que hacemos camino. Se quiera o no, las raíces individuales de la humanidad son más extensas que profundas y sin lugar a dudas escandalosamente superficiales, lo que nos faculta para recibir trasplantes no demasiado traumáticos, de ahí que nos acomodemos con gran rapidez a situaciones y lugares dispares, tratando, eso sí, de dejar una impronta personal en los que nos rodean. La verdadera esencia está en nosotros mismos y es el desconcierto el que nos lleva a buscar en el entorno lo que sólo encontraremos en nuestro interior.




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