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perplejidad


¡Dios! ¿Dónde estás? ¿Por qué te escondes? ¿Quién eres? Miro hacia arriba y no logro verte; en mi interior no te siento y en los que me rodean más vale que no te identifique. Sin embargo, cuánto loco asegura hablar contigo a diario. ¿Qué les dices? Porque lo que te cuentan está claro. Te hablan de sus calamidades, de sus pequeños problemas, con la única intención de que se los resuelvas. Y para lograrlo, un padrenuestro, tres avemarías y un gloria, sin olvidarse de mojar sus dedos en las tan benditas como contaminadas aguas de la blanca pila de alabastro ni depositar el preceptivo óbolo en el cepillo de algún santo o virgen de su devoción. Tienen claro que para llegar a Ti hay que comprar a alguno de los que te rodean, pues en su pobre y ruin intelecto consideran el mundo divino una copia del humano. Después abandonan el sagrado recinto casi en olor de santidad, a sabiendas de que sus pecadillos han ido a parar a esa gran papelera de reciclaje que llaman “Agnus Dei”. Ya pueden continuar su lento peregrinaje por el valle de lágrimas, cada vez más inundado gracias a la habilidad de ciertos sacralizados zahoríes para hacerlas brotar de los ojos de sus prójimos. No me parece que mantengan un diálogo contigo. O sólo hablan ellos o no entienden una palabra de tu complicado idioma. Quizá por ello buscan exégetas que los tranquilicen.


¿Sabes? Tu conversación no resulta muy amena. No contradices ni afirmas, lo que obliga hacerlo a uno mismo en un “acto de confusión perfecta”. ¿Para qué sirves entonces? ¿Nada tienes que decir de la obra que has hecho? Me refiero a la del último día, la de ese ser que dicen has creado a tu imagen y semejanza, destructor de sí mismo y de todo lo que le rodea. ¿En qué estabas pensando? Flaco favor te has hecho de ser cierto lo que afirman.


Dios, si existes, ¡qué solo debes encontrarte!


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