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Los Úbeda en su historia (VIII)


Cárcel Modelo de Barcelona

período catalán


La ciudad de Barcelona rebasaba a principios de siglo los 550.000 habitantes, pero la estructura social seguía siendo muy atrasada. Los obreros mejor pagados eran los de las artes gráficas, estando los de la confección en la parte más baja del escalafón. El promedio salarial se situaba entre tres y cuatro pesetas diarias, no siendo superadas en ningún caso por aprendices, peones o pinches, pero es que en Andalucía, de donde procedía la mayor parte del campesinado emigrante, los braceros fijos no pasaban de una peseta diaria, pudiendo llegarse a las tres y media en época de cosecha. El crecimiento proletario en las ciudades llevó aparejado el proceso reivindicativo que, por aquellas fechas, tuvo su principal exponente en la duración de la jornada laboral, cifrada por término medio en once horas. El balance de los enfrentamientos entre patronos y obreros, la oferta y demanda de trabajo, las huelgas ganadas o perdidas, mantuvo en equilibrio la lucha de intereses y no fue hasta el año 1903 que se establece el descanso dominical, seguido muy pronto por la adopción de la jornada de ocho horas, en la que España fue pionera gracias al activismo sindical y al tesón del anarquista Salvador Seguí.


Las desigualdades sociales que generan el poder y la riqueza se fueron haciendo más patentes y de este modo, al abrigo, o quizá como contrapunto, de una clase acomodada, se va formando una amplia clase intermedia que engloba desde tenderos a pequeños propietarios agrícolas, y desde maestros de taller a asalariados no manuales. Asimismo, la prosperidad de las ciudades hizo posible el arribo de una nueva clase social compuesta por profesiones liberales, funcionarios, empleados del sector servicios…


Con esta situación se encontró la familia Úbeda a su llegada a la Ciudad Condal, situación que se vería empeorada poco tiempo después.


El “sistema celular penitenciario” fue una invención cuáquera de finales del XVIII con la pretensión de crear un proceso de reflexión en el interior de la celda, buscando una relación directa del condenado con su conciencia. La idea era el resultado de las teorías de John Howard que afirmaba que “el hombre solitario siente su debilidad, se siente más dominado por el temor que por la esperanza, y pierde su osadía”. Esta incomunicación del preso, encerrado día y noche en su celda, sin relación con otros penados ni con el mundo exterior, dio como resultado, no la recuperación social del condenado, sino el aumento del número de alienados. Como suele ocurrir con la puesta en práctica de las ideas, los cuáqueros llevaron al extremo las de Howard, el cual propugnaba el cambio del “castigo” corporal por el de la “pena” que transformase al individuo, basándose en tres condicionantes: aislamiento (sólo nocturno), trabajo e instrucción del hombre en prisión.


La Prisión Celular de Barcelona fue concebida de acuerdo a estos principios y fue diseñada arquitectónicamente para el control continuado del preso a fin de someter su voluntad. El edificio, de forma radial, estaba dividido en celdas, cada una de las cuales disponía de dos ventanas, una hacia el exterior para permitir la entrada de luz y la otra orientada al interior donde una torre vigía situada en el centro permitía la constante visualización de la celda, de forma que era posible custodiar un gran número de presos con muy pocos carceleros. El vigilante podía verlo todo sin ser visto, y el condenado se sabía continuamente observado. Un contubernio ideal.


En el discurso inaugural, pronunciado por Ramón Albó, estuvo presente mi abuelo:


“Excmo. Sres.

Señores, bien lo sabéis, la capital de la provincia que según un ilustre historiador marcha en este siglo a la cabeza de la civilización española, ha tenido y sigue teniendo por cárcel al alborear el siglo XX un edificio que la vergüenza impide describir (…). Esto mismo ocurre en otros muchos establecimientos penitenciarios españoles por imperar en ellos como único régimen aplicable o aplicado el de aglomeración, con su cohorte inseparable de vicios, podredumbre, miseria y hasta crímenes. Por fortuna en Barcelona semejante estado de cosas va a sufrir radical transformación en méritos del acontecimiento que hoy celebramos. Lo que quizás en toda propiedad podría calificarse de peor entre lo malo, va a ser sustituido, según opinión autorizada, por lo mejor entre lo bueno. La nauseabunda cuadra va a ser sustituida por la higiénica celda con instalación sanitaria completa; el patio asqueroso y corruptor por el reglamentario paseo celular, (…). El principio capital y fundamental adoptado en la construcción de esta nueva cárcel ha sido el de establecer en ella el régimen de aislamiento, de manera que si se preguntara ¿Qué es la nueva cárcel de Barcelona? Podría contestarse con toda propiedad: una prisión celular.”


En los primeros años el aislamiento era prácticamente absoluto; el recluso comía solo en la celda, dormía solo, y el paseo lo hacía en uno de los sesenta patios celulares, agrupados de diez en diez en forma de abanico separados entre sí por altos muros, abiertos por arriba, de manera que un solo vigilante desde lo alto podía vigilar los diez patios a la vez, evitando que los presos se comunicaran entre sí. Medían aproximadamente dieciséis metros de largo por uno de ancho y seis de alto. Pronto estos “paseos celulares” fueron denominados “galápagos”. Allí durante media hora coincidían a lo sumo, por orden de fila y no por elección, tres presos, lo que significa que durante más de veintitrés horas los presos permanecían en completo aislamiento y soledad. Ángel Pestaña lo dejó claro:


“Eran tan odiosos los galápagos, y más que nada tan inhumanos, que un director destinado a esta cárcel reunió al Patronato y propuso destruir los galápagos y dejar que los presos se pasearan libremente por todo el patio y conversaran entre sí.”


Los altos empleados de la cárcel apoyaron la petición del director, pero el presidente del Patronato se opuso a la demanda del director, y contra ello informó al Gobierno, por lo que los ‘galápagos’ permanecieron, alegando que cada ladrillo que formaban las paredes “costaba un duro”, y que la cárcel era, antes que nada, “lugar de arrepentimiento y de contrición.”


Se concedía media hora diaria de contacto con otros presos en el patio y cada tres meses un tribunal de conducta juzgaba si el reo había observado buena conducta. Si así fuera, se ampliaba la duración de este tiempo así como el régimen de visitas. Los indicadores de esta buena conducta eran, en primer lugar, la sumisión a la jerarquía carcelaria (celadores, vigilantes, capellán, encargados de las galerías, presos de confianza que gozaban de favores de la dirección, etc.) y, por supuesto la limpieza y aseo, el orden, el lenguaje correcto, etc. ¡Qué decir de la participación en actos religiosos cuando el capellán era uno de los jueces en la valoración de la conducta de los presos!


J. Pous i Pagès periodista de ideas republicanas fue condenado a seis meses en La Modelo, en 1908, por un delito de prensa contra el estamento militar. A su salida de la cárcel en 1909 escribiría:


“Es inútil decir que una regla penitenciaria como el sistema celular conduce a la degradación, al embrutecimiento y a la locura a los infelices que están sometidos; [...] la dureza del sistema celular así como toda clase de castigo, deviene una monstruosa crueldad, porque se convierte en estúpida venganza.”


La Modelo no era precisamente lo que su nombre indicaba. Nació en aquella época de agitaciones, huelgas y movimientos sociales de inicios del siglo XX y la radicalización de aquellas luchas sociales la llevó a superar las previsiones de capacidad y alojamiento individualizado para la que había sido construida. Se quedó pequeña al superar el número de detenidos al de celdas y hasta los dementes eran allí encerrados. La fidelidad, la sumisión de los mandos a las directivas gubernativas de la Dirección General, llevaron a esta cárcel, como a la mayoría, a convertirse en una cruel máquina represiva, represión que se acentuó en los momentos socialmente más agudos.

En un artículo publicado en el El Progreso de Barcelona en 1906 se puede leer:


“Escribo porque me siento indignado al ver que los presos en las cárceles celulares sufren una agravación de pena a que no fueron condenados. Estimo que si los jueces hubieran tenido el propósito de infligir más a los que sentenciaron, habrían añadido esto al dictar el fallo: Y además, condenamos a Fulano de Tal a las penas de hambre, frío, anemia, reuma, tisis y aniquilamiento físico en sus más deprimentes aspectos, por todo el tiempo que dure su condena, para que salga de la cárcel completamente regenerado, bien para el hospital, bien para el cementerio. [...] el frío, la anemia, el reuma, la tisis y el aniquilamiento, están domiciliados en esta prisión, como en casa propia. Son patrimonio de un régimen inhumano.”


La escasez del agua y su pésimo sabor se convirtió en una constante reivindicación de los presos. En los primeros años, el agua de que disponía cada recluso era la que llenaba, una vez al día, la cisterna de su celda. Con un bote tenía que sacar de ella el agua que necesitara para beber; los depósitos con el fin de evitar la corrosión habían sido pintados en su interior y esta pintura convertía el agua en inmunda.


Durante las fiestas de la Mercé de aquel año tuvo lugar el primer motín en la cárcel con motivo de los malos tratos que recibió un preso después de haber sufrido al atardecer un ataque de epilepsia. El interno, un demente que ya había sufrido otras crisis, fue apaleado, reducido y trasladado a una celda de castigo en los sótanos. Los demás presos de la 2ª y 3ª galerías organizaron un gran barullo con gritos y batir de platos y otros objetos de que disponían. Al día siguiente por la mañana los presos se negaron a recoger el pan que se les daba, por lo que los cincuenta y seis amotinados fueron sacados uno a uno de las celdas y apaleados, para ser posteriormente recluidos durante dos meses en celdas de castigo. El hecho trascendió los muros y tras una campaña en el exterior se abrió una investigación. A partir de este hecho se pudo conocer el suicidio –anterior a estos hechos- de dos internos y el reconocimiento de varios casos de demencia atribuibles al severo régimen de aislamiento celular que imperó en los primeros años.


¡Y mi abuelo era uno de los vigilantes de aquella prisión!


En agosto de 1908, Ramón Rull fue ejecutado en los patios de La Modelo. Se trataba de la primera ejecución en la nueva cárcel. Rull realizaba actos de terrorismo por encargo de la patronal como la colocación de bombas y el asesinato de personas, recibiendo inmediatamente el encargo, como confidente de la policía, de encontrar a los “responsables”, chivos expiatorios que siempre pertenecían al movimiento obrero. Dos años antes, Eusebio Güell lo había presentado al gobernador civil como persona que, infiltrada en los medios revolucionarios, le podría ser de gran utilidad. Parece ser que Rull considerando mal retribuidos sus servicios a la policía, decidió por su cuenta aumentar la cantidad de trabajo. El día de la ejecución, dos mil ciudadanos se reunieron alrededor de La Modelo, sabiendo que aquella ejecución tenía que haber alcanzado a personas que ahora contemplaban tranquilamente el cumplimiento del veredicto.


[endif]--Durante los primeros años del siglo que comienza, la política española se encontraba muy alterada. De hecho no se había calmado desde el desastre del noventa y ocho. España comenzaba a salir muy lentamente de su inactividad, con Barcelona como paradigma de la industrialización, circunstancia que contribuía al auge de las movilizaciones obreras, que habían culminado en 1907 con la creación de la organización anarquista Solidaridad Obrera, que pretendía dar cumplida respuesta a la nacionalista y burguesa Solidaritat Catalana. El desarrollo industrial se vio empujado por la aparición de nuevas máquinas que reducían el tiempo de producción y abarataban los costos, cuestión que provocó la desconfianza y consiguientes protestas de los obreros que pensaban que las máquinas podrían llegar a sustituirlos, caldo de cultivo ideal para que calaran en el proletariado tanto las ideas marxistas como las anarquistas de Bakunin. El objetivo socialista era lograr una reforma social mediante la presión y la concertación, basados en la huelga y la manifestación con ayuda de pasquines, mítines y periódicos. El anarquismo, por el contrario, era partidario de la revolución, despreciando la propaganda y propugnando la acción directa en forma de atentados, como el que costó la vida a Cánovas en 1897. ![endif]--


Tanto los grupos anticlericales como los antimilitaristas ganaban adeptos y la política autoritaria de Maura no ayudaba a serenar los ánimos. Un desgraciado incidente ocurrido en la zona minera del Rif, en que tribus rifeñas atacaron a los trabajadores españoles que estaban construyendo el ferrocarril minero, puso la guinda al pastel de los despropósitos y los combates que siguieron a este suceso causaron importantes bajas en el ejército. Nombres como el Monte Gurugú, el Barranco del Infierno o el Barranco del Lobo quedaron indeleblemente unidos al imaginario nacional. Precisamente en este último se registraron más de mil doscientas bajas españolas y fue conocido como Desastre del Barranco del Lobo. El signo de la nación en aquellos tiempos era ir de desastre en desastre. Se requerían refuerzos urgentes y Maura decreta el envío de varios batallones de la guarnición de Barcelona, en su mayoría reservistas, que comienzan a embarcar en su puerto el once de Julio de 1909, produciéndose escenas de gran dramatismo en el momento de la despedida de los reservistas, todos trabajadores y en su mayoría padres de familia que no podían pagar las 1.500 pesetas de “redención”, viéndose obligados a abandonar a sus familias y correr el riesgo de morir en la guerra contra el moro. Los grupos revolucionarios, formados principalmente por afiliados a Solidaridad Obrera y UGT, se presentaron en el puerto para arengar a la multitud allí congregada con la intención de evitar los embarques.


La intervención de la fuerza pública enciende la mecha. Comienzan los disturbios que se extienden por toda la ciudad y que darían lugar a lo que se conoce como la Semana Trágica. El Gobierno declara el “estado de guerra” y refuerza la policía con efectivos de la Guardia Civil. El dieciocho de Julio, Pablo Iglesias propone una huelga general contra la guerra, la cual se hará efectiva tres días más tarde. Son atacados los cuarteles de la Guardia Civil y las comisarías de policía, los tranvías volcados y las líneas de ferrocarril dinamitadas. Barcelona queda aislada para ambos bandos. El veintisiete de ese mismo mes se genera una violencia extrema contra la Iglesia católica y las persecuciones ya no cesarán hasta que finalice la sublevación. Se incendiaron doce iglesias parroquiales y cincuenta y dos conventos; desaparecieron numerosas obras de arte así como valiosísimas bibliotecas y se profanaron cementerios de religiosas cuyos cuerpos fueron depositados en las aceras de la vía pública. Las escenas eran dantescas, llegando incluso, en loco paroxismo, a bailar con las momias del convento de las Jerónimas. La revolución se logró sofocar el treinta y uno de Julio con el triste balance de setenta y cinco civiles y ocho militares muertos, tres sacerdotes asesinados, cientos de heridos y numerosos destrozos en la ciudad.






Fueron juzgadas y condenadas alrededor de cuatrocientas cincuenta personas, diecisiete de las cuales condenadas aunque sólo cinco fueron ejecutadas. Uno de estos fue Francisco Ferrer i Guardia, pedagogo anarquista y fundador de la Escuela Moderna, que tomó parte activa en la revuelta.





Era Ferrer i Guardia una espina incrustada en el gobierno conservador y en la iglesia. Sus diatribas contra la escuela religiosa, prácticamente única en España, y en favor de una escuela laica; la organización de una manifestación anticlerical en una fecha tan especial como el viernes santo de 1903; el haber escapado y haber sido declarado no culpable en el juicio seguido a raíz del atentado de Mateo Morral contra Alfonso XIII en 1906, fueron motivos para que Ferrer fuera inculpado como máximo responsable de los hechos de la semana Trágica de 1909. A pesar de que un año antes se había inaugurado el Palacio de Justicia, fue la sala de actos de la Modelo donde se desarrolló el rápido juicio que desembocó en su fusilamiento en Montjuich. Además de Ferrer también fueron pasados por las armas otros cuatro encarcelados. Una vez ejecutados, el Nuncio Apostólico hizo llegar al Procurador del Tribunal Militar, principal responsable de la condena de Ferrer, una espada de honor con las felicitaciones y la bendición de Su Santidad Pío X.

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El ya mencionado Pous i Pagès[1] escribía ese mismo año poco después de estos acontecimientos:


“La impresión que produce al entrar en la nueva cárcel de Barcelona, que empieza después del primer patio, difícilmente se olvida. ¿Qué barcelonés no la ha tenido alguna vez? Las persecuciones sociales y políticas de los últimos años han sido tan fuertes y tan seguidas, que casi toda Barcelona se ha visto obligada a establecer relación con ella. Quién para visitar a un amigo, quién para ver a un correligionario, son bien pocos los barceloneses que no han tenido que pasar por aquel lúgubre corredor, las puertas de hierro, las cancelas enrejadas... difícilmente podría imaginarse algo que produjera una impresión tan deprimente, ergastularia, de aquella entrada sombría, evocadora de visiones medievales, de silueta de inquisidor, de complicados instrumentos de tortura...”


En medio de aquella trágica vorágine de acontecimientos, en el mes de Septiembre de 1908, nacía el último de los hijos de mi abuelo, Elena. La situación se les iba haciendo cada vez más insostenible, pues Papá Juan se veía como un funámbulo en pugna por mantener un equilibrio de todo punto inestable entre un estricto sentido del deber y obediencia a las ordenanzas y su natural pacífico y bondadoso, que le originaba un sinfín de problemas tanto éticos como morales, de ahí su pensamiento constante de solicitar el traslado en cuanto la ocasión le fuese propicia. Pero las circunstancias del momento no se prestaban a ningún tipo de cambios y hubo de permanecer en su puesto durante seis largos años, hasta que en el año 1911 se le brindó la oportunidad tan ansiada, una vacante en un pueblo ignoto de la no menos ignorada Galicia, Ribadavia. Se le nombraba Jefe de Prisión Preventiva de 2ª clase y debería presentarse en la dicha localidad con fecha primero de Enero de 1911. El sueldo, 1.500 pesetas, no sólo era sensiblemente más elevado, casi un doce por ciento, sino que su poder adquisitivo se vería mejorado dada la diferencia de calidad de vida entre una ciudad populosa y una población que no llegaba a los cinco mil habitantes.


-y bien Juan, ¿dónde está ese pueblo, villa, aldea o como se quiera llamar?


Silencio.

­

-¡Juan, te he hecho una pregunta!


Mapas de España… Galicia… Orense…

­

-No aparece

­

-¿Que no aparece?... Juan… mmmm… ¡Juan!

­

-A… aquí está… Es que estas letras... sin gafas…

­

-¿Y dónde vamos a vivir?

­

-¡Eso! -contesta al niño

­

-…¡Mujer!...


Daba comienzo una nueva vida de claroscuros en la que el drama correría paralelo con las alegrías. Y sin embargo aquel traslado resultaría providencial. Fue en ese mismo año cuando se fundó la CNT, hecho que dio alas al movimiento anarquista. Las huelgas se sucedieron, siendo cada vez más radicales y violentas, lo que supuso la reacción de la patronal que creó su particular asociación de pistoleros, el “somatén”, con un resultado catastrófico al radicalizarse todavía más el conflicto, alcanzando su punto culminante en una auténtica batalla campal que tuvo lugar en Barcelona en 1919 con más de un centenar de muertos. Después, poco a poco, las aguas volvieron a su cauce y aquellos movimientos radicales sentaron las bases del desarrollo sindical, mejorando ostensiblemente las condiciones de vida de los trabajadores.



[1] Pous i Pagès, De l´ergástula. Ed. Avenç, 1909

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