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Los Úbeda en su historia (VII)

mi abuelo en Almería

Cuando nace mi abuelo, su madre apenas contaba dieciséis años y su padre debió pensar que, con esa edad y tan buen porte, bien podría reeditar el Génesis, pues en el transcurso de doce años nacerían otros cinco hijos, tomándose tan sólo un pequeño respiro mientras se mudaba de población y se establecía definitivamente en Almería, donde decidió que el mundo no se acabaría por falta de población. A ello contribuyó con gran decisión su mujer, que no sólo tuvo agallas para traerlos al mundo, sino para criarlos y educarlos que al fin y a la postre era lo que se esperaba de cualquier fémina que se preciase. En total once hijos en veintiséis años. Él cincuenta y cuatro años; ella cuarenta y dos. Herederos de una raza de titanes, sin duda.


[endif]--La situación en Tabernas no era precisamente la más idónea para ofrecer a aquella prole una buena educación. La crisis agraria de la penúltima década del siglo, por su excesiva vinculación a unas exportaciones con demanda muy elástica, provocó que los beneficios de los terratenientes fuesen invertidos en actividades industriales en el centro geográfico y financiero de la península, donde los salarios eran altos y mayor la capacidad adquisitiva, con el consiguiente detrimento de los salarios del agricultor a lo que contribuía, empeorándolos, un excesivo crecimiento demográfico. Este empobrecimiento progresivo trajo como consecuencia un bajísimo nivel formativo de la población. Ni siquiera la afamada uva de Almería o los vinos de Jerez se escaparon a esta problemática, pues la excesiva dependencia de mercados extranjeros, por razones a veces tan vanas como las reiteradas campañas de prensa desatadas en Gran Bretaña sobre los efectos perjudiciales de su consumo, provocaba con demasiada frecuencia hundimientos de los precios, como los ocurridos en el periodo de 1863 a 1890, haciendo imposible pensar en una base exportadora suficientemente sólida. Su producción se hallaba organizada sobre la base de tres grandes grupos económicos: los cosecheros, los almacenistas y los exportadores que era el grupo más fuerte y en el que sólo unas pocas empresas, Garvey, Domecq y González, exportaban más de la mitad de la producción total. Pero ni siquiera éstos fueron capaces de desencadenar un proceso de diversificación industrial a partir de una acumulación previa, ya que el sistema de crianza exigía dedicar sumas muy cuantiosas a la construcción de grandes bodegas. En estas circunstancias, el escaso capital humano técnico y laboral en los sectores secundario y terciario se vería obligado a buscar su medio de vida en lugares más industrializados. ![endif]--


Los trece o catorce años que mi abuelo permaneció en Tabernas no serían envidiables, máxime si se juzgan bajo nuestros parámetros actuales. Las gentes maduraban a marchas forzadas; a la edad en que nosotros disfrutábamos jugando a canicas, ellos ya trabajaban sin descanso en tareas agrícolas en las que la falta de medios hacía más duras las labores de siembra y recolección. La vida era muy difícil para las personas con pocos recursos. Los hombres trabajaban a jornal en el campo, de sol a sol, alternándolo con labores de todo tipo a fin de incrementar su peculio, y eso cuando no acababan emigrando. Las mujeres lo tenían peor, pues en algunos casos también trabajaban a jornal por muy poco dinero, a lo que había que añadir, dada su dedicación a “labores propias de su sexo”, el cuidado de la casa y de sus hijos, debiendo desplazarse a hacer la colada a los ríos, fuentes o manantiales, situados las más de las veces a considerable distancia del hogar. Las niñas cuidaban de sus hermanos menores y de los abuelos, o de los animales, si los tenían, y de su alimentación, debiendo comportarse como adultos, sin posibilidad de alfabetizarse, pues, de poder hacerlo, siempre era preferible que lo hiciesen los hombres, o los que pronto llegarían a serlo.

Se resignaban a vivir en un sistema insostenible porque era lo que habían visto en sus padres y abuelos y en esas circunstancias la emigración se consideraba una vía de escape. Eran tiempos en los que “Dios apretaba y no aflojaba”. La provincia de Almería era conocida como “la tierra de las legañas”, debido a aquella enfermedad contagiosa (tracoma) que se apoderaba de las clases humildes, dada la falta de condiciones higiénicas y la escasez casi permanente de agua.


Conoció las amarguras de una vida que presentía sin futuro, la angustia de ver morir a su hermano Rafael, de cinco meses, como consecuencia de una gastroenteritis, cuando él contaba siete años, y la de su abuelo Blas, ocurrida tan solo unos meses antes; los duros trabajos ayudando a su padre y tíos en los tiempos de cosecha; el pánico de ver colgado de su talón a un escorpión que le dejaría una fea cicatriz… Recuerdos todos ellos de una vida nada fácil. No, verdaderamente no pudo ser agradable. Era el mayor y como tal habría de cuidar de sus cuatro hermanos, José al que llevaba dos años y al que estuvo siempre muy unido, Josefa cuya diferencia de edad era de cinco años, María y Rafael distantes nueve y doce años respectivamente. Es de suponer que a medida que crecían, a los dos hermanos mayores se les daría la posibilidad de ir a la escuela, mientras que Josefa se haría cargo de ayudar a su madre al tiempo que se ocupaba de los más pequeños.


Toda la familia vivía en un radio de acción muy próximo. Un triángulo de calles cortas y estrechas formado por la de la Tijera, en cuyo número 6 nació y vivió Papá Juan con sus padres y hermanos, la de las Angustias, donde murió trágicamente en un incendio, abrasada por las llamas, su bisabuela Micaela, y la de la Esperanza, residencia de sus abuelos Blas y Josefa. Este cruce de callejas se encuentra detrás del viejo Ayuntamiento, un edificio del XIX actualmente reconvertido en sede social para la tercera edad (un eufemismo modernista que evoca el de las reservas indias, y en el que se concentra a los viejos para que no molesten). El fallecimiento de Micaela aparece reseñado en el Libro 12, nº 41, folio 147 del Registro Civil de Tabernas:


“A las nueve de la mañana del día diez de Abril de 1883, comparece ante el juez Rafael Guerrero Plaza, natural y vecino de esta villa, casado y de treinta y ocho años, propietario y domiciliado en la calle de los Molinos, manifestando que Micaela Plaza Contreras, de ochenta y seis años, natural y vecina de esta villa y domiciliada en la calle de las Angustias había fallecido en su referido domicilio el nueve del mes actual a las cinco de la tarde a consecuencia de una quemadura de lo cual daba parte en debida forma, como hijo de la fallecida. La referida finada estuvo casada con Diego Guerrero Roca, natural de esta villa y difunto, de cuyo matrimonio han tenido siete hijos llamados Diego, José, Rafael, Francisco, Juan, Bartolomé y María, de éstos los cuatro primeros casados, mayores de edad y domiciliados en esta población y los tres últimos difuntos. Que era hija legítima de Diego Plaza y Francisca Contreras, naturales de esta villa y difuntos”


Este desgraciado accidente coincide con el año en que la familia Úbeda se traslada a Almería. Su padre llevaba mucho tiempo con esa idea, de ahí el deseo de que sus dos hijos mayores estuviesen preparados para afrontar la situación venidera. Aquella decisión, una emigración en toda regla, sería considerada como una liberación por toda la familia. Tenía cuarenta y seis años y cinco hijos. Da comienzo entonces la etapa almeriense de los Úbeda durante la cual vendrían al mundo siete nuevos vástagos, dos de los cuales morirían sin llegar a cumplir el primer año de edad.


*********


Si se trataba de adquirir el mayor conocimiento posible sobre mi abuelo, lo primero que tendría que hacer era, de un lado, conocer la forma de vida de la Almería de finales de siglo y del otro enterarme de los entresijos de su vida profesional. Lo primero no me ocasionó grandes trastornos, pero en lo referente a su historial la cosa me resultó más ardua. Tendría que ponerme en contacto con el organismo de Instituciones Penitenciarias a sabiendas de que el “vuelva Vd. mañana” sigue funcionando en el país, de un modo más sofisticado si cabe. Narrar las peripecias de esta aventurilla, como de otras muchas que me ocurrieron en este lento deambular en busca de información, sería objeto de un libro más voluminoso que el presente. Al final lo conseguí y con él una copia de su partida de bautismo. Estaba fechada el cuatro de Marzo de mil ochocientos noventa y dos y era, junto con el preceptivo examen, uno de los requisitos necesarios para ingresar en el Cuerpo de Prisiones, lo que hizo efectivo el 8 de Abril de 1892 en la cárcel de Mancha Real (Jaén) como “Vigilante de 2ª clase de Establecimientos Penales con destino de subjefe de la misma y un sueldo anual de 358.75 pesetas”. El documento bautismal dice así:


“D. Antonio Mª. Sanz Fernández, Cura Rector que fue de la Iglesia parroquial de la villa de Tabernas


Certifico: Que en el libro treinta y seis de Bautismos, folio ciento treinta y cuatro se registra lo siguiente:

En la villa de Tabernas, Provincia y Obispado de Almería, a diez de Diciembre de mil ochocientos setenta, Yo, D. Gerónimo Delgado Cura Teniente de ella bauticé plenamente a un niño que nació hayer a las nueve de la mañana, hijo legítimo de Juan Ubeda, correo[1], y María Guerrero, siendo sus abuelos paternos Blas y Josefa Plaza y los maternos Diego Guerrero Plaza y María Sáez; se le puso por nombre Juan José y fueron sus padrinos Juan de Ubeda Plaza, labrador y María Guirado, su muger, a quienes advertí el parentesco espiritual y obligación que por él contrajeron; siendo testigos Juan y Cristóbal Ruiz, acólitos, todos naturales de ésta. Y por ser verdad extendí y autoricé la presente partida en el libro corriente de bautismos de esta Parroquia de Tabernas. = Gerónimo Delgado.

Está conforme con su original. Tabernas cuatro de Marzo de mil ochocientos noventa y dos.

Firmado: Antonio Mª. Sanz”

Corría el año 1884, época en la que la burguesía, el grupo social más pujante, aumentaba su poder económico e influencia gracias a la propiedad de la tierra y a las grandes empresas industriales, financieras y comerciales. Este grupo social, a imitación de la aristocracia, gustaba de celebrar fiestas y reuniones en sus amplios salones y dado que cada vez eran más las personas que gozaban de una cierta prosperidad material, con el consiguiente tiempo libre que les permitía su desahogada situación económica, hizo que las diversiones perdieran el carácter elitista que habían tenido hasta entonces. La industrialización y el desarrollo tecnológico, con el gigantesco paso que supuso dotar a las ciudades de iluminación eléctrica, no sólo hicieron a éstas más habitables y seguras, sino que permitió a las clases medias y populares urbanas prolongar su tiempo de ocio, realizando festejos y gozando de amplios y modernos paseos. Las llamadas “sufridas clases medias”, pequeños comerciantes, abogados, médicos, maestros, etc., gustaban de dejarse ver en los cafés de la época, donde literatos y aprendices comentaban la última novela aparecida, se organizaban tertulias, se charlaba de política o simplemente se tomaba un café. Eran muy frecuentes las reuniones literarias, políticas o musicales. La música ofreció amplias posibilidades en ese sentido, por lo que se propagó tanto su práctica, principalmente el piano, como la asistencia a conciertos. La ópera, en este periodo, se convirtió en el principal escenario de la burguesía, en el que tan importante era ver cómo ser visto. En general, la sociedad urbana albergaba el sentimiento de estar participando de una era de progreso y expansión. Con relativa frecuencia se celebraban grandes exposiciones, en las que se mostraban los últimos adelantos en las materias más diversas. Y también era habitual la creación de museos, con los que se trataba de instruir al público en los más variados saberes. Ante un panorama tal, ¿quién se abstendría de probar fortuna?


Almería, como otras ciudades españolas, se estaba convirtiendo en una plaza importante. Apenas habían transcurrido ocho años desde la salida de Tabernas de la familia Úbeda, cuando se anunciaba con gran pompa en los diarios locales la llegada del primer material para alumbrado eléctrico:


“no produce incendios ni explosiones, que tan frecuentes son con el gas y el petróleo; no oxida los metales ni alhajas de los aparadores; no produce calor ni cambia los colores, su luz es más blanca y más bella que la de los demás sistemas”.[2]


Es a finales de 1889 cuando algunos establecimientos comerciales ya comienzan a utilizar el fluido eléctrico:


“donde hay que admirarlo – continuaba la prensa local – es, sobre todo, en las tiendas de ropas, pues la luz que produce, clara y hermosa, a más de prestar realce a los tejidos, ofrece un aspecto brillantísimo e incomparable, que atrae y da cierta elegancia y confort a los establecimientos”[3]


¡Cuál no sería el impacto causado por el incipiente progreso en aquellos niños recién llegados de una aldea en los confines del desierto almeriense! Una aldea a la que la luz eléctrica no llegaría hasta el año 1910 aprovechando el salto de agua que se construyó en el río Nacimiento.


En 1901, año de nacimiento de mi padre, se elabora un ambicioso plan para abastecer de luz eléctrica los barrios periféricos que carecían de conducciones de gas, firmándose un acuerdo entre Ayuntamiento y empresa suministradora para instalar trescientas bombillas, servicio que fue mantenido hasta 1906, si bien no se podrían encender los días de luna y, en todo caso, con la condición de apagarlas a la una de la madrugada. Para entonces, mi abuelo y su familia ya se habían trasladado a la industriosa Barcelona.


Pero por mucha luz eléctrica que hubiera, no era suficiente para alumbrar el bajísimo nivel de alfabetización que existía en la población durante la última década del siglo. En 1887 el porcentaje de analfabetismo era de un 80% en varones y 92% en mujeres, lo que no resultaba un acicate para el establecimiento de sistemas educativos de rango superior, limitándose a un Instituto de Segunda Enseñanza, una Escuela de Magisterio y una Escuela de Artes y Oficios, lo que no era mala cosa dadas las circunstancias. La mayoría de la población, de extracción social baja, trabajaba como jornaleros y gozaban de una pésima calidad de vida al contar con escasos recursos materiales para acceder a unas condiciones óptimas de alimentación. La dieta alimenticia en las casas obreras consistía en los alimentos indispensables: pan, aceite, vinagre y patatas, que combinaban con otros de bajo precio y fácil conservación como el bacalao en salazón, tocino y legumbres; huevos, verduras frescas, frutas, productos lácteos, carne y pescado, eran consumidos muy raramente debido a su elevado precio. Por el contrario, las clases burguesas media y alta (comerciantes, funcionarios, propietarios, profesiones liberales…) disfrutaban de una dieta más equilibrada. La familia Úbeda, dado el estatus de funcionario del patriarca, se instaló como pudo en la parte posterior del carro de esa burguesía. Tiempo habría para ir ganando posiciones.

Resultaba paradójico que en un clima de tan bajo nivel cultural viesen la luz tan gran número de periódicos: El Norte de Almería, La Crónica Meridional, El Ferrocarril, El Noticiero, La Provincia. Evidentemente estaban destinados a una exigua minoría, pero sirvieron como cauces de expresión que supusieron un renacer cultural paralelo al económico y social. Dada la falta de especialidad informativa, convivían una literatura de mayor nivel cultural con otra más popular marcada por los cuentos, novelas, coplas… y todo ello en totum revolutum con pragmáticas, órdenes oficiales, bandos, noticias económicas y políticas, almanaques, horóscopos, anuncios, necrológicas… Un cajón de sastre en lo que a temas tratados se refiere. La incidencia en el plano literario fue enorme, difundiéndose el interés por el romanticismo de mediados de siglo mezclado con el realismo de los años siguientes y el modernismo de fin de siglo; el trasfondo de este súbito interés por la literatura lo conforman factores sociales e ideológicos de autoafirmación de la burguesía. Se populariza el empleo del verso (Papá Juan es el exponente más cercano que tenemos al poner en verso su estado de ánimo en un momento crucial para él). La poesía encuentra su puesto en los periódicos para ensalzar cualquier cosa de interés, ya fuera alabando la belleza física de la mujer o los sentimientos afectivos que rodean las relaciones afectivas,

“Mas escucha un momento, un solo instante

lo que decirte ansío. Por ventura,

que no lo sepa nadie, te lo ruego:

las auras me han contado que, anhelante,

recoges de las flores su hermosura

y del ardiente sol todo su fuego”.[4]

Temas relacionados con la muerte,

“Tener en mi muerte

dos cosas deseo…

Por caja tus brazos, y como sudario

tus negros cabellos”.[5]

Sonetos satíricos

“El señor don Juan de Robres

con caridad sin igual

hizo este Santo Hospital;

mas antes hizo los pobres”.[6]

Ante la convulsión política y social que se vivió a finales de siglo, no podían faltar composiciones críticas y de reprobación.

“Señor que desde lo alto

de tu Omnipotencia ves

los sudores que pasamos

para escribir y poder

librarnos de la censura

más amarga que la hiel,

que nos chincha y nos estruja

y nos trae a mal traer,

de coronilla unas veces,

y otras veces al revés,

es decir, diciendo blanco

lo que negro debe ser.

¡Haz que cese esta tortura

Para nosotros tan cruel!

Y que reviente Sagasta,

y que acabe de una vez

esta situación maldita

que es una especie de red

en donde estamos cogidos

por la cabeza y los pies,

por la lengua y por las manos,

y hasta por el peroné,

sin poder hablar palabra,

ni reírnos, ni toser,

si no decimos a todo

¡Viva Sagasta! y amen”.[7]

Las ideas liberales y progresistas de la alta y media burguesía a las que pertenecían por igual periodistas como lectores a los que se dirigía la prensa periódica, tenían en el punto de mira de sus ataques tanto a la aristocracia, por su ya tópica vagancia, como a las clases más bajas, por su incultura y falta de civismo caracterizada por la cría de cerdos en las casas de la ciudad, vertido de aguas y basuras a la calle… Pero también eran proclives a la autocrítica, desaprobando defectos como el ascenso social sin reparar en los medios o el desmedido afán por guardar las apariencias. Es verdad que había algunos poemas laudatorios a ciertos altos dignatarios de la política del momento, pero lo más frecuente era encontrar acérrimas y virulentas críticas hacia los políticos y en este apartado fue Sagasta el blanco preferido de los periodistas republicanos y de izquierdas, especialmente por La Crónica Meridional.


También había lugar para la diversión. Las fiestas se celebraban en la calle o en casas abiertas, siendo las más populares los Mayos, las Cruces, San Juan, Feria… La de San Sebastián, se celebraba en los aledaños de la parroquia y a ellas acudían las familias del barrio. Allí se conocieron los Úbeda y los Domínguez. No les resultó difícil intimar pues ambos paterfamiliae eran funcionarios, uno perteneciente al cuerpo de correos, el otro al de carabineros, y el esprit de corps une mucho. Si por añadidura las dos familias eran numerosas, con hijos de edad pareja, la unión podía ser más íntima y duradera, como así fue. Entre lo religioso, misas, rosarios y novenas, y lo profano, verbenas (aunque fuesen parroquiales), se conocieron mis abuelos, surgiendo ese otro tipo de amistad que se origina entre hombre y mujer; primero serían miradas de soslayo de banco a banco de la iglesia, seguidas de una sonrisa contestada por una bien estudiada caída de ojos; más tarde encuentros de pandilla en los que la pareja tiene el poder de difuminar a la multitud y en los que a una palabra le sigue un rubor especial, un alejarse corriendo a ninguna parte pero teniendo buen cuidado de volver la cabeza en el momento oportuno y dos corazones latiendo descompasadamente. Ya llegaría la traca final durante las verbenas parroquiales donde podrían jugar al escondite con las miradas maternas. Además de estas fiestas populares se organizaban otras “de pago” en el Casino o el Círculo Mercantil donde se efectuaban reuniones y bailes en fechas conmemorativas.

Cada cual se divertía dónde y cómo podía y así los basureros, por ejemplo, solían establecer juegos de chapas en calles principales, como la de Sócrates:


“… lo peor no son los escándalos que forman, sino que dejan las burras aparcadas interrumpiendo el paso. Los vecinos solicitan la presencia de los municipales para evitarlo, aunque fuera con multas…”[8]


El mercado también es centro diario de atención debido al alza de los precios y los engaños de los vendedores (calidad, cantidad y precio de las mercancías), y el servicio doméstico es deplorable:


“… el criado que no es ratero, rebotado o flojo, es ladrón; escatima con habilidad nigromántica y con un salero inaudito rompe y destroza como el vándalo más bárbaro, suprime objetos, prendas y comestibles, achacando después la culpa al gato, el perro, a la cotorra, al niño o al basurero, cometiendo los más grandes abusos de confianza, y si se le llega a reprender, refunfuña, patalea, maldice, blasfema y de repente os pide la cuenta y os abandona…”[9]


Los puntos más céntricos de la ciudad están abandonados, cuando no invadidos por una turba de muchachos, como en la Plaza de Santo Domingo, que


“forman pedreas, trepando y desgajando las ramas de los árboles o entreteniéndose en llenar la fuente con piedras, latas, animales muertos… Algunas noches apagan el alumbrado público mientras tiran de las campanillas de las casas o insultan a los transeúntes. La policía ni aparece ni se la espera.”[10]


Los espectáculos visuales van entrando por todas partes y así, en 1896 se presenta el cinematógrafo en el Teatro Novedades, muy cerca de la iglesia de San Sebastián, causando la admiración de los almerienses por un invento que


“si nuestros antepasados levantaran la cabeza se pasmarían de ver cómo podíamos admirar desde las butacas del Novedades escenas de la vida de otros lugares…”


Mi bisabuelo no dio tregua a la familia. Llegados que hubieron a Almería, se instalaron en una vivienda situada en el barrio de San Sebastián, cerca de la Puerta de Purchena. No era grande, ninguna de las habitadas por la gente de clase media-baja lo era, una sala de reunión familiar, la cocina y una o dos piezas de dormitorio en las que se debería acomodar la numerosa prole. Ahora habría que buscar una escuela en la que sus dos hijos mayores pudieran continuar los estudios primarios comenzados en Tabernas, para más tarde poder entrar en la Escuela de Artes y Oficios o preparar alguna oposición menor. La educación era primordial para encontrar un trabajo que ayudase a paliar los gastos de una familia que ya se barruntaba numerosa. Pero antes había que pasar un trámite obligatorio que no gustaría mucho a la familia: la prestación del servicio militar, que ya estaba próxima para Papá Juan. Pertenecía al reemplazo de 1889 y en una época en que la permanencia en filas era de tres años, los planes elaborados con tanto mimo por su padre quedarían en aguas de borrajas. Algo habría que hacer y con prontitud. Por aquel entonces funcionaba la “redención en metálico”, que por la nada despreciable cantidad de 1.500 pesetas se libraba uno del reclutamiento y por la mitad se obtenía la “declaración de inutilidad”.


Fue esta elección lo que le permitió prepararse para el ingreso en Establecimientos Penitenciarios, plaza que conseguiría dos años más tarde. La oportunidad se debió a la promulgación en 1882 de un Real Decreto por el que se creaba el Cuerpo de Funcionarios de Prisiones, dejando las cárceles de estar regidas por militares y pasando a ser competencia de la Administración Civil. A partir de entonces se suceden las reformas, permitiendo que los presos trabajasen en obras o incluso como profesores de bachillerato, dependiendo de la profesión. Se fue imponiendo un sistema progresivo mediante el cual los cumplimientos de las penas se realizarían en varias etapas de manera que la conducta favorable del interno iría evolucionando hacia fases más benignas, siempre partiendo de un período inicial en el régimen cerrado más estricto. En cualquier caso se mantendría un régimen de separación y aislamiento durante la noche y el trabajo en común durante el día, por grupos y clases. La finalidad era la de evitar el delito, aplicando a los delincuentes un tratamiento reformador, que no siempre tuvo éxito.

No me fue posible encontrar el programa exigido para el ingreso en el Cuerpo en las fechas en que se presentó Papá Juan, pero creo que no diferiría demasiado del que se estableció veintiocho años más tarde. El documento[11] es un tanto farragoso, pero merece la pena siquiera una lectura superficial para hacerse una idea del esfuerzo que le supondría su estudio, la tenacidad para conseguir la plaza y sobre todo la necesidad de lograrla a fin de evitar una carga familiar añadida. A la vista del temario cabe preguntarse si podemos estar orgullosos de nuestra preparación académica, o incluso si la consideramos superior a la de aquella época, habida cuenta de la elemental (?) formación de los aspirantes. Con toda honestidad creo que yo hubiese abandonado tras una primera lectura.


Mi abuelo perseveró y tras el ingreso, el ocho de Abril de 1892 vio confirmado su primer destino en la cárcel de Mancha Real, provincia de Jaén, con el cargo de “Vigilante de 2ª clase y un sueldo anual de 358,75 pesetas”.


Otro alivio para la familia, pues su hermano José ya había decidido dejar de ser una carga buscándose acomodo como camarero. No era gran cosa, pero servía de desahogo a una familia que ya contaba en sus filas con siete bocas que alimentar. Las cosas empezaban a salir bien. Se trataba de su primera experiencia fuera del ámbito familiar, al que estaba muy vinculado y, eso le produjo una cierta desazón, pues nada sabía de aquella población y mucho menos el tiempo de permanencia en la misma. Su carácter romántico y soñador no le servían de mucha ayuda y en tales circunstancias el apoyo de su hermano que, aunque cronológicamente más joven ya hacía tiempo que se había desprendido del pelo de la dehesa dada la experiencia que le iba dando su profesión hostelera, actuó como un resorte en la aceptación de la nueva vida que se le presentaba. Como no había marcha atrás, tomó sus pertrechos y se encaminó a lo que él consideraba incierta aventura.


“… el vagabundo salió, aún de noche, para Mancha Real, la vieja Manchuela de Jaén - a la falda del cerro del Águila -, pueblo en el que al viento sur llaman la granadina...”[12]


Pero a pesar de su desconocimiento, Mancha Real no era una población perdida; tenía por aquel entonces unos seis mil habitantes y una historia nada desdeñable. Fundada por Carlos V en 1537 con el nombre de Manchuela, su hijo Felipe II le concedió el título de villa, aunque para ello tuvieran que desembolsar sus vecinos la nada despreciable cantidad de cincuenta y ocho mil reales; posteriormente Felipe IV en un viaje que efectuó por tierras andaluzas hizo allí una parada y con tal motivo se le cambió el nombre por el actual de Mancha Real. Fuera el que fuese su desconsuelo, no tuvo demasiado tiempo para solazarse en su tristeza, pues apenas habían transcurridos quince días cuando un nuevo oficio le instaba a trasladarse a Almería para tomar posesión del

“cargo de vigilante segundo con funciones de Portero para que fue nombrado con fecha veintitrés de Abril último previa presentación de su Título y Decreto, mandando dar la posesión por el Señor Presidente de la Junta de Prisiones así como los demás documentos necesarios quedando desde luego en posesión del expresado cargo desde la mañana de este día”.


Lo mejor, el sueldo: 831 pesetas anuales. Por aquel entonces ya había conocido al que sería el amor de su vida. Se enamoró cuando la vio y siguió enamorado hasta el día de su muerte, sesenta años más tarde. Yo no sé si se trataba de enamoramiento o sucumbió a un hechizo, pues, por lo que yo puedo recordar, mi abuela no respondía precisamente al modelo arquetípico de las novelas románticas del XIX. Muy al contrario. Alta, delgada, de labios extremadamente finos y ojos intensamente azules, de mirada acerada, le daban un aspecto de frialdad que nos alejaba de su presencia por más empeño y cariño que pusiese en tenernos bajo su manto protector. Porque sin duda ése era uno de los aspectos más característicos de su personalidad: proteger… ¡y ordenar! Disponía de una fuerza centrípeta colosal. Se podría decir que ella misma era la fuerza. Pero forzosamente tal sensación sólo podía responder a la percepción de una mente infantil, acrecentada por comentarios de mi familia materna, siempre tan proclives a la crítica mordaz cuando se trataba del prójimo. Cuando se referían a mi abuela la solían llamar “a carceleira”, mientras que todos eran parabienes hacia mi abuelo: “es un bendito”, decían. Verdaderamente no resulta fácil deslindar el insulto del comentario irónico. Eran dos fuerzas en la que la dominante, basada en la fortaleza, el autoritarismo y la decisión, se veía contrarrestada por la bondad y paciencia de la aparentemente dominada. No existe mejor razón para la atracción recíproca. A Papá Juan jamás se le oía discutir. A mi abuela sí. Discutir y gritar, pues él siempre callaba al tiempo que asomaba bajo el enorme mostacho una socarrona sonrisa. Pero ese carácter de aparente docilidad ocultaba una fortaleza extraordinaria que se ponía de manifiesto cuando la ocasión lo requería, como tendremos ocasión de conocer. A nosotros, niños como éramos, nos divertían sobremanera aquellos guiños, pero a ella la exasperaba hasta el paroxismo. Aunque le disgustaba profundamente aquella falta de reacción que le impedía dejar constancia de su gran fuerza de carácter, siempre acababa cediendo y entonces asomaba a su rostro una resplandeciente sonrisa que dulcificaba su permanente rictus de amargura. Sin duda alguna, mi abuelo tuvo la enorme fortuna de ver condensados en su mujer los atributos que tantos buscan y tan pocos encuentran: la de esposa, madre, confidente y amante.

Mi abuela era la segunda en una familia de siete hermanos. Había nacido en Albuñol en 1874, una pequeña población granadina cuyo nombre parece derivar de vineola (pequeña viña), que tuvo su momento de máximo esplendor en los siglos de la cultura árabe-andalusí gracias a la eficaz explotación de sus recursos agrícolas. Recibió el título de ciudad tras la conquista cristiana y con la expulsión de los moriscos, en los primeros años del siglo XVII, supuso el despoblamiento casi generalizado del territorio, que se colonizaría de nuevo con castellanos, gallegos y leoneses. En 1834 se convierte en cabeza del partido judicial de su mismo nombre, conociendo a mediados del siglo XIX, un considerable auge económico, gracias a la producción de vino y pasas que se exportaban al extranjero desde los puertos de La Mamola o La Rábita, y llegó a contar con más de 7.000 habitantes. Hija de un sargento de carabineros, que ella ascendió a capitán sin necesidad de la aprobación del Cuerpo, heredó el carácter que caracteriza al estamento militar. Vivían, según gustaba de contar mi abuela, en un “cortijo”, si bien tuvo siempre buen cuidado de dejar la duda de si era propio o lo habitaban como temporeros. Fuera como fuese, pronto se vieron obligados a trasladarse de población, dado el carácter itinerante de los carabineros, de forma que con cuatro años de edad se ubicó con su familia en Adra, donde nacerían otros dos hermanos. Allí permanecerían hasta 1885, fecha de un nuevo traslado, esta vez a Almería, donde la fortuna le daría la oportunidad de conocer a su futuro marido.


Cuando Papá Juan regresa nuevamente a Almería procedente de Mancha Real lo hace con la secreta esperanza de quedarse definitivamente en la capital. Tenía novia y ardía en deseos por casarse. Primero debería asentarse en su nuevo puesto, luego vendrían los trámites para contraer matrimonio. Pero para llegar a ese punto todavía habría que esperar tres años. Una buena parte del sueldo que percibía iba destinado a contribuir en los gastos familiares y el resto tendría que destinarlo a los ahorros tan necesarios para comenzar la nueva vida que ya veía cercana. Por razones no especificadas, en Mayo de 1894 se le notifica que a partir del primero de Julio el salario de 831 pesetas que tenía estipulado pasará a ser de 750 pesetas. Nada que objetar y, de hacerlo, con la boca pequeña. Y como todo llega, también lo hizo la fecha tan añorada. Los esponsales se celebrarían en la parroquia de San Sebastián a las nueve de la noche del día doce de Julio de 1895. No sé si la fecha, pero la hora era muy acertada dado el sofocante calor en aquellas latitudes. Además habría mucho público, cosa que encandilaba a mi abuela. Si por ella fuese se habrían casado en la Catedral, oficiando el Nuncio como monaguillo y el mismísimo León XIII como oficiante. No pudo ser, así que lo harían donde les correspondiese y conformándose con el Coadjutor como máxima autoridad, protocolo que rompió cuando se trató de bautizar a sus hijos, que lo fueron en la capilla del Sagrario de la Catedral[13]. El Vaticano quedaba un poco lejos.


Durante una de mis estancias en Almería y sin tener nada mejor que hacer, me dediqué a deambular por las calles almerienses intentando recrear la ciudad de finales del XIX con la ayuda de unas fotografías antiguas que había encontrado en una librería de viejo.




Bajando por la Rambla me encaminé al puerto que, aunque profundamente reformado desde la fecha en que mis abuelos emprendieran viaje a Vélez Málaga, el mar que lo rodeaba seguía teniendo el mismo color que antaño. Ellos estaban tristes y apenas podrían disfrutar de la belleza de aquel azul incomparable en el que se reflejaba la orgullosa Alcazaba. Las percepciones varían de acuerdo a los sentimientos del instante y yo, absorto por la maravilla de aquel entorno, disfrutaba rememorando el pasado mientras me extasiaba ante las peladas montañas, que el sol del atardecer vestía de un intenso color púrpura, con la misma soñadora mirada con la que lo habría hecho al Zagal setecientos años atrás cuando intuía que jamás volvería a disfrutar de aquella visión. Volví a la realidad y dirigí mis pasos hacia la plaza de Chafarinas, de nombre evocador, donde en tiempos musulmanes se alzaba la mezquita aljama, hoy compartida por la iglesia y el vecino cuartel, donde todavía nos es dado contemplar parte del antiguo patio de las abluciones, hoy llamado de los naranjos.



Se hacía tarde y yo tenía una cita a las nueve de la noche con la iglesia de San Sebastián a fin de revivir el acontecimiento que había tenido lugar en aquel recinto ciento diez años atrás. En la familia siempre se había escuchado, de labios de mi abuela, la elegante boda de corte versallesco que protagonizaron los contrayentes e invitados a tan fastuoso acontecimiento. Una noticia así no podía haber sido descuidada por el principal diario local, La Crónica Meridional, pero por más que leí y releí las cuatro páginas de que se componía el periódico en aquellas fechas, tanto el día de celebración como los anteriores, solamente pude encontrar una lacónica noticia sobre el magno acontecimiento.

La iglesia, de estilo neoclásico, fue levantada por Ventura Rodríguez en el siglo XVII y en su interior, situado en su altar mayor, se guarda la extraordinaria talla del Cristo del Amor, obra de Perceval. Ocupa el solar de la antigua ermita que los Reyes Católicos mandaron levantar en el lugar donde recibieron las llaves de la ciudad de manos de al Zagal, tras la capitulación. Posteriormente fue convento de la orden trinitaria de acuerdo con el Repartimiento de los Reyes Católicos, abandonado tras el ataque berberisco de 1564 para instalarse cerca de la puerta de Mar. Ya en el siglo IX era uno de los lugares más populosos de la ciudad, por ser encrucijada de los caminos que llegan del Nordeste y el Levante. Durante el período musulmán la presidía un morabito, que con la llegada de los cristianos se convirtió en ermita de San Sebastián, de donde le viene el nombre a la plaza, manteniéndose como lugar de esparcimiento de los vecinos. En el siglo XVIII se urbanizó convirtiéndose en mentidero al que acudían los forasteros a cambiar noticias mientras sus caballerías abrevaban en el pilón allí situado.



Serían las ocho y media cuando, agotado tras deambular por la ciudad bajo un sol de justicia, me senté en uno de los bancos de la plaza situada frente a la iglesia observando, extraña coincidencia, los preparativos de una boda cuyo rito estaba a punto de consumarse. Iban llegando invitados, unos en coche otros andando, que se agolpaban en corrillos repartiendo abrazos por doquier con el alborozo y griterío propios de tales acontecimientos, cuando ya se barrunta la ingesta espirituosa de un modo totalmente gratuito. De hecho algunos ya iban colocados para la ocasión, a juzgar por las estentóreas risotadas y los golpes que se propinaban en las espaldas sin causa aparente que los justificasen. Si aquello comenzaba de tal guisa no resultaba difícil prever como acabaría la ceremonia del himeneo. Entorné los ojos y traté de revivir aquella otra que se había celebrado hacía más de un siglo. Evidentemente nada que ver con la zafiedad de la presente. Entonces había damas, y, por supuesto, caballeros. Y la compostura formaba parte de la educación. Los que yo estaba observando eran patanes en traje de domingo, en los que continente y contenido parecían estar reñidos. Ellas haciendo equilibrios sobre tacones que por su altura parecían zancos y embutidas en trajes recién rescatados de la última fiesta de carnaval; ellos luciendo coletas que no habían tenido contacto con el jabón desde lustros y camisas cuyos cuellos amenazaban seriamente con estrangular a sus propietarios. ¿Qué decir del colorido de sus atuendos? Van Gogh no tuvo tanta fantasía. Los taxis que materialmente “descargaban” a aquel personal no se podían comparar con los carruajes tirados por magníficas jacas ricamente enjaezadas en los que damas elegantemente ataviadas con trajes “a lo parisino” eran galantemente ayudadas por corteses caballeros que, cuando les ofrecían su mano para ayudarlas a bajar del landó aprovecharían para deslizarla por zonas que restringe el pudor: -¡Oh! -¡Disculpe, no era mi intención! Pero sin duda lo era. El bullicio me impedía la suficiente concentración para seguir imaginando situaciones y yo no andaba tan sobrado de fantasía como mi abuela. ¿Realmente habría sido tal como lo contaba? Quizá las únicas calesas que por allí pasaban eran las “de punto” que rondaban a la caza y captura de algún cliente de posibles Qué más da. Mi abuela tenía veintiún años e iba a pasar por la experiencia más maravillosa que hubiese tenido jamás. Estaría y se comportaría como una niña y ya se sabe de las admoniciones de Jesús a los que querían entrar en el reino de los cielos. Lo importante es cómo uno lo vive, o lo sueña, que para el caso es lo mismo, y en aquella época el romanticismo becqueriano estaba en su mejor momento.

El novio, el del tiempo presente, participaba como uno más de aquel esperpento hasta que el aviso de que la novia acababa de llegar hizo que la jauría se lo llevase en volandas al interior del sagrado recinto. Me levanté y me acerqué a la iglesia. Quería experimentar en aquel lugar alguna sensación novedosa que me trasladase en el tiempo. El novio, nervioso, con el cuello a punto de reventar de tan apretado que lo llevaba, tenía fija la mirada en una imagen del altar mayor. La misma que había contemplado mi abuelo en una situación similar, pero de una elegancia sin parangón posible con la que yo presenciaba en aquellos momentos.


Mi abuelo era lo que se dice un buen mozo, alto, de complexión fuerte, guapo, bonachón, camelador, con una hermosa y abundante cabellera ondulada aunque prematuramente blanca; ni cana ni entreverada, ¡simplemente nívea! y si bien detalle tan nimio pasaría inadvertido en las generaciones actuales, cuando no dotado de un cierto rasgo de distinción, en las postrimerías del XIX sería tachado de decadente, sin más. Un apuesto joven de veinticinco años no podía presentarse ante aquellos petimetres representando una edad que ni por carácter ni por cronología le correspondía. Además era aquél un tema que molestaba mucho a mi abuela, pues ¡qué pensarían sus encopetadas amistades de un novio que más parecía su padre! No le llevó demasiado tiempo tomar una decisión que no se puede calificar sino de heroica. Se raparía la cabeza. Dicho y hecho. Ni siquiera lo consultó con el mayor confidente que tenía, su hermano José que además sería padrino de boda. “Sí señor, ole tus cojones”. De esta guisa, con un rutilante mostacho y un cráneo que parecía recién rescatado de un osario lo encontró su hermano al día siguiente para acompañarlo a la iglesia. De la impresión se quedó más blanco que el cabello de su hermano aunque pronto estalló en una sonora carcajada que tuvo efectos relajantes sobre mi abuelo. Entre risas y comentarios se fueron serenando, pues aquello ya no tenía solución, así que le ayudó a terminar de vestirse y entre miradas de soslayo que finalizaban en nuevas carcajadas, llegaron a la iglesia. Faltaba todavía bastante tiempo para la ceremonia que tendría lugar a las nueve de la noche, hora nada habitual pero de todo punto lógica dado el rigor climático en aquellas latitudes y el sol almeriense no quería pasar desapercibido antes de esconderse con todo su esplendor; los alrededores de la iglesia estaban literalmente desiertos, salpicados solamente por la presencia de algunos viandantes y unos pocos curiosos que nunca faltan a este tipo de espectáculo. Mi abuelo y su hermano se deslizaron disimuladamente en el interior del recinto y se sentaron en el primer banco. Cayeron en la cuenta de que las flores que engalanaban el altar mayor eran del mismo color albo que el pelo del contrayente. José no podía contener la risa, acompañándola de comentarios ininteligibles que a él parecían jocosos y que lejos de disiparla la aumentaba. Una señora que se ocupaba de los ornamentos les llamó la atención, ocasión que aprovechó el padrino para ir en busca de la madrina, su novia, para ponerla sobre aviso del desaguisado y evitar la cogiese por sorpresa. Le rogó que acompañase al novio en su larga, solitaria y nerviosa espera mientras él se reunía con mi abuela para ayudar en los preparativos finales. Mantuvo la prudencia de guardar silencio, convencido como estaba que aquel asunto no tardaría en convertirse en temible catástrofe. Cuando la madrina entró en la iglesia, se encontró con un espectáculo inenarrable. Vio a un hombre calvo hieráticamente erguido ante el altar mayor observando con mirada de orate la magnífica talla del Cristo del Amor. “¡Jesús, pero qué has hecho Juanito…! ” Señalando la imagen, le contestó: “Ya ves Rosa, ¡por amor, un Cristo!”. ¡Cuántas veces oímos narrar a mi abuela el “disgusto más grande de su vida” acompañando sus palabras por un despectivo “este payaso”, mientras a Papá Juan se le escapaba una socarrona sonrisa por debajo del poblado mostacho!



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A la indudable trascendencia del momento se unía la incertidumbre de la reacción de mi abuela. Tragó saliva varias veces. Realmente él no se veía tan mal. Se había vestido con corrección, sombrero hongo incluido y aunque difícilmente podía disimular el desaguisado tampoco se le podía tildar de tiñoso, como con toda seguridad haría la que se iba a convertir en su mujer en cuanto le viese. Le hubiese gustado hacerlo con el uniforme del Cuerpo, pero todavía no se había elaborado un reglamento en condiciones que contemplase tal prenda en sus estatutos, si bien la mayoría de los integrantes del Cuerpo veían con buenos ojos la inclusión de tal prenda, tal como en su día lo expresaba la “Revista de las Prisiones”. También existían detractores, unos por el gasto que originaría a los que por su sueldo, la mayoría, no podrían hacer este estipendio, otros porque la uniformidad no conduciría a nada provechoso e incluso había quien afirmaba que los que estaban a favor lo hacían por simple lucimiento dándole al cuerpo cierto sabor militar. En honor a la verdad, esta última consideración le hubiese venido pintiparada, dada la prosapia militar de que presumía la familia política. A este respecto recordaba haber oído las quejas de algunos de sus superiores que, habiendo sido invitados, como miembros de la Administración Pública que eran, a determinadas recepciones o días de besamanos, hubieron de declinar la misma por carecer de frac o uniforme adecuado. Aquel colectivo era un desastre; cada empleado vestía como quería. Tenía compañeros que lo hacían con traje de pana y boina, otros con chaqueta, faja y gorra de uniforme con todos los galones y entorchados que se quisieran poner y no faltaba quien lo hacía de americana o chaqué, resultando una diversidad de trajes y colorines de efecto desastroso. Tan sólo unos días antes, un compañero suyo de la cárcel de Burgos, Francisco Murcia, hacía unas reflexiones publicadas en un libro sobre Estudios Penitenciarios proponiendo un uniforme para el Cuerpo que no llegaría a hacerse realidad:

“Es hasta irrisorio y vergonzoso ver que unos empleados llevan gorra de un forma y otros de otra; que éstos traen galones blancos o plateados y aquéllos dorados, algunos con fondos negros, muchos azules, quienes encarnados y hasta verdes; que éste presenta menos galones que su compañero y aquél más que su jefe, y otras mil imperfecciones semejantes que, aunque parezca que no, quitan seriedad al Cuerpo hasta para con los mismos penados”.

Y acerca del armamento añadía

“…la dotación de un armamento ligero evitaría el uso de esa confusión de armas ofensivas, blancas y de fuego, y de esos bastones, con honores de garrotes, rellenos de acero, de que van armados, hasta los dientes, como vulgarmente suele decirse, los empleados de penales, para que les sirvan de defensa, en caso de necesidad”.

Sumido en estos recuerdos no se percató que el umbral de la iglesia lo ocupaba por entero un sol resplandeciente. El corazón le palpitaba a tal ritmo que temió lo pudiesen oír los que se hallaban más cerca y así continuó el tiempo en que aquella aparición tardó en recorrer los sesenta y dos pasos, ni uno más ni uno menos, que la separaban del altar y que él se había entretenido en contar para paliar la tensa espera. Rompiendo con la tradición decimonónica del color negro, mi abuela había decidido lucir un vestido blanco de cuello alto y mangas largas; sobre la cabeza un velo cubierto de guirnaldas de flores; en su mano izquierda un ramo de azahar. El corpiño ensalzaba su elegante figura y, conocedora como era de la impresión causada, miraba alternativamente a uno y otro lado repartiendo dulces y candorosas sonrisas… ¡Hasta que llegó al altar! Si le vio – y seguro que lo hizo – sobreactuó de forma magistral, adoptando la actitud seria de acto tan solemne. Ni una sola mirada. Indiferencia total. ¿Sería posible que no se hubiese dado cuenta? Papá Juan sólo pudo respirar tranquilo cuando oyó el deseado “¡Sí quiero!”. Ya no había marcha atrás. Ahora ya podría aguantar todas las broncas que se pudieran presentar. Un mal rato que pronto se transformaría en placer al compás de los vaivenes del lecho nupcial. Mañana sería otro día.

Papá Juan se levantó temprano, como de costumbre, aunque se sentía un poco más cansado. El tiempo no se paraba y él debía cumplir con sus cotidianos deberes carcelarios. Por entonces no existían convenios reguladores laborales que permitiesen los goces prolongados de la luna de miel. Era simplemente “una” luna y por tanto había que disfrutarla al máximo, aunque al día siguiente estuviese uno desfondado, pues con el sol todo volvería a la normalidad. Se aseó y salió de casa para comprar La Crónica Meridional. Cuando regresó a casa un repentino y violento torbellino le arrebató la prensa de las manos. Su mujer estaba ansiosa por leer el acontecimiento que sin duda ocuparía una página entera de las cuatro de que se componía el diario. Nada en la primera, ni en la segunda… en la tercera, un artículo bastante extenso relacionado con la Cárcel. Ya lo leería luego. Pero ¡dónde demonios estaría la endiablada noticia!...

­­­ -¡Juan!...¡¡¡JUAN!!! ¡Pero dónde se mete este hombre! ¡Habráse visto! ¡¡¡JUAAAN!!! ¡Mira, mira…aquí, en las noticias del Juzgado Municipal, donde ponen lo de los casamientos…! Ninguno, dice que NINGUNO! ¿Habráse visto? ¡Qué desfachatez! ¿Qué pasa, que no somos nadie? ¡¡¡JUAAAN!!!...

­­- Por Dios, María, deja de gritar, sosiégate un poco. Mira, la boda finalizó tarde y los periodistas no están en vela toda la noche para este tipo de noticias… Con toda seguridad aparecerá mañana, domingo…

­- ¡Toma, toma, que tienes una cachaza…!

Y le entregó el periódico para que se enterara de la noticia sobre su trabajo.


Ya había algo que comentar ese día cuando llegase a la prisión. Al siguiente apareció la tan esperada aunque escueta noticia. Menudo chasco para Mamá María.


La vida de mi abuelo comienza a asemejarse a la de los cómicos de la legua. Un nuevo destino da al traste con todas las ilusiones puestas en su nuevo estado. En plena luna de miel, sólo cuatro meses después de su matrimonio, un nuevo destino le sume en una depresión. Esta vez a Vélez Málaga ocupando el mismo cargo desempeñado en Almería pero con cincuenta pesetas menos de sueldo. Quizá considerasen que en una plaza de menor categoría las necesidades económicas fueran menores. De lo que estoy seguro es que no le haría excesiva gracia. La despedida fue triste, todas lo son, pues al alejamiento de los seres queridos se unía la incertidumbre sobre el tiempo que duraría aquella separación. La distancia no era excesiva, pero el viaje que forzosamente tenía que hacerse por vía marítima, aumentaba la sensación de lejanía. Acudieron al puerto ambas familias. Aquel extraordinario mar azul se había trocado repentinamente en un espejo que reflejaba el color plomizo del cielo como si pretendiese emular los sentimientos de los allí presentes. Los prolongados silencios sólo eran interrumpidos por comentarios banales que a nadie importaban. Ni al que los hacía. La espera se hacía larguísima y sin embargo todos la quisieran hacer eterna. Un lúgubre pitido avisaba de que el tiempo de la partida era llegado. Abrazos, llantos reprimidos y un pronto nos veremos, el tiempo pasa rápido, acabaron con las pocas fuerzas que les quedaban a los unos y a los otros. Pero nadie mejor que el propio Papá Juan para ilustrar el estado de ánimo de aquel momento.

Pero las desgracias nunca vienen solas y el sueldo que recibía, ya de por sí escaso, tardaba en pasar de manos, ya fuese debido a una administración nefasta o por causas atribuibles a un nefasto administrador. Lo cierto es que estuvo dos meses sin cobrar y los recursos se iban agotando en la misma proporción que la paciencia de Papá Juan, algo no demasiado habitual, el cual llegó a pensar seriamente en mandar todo a freír puñetas, vocablo que gustaba de repetir de cuando en vez

No transcurrió mucho tiempo en que una gran alegría se introdujo como una cuña entre tanto sinsabor. Nació su primera hija y aquel acontecimiento redimió las penas pasadas, máxime cuando su suegra se desplazó para ayudar en un trance en que ambos eran novatos. Pero poco dura la alegría en la casa del pobre y a los pocos días de haber dado a luz, mi abuela se puso tan enferma que Papá Juan, fuera por desconocimiento, fuera por la experiencia de tanta muerte en la familia, temió por su vida. Afortunadamente todo quedó en el susto.

Cuando todo volvió a la normalidad y viendo que las cosas ya funcionaban adecuadamente, su suegra emprendió la vuelta a casa, lo que fue origen de un nuevo drama, pues no veían cercano el reencuentro.


Con la distancia que da el tiempo, leer en verso el producto de un sentimiento que difícilmente seríamos capaces de poner en prosa, causa ternura y nos acerca mucho más a él. Pero también es fuente de estupor, dada la formación intelectual de sus antecesores ¡Cuántos sacrificios hubo de pasar aquella generación para superarse a sí mismos y hacer lo propio con los suyos! Nadie les dio nada. Y nos lo dieron todo. Gracias a ellos hemos llegado a ser lo que somos, pero eso sí, con muchísimo menos esfuerzo, pues el pedestal sobre el que nos hemos elevado lo asentaron con firmeza sobre unos cimientos amalgamados de sinsabores, sufrimientos, renuncias y privaciones.


Fueron tan solo ocho meses de estancia pero, a tenor de lo que nos ha dejado escrito, no demasiado felices, así que cuando recibió el oficio comunicándole el regreso a su amada Almería donde se encontraba toda la familia se les abrieron todos los cielos. Con esta noticia ya todo se veía distinto. Bien es verdad que no todo fueron penurias, también hubo lugar a momentos de alegría, habían hecho muchos y buenos amigos, pero el momento más emocionante fue sin duda el nacimiento de su primera hija, María. Que la familia era prolífica lo demuestra que dos meses después de este acontecimiento nace en Almería la última hermana de mi abuelo, Dolores, cuando sus padres contaban cincuenta y cuatro y cuarenta y dos años respectivamente.

El recibimiento que les dio la familia fue grandioso. Al fin todos juntos de nuevo. Fueron seis años de tranquilidad en lo que a traslados se refiere, durante los que vinieron al mundo tres nuevos seres, el último mi padre. Pero en los planos político, social y económico, la situación era bien distinta. Y preocupante. Su regreso coincide con una crisis sin precedentes: guerra de Cuba, persistente sequía precursora de un período de hambre generalizada, falta de trabajo… Obreros y braceros de los pueblos de la provincia, algunos vecinos y conocidos de un tiempo pasado, acudían a la capital a implorar caridad pública. Con fecha 25/05/1898 el B.O. de la Provincia de Almería declaraba que


“todos los viernes por la mañana se concentran en la plaza de la Catedral más de trescientos pobres solicitando una limosna al prelado”.


En Marzo de aquel fatídico año el hundimiento de la peseta trajo consigo el alza de los precios y si el Kg. de pan costaba treinta céntimos en 1893, cinco años más tarde pasó a ser el doble, más de la tercera parte de un jornal[14]. Todo subía en aquel tiempo: el fervor patriótico, el pan, las patatas, el arroz, el carbón… en fin, todo lo que fuera comer, beber y arder. Mi abuelo fue testigo de excepción de aquel malestar generalizado, sufriéndolo personal y profesionalmente pues los motines solían dar con los huesos de algún desgraciado en la cárcel y esa circunstancia no encajaba con su espíritu sensible. No hubo que esperar mucho tiempo para que se produjesen manifestaciones populares de índole menos pacífica. Al mediodía del nueve de Mayo de 1898 se produjo un motín que dejaría profundas huellas en la población. Lo inició un grupo de mujeres que, portando palos y herramientas y blandiendo una bandera roja, recorrieron las calles de Almería dando gritos de “que bajen el pan” y “abajo los consumos”. Los “consumos” eran el impuesto más odiado por caer directamente sobre los consumidores, pero que tenía su mayor grado de repercusión en los más pobres y que, al depender directamente de los Ayuntamientos, estaban sometidos a todos los desmanes del caciquismo de pueblos y ciudades. A estas mujeres se les unieron grupos de hombres que, dirigiéndose a los fielatos, los quemaron, haciendo lo propio con las casetas de los empleados de consumos y todo lo que se encontraba en su interior, mesas y sillas, arrojando las básculas al mar. De la quema de fielatos se pasó directamente al saqueo de depósitos municipales y particulares. Según datos de la época, los amotinados, una vez asaltado el Depósito administrativo, se apropiaron de 974 sacos de harina, 400 cajas de jabón, 1029 cajas de petróleo, 130 sacos de maíz… Por todas partes se veía a hombres, mujeres y niños cargados con sacos, y las mujeres, para justificar los robos en las tiendas, decían: “para nuestros hijos, que no tienen qué comer”.

La Guardia Civil, totalmente desbordada, trataba de disolver la manifestación a sablazos y a tiros, teniendo que retroceder en varias ocasiones ante la presión de los amotinados. Hubo varios heridos de bala. El Gobernador Civil, ante la envergadura de los acontecimientos, cedió el mando al Gobernador Militar, que decretó el estado de guerra en toda la provincia. La normalidad no se recuperaría hasta pasados cuatro días y aunque el Ayuntamiento, que hasta el momento no se había preocupado de poner coto a los comerciantes, empezó a vender grandes cantidades de pan a cuarenta y cinco céntimos, tal decisión no alcanzó a paliar la situación de los más necesitados. El encarecimiento de todas las subsistencias se mantuvo en Almería durante todo el año, y en consecuencia también el hambre y la miseria.


No, no fueron días alegres para la familia Úbeda–Domínguez, obligados por las circunstancias a tomar parte activa en el motín: mi abuelo, de modo indirecto, como Vigilante de la Prisión; el padre y hermano de mi abuela implicados de forma mucho más directa en la represión del motín, el primero como sargento de carabineros, el segundo como miembro de la Guardia Civil. No creo que fuese casual que en ese año Papá Juan decidiese, quizá como medio de evasión, poner por escrito los datos sobre su familia, sin mención alguna a los acontecimientos de un momento tan crucial en sus vidas.


Soplaban vientos de guerra. Cuando se inicia el año 1898 España ya llevaba cuatro años de conflicto colonial por la insurrección en Cuba y Filipinas. Por entonces mi abuelo contaba veintiocho años de edad y dos hijos, lo que le eximía de una hipotética incorporación a filas, pero tenía un hermano, Rafael, de dieciséis y un cuñado, José María, de veintidós años y, para mayor preocupación, guardia civil de segunda clase. Con éste poco se podría hacer si el ejército decidiese enviarlo a las colonias, pero con su hermano siempre existía la posibilidad de emplear el mismo recurso que años antes se había hecho con él, la “redención en metálico”, declarándolo “inútil por 750 pesetas” llegado el caso y si la situación se mantenía, lo cual no estaba muy claro dado el descontento de las clases bajas que, por no disponer de tal cantidad, debían ocupar las plazas dejadas por los más pudientes. El dinero se abonaba a la Comisión y muy especialmente al médico militar, lo que dio lugar al sarcástico comentario de un periódico:

“…sabíamos que en África se hacía la trata de negros, pero ignorábamos que en Almería hubiese una partida de ladrones de levita que eclipsara a los famosos negreros de la costa de Guinea”.

El escándalo fue de tal magnitud que el diario “El Progreso” de Madrid denunció a la Comisión de Reclutamiento por haber enviado a la guerra a más de “cuatrocientos infelices” y por haberse embolsado cantidades que oscilaban entre seis mil y setenta y cinco mil pesetas, según la jerarquía del cargo. Esta circunstancia fue aprovechada por el PSOE que llevó a cabo una reivindicación bajo el lema “o todos o ninguno”, lo que venía a decir que también fueran a la guerra los “hijos de los ricos”. Tal política forzosamente le haría ganar peso político y para aprovechar el tirón convocaron un mitin en el Teatro Novedades para protestar contra el servicio militar y la dicha “redención”, invitando a madres, esposas y hermanas de los mozos a participar en la campaña de protesta contra la guerra. El éxito fue espectacular sobre todo por el hecho de que la provincia almeriense daba un elevado número de mozos prófugos, muchos de los cuales se quedaban en la emigración dejando a sus familias desprovistas de parte de su sustento.


El número de redimidos se mantuvo en tiempos de paz siempre en unos niveles aceptables, pues el redimido sólo acudía a este recurso después del sorteo y cuando estaba incluido en el cupo del servicio en filas. Pero en el período 1895-1898, con motivo de la Guerra de Cuba, cuando se movilizaron reemplazos ya licenciados y se llamaron a excedentes de cupo, el número de redenciones en metálico se incrementó rápidamente hasta alcanzar los ochenta y tres mil. Estas cifras descenderían al perderse la guerra en las colonias, pero volverían a crecer durante las guerras de África. Muchos jóvenes españoles prefirieron desertar y huir al norte de África, Portugal, Francia o América, antes de embarcarse para Cuba. Se calcula que en 1899 el ingreso en las arcas del Estado por este concepto ascendió a la nada desdeñable suma de cuatrocientos millones de pesetas de la época.

Si bien desde 1891 existía un proyecto de ley para la supresión de la redención y la sustitución, considerados injustos no sólo por la opinión pública sino también por el mismo Ejército, no sería hasta 1912 cuando una nueva ley de reclutamiento desterrara estos privilegios.

¡Cómo no iban a intentar eludir una guerra que en modo alguno les afectaba! Las noticias que llegaban de ultramar eran para arrebatar el ánimo a cualquiera, por más que se las diera de valiente: las constantes emboscadas, el temible mosquito “jején”, las niguas que se introducían bajo las uñas, las cucarachas aladas, el “bicho candela” que producía ceguera, la malaria, las lluvias torrenciales, la humedad, el ardiente sol, la pésima calidad del agua… diezmaban a unas tropas que ya previamente habían dejado hombres por el camino en la lenta y agónica travesía atlántica. Aquella guerra era una patata caliente en manos de los sucesivos gobiernos y fuerzas políticas. Los conservadores en el poder habían pasado de la estrategia de la “guerra suave” de Martínez Campos a la de “a la guerra por la guerra” de Weyler, el general de hierro, pero sin comprometerse del todo. Tras el asesinato de Cánovas, Sagasta ocupa el poder y decide relevar a Weyler al tiempo que redacta un estatuto de autonomía para Cuba y Puerto Rico reconociendo el sufragio universal y proclamando iguales derechos que los disfrutados en la metrópoli. Pero las concesiones de los liberales llegaron demasiado tarde, fracasando ante las actitudes independentistas de los cubanos con el decidido apoyo del gobierno USA, que no tardaría en declarar la guerra a España. La opinión pública estaba dividida; los conservadores y el liberalismo provinciano de los caciques locales participaban activamente de la campaña patriotera que alentaba la prensa; los grupos republicanos eran partidarios de la concesión de la autonomía y los socialistas, que fueron los únicos que se oponían a la guerra tratando de demostrar que la clase obrera nada tenía que ganar en los lejanos campos de batalla, continuaban su política de denuncia ante la injusticia del servicio militar y la redención en metálico.


La declaración de guerra por parte de los Estados Unidos actuó de aglutinante nacionalista. A la organización de festejos por parte de las sociedades taurinas, recreativas y deportivas almerienses, se unían los discursos patrióticos de las fuerzas vivas locales, Obispo, Gobernador, presidente del Círculo Literario… coreados por gritos de “Viva España” y “Mueran los yanquis”. Los artículos periodísticos, con el fin de infundir ánimo a una sociedad en horas bajas, rebajaban el poderío real de la Armada norteamericana. Pero era en vano. Las noticias que llegaban narrando las derrotas navales rebajaron la euforia y pusieron de relieve la triste realidad de nuestra flota. Se suspendieron por unos días las veladas teatrales, a la par que se acrecentaba el temor a un posible bombardeo de la ciudad por la flota americana, hasta el punto que el Ayuntamiento, en un absurdo ejercicio de histeria, ordenó apagar todas las luces por si el ataque se producía en horas nocturnas. Aquella guerra hundió a España en una profunda depresión por la pérdida del orgullo nacional, y sus consecuencias todavía se dejan sentir en la actualidad.

Tras el “Desastre del 98” surgió una agrupación republicano-socialista que adoptó el nombre de Germinal y que en Almería hizo su aparición a mediados de 1899. Este movimiento estaba orientado a romper con el pasado y reaccionar ante la situación de crisis moral producida tras la derrota, echando en cara a los viejos republicanos su silencio cómplice ante el estado en que vivía el país y dispuestos a entrar en una controversia política que rompiese la “santa calma”, pues


“en el estado en que estamos no pueden imponerse las buenas costumbres sino a latigazos”[15]


Proclamaban un programa regeneracionista basado en la moralidad administrativa, lucha contra el caciquismo, independencia real de los tres poderes, judicial, legislativo y ejecutivo, extensión de la enseñanza primaria a todos los niños y niñas del Estado, pureza del sufragio universal… La intensa actividad educativa y de propaganda con la que se empeñaron galvanizó la vida política de la ciudad de Almería entre 1899 y 1902. Sus ataques a las instituciones y al clericalismo, su defensa de la libertad de conciencia y pensamiento, su carácter radical y reformista en la que no había cabida para jefes, ordenanzas, credos ni mandamientos, contrastaba con la decadente sociedad de finales del XIX y la inactividad de los grupos republicanos. Fueron la referencia de la juventud almeriense y de los librepensadores provinciales y el revulsivo de los propios republicanos por la


“decisión y entusiasmo que pusieron en la lucha, sugestionados por la idea de que de ellos dependía todo y porque quizá luchaban sin esperanza”[16]

Estos jóvenes rebeldes se autodisolvieron en el verano de 1902 a la llamada del viejo Salmerón, para formar parte de la incipiente Gran Unión Republicana.

Mientras ocurrían estos acontecimientos Papá Juan recibe la notificación de traslado a la cárcel de Vera, cerca de Almería, por un período de seis meses tras los cuales regresará nuevamente a la capital en donde permanecerá un año. Habían transcurrido diez años y el sueldo, 750 pesetas, lo había ido viendo pasar en posición de firmes, la mirada al frente fija como la de los orates y el gesto imperturbable. Mi abuela no lo estaría tanto. ¡Calzonazos! Pero la paciencia es la fortaleza de los pobres y el veinticinco de Abril de 1904 llega el tan deseado ascenso, el profesional y el monetario. El destino sería la Prisión Celular de Barcelona, próxima a inaugurarse y conocida posteriormente como Cárcel Modelo. La categoría, vigilante de 1ª clase. El sueldo, 1350 pesetas ¡casi el doble! La fiesta familiar debió ser indescriptible, incluida la particular en la más estricta intimidad, pues exactamente nueve meses más tarde nacería mi tío Joaquín. Tenía veintiocho años, una esposa y cuatro hijos, la mayor de ocho años y el más pequeño, mi padre, de tres; su mujer todavía desconocía el nuevo embarazo.







[1] En el acta del Registro correspondiente al nacimiento de José, hermano de Papá Juan, consta como oficio de su padre el de “conductor de la correspondencia pública”.

[2] La Crónica Meridional

[3] Ibidem

[4] A. Robles Roig. La Crónica Meridional. 11/02/1890

[5] Fco. Villaespesa. La Alpujarra. 23/10/1886

[6] La Crónica Meridional. 16/01/1883

[7] La Crónica Meridional. 08/10/1898

[8] La Crónica Meridional. 10/06/1900

[9] Ib. 29/07/199

[10] Ib. 02/05/1900

[11] Se incluye en el Apéndice

[12] Camilo José Cela. “Primer Viaje Andaluz”

[13] La capilla fue mandada construir en el año 1606 por el obispo Don Juan de Portocarrero, al que sirvió de sepultura. En este recinto mortuorio fe bautizada parte de la prole, entre ella, mi padre.

[14] El jornal de un jornalero ascendía a 1,50 pts. Diarias que en tiempo de recolección podía llegar a las 2 pts.

[15] Manuel Pérez García, licenciado en Ciencias Físico–Químicas y Naturales, fundador del movimiento en Almería.

[16] Cesáreo Ubeda. El Radical, 26/08/1909, en la sección “Cabezas parlantes”

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