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Los Úbeda en su historia (VI)

antecedentes de la familia


Mi abuelo finalizó su libro en Almería el 4 de Diciembre de 1898 (ignoro si el año tuvo algo que ver con su decisión). Si lo hubiese continuado, hoy podríamos conocer todos los antecedentes, pues todavía se conservaban los archivos eclesiásticos de la localidad. Si en algún momento le asaltó la idea de proseguirlo, el esfuerzo resultaría vano, pues cuando tiempo después tuvo necesidad de obtener su partida de bautismo, no le fue posible, según se desprende de la carta que le remitió uno de sus familiares:





Evidentemente poco más se podía hacer.


Muchos y lamentables fueron los acontecimientos ocurridos en España durante el período citado por Papá Juan.


En el año 1801 ocurren dos acontecimientos singulares: muere el gran fabulista e ilustrado español Samaniego y nace el tatarabuelo Blas Ubeda Oña. En realidad no es una noticia relevante, la de Samaniego me refiero, pero la otra resulta de todo punto fundamental aunque sólo sea por el hecho de que el libro que estoy escribiendo vea en algún momento la luz. Durante los setenta y cinco años que configuran su vida, pasan muchas cosas en el país.


Cuando contaba siete años de edad la población española se levanta contra la dominación francesa de la que, tras muchos sufrimientos, logra emanciparse cinco años más tarde, acontecimiento que no sería sino el preludio de un caos que no abandonaría a España hasta los tiempos actuales. Finalizada la Guerra de la Independencia y de nuevo con el rey Felón en el trono, las colonias españolas de América, excepto Cuba y Puerto Rico, consiguen su independencia y aunque tal hecho no resulte en sí mismo desgracia alguna, al menos desde la óptica americana, supuso un durísimo golpe social, político y económico para el declinante imperio colonial. Muerto Fernando VII sin heredero varón en el año 1833, la subida al poder de Isabel II merced a la abolición de la ley Sálica, daría lugar a la oposición frontal de su tío, el legendario Don Carlos, y el consiguiente estallido de la primera de las Guerras Carlistas que afectaron principalmente a Navarra, el País Vasco y El Maestrazgo (la región que se extiende entre Castellón, Tarragona y Teruel). La inestabilidad que se produce en el país durante esta etapa forzosamente tuvo que afectar a todos los estadios de la sociedad, incluida la rural, como era Tabernas en aquella época. Se nombra al general Espartero regente del reino, cargo que ostenta durante dos años hasta que en el año 1843 es destituido por el general Narváez. Once años más tarde O' Donnell se rebela contra Narváez y ambos se alternan en el cargo de Primer Ministro. En 1864 los generales Serrano y Prim encabezan una revolución que derroca a Isabel II, y se dan los primeros pasos para entronizar como rey de España a Amadeo de Saboya, duque de Aosta, cuya ceremonia tendría lugar en 1870, año en que sería asesinado el general Prim y en el que, dato importante, nace Papá Juan. Tres años más tarde abdica Amadeo de Saboya y las Cortes proclaman la República que dura menos que el suspiro de un mudo, apenas un año. Durante ese período tuvo que enfrentarse con la guerra en Cuba, la tercera Guerra Carlista y los cantonalismos que surgen en el sur y suroeste del país. Después de las presidencias de Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, el pronunciamiento del general Pavía disuelve las Cortes y establece el gobierno del general Serrano. En ese mismo año el general Martínez Campos se alza en Sagunto y proclama la restauración de los Borbones con Alfonso XII. España puede gozar entonces de una cortísima estabilidad, el bienio de 1876 a 1878, gracias a la derrota del carlismo y la paz con Cuba tras diez años de guerra. Pero mi tatarabuelo ya no la pudo disfrutar. Moriría en el mismo pueblo y en la misma calle que le vio nacer, Esperanza 18, de una diarrea biliosa. Era el catorce de Febrero de 1876. Extraordinaria longevidad para la época y las condiciones de vida que le tocó vivir. Mi abuelo contaba seis años de edad.


“A las ocho de la mañana del día quince de Abril de 1876 ante el juez municipal compareció Luis García Gómez, natural de esta villa, casado de cincuenta y nueve años, jornalero, domiciliado en la calle de la Esperanza, nº. 3, manifestando que Blas Ubeda Oña, de setenta y cinco años, natural de esta villa, casado, labrador, domiciliado en la calle de la Esperanza nº 18 había fallecido en su referido domicilio el catorce de Abril de 1876 a las siete de la mañana a consecuencia de una diarrea biliosa, de lo cual da parte como encargado de la familia.


El finado estaba casado en el acto del fallecimiento con Josefa Plaza Martínez, natural de esta villa, dedicada a ocupaciones domésticas y domiciliada en la del finado, de cuyo matrimonio han tenido nueve hijos, Juan José, Juan Lorenzo, María, Josefa, Rafaela, estos casados y de estos vecinos Rafael se ignora su paradero, y Diego, otro Rafael y José Antonio, estos tres difuntos.


Que era hijo legítimo de Blas de Ubeda y María Oña, naturales de esta villa y difuntos. No otorgó testamento.

Se estampa sello y se firma por el juez y dos testigos. El declarante no lo hizo porque dijo no saber y a su ruego lo hizo uno de los testigos”.[1]


Tuve curiosidad por conocer algo sobre la diagnosis de esta enfermedad en aquella época, encontrándola en el Volumen 4 del Diccionario de Medicina y Cirugia escrito por el Dr. D. Antonio Ballano en 1807. Decía lo siguiente:


“…producida por un aparato bilioso en primeras vías, cuyos síntomas se caracterizan, como son el calor aumentado hacia los hipocondrios, la sed y la sequedad de la boca, la lengua amarilla y amarga, el color amarillento de los excrementos, etc. Siendo en una estación cálida y en sujetos de constitución biliosa, se cura con los eméticos, principalmente con la ipecacuana, y suele ser terminacion de una terciana ó de una calentura remitente del mismo carácter”.


Está claro ¿no?


Fuese por la edad o porque su constitución no fuese biliosa, la "ipecacuana", si se le aplicó, no tuvo el resultado apetecido. Se fue escatológicamente, sin más. Estaba de Dios. Su mujer le sobreviviría ocho años para acabar falleciendo de la misma enfermedad.


Había ejercido toda su vida de labrador en una pequeña propiedad que tenía, excepción hecha de las épocas de cosecha en que, como la mayoría de los habitantes de la villa, acudía como jornalero a las tierras de los terratenientes a fin de incrementar sus estipendios. Era éste un oficio que venía por tradición familiar. Si el padre y el abuelo lo habían sido, así sería con el hijo y sus descendientes, si algo no lo remediaba. La situación de esta gente era de todo punto miserable, una condena de por vida y a través de generaciones.


“…son los hombres más infelices que yo conozco en Europa. Se ejercitan en ir a trabajar a los cortijos y olivares, pero no van sino cuando los llaman los administradores de las heredades, esto es, en los tiempos propios de trabajo. Entonces, casi desnudos y durmiendo siempre en el suelo, viven a lo menos con el pan y el gazpacho que les dan; pero en llegando el tiempo muerto, aquel en que por la intemperie no se puede trabajar como, por ejemplo, la sobra o falta de lluvias, perecen de hambre, no tienen asilo ni esperanza, y se ven obligados a mendigar… estos hombres la mitad del año son jornaleros y la otra mitad mendigos”[2].


Dejaba dos hijos varones, del tercero nada se supo desde que decidió emigrar. Entre ellos había una diferencia de edad de dieciséis años, lo que confería al mayor de ellos, Juan José, un cierto estatus de protector sobre el segundo. Es posible que éste apuntase ciertas dotes intelectuales, pues al oficio de jornalero unía el de “conductor de la correspondencia pública”, hecho que hace pensar en el esfuerzo del resto de la familia por dotarle de estudios, ya que tanto su padre como su hermano eran analfabetos, como la mayoría de la población. Naturalmente esos estudios no irían más allá de saber leer, escribir y un manejo muy elemental de las cuatro reglas, que para aquel tiempo y con el escaso grado de alfabetización de la villa, suponía un adelanto considerable. Analfabetos, sí, pero no incultos, pues eran depositarios de la ancestral sabiduría legada por sus mayores. Y de la naturaleza, cuyos misterios sólo son desvelados a los que forman parte de ella, a las gentes sencillas, sin dobleces, no de esa otra plena de conocimientos artificiosos de los que presume esta sociedad vacía y errática. Ellos respetaban la tierra, su mundo, y a cambio éste les descubría su auténtica naturaleza. No, no eran unos ignorantes. Si aquellas personas hubiesen tenido acceso al conocimiento tecnológico y científico, sin duda la sociedad que hoy conocemos hubiese sido diferente. Sin duda, mejor. Porque habrían humanizado la técnica y la ciencia y nosotros también nos sentiríamos más humanos. Se acabó. No pudo ser.


Los jornaleros trabajaban a destajo allá donde se los requiriese, mientras que los labradores, si no disponían de tierras propias, lo hacían en los cortijos de los potentados, como era el caso de Juan José que tenía su domicilio en el cortijo en que realizaba su trabajo, primero fue el de Plaza Blanca, que todavía existe si bien desfigurado por su parcelación, después vendrían otros, Cuartel del Cuarto, Paraje de las Norias…


A mediados del siglo XIX la provincia de Almería se encontraba en una situación de total aislamiento con respecto al resto de la Península, una isla en materia de comunicación. El estado de los caminos, más bien sendas, era deplorable, lo que provocaba que el transporte se realizara por vía marítima utilizando los barcos que arribaban al puerto de Almería con destino a Málaga o Cartagena para desde ahí proseguir viaje al interior. Existían, es verdad, líneas de diligencia que enlazaban los diferentes pueblos con la estación ferroviaria más próxima, en este caso Cartagena, y donde no existía esta posibilidad se recurría a itinerarios a caballo; la correspondencia seguía las mismas pautas hasta llegar a los lugares de recogida en donde unos personajes llamados valijeros, peatones, correos de a pie, o conductores de correspondencia, se encargaban de su conducción y reparto entre pueblos cercanos y generalmente lo hacían a pie, aunque si el reparto había que realizarlo a localidades próximas utilizaban burros para el traslado. Podían ser contratados por el municipio, que les abonaba un salario en función de las horas previamente estipuladas aunque también podrían cobrar por encargo realizado, a razón de un real la entrega, descontándose del salario si ello fuera el caso. Eran personajes populares y queridos pues el mensajero, en cuanto portador de noticias, es siempre esperado con ansiedad al mantener vivo el contacto con un mundo demasiado lejano. Conocían a todos y cada uno de los vecinos, recogían sus encargos para portarlos a otros lugares, llevaban medicinas o el contenido de la compra en casos de necesidad, leían las cartas a los analfabetos o les ayudaban a redactarlas, sabían de las alegrías y sinsabores de la comunidad, sus necesidades, rencillas… y como eran ajenos a las mismas, en la mayoría de los casos les serviría de consuelo. Uno de estos personajes fue el padre de Papá Juan, Juan Lorenzo. En una población con un grado de analfabetismo muy elevado en la que la inmensa mayoría eran jornaleros o labradores, ejercer de “correo” entrañaba un cierto estatus social y cultural, situación que años más tarde le permitiría abandonar la villa para probar fortuna en la capital, donde su prole podría alcanzar un nivel social imposible de adquirir en el ambiente en el que se desenvolvían.


En un pueblo en el que casi todos estaban emparentados, las relaciones estaban dotadas de una gran carga afectiva y los domingos, si el trabajo lo permitía, se improvisaban tertulias en la plaza de la villa, mentidero donde se intercambiaban noticias de toda índole, de las que muchas, lógicamente, serían traídas y comentadas por el “correo” de la villa. Uno de los que acudían con asiduidad era Diego, recién regresado de Huelva, a donde se había visto obligado a emigrar dadas las poco favorables circunstancias laborales de la localidad. Fue aquélla una época de diáspora en la que importantes núcleos del campesinado almeriense, especialmente jornaleros, acudían, durante el verano y los últimos meses de la primavera, campaña tras campaña, a hacer “la siega en las Andalucías” y en otras partes de Extremadura y La Mancha. Pero la caída de las rentas agrarias, por el descenso de los precios agrícolas, consecuencia de la formación de un mercado agrario mundial y de la introducción y competencia de los granos ultramarinos que afectaron profundamente a las producciones de cereal tradicionales, unidas a la sobreexplotación de los atochares productores de esparto, provocó una oleada emigratoria en toda la provincia, cuyo destino más inmediato fue Argelia, hacia donde se dirigieron más del 90 % de los emigrantes[3].



La riqueza era sinónimo de tierra propia, cortijo, caserío, administrador: “el que a los veinte años no es hombre y a los treinta rico, borrico”, rezaba un refrán popular muy en boga. Efectivamente había muchos “borricos” en Tabernas y nuestra familia no era la excepción. Los jornaleros, pobres y analfabetos, siempre pendientes del trabajo que le ofrecieran los “cortijeros”, se veían abocados a una economía de subsistencia ya que la alimentación, primordialmente cereales, dependía de las cosechas y si éstas no eran buenas se veían obligados a la emigración temporal allá donde la mano de obra fuese más necesaria. La coincidencia con el desarrollo minero hizo que muchas personas sin trabajo probaran fortuna en las minas y los Guerrero, como la mayoría jornalera de la población tabernense, pensarían que el trabajo no les iba a faltar en lugares en los que se precisara su fuerza de trabajo. Por entonces las minas de Riotinto estaban en plena explotación y si bien ellos no estaban dotados de una experiencia típicamente minera, pensarían que su oficio de jornaleros les haría útiles para casi todos los trabajos. Se trasladaron en cuadrillas, como era típico en la época: los Guerrero-López a Campofrio; sus amigos los Ibañez-Cabrerizo a Zalamea, otros a Nerva, todas ellas poblaciones cercanas a las minas, en donde podrían ejercer sus principales oficios si el caso así lo requiriese. Fue en la localidad de Campofrio donde nacería su primera hija, María del Mar, la que con el tiempo se convertiría en nuestra bisabuela. Gracias al párroco de la localidad, D. Crescente Manso, que me facilitó el acceso a los archivos parroquiales, pude encontrar en el tomo nº. 9, folio 79, el acta correspondiente a su nacimiento, que transcribo literalmente:


“En la Villa de Campofrío, correspondiente a la Provª de Huelva, Arzobispado de Sevilla: en ventiocho de setiembre del año de la fecha: Yo D. Manuel Fernz. Montero Cura de la Parroquial Iglesia de la Villa de la Algaba e interino de la del Arcángel S. Miguel de ésta, di licencia a D. Luis Antonio Díaz Pro[4] de esta naturaleza y vecindad y con ella bautizó a una niña que nació el día anterior hija legítima de Diego Guerrero y María López Saez naturales de Tabernas Provª de Almería de oficio jornalero. Siendo sus abuelos paternos Diego y Micaela de Plaza, y maternos Diego y María Saez, todos de la espresada Tabernas. Se le puso por nombre María Mar y fueron sus padrinos Francº Ibáñez y Josefa Cabrerizo su mujer, naturales de Tabernas y vecinos de Zalamea, oficio jornalero, a los que advirtió de parentesco Espiritual y obligaciones que por él contraen. Fueron testigos los sacristanes D. Manuel López y D. Antº Barrera. Y para que conste estendí y autoricé la presente partida en el libro de bautismos de esta Parroquia, que firma conmigo dcho Pro. á veinte y ocho de setiembre de mil ochocientos cincuenta y cuatro. Dn. Luis Antonio Díaz.

Dn. Manl Fern. Montero. (Firma).”


En aquellas reuniones, la gente tendía a unirse por edades, gestándose amistades como la que realizó con Rafael Guerrero, hermano de Diego del que le separaban unos quince años, aproximadamente la misma diferencia que existía entre los hermanos Ubeda. Estas circunstancias hacía que los hermanos mayores y otros del entorno se juntasen de vez en cuando con los más pequeños contándoles aventuras de tiempos pasados y lugares lejanos que les extasiaban y divertían, sobre todo las que relataba Diego de su época minera. Se había rehecho de la muerte de su mujer, fallecida cuando contaba tan sólo treinta y cinco años, y por aquél entonces comenzaba una nueva relación. Las circunstancias de su vida habían impactado en Juan Lorenzo, que no cesaba en afirmar: “Este hombre tiene algo”. ¡Y tanto que tenía algo! Un proyectil que había alcanzado su línea de flotación. Una linda chiquilla que a sus catorce años, huérfana como era, había tomado las riendas de la casa con todo lo que el duro trabajo doméstico representaba, generando tal embrujo en su persona que parecía andar entontecido. Ya no la veía como a una niña; la dureza de la vida hace madurar rápidamente a las personas, que ya no son juzgadas por la edad sino por el trabajo que desempeñan. No, ya no era una niña, ni interior ni exteriormente. Esto bien a la vista estaba y más de un comentario tuvo que oír a otros mozos del pueblo, varios años más jóvenes, que le habían producido cierta quemazón interior. La conocía, claro que la conocía, la había visto muchas veces en casa de Diego, cuando repartía la correspondencia, e incluso la había ayudado a transportar el pesado cesto de la ropa desde el lejano lavadero hasta su casa. De repente, se había convertido en una mujer ante cuya presencia se ruborizaba, pues era de natural tímido y nada dado a requiebros ni galanuras. Sí, había que reconocer que era un poco soso. Demasiado, quizá. Además estaba en una edad en la que ya empiezan a apuntar maneras de solterón y aquella aparición con hechuras de milagro podía cambiar definitivamente su vida. Las continuas rondas, más supuestas que reales, a que la sometían los mozos del pueblo siempre que había ocasión, acabaron por envalentonarlo. Además tenía la ventaja de contar con el apoyo de su amigo Rafael, tío de la criatura. También le ayudaría su hermano en caso de necesidad, como lo había hecho tantas veces en cuestiones menos traumáticas. “¡Vaya con la hija de Diego! Por mis muertos que tú no te quedas soltera” era la cantinela que, a modo de jaculatoria, le acompañaba diariamente en su regreso a casa, como esperando que una luz especial le guiase en la incierta aventura que se le presentaba. Las visitas a aquella casa de la calle de Los Molinos, hubiese o no correspondencia, empezaron a hacerse asiduas y en las conversaciones dominicales, él, que siempre había mantenido una postura participativa, se mostraba ausente y sólo volvía a la realidad cuando alguien se le dirigía directamente. Aquella situación no pasaba desapercibida en el pueblo y antes de que las habladurías llegasen a mayores se produjo una prudente suspensión de visitas caseras, mantenidas excepcionalmente por la necesaria entrega de alguna misiva, a la que indefectiblemente iba unida alguna otra de índole más personal. El tiempo pasó con rapidez y en menos de un año se anunciaron esponsales. Él era un buen hombre, cabal y maduro, al menos en edad, pues ya contaba veintisiete años. Ella quince recién cumplidos ¡¡¡quince!!! A su favor tenía el de ser una buena persona, pues de otra forma ¿qué jardinero se dejaría arrebatar la flor más preciada de su jardín? ¡Cuánto más un padre! Ellos se querían y las familias estaban de acuerdo, así que nihil obstat. La boda se celebró en el mes de Noviembre de 1869 y dos meses más tarde le seguiría en el himeneo su suegro Diego con Francisca Soriano, de cuya unión nacería un hijo que moriría de sarampión al cumplir el año de edad. Las desgracias corrían parejas con las alegrías y así, exactamente trece meses más tarde, el nuevo matrimonio Ubeda-Guerrero vería nacer a su primogénito, mi abuelo, al que siguieron otros diez de los que tres habrían de morir sin cumplir el año de edad.


Todavía permanecería ejerciendo su oficio de “correo”, alternándolo con el de jornalero, veinte años más y no fue hasta 1884 que comenzó a realizar gestiones para presentar su solicitud de ingreso en el Cuerpo de Correos de Almería, colocación que obtendría dada su cualidad de experimentado pionero en el oficio. El sueldo merecía la pena y el trabajo no le resultaría tan agotador. En las ciudades el ritmo era diferente. Fue una decisión importante que devino en un cambio social igualmente relevante.


El tiempo transcurría inexorable; las familias se sucedían; se creaban nuevas necesidades que requerían la rehabilitación de unas viviendas obsoletas para acomodarlas a los nuevos tiempos… Lo único que permanecía inalterable era la estructura social. Había una relación directa entre riqueza y miseria; a medida que el rico incrementaba su patrimonio, el pobre hacía lo propio con su miseria. A aquellos primitivos Góngora y acompañantes que se aprovecharon de una situación favorable en el reparto de tierras tras la expulsión morisca, se le unían otros colonos con el suficiente poderío económico para adueñarse de grandes extensiones de tierras producto de la desamortización[5], pues esta reforma no pretendía dar tierras a los que más las necesitaban sino a quien pudiera pagarlas, a fin de sufragar los gastos ocasionados por la guerra carlista. La consecuencia más inmediata de la desamortización de Mendizábal fue una mejora de la producción agrícola a la par que una expansión de la tierra cultivada en manos de una minoría burguesa, mientras que la mayoría, los jornaleros y labradores que la cultivaban, no la poseía. Desgraciadamente los nuevos propietarios no se preocuparon de mejorar técnicamente los cultivos, por lo que las innovaciones generadas en otros países no alcanzaron el nuestro. Esas diferencias sociales entre la mayoría jornalera y la minoría propietaria fueron los principales focos de la inevitable conflictividad social. Luego llegó la segunda reforma agraria de la mano de Madoz, la “ley de desamortización civil”, por la que se ponían en venta todos los bienes de propiedad colectiva, tanto los eclesiásticos que habían quedado pendientes de la época anterior como los de los pueblos. En este caso, el dinero recaudado no pasó directamente a las arcas del Estado, sino que se dedicó a la extensión de la red ferroviaria. La gran beneficiada, como siempre, seguía siendo la burguesía, empeorando las condiciones del pequeño campesinado que perdió el disfrute de los pocos bienes comunes que poseía.


Si bien la agricultura del cereal seguía siendo predominante, iba cobrando importancia el cultivo de la vid, el olivar y los cítricos. La contribución de Tabernas en el primero de ellos fue decisivo desde el punto de vista económico, sobre todo en el tema de la exportación, pues la fama que adquirió “la uva de Almería” no era sólo debido al dulzor del fruto, sino a la naturaleza de su piel, cuyo grosor la hacía especialmente apta para su transporte en barco, dadas las duras condiciones a que se veía sometida en las largas travesías.


El bisabuelo, Juan Lorenzo, había procreado nada menos que once vástagos y su padre, Blas, tampoco había perdido el tiempo con los nueve que le cupieron en suerte, por lo que cabe suponer que el pionero de la familia habría indicado tanto el camino a seguir como el magisterio. Definitivamente procedemos de la rama pobre de la familia (no encontré otra que me llevara la contraria) y es que los pobres, especialmente en una economía agraria, solían tener mayor número de hijos, al margen de la ignorancia, porque representaban para las familias una fuente de riqueza, mano de obra para el trabajo agrícola y, en consecuencia, seguridad y sostén para el futuro. Son el desarrollo económico y la educación, los que hacen que disminuya el número de hijos, situación que cobra mayor relieve cuando se pasa de una economía rural a otra urbana, al no ser ya tan necesarios para el trabajo del campo, sin obviar que la vivienda y las condiciones de vida en la ciudad dificultan sobremanera el sostenimiento de la familia numerosa. Esta cuestión, que en modo alguno es generalizable, se pone de manifiesto en nuestra familia, pues los nueve vástagos del tatarabuelo y los once del bisabuelo ya se vieron reducidos a seis en caso del abuelo y a tres en el de su hijo, mi padre. Otros tiempos, otras trampas.





[1] Registro Civil, Tomo 8, nº 23, folios 133 y 134


[2] Pablo de Olavide, 1768


[3] Se detectan muchas familias con el apellido Ubeda en Orán


[4] Presbítero


[5] Las tierras amortizadas son aquellas que no pagaban impuestos y que no podían ser vendidas o repartidas en herencia. Estas tierras se explotaban defectuosamente o simplemente no se trabajaban, por lo que los gobiernos progresistas suprimieron esta forma de propiedad sacándolas a pública subasta. En 1836 Mendizábal desamortizó los bienes del clero y diecinueve años más tarde Madoz hizo lo propio con los ayuntamientos.

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