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Los Úbeda en su historia (V)

tras las huellas de los Úbeda

Regresé tres meses más tarde, retomando mis averiguaciones en el mismo punto en que las había dejado, pero ahora iba mejor preparado. A la mañana siguiente de mi llegada me dirigí nuevamente al Archivo Histórico, donde casi se me recibió como un viejo amigo. Digo “casi” porque el coñazo que había dado en mi anterior estancia con tanta pregunta e indagación era para retirarle el saludo a cualquiera. Tanta amabilidad confunde, sobre todo en unos tiempos en los que tal concepto ha sido eliminado del comportamiento habitual de las gentes. El ujier me volvió a sonreír, pero esta vez el gesto me pareció de enorme calidez y dulzura. Ahora tocaba descifrar el Libro de lo Personal, donde se detallaba la filiación del vecindario, pero para entonces ya me había convertido en un experto en este tipo de jeroglíficos.


Apareció el ordenanza con el mismo carrito y similares legajos. Aquel día podría tamborilear con los dedos a mis anchas y hasta jurar a media voz si fuera preciso, pues me hallaba completamente solo. Hojeé rápidamente los libros para centrarme directamente en las páginas de mi interés, aquellas donde apareciesen los Ubeda. Contabilicé ocho, siete de los cuales eran jornaleros y el otro, un pobre de solemnidad, lo que daba cierta relevancia a la familia, pues solamente existían siete en la villa. También encontré a los integrantes de la rama materna de los Ubeda, si bien fue colateralmente y de pura casualidad. Localizados los datos, tocaba ahora dotarlos de coherencia a fin de casarlos con los que ya obraban en mi poder. Partiendo del año 1777, en el que habría nacido el primero de los Ubeda conocidos, Blas, y teniendo en cuenta que el Catastro había sido realizado en 1753 era lógico suponer la existencia de una generación entre éste y los que aparecían en aquel documento, así que sólo quedaba hacer una criba con los que, por edad, no pudiesen ser considerados. Los transcribo tal como aparecen en el Catastro:


CATHARINA DE LA CRUZ


Cabeza de casa, viuda, 68 años. Tiene a su cargo un hijo de 19 años, Juan Severino Ubeda.


Propiedades[1]:


*Casa en el Barrio Alto que se compone de cuarto alto y bajo, con 12 varas de frente y 12 de fondo. Linda con la calle y el campo. Puede ganar anual 22 ducados.

*Pieza de tierra de secano en pago del Prado de un celemín de tercera categoría; doce granados de tercera; otro pago distante cuatro leguas de la población de uno y medio celemines de tercera categoría.


El producto que se le supone es:

Por la casa: 22 ducados

Por las tierras: 28.5 ducados

Por arbolado: 1 a 4 ducados.

Total: 26 a 32 ducados

JOSEPH DE UBEDA

de 32 años, jornalero, casado con ISABEL DE LA ROSA de 29 años.

Utilidad anual de su trabajo como jornalero: 366 d.

Producto de su personalidad: 120 d.

Total: 486 d.

DIEGO DE UBEDA

de 64 años, pobre, casado con ANTONIA GOMEZ GONZALEZ de 50 años

SALVADOR DE UBEDA,

jornalero.

Producto de su personalidad: 120 ducados

MATHIAS DE UBEDA

de 30 años, jornalero, casado con ISAVEL IVAÑEZ de 29 años. Tienen dos hijas, Josefa, de 10 años y Estefanía, de 1 año de edad.

Propiedades:

*Casa en Barrio Alto, cuarto bajo, de 11 varas de frente por 8 de fondo. Linda con calle y casa de Francisco Hernández.

Producto anual:

Por casa: 22 ducados

Personalidad: 120 ducados

Como jornalero: 366 ducados

Total: 508 ducados

Con estos mimbres ya se podía hacer algún cesto, otra cosa sería su utilidad. Descartados Diego de Ubeda, no por pobre sino por edad; Mathias de Ubeda porque sólo tenía hijas y Salvador de Ubeda, por soltería, únicamente quedaban Catharina de la Cruz y Joseph de Ubeda, en los que me centraré.



No era normal en aquellos tiempos tener un hijo de diecinueve años dependiente de una viuda y que no contribuyese económicamente al mantenimiento de la familia, situación que se desprende del citado Catastro al no hacer constar ingreso alguno por tal razón. Esta circunstancia hace suponer que más que una ayuda supondría una carga, ya fuese por deficiencia mental o enfermedad, cuestión nada extraña si se considera que el nacimiento del hijo tuvo lugar cuando Catharina de la Cruz contaba cuarenta y nueve años en un tiempo y unas circunstancias en la que la medicina dejaría bastante que desear. En el tiempo de elaboración del Catastro, Catharina tenía 68 años y con toda seguridad habría tenido otros hijos de los que algunos habrían muerto y otros emigrado y como no aparecen más personas de ese apellido en la villa habrá que concluir que uno de los hijos permanecería en Tabernas donde se habría casado. Éste no puede ser otro que Joseph de Ubeda, a la sazón de 32 años. La razón de que en dicho Catastro no se le atribuya descendencia habrá que buscarla en que el futuro heredero estuviese a punto de nacer o lo hiciera uno o dos años después de efectuado el mismo. Si lo anterior se admite, el rompecabezas cobraría sentido.


Si prestamos atención al esquema genealógico expuesto más abajo, lo primero que llama la atención es la coetaneidad de las familias Ubeda y Plaza, por lo que se le podrían suponer ciertos lazos de amistad, dada la escasez de vecindario en la población, lo que a la postre redundaría en un acercamiento entre las mismas a la hora de contraer matrimonio, como es el caso de Blas Ubeda y Diego Guerrero, casados con dos primas y que posteriormente daría lugar a la unión de mi bisabuelo, José Antonio, hijo de una de éstas, con María del Mar Guerrero, nieta de la otra, culminando finalmente con la unión de ambos apellidos en la figura de Papá Juan (así llamábamos a mi abuelo).


Con toda probabilidad haya sido desvelado el misterio de Blas Ubeda, pero esta historia se va pareciendo cada vez más a las muñecas rusas, pues ¿quién era ese otro Ubeda casado con Catharina de la Cruz? Descifrar el acertijo va más allá de mis posibilidades y conocimientos, pues no existe documentación alguna a la que acudir para establecer una secuencia temporal. Sólo una casualidad podría situarnos en el camino correcto, pues hay demasiados Ubeda distribuidos por el área peninsular como para conocer con exactitud cual de ellos decidió asentarse en aquellas inhóspitas tierras. El por qué ya sería de menor importancia. En todo caso habría que desechar la hipótesis morisca, dada la animadversión generada en los nuevos pobladores hacia esta comunidad.


Para paliar tan lamentable escasez de datos habría que retroceder dos siglos en la historia para situarnos en el período, triste en verdad, de la expulsión de los moriscos. Un salto de diez generaciones parece demasiado grande para ser realizado con ciertos visos de seguridad, dada la incertidumbre de encontrar algo al otro lado de la barrera. Y ese “algo” no es otro que el libro de Apeos y Repartimientos redactado para la villa de Tabernas, donde se registran los nuevos pobladores, su lugar de procedencia y las antiguas posesiones confiscadas a los moriscos para ser otorgadas a los recién llegados. De encontrar alguna pista sería en ese libro.

Los moriscos, extensa comunidad de religión y cultura musulmanas cuya permanencia en la Península estaba vinculada a la conversión, habían visto conculcados sus derechos y dignidad desde la misma firma de las Capitulaciones (destrucción de más de cinco mil libros de incalculable valor, prohibición de practicar sus creencias, del uso del árabe y vestimentas propias que los caracterizaban, conversiones forzosas…). Estos acontecimientos trajeron como consecuencia la rebelión morisca en una zona donde su población era mayoritaria, como la Alpujarra almeriense y la cuenca del Almanzora, bajo el mando de Fernando de Válor, un cristiano convertido al Islam bajo el nombre de ben Humeya, que duró lo que un sueño, dando como resultado el asesinato del cabecilla a manos de sus propios colaboradores en una oscura intriga palaciega Que la rebelión había sido especialmente dura lo demuestra el hecho de que Felipe II decidiera enviar al mejor y más temido de sus militares, Juan de Austria, quien pronto acaba con la misma, reemprendiendo así la expulsión de la población musulmana, que culminará bajo el reinado de Felipe III. Uno de los episodios más sangrientos de la represión contra los moriscos tuvo lugar en Níjar, y constituyó lo que se convino en llamar el “negocio de Inox”. En las revueltas de la Navidad de 1569, cientos de familias moriscas acudieron a refugiarse al castillo morisco del peñón de Inox, cercano a Níjar, pero, informados los cristianos, reunieron un improvisado ejército de mercenarios que se adueñó fácilmente de la fortaleza capturando a más de tres mil esclavos, mujeres y niños, e incontable botín[2].


Tras la rebelión, la expulsión. La tragedia del exilio fue acompañada de una innecesaria crueldad, pues no solamente se les despojó de todos los bienes que poseían, sino que se impusieron normas para arrancar de la tutela de sus padres a los niños menores de cinco años, en edad de olvidar sus orígenes, y entregarlos a sacerdotes para su educación cristiana

Pero, a pesar de todo, si se quiere ser mínimamente coherente y no correr el riesgo de distorsionar la historia, hay que entender esta “operación de traslado” de población con la mentalidad y las circunstancias de la época en que se produjo y no con los cánones actuales. Que la presencia morisca en España significaba para los gobernantes de la época un notable peligro político, no cabe la más mínima duda. En este sentido, resulta esclarecedor el comentario del cronista Mármol de Carvajal:


“…los Católicos Reyes les fueron regalando con nuevas mercedes y favores... Mas luego se entendió lo poco que aprovechaban estas buenas obras para hacerles que dejasen de ser moros, porque, si decían que eran cristianos, veíase que tenían más atención a los ritos y ceremonias de la secta de Mahoma, que a los preceptos de la Iglesia Católica… Y de secreto se doctrinaban y enseñaban unos a otros en ritos y ceremonias de la secta de Mahoma. Esta mancha fue general en la gente común. Los demás aunque no eran moros declarados en el aspecto religioso, eran herejes secretos, acogiendo a los turcos y moros berberiscos en sus alquerías y casas, y ahí está el peligro de las Marinas, de donde pasaban a las Alpujarras y Sierras. Dábanle avisos para que matasen, robasen y cautivasen cristianos, y aún ellos mismos cautivaban y vendían…”

Más modernamente, el hispanista Robert A. Stradling asegura que “representaban una amenaza real a la integridad y a la seguridad” y que “nuestro horror natural ante la implacable inhumanidad de aquella decisión no debe ocultarnos el hecho de que ninguna sociedad contemporánea, si tuviera capacidad de evitarlo, estaría dispuesta a aceptar gustosamente la presencia de una minoría tan considerable de personas extrañas, culturalmente inasimilables y con gran poder.”


Independientemente de cualquier connotación política, la expulsión de los moriscos supuso un duro golpe que sumió a la provincia en la etapa más oscura de su historia, a lo que, como si de una maldición se tratara contribuyeron tanto las sequías, terremotos y constantes ataques de piratas berberiscos como la insuficiencia de la repoblación cristiana, proveniente en su mayoría de Levante. Con ellos desaparecieron unos reconocidos comerciantes, buenísimos campesinos y magníficos artesanos, que habían enseñado a los cristianos el cultivo del moral, el tejido de la seda, las técnicas de regadío y la carpintería.


La población de Tabernas era en aquellos tiempos de origen morisco prácticamente en su totalidad como da fe el comentario del viajero alemán Jerónimo Münzer, que recorrió aquellas tierras en el año 1494:

“en Tabernas no vive más que un solo cristiano, en cuya casa nos hospedamos”


Poco antes de la sublevación, en el año 1566, se produjo uno de los asaltos más osados de la piratería berberisca: el tristemente famoso “robo de Tabernas”. En esa fecha, de los mil ochocientos habitantes que poblaban la ciudad, sólo unos cincuenta eran cristianos viejos, por lo que no era de extrañar la ayuda prestada por muchos de sus vecinos a unos piratas a los que consideraban sus hermanos, tanto por raza como por religión, y que con harta frecuencia asolaban las costas levantinas. Estos fondearon entre Las Negras y Agua Amarga y a través de Sierra Alhamilla y por Lucainena de las Torres, cayeron sobre Tabernas poco antes del amanecer del 24 de septiembre. Saquearon casas, hicieron prisioneros e incluso rescataron a una morisca de Benizalón, llamada Leonor, que la Inquisición llevaba detenida hacia Granada, y que, con toda lógica, decidió huir con ellos. El asalto fue corto pero lucrativo y a las diez de la mañana dieron por finalizada su “razzia” retornando a las playas de Carboneras para embarcar rumbo a Tetuán. Los piratas se llevaron “cincuenta y cinco cristianos cautivos 21 hombres, 21 mujeres y 13 niños, de los que 23 eran forasteros”

También huyeron con los asaltantes un número considerable de moriscos que “según el mesonero, eran seiscientos, porque casi no queda gente ninguna en el pueblo, entre ellos trece monfíes que estaban retraídos en la iglesia de la dicha villa de Tabernas”.


Pacificada al fin la zona con la expulsión de los moriscos, comenzó la repoblación de las tierras de Almería. Según relatores de la época, en tiempos de al Zagal el pueblo "contaba con mezquitas y baños, pero era sitio escaso de lluvias” y estaba dividido en media docena de barrios: “Gima o barrio de la mezquita aljama, Alhara o el barrio propiamente dicho, Zoco o el barrio del mercado, Algayda o el barrio de las huertas; Axarca y Ceyea y en el campo el arrabal del Coto”


A finales del siglo XVI tenía tan sólo “veinticinco vecinos, treinta y dos casas, ciento noventa y cinco fanegas de riego, diez molinos y cuatro almazaras en ruina”.


Siglo y medio más tarde, se contabilizaban “dos mil quinientos sesenta y nueve habitantes, seiscientas noventa y dos casas, ciento dos cortijos y doscientas catorce fanegas de riego. Además, los molinos y las almazaras funcionaban y producían respectivamente quince mil cuatrocientos y mil quinientos sesenta reales”.


En 1752, año de realización del Catastro, el pueblo quedó dividido en tres barrios: el Alto, el de la Iglesia y el de la Fuente.

Tras la guerra con los moriscos dio comienzo una repoblación que apenas representó un tercio de la población existente antes de la rebelión morisca, lo que lógicamente supuso problemas a los nuevos moradores. Al exiguo número de éstos se unió una extremada pobreza, escasos medios de producción, carencia de aptitudes para los trabajos a desarrollar, falta de adaptación al medio (nuevos sistemas de cultivo, de riego, de explotación de la tierra)… Serían necesarios muchos años para que esa relación entre hombre y medio alcanzase los niveles de la época anterior. Si a todo lo anterior se une que debieron enfrentarse a una burocracia corrupta y a unos pequeños grupos de poder que se enriquecieron a costa de sumir a los nuevos pobladores en una situación paupérrima y a la aparición de esa pléyade de parásitos disfrazados de eclesiásticos, mercaderes o militares, repartiéndose las mejores tierras, no resultará extraño que muchos repobladores, sin tierras, endeudados y oprimidos por los poderes locales, se vieran obligados a retornar a sus lugares de origen en peores condiciones que las que les habían hecho emigrar años atrás, circunstancias todas que fueron causa de la decadencia de Tabernas.


Este clima de inseguridad se vio agravado con el problema creado por los monfíes en las tierras del interior, algunos de los cuales, perseguidos y obligados a una vida de miseria, se organizaron en bandas sembrando el pánico en la zona comprendida entre el río Andarax y el valle del Almanzora, como fue el caso de al Joraique, situación que se prolongó hasta el año 1577, fecha a partir de la cual la política represiva dio paso a la negociación. Otro motivo de preocupación entre los nuevos colonos fue la continua provocación de los corsarios berberiscos recrudeciendo sus ataques hasta las sierras del interior de la provincia, alentadas por los moriscos emigrados al norte de África que les facilitaban precisa y preciosa información.

Una reproducción del “robo de Tabernas", ya relatado, tuvo lugar con el ataque corsario a Cuevas del Almanzora en los últimos días de noviembre de 1573 con el resultado de veinte muertos, doscientos treinta y siete cautivos llevados por los corsarios hasta Tetuán y el saqueo de todos los bienes de una población que acaba de ser repoblada. Dos meses antes, el antiguo monfí al Joraique, reconvertido en pirata, desembarcó en una cala próxima a Carboneras para penetrar hasta Tahal, en el corazón de Filabres, donde logró llevarse como cautivos a diez nuevos pobladores. Razones más que suficientes para provocar el pánico entre los recién llegados a la provincia de Almería y como a perro flaco todos son pulgas, el último tercio de siglo coincidió con un adverso momento climático caracterizado por una prolongada sequía que tuvo su secuela más directa en unas exiguas cosechas y en la consiguiente generalización de la pobreza.

En el año 1582 una nueva crisis de subsistencias azotó a la ciudad de Almería, hasta el punto de verse obligada a importar trigo de Orán para abastecer a la población. La situación se volvió a repetir en 1584 y al filo del siglo se constata de nuevo una fuerte subida en los precios del trigo a causa de la esterilidad de la cosecha, notándose con especial intensidad en los pueblos de la cuenca del Andarax (Tabernas, Huércal, Almería…) con las consecuencias ya señaladas de pobreza, carestía del pan, falta de alimentos y hambre.


Pero ¿finaliza con la expulsión y posterior repoblación un sistema de vida mantenido durante siglos? Es indudable que la sociedad cambió, pero no lo es tanto que lo hiciese la economía, la producción, el sistema minifundista, la distribución de la propiedad rural en distintas zonas, todos ellos tan propios de los moriscos, factores que permanecerían entre los nuevos pobladores cristianos, perdurando hasta nuestros días sin apenas cambios. Por eso resulta absurdo pensar en una pureza de raza, algo tan en boga en cierto tipo de sociedad. Nuestras raíces se alimentan de muchas y variadas sustancias y no sólo de un determinado producto y, querámoslo o no, somos fruto de una mezcolanza de razas, tradiciones y culturas que nos han dado una extraordinaria riqueza que, según parece, no queremos o no sabemos apreciar. Quizá algún día…

Consta en los libros de Apeo y Repoblamiento de Tabernas de 1574 que los primeros emigrantes llegados a la villa fueron primordialmente un grupo de moratalleros de la familia Góngora, los cuales llegaron a tener gran ascendencia político-social. Concretamente Diego de Góngora, natural de Moratalla (Murcia), fue el gobernador de la fortaleza y, como preboste que era, instaló a varias familias originarias llegadas de Murcia, todos ellas unidas por lazos de parentesco, recibiendo cada uno, como mínimo, dos suertes de población en recompensa por el servicio prestado (¿?), llegando a convertirse, por tal procedimiento, en los poderosos de la zona, acaparando no sólo tierras sino todos los cargos municipales. Ningún individuo perteneciente a la rama Ubeda se vio implicado en aquel reparto de buitres carroñeros, posiblemente porque no supieron, no pudieron o no estuvieron en el momento oportuno, lo que da pie a pensar que debieron de aparecer más tarde, o quizá fueron de aquellos que tuvieron que emigrar de nuevo al no verse favorecidos en el reparto, regresando más tarde por causas desconocidas para nosotros. De lo que no cabe la menor duda es que los encontramos, al cabo de doscientos años, perfectamente establecidos e integrados en la villa. El saber de dónde procedían es algo que cedo de buen grado a los que deseen proseguir la historia.


El libro de Apeos comienza con una relación de los nuevos pobladores para pasar casi de inmediato al reparto de las tierras y posesiones pertenecientes a los moriscos expulsados. Tras un censo elaboradísimo de lo existente en la población, se procedió a dividirlo en “suertes” y casas, y con la ayuda de sombreros a modo de urna se introducían en uno de ellos las papeletas con los nombres de los pobladores presentes y en el otro las casas y suertes. Resulta curioso como los Góngora aparecen en la mayoría de los boletos premiados, ya fuere como afortunados directos o como administradores de las tierras que todavía no estaban en el reparto por falta de “quórum” poblacional. Una vez efectuados los repartos se procedía a la toma de posesión de las viviendas o predios, por el curioso método de abrir y cerrar las puertas de la vivienda, o mudar piedras de un lugar a otro de la suerte a fin de dar fe de la propiedad.

A continuación se reproducen algunas páginas entresacadas del libro en cuestión. En la primera se pueden ver algunos de los repobladores de Tabernas, entre los que encuentran “los herederos de Juan Guerrero”. En la segunda se establece el reparto de suertes entre la población, en donde ya aparecen tres individuos de la familia Góngora, entre ellos el prócer Diego, procedentes de Moratalla. Y en la tercera se pueden ver los “herederos de Plaza”, rama que emparentaría posteriormente con los Ubeda, al igual que los Guerrero.


La última es una descripción de la forma en que se tomaba posesión de la casa o suerte. Lo transcribo a “roman paladino” para evitar innecesarios dolores de cabeza.


“… y Gaspar de Segura y la viuda de Godoy y Juan Burrueco y Juan Navarro vecinos y pobladores de la dicha villa de Tabernas a cada uno de por sí de las casas principales que a cada uno se le ha dado y repartido según se contiene y están deslindadas en este memorial que el nombre de cada uno de estos pobladores están al margen de cada una de las dichas partidas los cuales dichos pobladores y cada uno entro en las dichas casas y cada uno la suya y se pasearon por ellas y unos abrieron las puertas y otros mudaron piedras de una a otra parte e hicieron otros autos de posesión y presenciándola yo el dicho juez se la di y ampare en ella y en voz y en nombre de todas las demás heredades de riego y secano que les ha tocado en suerte y se le ha repartido a cada uno los cuales lo pidieron por testimonio porque ellos dijeron que la tomaban quieta y pacíficamente…” etc. etc.

Y éste es el final, o quizá el principio del fin, pues nada se acaba de todo.

[1] Legua=5.5 km

Vara=0.84 m.

Celemín=530m2

Fanega=12celemines=32kg.

Arroba=11.5kg

En una fanega de tierra se pueden plantar 400 granados de tercera con un rendimiento de 20 granadas/árbol. Los precios de venta: 3 reales/arroba de granadas y 5 reales fanega de cebada.

[2] Ildefonso Falcones, en La Mano de Fátima, narra con gran fidelidad histórica estos acontecimientos.

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