Desmitificando profesiones
Hubo una época no muy lejana en la que las profesiones, ciertas profesiones, eran el termómetro de la clase social; unas, llamadas liberales (arquitectura, medicina, notaría…), tenían un sello que las situaba en la zona más elevada de la escala social; otras, como la ingeniería, no tardaron en sustituirlas gracias a lo que se dio en llamar “boom industrial”. En la actualidad, la aparición de las nuevas tecnologías, el fenómeno de la globalización, la especialización tecnológica y la brutal competencia que pone a cada uno en su lugar, han hecho ver la situación desde otra perspectiva de tal manera que aquellas carreras ya no responden a viejos clasismos sino a la intensa preparación y el esfuerzo individual en cada una de las diferentes disciplinas. El “qué soy” se sustituyó por el “quién soy” y sobre todo por el “qué puedo aportar a la sociedad”. Pero todavía quedan resabios y nostalgias de un paraíso afortunadamente perdido para siempre. Eran tiempos en los que las profesiones se establecían por sagas: padre médico, hijo médico; padre juez, hijo juez; padre ingeniero, hijo ingeniero… el trabajo ya había sido realizado por el progenitor y al pupilo sólo le quedaba mantener lo más dignamente posible la posición heredada. Es verdad que primero había que pasar por las aulas y demostrar ciertas capacidades, pero eran muy pocos los que accedían a la universidad y el mercado de trabajo era gratificantemente demandante. Evidentemente esta singularidad no era exclusiva de tales profesiones. Existían otras de similar cariz, aunque estas no pasasen de padres a hijos por razones aparentemente obvias. Me refiero a las órdenes religiosas, separadas jerárquicamente en “Padres” y “Hermanos” atendiendo al viejo lema escolástico del “ora et labora” y así, mientras los segundos oraban y laboraban los primeros podían dedicarse a la meditación, a no ser que el Altísimo demandase un poco de oración… aunque sus designios no fuesen siempre bien interpretados. En cuestiones más mundanas seguían al pie de la letra el adagio latino Bonum vinum cum odore bibit Abbas cum Priore. Aqua datur fratribus.
¿De dónde proviene el término “ingeniero”? Pues de un anglicismo derivado a su vez del latín. “Engineer”, derivado de “engine”, se asociaba a la persona que sabía manejar una máquina, al igual que en el lenguaje militar romano cualquier máquina de guerra, como una catapulta, se denominaba “ingenium” y al soldado especializado en su manejo “ingeniarius”. Cuando la revolución industrial sopló levemente sobre la nuca peninsular, esta profesión se desarrolló de forma exponencial, haciéndose necesaria una legislación que velase por los intereses de la misma, manteniendo así el estatus social de las clases pudientes. Se limitaría el acceso a la misma mediante la creación de profesiones intermedias. En orden jerárquica y socialmente descendente aparecieron las escuelas de peritos, de maestría industrial, de artes y oficios… Resulta curioso esto de la etimología: aquellas mentes clarividentes que hicieron derivar ingeniero de ingenio (eludiendo su origen semántico de manipulador de máquinas, esto es, “maquinista”), inventaron nombres que sirvieran de elemento diferenciador; así surgió el “perito” (del latín “peritus”, persona experimentada, hábil o entendida en una ciencia o arte); “maestro” (de “magister” etimológicamente “el que más sabe”, en contraposición a “minister”)… ¡qué cosas! A medida que se descendía en la escala profesional, se hacía también en la del conocimiento y en la social. Y como una situación lleva aparejada otra, se tendió a equiparar profesión a cultura de tal forma que a mayor formación tecnológica mayor era también la cultural. El superior no tenía necesidad de demostrar nada, el cultismo le venía impuesto por una especie de gracia divina. Y así, hacía y deshacía a su antojo. Cualquiera que haya tenido acceso a ciertas industrias con organizaciones monstruosas (el término no es casual) habrá podido observar cómo en la puerta de los despachos, todos ellos individuales, colgaban unos letreros (al parecer para miopes) en el que se podía leer: “Sr. Ingeniero, fulano de tal”, mientras que otros, absolutamente masificados, tenían identificaciones que hacían patente las diferencias de clase visibles para todo el que se adentrara en aquellas dependencias: “Ayudantes de ingeniero” o simplemente “Ayudantes”. Ese era el auténtico significado del término Perito en aquella sociedad elitista. Ignoro la verdadera razón mediante la cual los Colegios Oficiales de Peritos llevaron adelante una cruzada para cambiar la denominación a fin de que apareciese el término “ingeniero” en la titulación. Si esto no era un reconocimiento de la inferioridad que se había inculcado en aquella profesión, baje Dios y lo diga. La petición causó polémica cuando no radical oposición en los estamentos superiores, aunque se llegó a un acuerdo de consenso. Los peritos industriales podrían, si era su deseo, cambiar el nombre al de “ingenieros técnicos” aunque en el futuro la carrera se limitaría a cuatro años de estudio en lugar de los cinco anteriores, duración que en sucesivos decretos “ministeriales” se reduciría un año más. Tal era la fuerza de los Colegios de Ingenieros Superiores y tal su prepotencia tratando de empequeñecer a cualquier carrera que no fuese la propia, que una profesión antiquísima como la de Maquinista Naval (en puridad “ingeniero" naval según el lenguaje al uso) diera en cambiar un nombre tan poco atractivo por el de Licenciados en Máquinas Navales, eso sí, reconociéndoles la entidad de titulados superiores en lugar de la media que ostentaban hasta entonces.
La infravaloración es un arma que produce más daño al que la utiliza que al que la padece, pues pone de relieve la mezquindad del ofensor, sembrando (o tratando de sembrar, más grave si cabe) en el ofendido la duda de su propia valía. Error. Disculpable, pero error, por cuanto es la cultura, la educación y el discernimiento, lo que diferencia a las personas, jamás el conocimiento profesional por sí solo. El reconocimiento de la propia ignorancia es el que nos faculta para crecer intelectualmente, para afianzar la propia valía. Y es esa confianza en nosotros mismos la que nos permitirá alcanzar cotas inimaginables. En la otra orilla permanecerán siempre al acecho la prepotencia y la estupidez, un matrimonio muy bien avenido.