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Los Úbeda en su historia (IV)

la búsqueda

Viajé a Huércal de Almería con la ilusión de encontrar el eslabón que me permitiera engarzar las cuentas de una cadena de dudosa resistencia. Pronto comprobaría que lo que se suponía el comienzo, no era sino el mismísimo fin. Seguir el rastro de aquel personaje entrañaba las mismas dificultades que ordenar el caos.


Penetrar en la oscuridad de los orígenes es una de las más largas y asombrosas aventuras que imaginar se pueda, un calvario por archivos de todo tipo en el que a la intensa búsqueda se une la imposible grafía dejada para la posteridad por unas mentes retorcidas cuya intención era la de no facilitar la labor a las futuras generaciones. Y a medida que uno se sumerge en la búsqueda, de inmediato se da cuenta de que aquel camino conduce… a ninguna parte… y, entonces, vuelta a empezar. Si consulta a algún erudito es peor, pues le remitirá al estudio de documentos de difícil, cuando no imposible, hallazgo, pues éstos se encuentran en archivos diferentes, almacenados en localidades muy distantes unas de otras: “aquí tenemos tal, pero para consultar el dato que busca debe indagar en…y después remitirse a…” ¡Váyase al mismísimo carajo! Y vueltas y más vueltas sin encontrar nada porque ni siquiera sabes lo que estás buscando.


Huércal es hoy un barrio periférico de Almería, de la que la separan media decena de kilómetros, carente de cualquier encanto que obligue a uno a permanecer allí más tiempo del estrictamente necesario para realizar sus gestiones. De lo que no hay duda es de su antigüedad, pues un decreto de los Reyes Católicos del año 1501 le confiere la denominación de arrabal de Almería con un censo que le adjudica una población de 171 habitantes, en su mayoría moriscos. Este censo se vio alterado tras la famosa rebelión de 1568 que dio lugar a su expulsión y la consiguiente repoblación con individuos procedentes de las zonas circundantes desprovistos de cualquier afinidad con la religión islámica. La denominación de arrabal se mantuvo a lo largo de los siglos pues en el Catastro de Ensenada de 1752 todavía se la describe como tal. El crecimiento de la población será bastante lento en esta zona de la provincia, pues en el siglo XVIII es todavía muy bajo, trescientos veintiséis vecinos, llegando en la actualidad, y tras muchos altibajos, a los cerca de quince mil, gracias a la cercanía de la capital almeriense, a la que sirve de dormitorio y al establecimiento de un importante sector industrial y empresarial. La relativa importancia de su ubicación en la comarca del Andarax le ha permitido contar con su propia parroquia desde el año 1614, si bien existen escritos que acreditan la existencia de una iglesia anterior.


Con un nombre y una hipotética fecha de nacimiento como únicas alforjas, me dirigí a la parroquia para sumergirme entre viejos legajos eclesiásticos con la esperanza de encontrar alguna pista que me acortase el camino. En el libro de mi abuelo se especificaba claramente que uno de los vástagos del tal Blas había nacido en Tabernas en el año 1801, por lo que su padre presumiblemente lo habría hecho en el período que media entre 1770 y 1780. El párroco, persona joven y afable, me recibió con gran amabilidad, dedicándome más tiempo del que se podría esperar cuando uno se presenta con semejante embajada. Se llamaba Juan Antonio Plaza Oña y era natural de Tabernas, circunstancia que me hizo pensar erróneamente en un final rápido y feliz, dado su lugar de procedencia y la coincidencia de sus apellidos con algunos de los antepasados que trataba de encontrar. No tardó en disipar mis dudas: en Tabernas había tantos Plazas, Oñas y Úbedas como en Castilla Rodríguez o Fernández. Habría que pensar entonces que o bien se había producido en la localidad una locura endogámica o los apellidos toponímicos tendrían origen disperso. Allí perfectamente se podría haber dada por finalizada la entrevista, pero yo no había recorrido más de mil kilómetros para volverme a Bilbao con la misma cara de tonto que intuía se me había quedado. Le expliqué que según mis informaciones el origen del apellido familiar se ubicaba en Huércal y ya que estaba allí le agradecería me permitiese indagar en sus archivos. No solamente no puso objeción alguna, sino que se ofreció a echarme una mano en cuanto se liberase de sus compromisos, que aquél día eran muchos por ser la festividad “de los difuntos”, aunque yo nunca haya entendido qué tienen que celebrar, pero en fin…. Al parecer los dos nos íbamos a entregar lo que quedaba de aquel día y la mañana del siguiente a tareas de la más pura escatología: él desde la espiritualidad y yo rescatando momentáneamente del olvido a aquellos difuntos. Me llevó a la biblioteca parroquial y me señaló una serie de tomos, polvorientos debido a su escaso uso, cuya sola visión me hizo palidecer. Allí encerrados estaban todos los muertos de la localidad aunque afortunadamente ordenados por fechas y acontecimientos (nacimientos, matrimonios y defunciones) lo que me facilitaría en parte la labor. Para entonces yo ya había hecho pactos con la paciencia y el tiempo, la primera como consejera y el segundo como aliado. Eché una ojeada al reloj. Eran las ocho de la mañana. Había que agradecer al cura su dedicación a horas tan poco cristianas incluso para los que se entregan al sagrado ministerio, así que le propuse ir a desayunar, recordando el aforismo pagano de “primum vivere, deinde philosophare” e intentando casarlo con la invocación teresiana de que hasta entre los pucheros acechaba Dios. No estaba de más en aquellas circunstancias poner una vela a Dios y otra al Diablo. Nos dirigimos a la plaza aledaña, en aquellos momentos tan soñolienta como el tabernero que nos atendió, donde pedimos unos cafés mientras esperábamos al panadero que “estaba al caer”. Charlamos como viejos amigos que se reencontrasen en un espacio atemporal. Una versión actualizada del “eterno retorno”. Tras el frugal desayuno nos dirigimos nuevamente a la sacristía para comenzar la labor que me había llevado hasta allí.

Si en Tabernas el apellido Ubeda era tan común como se decía, el pueblo de Huércal no le iba a la zaga. El primer problema con el que me encontré fue el de descifrar la letra de los escribanos de turno, pues de tan alambicada resultaba indescifrable, a lo que había que añadir la grafía de la época, con “uves” que unas veces eran “ues” y otras lo que representaban. Poco a poco me fui haciendo con la nueva escritura y aunque no puedo definir mi tarea de reconfortante sí he de decir que me resultó interesante desde un punto de vista, digamos, antropológico. La inmensa mayoría de los personajes objeto de mi interés habían nacido pobres y habían muerto de la misma manera. Casi todos eran jornaleros o labradores, lo que habla a las claras de las labores agrícolas de sus habitantes, realizadas en condiciones de extrema dureza, habida cuenta de la exigua vegetación en una zona montañosa con áreas totalmente desérticas. Como existe un hecho demográfico básico que establece que el elemento más pobre de una población es también el que goza de una mayor tasa de natalidad, no debe resultar extraño que, dadas las circunstancias de la época, fuese muy difícil salir del estado social en el que se desarrollaba el individuo. El libre albedrío no tiene cabida entre los menesterosos, más bien la cruel e injusta predestinación a la que les sometía la sociedad de la época. Eran tantos los "pobres de solemnidad” que habían fallecido en tan lamentable estado (los “parbulos” y “doncellas” tuvieron la fortuna de hacerlo a muy temprana edad), que me asaltó la duda de que hubiese existido algún prócer en Huércal. Según citas textuales de los libros de fallecimientos, unos no pudieron recibir los santos sacramentos “por morir de repente”, o por “no permitírselo la enfermedad”; a unos no se le decían misas “por no tener con qué pagarlas”, aunque en algunos casos la caridad de algún sacerdote obviase la regla; otros “no pudieron recibir la santa eucaristía por no permitírselo los vómitos”… y así un largo etcétera. Durante el día y medio que permanecí allí contabilicé no menos de trescientos Úbeda, sin contar los del género femenino que eran realmente abundantes. Todos ellos habían nacido entre los años 1744 y 1785 y curiosamente ninguno respondía al nombre de Blas. Amplié mis pesquisas a años anteriores hasta el de 1665 y posteriores hasta 1812, pero ni rastro de tal nombre. Aquello echaba por tierra la aseveración de mi abuelo; si no era de allí, ¿de dónde procedía?

Pedí ayuda al párroco, pues para entonces ya nos habíamos hecho amigos, a lo que sin duda contribuyó una botella de vino que generalmente siempre me acompaña cuando trato de realizar visitas de esta o similar índole. La respuesta que me dio me hizo similar efecto que la del origen tabernario de los Ubeda y los Plaza. Aquel hombre no era precisamente un animador, más bien el paradigma del pesimismo. Me resultaría inútil desplazarme a Tabernas, dada la imposibilidad de localizar los archivos eclesiásticos al haber sido quemados, junto con la iglesia, durante aquella gloriosa cruzada de salvajes, aunque con un poco de fortuna se me podría abrir una puerta en los estamentos oficiales, pues el alcalde también se apellidaba Ubeda y quizás… ¡Lamentablemente ya no me quedaban más botellas de vino!


Salí de aquella sacristía como si lo hiciera de una catacumba y no fue sino la caricia del sol de mediodía y la contemplación de un cielo azul como sólo se puede ver en aquellas latitudes, que me llenaron nuevamente de vida, una vida que me pareció estar perdiendo encerrado - enterrado, habría que decir - entre aquellas cuatro paredes. Dado lo avanzado de la hora y la incertidumbre horaria de los autobuses de línea, no tenía muy claro hacia dónde dirigirme, si a Tabernas o a la vecina Almería. Lo que sí resultaba seguro es que no iba a lograr grandes cosas en ninguno de los dos destinos, pues, ignoro las razones, las tardes suelen ser rigurosas fiestas de guardar para la Administración Pública. Me decidí por el origen, Tabernas. Afortunadamente el autobús de línea no tardó en llegar y como iba casi vacío me dediqué a disfrutar del espectáculo que representa el pedregoso y camaleónico desierto de cactus, reptiles y colinas erosionadas y polvorientas que rodea aquella región.

Cuando llegué a Tabernas, la villa estaba tan muerta como el desierto que la rodeaba, lo cual no era de extrañar. Eran las dos de la tarde y el sol parecía querer dejar constancia de que, en aquellos parajes, él era la máxima autoridad. Con una población cercana a los cuatro mil habitantes me pareció un villorrio en el que no había quedado nada de su antiguo esplendor árabe: la calle principal, actual vía de comunicación, dejó reducidos a callejones solitarios aquellos que un día ya lejano contemplaron el pujante comercio agrícola y ganadero de la zona; una pequeña plaza cuadrada adornada con una pérgola flanqueada por la inmensa mole de la iglesia parroquial; el antiguo casino, hoy reconvertido en “centro de amigos”, y el decimonónico y vetusto edificio del ayuntamiento, situado en un entrante de la carretera que ni siquiera responde a la categoría de plazuela. Pero sin duda lo que más llama la atención es la situación del alcázar árabe, desde cuyas alturas domina con decadente altivez al pueblo que yace a sus pies.



El pueblo dormitaba y con él todos sus habitantes, perros y gatos incluidos. No podía ser de otro modo bajo aquel sofocante calor. Lo extraño es que fuesen capaces de sacudirse el sopor con el que habían cohabitado durante siglos. Deambulé por sus solitarias calles intentando recrear otros tiempos en la vana suposición de que la vida sería diferente a como yo la veía en aquellos momentos. Recordé entonces que en Ribadavia, donde había pasado largas temporadas de mi infancia y adolescencia, la situación no era muy diferente. Y es que los espacios no cambian, lo hacemos nosotros y cuando se es niño el entorno se mira con ojos diferentes. Me encaminé entonces hacia el castillo con la esperanza de retomar aquella lejana visión de las cosas, en la que ficción y realidad se confunden. Desde mi situación no se atisbaba camino alguno que condujese a la cima, así que decidí atacarlo como hubieran hecho los cristianos ávidos de conquistas y botines, trepando por una colina salpicada de chumberas donde las torrenteras habían delineado pedregosos senderos. La subida se me hizo dura, a lo que no fue ajeno el implacable sol que parecía verter plomo derretido. Verdaderamente aquellas gentes no estaban dispuestas a dar facilidades construyendo sus defensas en lugares de fácil acceso. Cuando, agotado, alcancé la cima no pude por menos de recordar los versos que Rodrigo Caro dedicó a las ruinas de Itálica. De su antiguo esplendor no quedaba nada y ni siquiera la más vehemente imaginación es capaz de reconstruir mentalmente lo que siglos atrás había sido bastión inexpugnable. Recostado sobre uno de los paños de la derruida muralla entorné los ojos en un vano esfuerzo por dar vida a aquel pasado remoto. Pensé en mi abuelo. ¡Cuántas batallas habría librado contra otras bandas de críos simulando hazañas de moros y cristianos! Las victorias serían pírricas y los heridos a pedradas se contarían por docenas.

La panorámica que se divisa desde tan privilegiado lugar, no deja indiferente. De un lado, la nada; un paisaje perturbador, desierto pedregoso del que la naturaleza ha querido apiadarse permitiendo el crecimiento desasosegado de unos pocos arbustos calcinados por el sol y unos olivos desperdigados aquí y allá como buscando con timidez un lugar que en modo alguno les corresponde. Del otro, el pueblo de Tabernas, cuya fisionomía no parece haber cambiado desde aquel lejano pasado en el que, dado su carácter estratégico debido a estar situada en una importante vía de paso entre las provincias de Almería y Murcia, era habitual que las tropas de soldados se detuviesen allí para descansar y abastecerse, de ahí la abundancia en aquella época de todo tipo de tiendas (tabernae en latín), que en el transcurso de los años terminó por dar nombre al pueblo. Fue tal la importancia de aquella fortaleza, que en tiempos de Almanzor se convirtió en la más poderosa de la provincia, después de la Alcazaba almeriense. Erigida en el siglo XI, fue residencia, cuatrocientos años más tarde, del último rey nazarí, al Zagal, en cuya pacífica busca vinieron lo Reyes Católicos para resolver la entrega de la plaza de Almería, pernoctando en ella varios días mientras se firmaban las capitulaciones de dicha ciudad en 1489. La entrega, voluntaria y sin lucha, y su definitiva integración a la corona de Castilla, fue la razón de que no fuese saqueada ni sufriese destrozos. Posteriormente fue de nuevo su residencia durante tres días cuando se dirigían hacia Granada para firmar las capitulaciones. Treinta años más tarde la fortaleza se encontraba en un estado tan lamentable, que el Concejo y Regimiento de Almería solicitaron al emperador Carlos I la reparación de la misma, asignándosele tal labor al marqués de Mondéjar. En el inicio del reinado de Felipe II, se abrieron unos portillos en las pocas torres y muros que se mantenían en pie para evitar que los moriscos dispusieran allí de una guarnición, los cuales fueron mandados cerrar por Don Juan de Austria cuando en plena guerra contra éstos, decidió acampar un día en Tabernas.

De las antiguas defensas, formadas por seis torres, apenas quedan hoy algunos restos de difícil identificación. El interior estaba dividido en dos partes separadas por una torre de forma circular que se supone era la del Homenaje: una dedicada a lugar de residencia, la otra para servicios militares. Unas dependencias subterráneas eran utilizadas como almacenes y se cree que existieron varios pasadizos que comunicaban las distintas cuevas del castillo con las ramblas de la villa, posteriormente volados por los moriscos cuando la dieron por perdida.


[endif]--No sé cuánto tiempo transcurrió, ni siquiera si me quedé dormido; me incorporé para recorrer aquella ruina con la parsimonia propia del clima hasta toparme con una puerta reconstruida con no demasiada fortuna. La traspasé y me dí de bruces con un amplio y cómodo camino pavimentado que conducía directamente al pueblo y que yo ni siquiera había adivinado con anterioridad. El núcleo urbano resulta demasiado pequeño para que hubiese evolucionado desde los tiempos en que lo recorría mi abuelo: las mismas calles, las mismas casas, las mismas caras, la misma calmosa apatía en las gentes… sólo los atavíos parecían diferentes; por no haber no había siquiera un lugar donde pasar el tiempo y es que en aquellos años no había necesidad de matar el tiempo, pues escaseaba y el poco que les quedaba lo disfrutaban de un modo que a nosotros se nos ha olvidado, socializando. Para ello contaban con la plaza del pueblo, “la Glorieta”, presidida por la iglesia, el gran punto de encuentro de la población, donde la gente se reunía, como si de un club se tratara, para comentar tanto las pequeñas incidencias del día como las grandes noticias que llegaban a cuentagotas procedentes de un mundo demasiado lejano para ser entendido en toda su amplitud. Allí se celebraban las fiestas patronales con sus bailes y retozos, interrumpidos por el bullicio de los niños con sus gritos, risas y llantos.


En una plazuela próxima, antaño conocida como “Banco”, llegado el mes de Abril se celebraba un gran acontecimiento económico-festivo: la feria del ganado. Sentado en uno de los bancos de dicha plaza, al lado de una fuente, hoy seca pero que en tiempos albergó un pilón al que acudían los lugareños para abastecerse de agua, rememoré las historias contadas por una anciana señora que amablemente había atendido a mis preguntas sobre la forma de vida del pueblo años atrás. Aunque su origen no se conoce con exactitud, parece que la feria fue instituida oficialmente en tiempos de Carlos I, a partir de cuyo momento cobró capital importancia. Tenía lugar durante tres días consecutivos e iba precedida de la procesión de San Marcos, patrón de la agricultura y de la ganadería, conocido popular y eufemísticamente como el “rey de los charcos”, dada la escasa pluviosidad de la zona. La plaza, profusamente adornada con farolillos, se llenaba de chiringuitos en los que, además de las consiguientes golosinas, se comía y bebía como si estuviesen a las puertas del juicio final, mientras los ganaderos, forasteros todos ellos, con sus típicos blusones grises se dedicaban al negocio de la compra-venta del ganado en la aledaña zona del barranco. Todo era bullicio, diversión y naturalmente negocio, que, se remataba al caer la tarde en las innumerables cantinas entre trago y trago, hasta que el cuerpo aguantara o el cantinero decidiera dar por finalizada la sesión. La feria, aunque predominantemente ganadera, se aprovechaba para dar salida a los productos locales, pues, si bien la mayoría del pueblo se dedicaba principalmente al cultivo del cereal, existía un comercio artesanal especialmente lucrativo como era la elaboración del esparto en sus múltiples usos.


Como el calor había dado un cierto respiro a la población, me encaminé hacia la casa parroquial en la confianza de encontrarme con el cura ya desperezado. Tal como era de esperar, tenía el día muy ocupado con los difuntos y sus deudos, lo que no fue óbice para que me demostrase su amabilidad haciéndome entrega de las llaves de la parroquia para que la pudiese visitar sin que nadie me molestase, al tiempo que me confirmaba la inutilidad de mi búsqueda dada la quema de archivos. Genial. Me dedicaría a visitar la iglesia, siquiera fuera desde un punto de vista artístico-cultural. De planta rectangular en uno de cuyos extremos sobresale una gran torre campanario, fue construida en estilo mudéjar el año 1505 y, totalmente reconstruida tras la guerra civil, mantiene las tres naves originales estando el altar mayor dedicado a la Virgen de las Angustias, patrona del municipio. La pila bautismal, hoy cambiada de ubicación, había sido testigo del bautizo de varias generaciones de la familia Ubeda y mi interés estribaba en conocer cuántas. Una vez satisfecha mi curiosidad histórico-artística, allí no había mucho más que hacer, por lo que me encaminé a la casa del alcalde que, lo quisiera o no, algún parentesco, por muy lejano que fuese, habría de tener con nosotros. No hubo suerte, pues aprovechando el día festivo, y con muy buen criterio, había huido del pueblo. Así pues, aquella mi primera visita al lugar de los ancestros conocidos tocaba a su fin por el momento. Ya tendría tiempo de recoger información más adelante.

De vuelta al hotel en Almería me dediqué a la labor de poner en orden los apuntes que había tomado durante el día antes de salir en busca de algún bar que mitigase el acuciante aguijoneo de mi estómago que de ese modo protestaba por haberlo ignorado desde la temprana hora del desayuno. Apenas eran las diez de la noche y la ciudad parecía estar empeñada en recordar la festividad del día, habida cuenta de los escasos transeúntes con que me encontré y que más se asemejaban a ánimas del purgatorio. Los pocos lugares que encontré abiertos ofrecían menús cuyo aspecto no los hacía especialmente apetecibles, pero como no era cuestión de entrar, husmear y marchar, pues los buenos modales fuerzan a tomar siquiera sea un vinito, tras haber ingerido unos cuantos, a palo seco, en otros tantos bares, opté por sentarme en uno de ellos y dedicarme a la pantagruélica labor de atiborrarme a cacahuetes y patatas fritas, aunque para ello tuviera que trasegar toda la cosecha almeriense. Aquella noche soñé con difuntos…


*********


Aquel primer viaje por tierras almerienses me pareció una pérdida de tiempo a los efectos que me había marcado. Si de los archivos eclesiásticos no se podía sacar absolutamente nada, habría que explorar otras vías. Y a ello me puse, siendo mi primer contacto el de un reconocido genealogista de Bilbao que me recomendó acudiese a los archivos de los mormones, donde quizá podría encontrar información suficiente para continuar con mi investigación.


Los mormones, o más propiamente la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, a fin de cumplir con su compromiso religioso de encontrar a sus antepasados para que pudieran abrazar su religión, se puso a la tarea de crear un colosal archivo que reuniera la historia familiar de la humanidad a la par que elaborar un importante registro genealógico. Esta base documental está compuesta por más de mil millones de nombres integrados en más de dos millones de rollos de microfilmes, de los que más de cuarenta mil pertenecen a archivos españoles. El archivo está depositado en una cámara acorazada y perfectamente acondicionada a doscientos metros de profundidad bajo las Montañas Rocosas, en la localidad estadounidense de Salt Lake City (Utah), como precaución ante eventuales catástrofes naturales o atentados, garantizando así su preservación y legado a generaciones futuras. Esta iniciativa, interesantísima a efectos genealógicos, no parece contar con el apoyo de la jerarquía católica que, mediante carta dirigida a todos los episcopados del mundo, advertía del deseo de la Santa Sede de que “las parroquias católicas se abstengan de poner sus registros parroquiales a disposición de los mormones”, que suelen solicitarlos a través de la Sociedad Genealógica de Utah. La carta, firmada por el Prefecto de la Congregación, el cardenal Claudio Hummes, señala, entre otras cosas,

“…con las graves reservas expresadas por dicha Congregación, este Dicasterio desea llamar la atención de su Conferencia Episcopal, con el fin de que se dé el aviso a cada uno de los Ordinarios Diocesanos de no consentir, en su respectivo territorio, la susodicha práctica por ser lesiva a la privacidad de las personas y, además, si así fuera se cooperaría con las prácticas erróneas de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; denominación oficial de los mormones…”

La directiva vaticana expresa tal preocupación por la posibilidad de que los mormones pudieran usar indebidamente los libros de bautismos de las parroquias católicas para encontrar a sus antepasados católicos y así poder bautizarlos en su nombre, cuestión que rechaza en virtud de una razón doctrinal consistente en que el bautismo imprime carácter y no puede ser repetido durante la vida del fiel. Aun entendiendo las razones de la Santa Madre Iglesia, no me considero precisamente un “hincha” de la misma y en consecuencia estoy profundamente agradecido a los de “los Últimos Días” por su labor de recopilación, lo que me permitió encontrar ciertas informaciones de gran valor para el desarrollo de este trabajo, aunque desafortunadamente nada acerca del desaparecido Blas, de cuya existencia real empezaba a dudar seriamente.


Accedí a ellos sabiendo de antemano que nada encontraría, pues por mucha fe que se tenga resulta difícilmente creíble restituir a su estado original las cenizas de un documento quemado y esparcido al viento, pero no era cuestión de arrojar la toalla a las primeras de cambio, pues todavía me quedaban un par de caminos que recorrer, o tres: los Registros Civiles, el Catastro de Ensenada y los Libros de Apeos y Repoblación. Para ello debería realizar otro viaje por tierras del sur, aunque esta vez procuraría ir mejor preparado.

Empezó entonces lo que bien podría calificar de odisea. Intenté ponerme en contacto con los archivos de las bibliotecas municipales almerienses, con la Junta de Andalucía, con el archivero catedralicio, con el ayuntamiento de Tabernas… todo fue en vano. Quiero decir que nadie me hizo caso. Normal. Fue de pura casualidad que me encontré con un antiguo profesor de la Universidad de Deusto, dominico y buen amigo, que cuando le conté mis tribulaciones de jubilado me recomendó que escribiese al Obispo de Almería, con el que había estrechado lazos de amistad durante su permanencia en la Universidad de Salamanca. Así lo hice y aunque mi trato fue de lo más cortés, empleando incluso tratamientos que se me antojaban medievales, la diplomática contestación, al más puro estilo vaticanista, me confirmó que debía indagar en lugares menos celestiales.


Lo intentaría en el Registro Civil, una forma de empezar como otra cualquiera. Ese al menos no lo habían quemado los “rojos” y yo contaba con una fecha, la del fallecimiento de mi tatarabuelo, Blas Ubeda Oña, ocurrida años después de la constitución del Registro, por lo que necesariamente habrían de aparecer allí los datos del finado. Y así fue: esposa, hijos, ¡nada menos que nueve!, nombres del padre y de la madre. ¡Por fin! Allí estaba el sujeto perdido, ¡Blas! Al menos lo había localizado. Y era originario de Tabernas, lo que desdecía a mi abuelo, demostrando una vez más que la tradición oral está sometida a las engañosas veleidades de la memoria. Claro que el problema seguía sin resolverse, pues resultaba de todo punto imposible continuar la línea ascendente por ese medio.

Cómo y por qué razón se habían establecido los Ubeda en una desértica población como Tabernas era pregunta de difícil contestación. La emigración, huyendo de la pobreza, ha sido normal en toda la historia de la humanidad, pero lo que resulta extraño es que esa marea humana se dirija a zonas todavía más pobres de las que en un principio se habitaban. Tal consideración me hizo pensar que, si la familia Ubeda no era autóctona, bien podría haber llegado con la ola de repobladores que siguieron a las luchas contra los moriscos en pleno siglo XV. Lo que ya no me iba a resultar fácil era demostrar tal teoría. Si no existían archivos eclesiásticos y el Registro Civil no me iba a llevar más lejos de la fecha de su instauración, debería buscar en otras fuentes, pero ¿cuáles? Recordé entonces que había oído hablar del Catastro de Ensenada y de unos misteriosos libros de Apeos y Repoblamiento, pero ignoraba cómo llegar y qué tipo de información iba a encontrar en ellos.


Vuelta a empezar. Me empezaba a sentir como el protagonista del nietzscheano mito del eterno retorno. Y eso requeriría otro viaje a Almería, ciudad que ya se me iba haciendo familiar. Lo hice en cuanto se me presentó la primera oportunidad y nada más llegar me dirigí directamente al Archivo Histórico Provincial donde me entrevisté con su directora, que no sólo me recibió con gran amabilidad sino que me ayudó a conseguir lo que buscaba y cómo encontrarlo: “el Catastro de Ensenada”. Guardaban una copia del realizado en la villa de Tabernas, lo que me hizo suponer que podría encontrar uno de los eslabones de aquella desarticulada cadena.


A finales del año 1749 el rey Fernando VI, a propuesta de su ministro el Marqués de La Ensenada, mandó editar un Real Decreto como paso previo a una reforma fiscal que sustituyera por un solo impuesto, la llamada “Única Contribución”, las complicadas e injustas rentas provinciales que existían hasta el momento. Para ello se llevó a cabo una exhaustiva encuesta en los quince mil lugares con que contaba la Corona de Castilla, entre los que no se incluían las provincias vascas, al estar exentas de impuestos por cuestión de fuero. Este trabajo estadístico fue conocido como Catastro de Ensenada. El proceso catastral viene especificado con todo detalle en el citado real decreto y se inicia con una carta en la que el Intendente de la Provincia anunciaba al alcalde del pueblo la fecha de su llegada y la obligación de pregonar y exponer el bando que se enviaba junto con la carta. Después tenía lugar la elección de representantes del concejo y, simultáneamente, el alcalde y los regidores debían elegir a los miembros del ayuntamiento (concejo) que habrían de responder al interrogatorio de cuarenta preguntas, así como dos o más peritos entre las personas que mejor conociesen las tierras, frutos y, en general, todo lo referente al lugar (población, ocupaciones, utilidades, ganados, etc.)

El Intendente iba acompañado de un asesor jurídico, un escribano, operarios, agrimensores, escribientes y demás dependientes que considerase necesarios y, si lo juzgaba oportuno, podía designar otros peritos, generalmente forasteros, que debían expresar su conformidad o disconformidad acerca de los rendimientos o utilidades que los peritos del pueblo declarasen. Luego mandaba citar al alcalde, regidores, peritos y cura párroco para un día, hora y lugar determinados y les tomaba juramento, con el dicho párroco como testigo.


Llegado el momento, se daba comienzo al interrogatorio, recogiendo el escribano las respuestas literales dadas por el concejo y los peritos. Si los representantes del municipio carecían de datos para responder alguna pregunta, el acto podía suspenderse un tiempo, a condición de hacerlo con reserva, justificación y brevedad. Las autoridades y testigos firmaban el documento, a excepción del cura párroco.


Las Respuestas Generales de los pueblos al interrogatorio de cuarenta preguntas se tabularon y verificaron para evitar todo tipo de ocultaciones o desviaciones, quedando registradas en un documento llamado Libro de lo Real, o de Mayores y en él se dejaba constancia de todos los bienes de una población (rústicos, pecuarios, urbanos, etc.) así como las rentas del trabajo y del capital…


“se formará un libro donde se asentarán partida por partida todas las piezas de tierra, casas, molinos, y demás edificios…”.


Había otro cuyo título respondía a Libro de lo Personal, o de cabezas de casa, que contenía la filiación de cada vecino cabeza de casa, con su estado civil, edad, profesión, estamento, número de hijos, edad, y dedicación, si bien no era obligado dar los nombres de los hijos. Tanto en uno como en otro libro se separaban los seglares de los eclesiásticos.

Una vez finalizado el catastro,

“se hará juntar al Ayuntamiento en paraje público para que puedan concurrir los vecinos que quieran, y volviendo a hacer notorio el bando que se publicó se leerán del libro primero solamente (es decir, el libro de lo real) en alta voz, todas las partidas, para que cada uno alegue lo que se le ofreciere, si tiene algún agravio o si sabe que alguno tenga oculta parte de sus haciendas u otros haberes”.

El miedo a pagar más que el vecino y la habitual envidia humana haría aflorar cualquier información oculta hasta el momento.


Según documento de la época,


“se pasearon y reconocieron una a una y se midieron todas las piezas de tierra; se contaron las colmenas, cada una de las cabezas de ganado; cabildos, monasterios y nobles tuvieron que desempolvar legajos de sus archivos para hacer copiar y autentificar los documentos en los que figuraban sus ancestrales privilegios; no quedó casa, ni corral, ni tienda sin medir, ni cuba de vino sin cubicar; en muchos pueblos hasta se contaron los árboles”.

Dibujo de Tabernas según censo de la época




El censo en Tabernas tuvo lugar a finales de diciembre de mil setecientos cincuenta y dos, de modo que alguno de los Ubeda que allí aparecieran tendría muchas probabilidades de ser el padre o el abuelo de Blas Ubeda, aquel individuo que me traía de cabeza, pues éste había nacido aproximadamente veinticuatro años después de realizado el citado catastro. Con esta única idea martilleándome la cabeza, entré en una sala en la que ya había unos inquietantes personajes que, por tener las pestañas pegadas a unos libros con más moho que un sepulcro, no prestaron atención alguna a mi presencia. En verdad, no parecían de este mundo. Mientras esperaba a que me trajesen los legajos pedidos, tamborileé inconscientemente con mis dedos sobre el pupitre cuando me sobresaltó un iracundo y colectivo ¡¡¡chissssst!!! que me pareció salido de las profundidades del Averno. Decididamente si aquello no era un cementerio, podía pasar perfectamente por el templo de la inteligencia, siendo los que allí estaban sus sumos sacerdotes. Enmudecí, y un par de veces que tuve necesidad de ir al servicio lo hice casi deslizándome por encima del encerado pavimento. Al fin llegó el ujier, cuya indumentaria decimonónica lo hacía muy propio de aquel lugar, con los legajos. Me entró un sudor frío; los traía en un carro, no se sabe si por el volumen que ocupaban o a causa de su deterioro. Al verme la cara sonrió y aquella expresión acabó por helar el sudor en mi frente.

No sabía por dónde empezar, así que primero los hojeé con la intención de familiarizarme con ellos. Imposible. Aquella escritura no la entendía ni Dios. Afortunadamente no tenía prisa y yo había ido allí para eso, así que imploré una nueva alianza con la paciencia. Poco a poco, comparando palabras y letras por separado fui confeccionando mi particular diccionario. Si aquellas personas habían tardado más de una semana en organizar el censo tras interrogar a varias cabezas de familia, a mí me llevaría otro tanto el descifrarlo, y a medias. Con toda seguridad os resultará aburrido leer lo que sigue, pero me lo debéis, siquiera sea por el espíritu de hidalguía que, sin duda alguna, creéis que tenemos los Ubeda. Además probablemente no encontraréis mejor oportunidad para poneros a prueba.



Comencé por el que se refería a los datos generales que se limitaban a dar respuesta a treinta y dos de las cuarenta preguntas, reducción debida a la inexistencia de monasterios, bienes enajenados, embarcaciones, ni rentas propias del rey. Se tomó juramento “por Dios y a una cruz”, entre otros, al Alcalde, al “fiel executor”, al Guarda Mayor de Campos, a un regidor perpetuo[1] de nombre Juan de Plaza Plaza (con grandes probabilidades de ser familiar lejano de Papá Juan). Comienza el interrogatorio y a las tres primeras preguntas sobre nombre de población, jurisdicción y extensión, responden que


“este pueblo le nombran la Villa de Tabernas y dixen que es realenga[2] y de la Jurisdicción de la Ciudad de Almería perteneciente a S.M. y por otra razón percive S.M el Real Censo de Poblazzón que su producto es de un mil trescientos sesenta y siete reales y veinte y dos maravedises… dixeron que el territorio que ocupa este lugar es desde Levante a Poniente tres leguas[3], de Norte a Sur, dos leguas y de circunferenzia, ocho, linda por Levante con término y Jurisdicción de los lugares de Taal Lucainena, por Poniente con los de Gador y Ryoja, Norte con los de Belefique, Olula de Castro y Gergal y con los del Sur con Eijar, Pechina y Ciudad de Almería. Tiene la figura de la imagen…”

Y así van contestando una tras otra todas las preguntas.

Aproximadamente la cuarta parte del territorio estaba dedicado a la agricultura, primordialmente cereal, trigo, cebada, centeno y panizo, pues el total de terreno de siembra era de doce mil fanegas de puño[4] (aproximadamente cinco mil hectáreas), de las que sólo doscientas doce eran de riego. El rendimiento era muy bajo, habida cuenta del clima y la calidad de las tierras. Éstas debían de permanecer en barbecho entre uno y diez años dependiendo de la categoría de las mismas y así, en las de mayor rentabilidad


“una fanega de tierra de riego de primera calidad sembrada de trigo, un año con otro produce cuatro fanegas, mientras que de cebada seis, y si es en secano tres y cinco respectivamente con períodos de barbecho de cuatro años”


Las de peor calidad deberían descansar durante un período de diez años o más. En cuanto al arbolado, existían olivos, granados, higueras, perales, moreras…


“…ay olibos y algunas moreras y aunque ay algunos frutales son a tan corta consideración que es múi poca la utilidad que les producen a sus dueños y que los árboles que ay se hallan assi en las tierras de riego como de secano y los pocos que ay se hallan escondidos en las tierras sin método ni concierto formal…”.


Los ciruelos, manzanos, naranjos y limoneros, “son tan cortos que no los consideran de utilidad alguna”. Y de las encinas, plantadas en el monte alto, “sólo se aprovecha alguna leña por la comunidad para gastos de casa de ramas inútiles que dejan los taladores con licencia del juez de Marina, porque la bellota es tan poca que no resulta de utilidad”


En cuanto al ganado lo había cabrío, lanar, vacuno, mular, asnal y de cerda (muy poco) y pastaban en el monte bajo, “las únicas que sirven para pastos y sólo son de utilidad para los de la comunidad de pastos y la ciudad de Almería que los arriendan a forasteros”

Pues, si acaso, algún vecino poseía un caballo o yegua para uso de su casa, pero nadie disponía de cabaña ni yeguada dentro ni fuera del término. El vecindario se quejaba de que “no viene ganado lanar ni cabrío al esquilmo sino que sólo vienen a pastar en los yerbajales que hay en este término y de los que se aprovechan los de la ciudad de Almería y los que vienen a pastar a la dehesa perteneciente a esta Villa y tan solamente les deja utilidades de los que sus dueños pagan por razón del otro pasto que pertenece a esta Villa”.

El catastro nos deja una relación del vecindario y de sus ganancias[5] narrada con gran minuciosidad y que, por su indudable interés, transcribo íntegramente

*9 molinos para harina que producen a cada uno unos 150 reales/año.

*4 molinos de aceite que producen anualmente 50 reales.

*1 mesón que produce hasta 20 ducados, pagando al mozo que sirve 100 reales.

*3 “tiendecillas” que producen unos 150 reales.

*1 carnicero que le produce anualmente 15 ducados.

No había ninguna panadería del concejo, y sí algunas voluntarias que sólo amasan cuando les parece.

*Ay un cuarto que le dan nombre de Hospital y acoge a viandantes y peregrinos, sin coste.

*1 médico al que se le regulan 100 ducados/año.

*2 oficiales de barbero a los que se le regulan 50 ducados a uno y 25 al otro.

*1 maestro albañil al que se le regula 100 ducados.

*2 herradores – herreros, a uno 100 y al otro 80 ducados.

*1 maestro zapatero y 1 oficial a los que se le regulan 200 reales.

*1 maestro de otro oficio con 50 ducados.

*2 maestros sastres con 30 ducados cada uno.

*300 jornaleros en los que se incluye alguno que ganan el jornal con alguna herramienta y que ganan diariamente 1 real.

*50 pobres de solemnidad.

*7 clérigos, unos sacerdotes y otros de órdenes menores.

*1 guarda de campo (éste es el que aparece como uno de los testigos del interrogatorio) a quien se le paga por el concejo 225 reales/año.

*1 estanco de aguardiente cuya utilidad anual es de 550 reales.

*1 estanco de tabaco con utilidad de 2100 reales de vellón.

*1 maestro alpargatero con utilidad anual de 100 ducados por ser único en la Villa.

*1 maestro carpintero con utilidad de 200 reales.

*1 maestro alfarero con 550 reales.

En aquella época la población del Reino se cuantificaba por vecinos, por familias, y no por personas y aunque resulta difícil conocer con exactitud las que estaban a cargo de los “cabezas de casa”, se ha estimado una relación de cuatro a cinco habitantes por vecino, lo que supondría una población, en el año en que se realizó el catastro, entre mil quinientos y mil novecientos habitantes.


Los tres días que permanecí en Almería mi ocupación matutina eran exclusivamente recoger información de los archivos, empleando las tardes en pasar a limpio los apuntes que había tomado. Después me dedicaba a pasear por las mismas calles que había pisado mi abuelo, tratando de mimetizarme con él y el entorno que había conocido, pareciéndome así estar más próximo a su existencia y pensamiento. Un pasatiempo como otro cualquiera para evadirme de la soledad en la ciudad más aburrida que he conocido jamás.



[1] Lo que hoy llamamos alcalde.

[2] Se dice de los pueblos que no eran de señorío ni de las órdenes militares, sino que estaban sometidas a la autoridad directa del rey.

[3] Una legua son aprox. 5,5 km.

[4] La fanega de puño o de sembradura era la superficie de tierra que se sembraba con una fanega de trigo

[5] Ducado=11 reales=375 maravedis

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