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Muerte y Funeral


Acabo de regresar de un funeral. Últimamente asisto a muchos. Privilegios de la edad. Se me antoja que son un prolegómeno del que, no tardando mucho, será el mío. Al fin y al cabo a todos nos llegará ese momento. Debo confesar que se me antoja un espectáculo grotesco. En apariencia todos se reúnen allí para dar el postrer adiós al difunto, como si a éste le importara un carajo, e interesarse por sus últimos momentos, en un intento de tranquilizarnos para cuando nos llegue el turno; pero en realidad allí se va para reunirse con viejos conocidos a los que no se les suele ver muy a menudo y hablar de banalidades, aguantar estoicamente la detallada operación quirúrgica sufrida recientemente por alguno de los presentes y, si hace al caso, poner cara de circunstancias cuando llegue la hora de acercarse a los deudos para manifestarles nuestro hondo pesar. Luego unos vinos y… hasta la próxima. Ya se sabe el muerto al hoyo…

De vuelta a casa iba yo meditando sobre lo allí visto y sentido, llegando a la conclusión de que, en eso de las “últimas voluntades”, no debería olvidar introducir una cláusula que hiciese mención expresa a la prohibición de mi propio funeral. Sobre todo por proteger a los que realmente me hubiesen apreciado, aunque bien mirado, si no hubiese tanta hipocresía en el mundo la asistencia al espectáculo iba a ser más bien escasa. Resulta patético, cuando no deplorable, tener que aguantar la soflama de un cura que, en la mayoría de los casos, no ha tenido contacto alguno con el difunto, proclamando las bondades del extinto como padre amantísimo, abnegado esposo, amigo entrañable… sin defecto alguno que lo caracterice como humano. No, definitivamente no quiero un funeral; porque deseo descansar en paz y no quiero ser partícipe, de cuerpo presente y aunque no me entere, de las sandeces que allí se digan, a no ser que alguien me asegure el milagro de poder removerme en el catafalco con el fin de provocar allí mismo unas exequias multitudinarias.

Pienso, como Montaigne, que habría que enseñar a las gentes a morir para que aprendiesen a vivir. ¿A qué se teme más, al hecho de morir o a la forma en que tal acontecimiento se produce? La agonía, el dolor… ¿Y qué papel juega la imaginación, la fantasía, en todo esto? Nacemos para morir, esto es indudable; lo contrario ya es más dudoso. ¿Por qué preocuparse por algo que es el fin de todo y además es inevitable? Imposible huir de lo que es nuestra naturaleza. Verdad es que no guardamos memoria de nuestro nacimiento y, si bien es un hecho cierto que lo hacemos con llantos y gritos, no se puede asegurar que sea un síntoma de sufrimiento, sino con un proceso más bien fisiológico: respirar, ensanchar pulmones, etc. Y en el polo opuesto, ¿de verdad sufrimos? ¿los espasmos que observamos en el moribundo no serán simples movimientos reflejos de un organismo que se extingue? No digo que en el proceso de la enfermedad no exista dolor, para lo que afortunadamente existen cuidados paliativos, me refiero exclusivamente al estadio inmediatamente anterior al fallecimiento. El que se va no aclara el misterio. Durante esos extraños momentos en los que, disfrutando de un

estado saludable, se piensa en la muerte, la imaginación agranda el mal, pero cuando la vejez se alía con la decrepitud y la afición por los placeres declina en la misma proporción, el tránsito se nos antoja natural pues la vida se nos escapa tanto más rápidamente cuanto mayor es el mal que padecemos; por el contrario, si la muerte es rápida, no hay tiempo para pensar en ella.

Lejos de pensar en la muerte, que nos imposibilita el disfrute de la vida, debería preocuparnos el uso que hacemos de la misma, pues lo importante no es el tiempo de permanencia en el planeta, sino cómo lo utilizamos. La existencia es un círculo y nosotros estamos prisioneros en su interior dando vueltas cada vez a mayor velocidad hasta que la propia aceleración acaba por arrojarnos al exterior, un espacio vacío y desconocido que por ello nos aterra. Pero lejos de hacer frente a esa ignorancia, destruyéndola, nos empeñamos en rodearla de fetichismo en un intento vano por protegernos: los llantos, las actitudes patéticas de los asistentes, la lúgubre oscuridad de una habitación apenas iluminada por la tétrica luz de unas velas haciendo guardia alrededor del féretro, el médico que dará fe del definitivo tránsito, el cura que aletea alrededor de la cabecera desparramando agua a su alrededor con el fin, no muy bien esclarecido, de dirigir a lo que llaman espíritu inmortal por no se sabe qué misteriosas regiones del espacio sideral. Pues bien, ya hemos desaparecido, ya se pueden quitar los disfraces para que todo vuelva a la normalidad, unas máscaras que jamás deberíamos habernos puesto. Fin de la comedia

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