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Los Úbeda en su historia (I)


A los que hicieron posible que estemos aquí.

El hombre no es un ser estático, tiene pies y camina, de ahí que no se le puedan achacar raíces, por más que uno se empeñe en reivindicarlo adoptando en su vida y costumbres un estatismo endogámico que le aferre al terruño. No se trata, pues, de buscar qué somos, sino de dónde venimos para intuir siquiera a dónde nos dirigimos. Como con toda probabilidad nunca llegaremos a conocer el origen y con toda seguridad ignoraremos el final, habrá que concluir con Machado que lo importante es vencer las dificultades que nos encontremos a medida que hacemos camino, por eso aquí nos limitaremos a rememorar una historia general en la que trataremos de situar, en la medida de lo posible, la andadura de aquéllos que nos precedieron.


Soy de la opinión de que las historias familiares deberían ser escritas por los nietos; los padres se encuentran demasiado cercanos en el tiempo como para ser tratados con la justicia que se merecen y por eso, cuando se quiere obtener una buena perspectiva, es preciso distanciarse del objeto observado para que incluso un miope pueda ver con la suficiente nitidez. Por lo que a mí concierne me limitaré a completar la ascendencia generacional a la que mi abuelo no pudo llegar, adentrándome en ese enmarañado y laberíntico mundo ancestral plagado de oscuros recovecos que generalmente conducen a ninguna parte, avanzando unas veces y retrocediendo las más, intentando dar coherencia a infinidad de datos, en su mayoría inconexos, en busca de un rastro que nos acerque a aquéllos que nos precedieron en la aventura de la vida. Sin la seguridad de conseguirlo sólo me quedará la satisfacción del camino recorrido y, sobre todo, el recuerdo de su memoria, pues mientras lo cuento, lo vivo y de paso los revivo. ¿Acaso -como dejó escrito Unamuno- contar la vida no es un modo, y tal vez el más profundo, de vivirla?


Los límites los pondrá la falta de datos y la imposibilidad de conseguirlos. No pretendo llegar al radical extremismo de Alejandro Dumas, padre, cuando, atendiendo preguntas de un impertinente periodista dispuesto a indagar hasta el final en su ascendencia familiar, le espetó: “Mi padre era blanco y mi madre mulata, como yo, pero mi abuela era negra y también lo era mi bisabuelo, y de lo que no existe la menor duda es de que mi tatarabuelo era un mono ¡un mono!... ¡¡¡Pero es que mi linaje, caballero, comienza en donde se acaba el de Vd.!!!”

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Entre las muchas limitaciones del hombre se encuentra la del desconocimiento de su supervivencia dinástica, de ahí que tenga cierta propensión a seguir el camino inverso tratando de desenmarañar el intrincado camino de sus raíces más directas. Mi abuelo se limitó a bucear en un remanso próximo en el tiempo y en el espacio, hasta conseguir la filiación de su bisabuelo nacido, según creía, en la vecina Huércal en un año impreciso de la primera mitad del siglo XVIII. De este personaje, del que no aporta dato alguno, hace descender la rama andaluza de los Úbeda. Datos, fechas y algunas curiosidades, las plasmó en un manuscrito que vino a parar a mis manos y que, por su interés, reproduzco en la segunda parte de este libro. ¡Cuántas sorpresas nos depararía la historia si cada uno de nosotros se dedicara a dar cuenta de las vivencias, pensamientos, alegrías y preocupaciones ocurridas a lo largo de su vida! Por eso, conocer la vida de nuestros antepasados es, en cierta medida, rehacer la historia, la de verdad, la de las gentes comunes, y es aspiración de todo ser humano, que generalmente se acrecienta con la edad, la ambición a remontarse en el tiempo tras las noticias de sus ancestros, como si el aguijonazo de la pronta desaparición despertase en él vanos deseos de inmortalidad. Pero también contribuye la conciencia de saberse producto de una diáspora, cuestión que no suele plantearse en familias que siempre han permanecido en su lugar de ubicación, ya que la propia endogamia en que se desenvuelven no se presta a este tipo de delirios. El entorno en el que nos desenvolvemos, ya se trate de la esfera social, económica o profesional, se centra en dos preguntas esenciales: quién eres y qué eres; si no lo sabes te lo inventas, pues, de otra forma, simplemente no existes. Tanto a nivel psíquico como en nuestra realidad cotidiana necesitamos referencias para no vagar sin rumbo, por eso buscamos en nuestro interior, o en nuestro pasado, intentando encontrar nuestro lugar en el mundo.


Merece la pena volar en las alas de la fantasía para atrapar en el tiempo aquellos lugares, momentos y circunstancias en que se desenvolvieron los que nos precedieron, porque entonces nos encontraremos con ellos, y de algún modo participaremos de sus angustias, sueños, alegrías, amores y desencuentros… de su manera de enfrentarse a la vida, que no variará gran cosa de la nuestra, pues la esencia de la persona, es inmutable. Dice un proverbio africano que “la riqueza de un pueblo se mide por el legado de sus ancianos” y nosotros somos, en cierto modo, lo que ellos nos legaron. Resucitarlos por el recuerdo es algo que les debemos y mientras eso hagamos estarán vivos, porque vivirán en nosotros.


La historia de los Úbeda, o por mejor decir los Úbeda en su historia, es un apasionante discurrir por el tiempo, un tiempo que no tiene un principio ni un fin, como no lo tiene la vida en su más extenso significado, pero que unida a otras muchas han conformado la historia de un pueblo, un pueblo que se llama Humanidad. La gente no se muere del todo mientras la recordemos y eso es lo que pretendo hacer con este esbozo de libro, rescatarlos del olvido buceando en un pasado del que apenas conozco algunos nombres, muchas veces equivocados, mientras contemplo viejas fotografías, amarillentos manuscritos o noticias entresacadas de periódicos ya desaparecidos. Solamente se necesita llenar de contenido las vidas de aquellas personas, pues como decía Pirandello, “los hechos son como los sacos, si están vacíos no pueden tenerse en pie”. Cómo hacerlo será la tarea primordial.

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Ocurre con las personas, como con los objetos, que sólo se sabe lo que valen cuando amenazan perderse. Perdemos a los seres queridos y es entonces cuando más los echamos en falta. No inmediatamente, pero sí en el transcurrir del tiempo de forma que cuanto más nos aleja éste de aquéllos más los idealizamos, hasta el punto de convertirlos en leyenda, cuando no en héroes. Las anécdotas que tanto nos aburrían, las transmitimos a nuestros descendientes con una carga de sentimiento y fantasía tal, que obran en la mente del que las escucha el milagro de convertir al personaje en mito, pues ni lo han conocido ni tienen la posibilidad de hacerlo. Yo no tuve la oportunidad de conocer a mi abuelo, como persona me refiero, pues él murió cuando yo contaba quince años de edad. Me queda sin embargo el recuerdo, desvanecido por las brumas del tiempo de un carácter bonachón y una paciencia infinita. Resulta extraño cómo unos sucesos, en determinadas circunstancias y sin relación aparente entre ellos, establecen asociaciones que en el futuro se nos presentan como trascendentes. Echo la vista atrás y recuerdo una calurosa mañana de Junio en la que coincidían la onomástica de mi abuelo y un examen de repesca de las matemáticas de sexto curso del bachillerato, con las que me llevaba bastante mal, o por mejor decir, no me llevaba. Mis padres pensaban que me había hecho un hombre, o sea, que debería usar pantalón largo, que era como en aquellos tiempos se identificaba a los hombres, y que de tal guisa me presentase en el examen y después ante mi abuelo. Yo no tenía muy claro que un cambio de vestimenta obrase tal milagro, máxime cuando no llevaba aparejado un trato diferencial en el seno familiar, en el que cada cual asumía su papel: el padre, la auctoritas, el hijo la obediencia ciega, y no precisamente por amor filial sino por pánico cerval. Era una época en la que el pensamiento único lo invadía todo y en el que las opiniones propias carecían de valor: “tú haces lo que se te diga y punto”. Pues eso, punto. Sólo había un medio de liberarse de esas cadenas, los sueños, unos sueños que todavía tardarían mucho en hacerse realidad. En aquella sociedad no se movía ni Dios, pues los propios curas lo tenían secuestrado. La madurez se alcanzaba por el sometimiento a los poderes que todo lo controlaban; la estabilidad emocional se obtenía mediante el sacrosanto matrimonio en el que hasta la actividad sexual se realizaba bajo la atenta mirada del crucifijo, que aseguraría que los hijos irían directamente al cielo tras cruzar este valle de lágrimas. Curas, toros, fútbol y familia cristiana, todo bajo el manto protector de la hipocresía. ¡Qué tiempo y qué sociedad!... Pero estábamos con lo del pantalón largo. Sí, toda una vida con las canillas al aire y de repente tendría que soportar las miradas inquisitoriales que caerían sin duda alguna sobre mi persona, pues lo que era una cuestión lógica se me antojaba disfraz carnavalesco. Tal fue así que decidí asistir al colegio vestido como habitualmente lo hacía, posponiendo la gala para la posterior visita. Me aprobaron. Probablemente porque el hermano querría quedar bien con el alumnado, dado que ese mismo año colgaría los hábitos. Fuera como fuese, la alegría que me embargó obró el milagro de que aquel disfraz se me antojase flamante uniforme acorde con mi nueva personalidad. Acudí a la cita con mi abuelo y lo encontré en la sala, sentado frente a la ventana con la mirada perdida en sus recuerdos mientras esperaba paciente a que mi padre terminase de afeitarlo. Un inoportuno tajo en su rostro producido por el agudo filo de la navaja, le había devuelto al mundo de las realidades, momento que aprovechó para expresar su malestar con la expresión más malsonante que jamás hubiese salido de su boca: ¡¡¡puñetas!!! Me acerqué para darle un beso y en el abrazo que me dio pude sentir la profunda tristeza que le llenaba el alma desde la muerte de su mujer, ocurrida dos meses antes. Ni reparó en mi atuendo, cosa que agradecí. Murió a los dos meses de aquella visita. De tristeza, de las pocas ganas de vivir que le quedaban. Sin más. Yo no tenía entonces ni la capacidad ni las ganas de entender ciertas cosas. Él pertenecía a un mundo que se extinguía y yo empezaba a crear uno nuevo en mi particular fábrica de sueños. Hoy, ya mucho más cercano a la edad en que nos abandonó, siento el vacío de la nostalgia por no haber estado más cerca de él y sentir su calidez, conocer de primera mano sus vivencias… y ofrecerle un cariño desgraciadamente atrapado en la enmarañada y egoísta red de la adolescencia. Se lo debo. Le debo unas horas felices que podría haber disfrutado con su nieto y cuya oportunidad le hurté. Por eso, la historia de esta familia, la de “los Úbeda de Tabernas” como él decía, arrancará con su recuerdo.

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