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El navideño ágape de empresa


¡Quién no ha asistido alguna vez a uno de esos acontecimientos empresariales en los que, dadas las fechas, las direcciones suelen agasajar a sus empleados bajo el señuelo de lo que llaman confraternización! La asistencia, generalmente multitudinaria, tiene dos baremos de medida: uno, el impacto que pueda producir en el prócer una eventual negativa; el otro… pues que resulta gratis y además suele comerse mucho (en ocasiones hasta bien) y beber todavía más, con lo que el tedio se desvanece en gran medida. Recuerdo especialmente uno de ellos, si bien la generalización no supone gran trastorno.



El día había llegado. Para unos no era sino la fecha en que la Empresa se “estiraría” en una comida que, por lo general, solía obtener un aprobado alto; para otros, un cáliz del que había que beber obligatoriamente, confiando, al menos, en que el vino fuese de una buena cosecha; pero de lo que no se podía dudar era de ese ambiente navideño en el que todo el mundo es, aparenta, o realmente quiere ser bueno y, en tales circunstancias, ¿por qué no esforzarse en fundir en fraternal abrazo a las partes más radicalmente enfrentadas de la Empresa? Al menos por unas horas desaparecerían los tópicos del “ellos” y “nosotros”, alcanzándose un momentáneo estado de “nirvana” laboral.

Una actividad febril bullía en el área de Alta Dirección mientras se ultimaban los preparativos del discurso que, como todos los años, habría de ser pronunciado por el máximo exponente de la Organización: “Señorita, tráigame de inmediato los resultados del cash flow del último año... y no me diga que no lo encuentra. Si es preciso remueva todos los archivos ¡hasta el mismísimo año 36!” “¿Se ha instalado el slide projector?” “¿Qué pasa con los datos del forecast?”... Porque es de justicia reconocer que en aquella Empresa el inglés cohabitaba con el castellano, dando lugar a una jerga de difícil comprensión. Así, a un breve descanso se le denominaba break (pronunciado “bric” por la inmensa mayoría); el CD – ROM, por ser palabra de ignoto significado, daba en CD – “RUM”; la gestión, el management, se afrancesaba al ser acentuada en la última sílaba... y aquel tufillo de “dandismo” casaba muy bien con el entorno. Naturalmente también había lugar para el monólogo, siendo así que se podían escuchar frases al viento recogidas aquí y allá por aquéllos que se aventuraban a merodear por el entorno del sacrosanto despacho: “No, si ya digo yo. ¡Es que estoy rodeado de inútiles!... ¡Si es que tenía que echarles a todos a la calle!” y otras lindezas de similar positivismo.

Los adjuntos, vices, jefes... daban vueltas y más vueltas sin barruntar el desenlace de tal desaguisado y en su alocado proceder arrastraban a un abismo de irracionalidad a las más eficientes secretarias que eran materialmente raptadas de sus diarios quehaceres para dedicarlas a una labor cuya inusitada urgencia y anómalo cometido no podían entender; claro que tampoco se les pagaba para pensar. De hecho a nadie se le había contratado para misión tan ajena a la generalidad de los mortales. Ni siquiera “nosotros” tenía la primacía, pues la cabeza pensante – la única – había decidido dividir tal categoría en dos entes bien diferenciados: el “nos” mayestático y el “otros”. Con formulación tan sutil, si algún individuo perteneciente a esta última subdivisión cometiese un error que pudiera ser catalogado como de lesa estupidez, pasaría de inmediato a engrosar el multitudinario grupo de “ellos”. Nunca se dieron tantos ni tan inútiles paseos entre fotocopiadoras y despachos. El inframundo laboral parecía haberse detenido súbitamente con el único sentido de aglutinar una información exhaustiva que sería comunicada en breve a todo el personal y que, por razones no muy bien conocidas, le había sido hurtada en el transcurso del año.


Mientras tales acontecimientos ocurrían en el recinto de “nos-otros”, “ellos”, ajenos a aquel caos de incierto resultado, se habían distribuido en grupos dedicándose al gratificante ritual post-laboral de la cata vinícola que, como se sabe, suele preceder a toda celebración festiva. La conversación era variopinta: unos tenían el trabajo como obsesivo tema de fondo; otros se enzarzaban en acaloradas disputas de corte balompédico, arte en el que todos eran consumados maestros a excepción de los contrarios que, lógicamente, no tenían “ni puta idea”... pero por encima de todo ello aleteaba una preocupación: “¿Serán capaces estos cabrones de congelar el sueldo?” “Pues yo he oído...” “¡No jodas!”.


Así las cosas los distintos grupos se van acercando al lugar previsto para la celebración. En la barra del restaurante hace guardia la representación de jefes de escala menor, que algunos tachan despectivamente de “jefecillos”. Un ripio que pretende ser jocoso, sólo festejado por la camarilla del presunto gracioso, es comentada en el grupo de “ellos”: “Mira, ahí los tienes… si ya digo yo, dale un carguillo a Andresillo y sabrás quién es Don Andrés”. Evidentes síntomas de confraternización. Alguien parece darse cuenta de la ausencia del personal directivo. “Estarán en el comedor”. Y como si de una contraseña se tratara, se van colando en el comedor por riguroso orden jerárquico: los

llamados jefecillos, para hacerse bien visibles; el resto como pidiendo perdón. Efectivamente allí estaban todos. Caras desenfadadas, muecas que simulaban sonrisas, saludos afectuosos mirando hacia otro lado, algún que otro abrazo, sin demasiada efusividad, a los más antiguos, como si no los hubieran visto en años...


La sala se había dispuesto para satisfacer las necesidades de dos acontecimientos diferentes, lo que había originado más de un quebradero de cabeza al responsable por su falta de perspicacia en la comprensión de los deseos de la jefatura, y de ahí la división en dos compartimentos convenientemente disimulados. La zona más deseada por la mayoría parecía un “sancta sanctorum” a tenor de la protección de que gozaba, pues no era cuestión de distraer la atención hacia aspectos que no fueran de relevancia absoluta. Y, por supuesto, el previo y pertinente “discurso” lo era. Ciertos desaprensivos, que no concebían la Empresa como un “todo”, lo llamaban “coñazo”, pero ya se sabe cómo son “ellos”...


Resultaba curioso el fiel cumplimiento de los cánones establecidos para este tipo de celebraciones. El Director que, como es habitual, soportaba la indudable carga de la responsabilidad, ocupaba una posición preeminente al ser punto de referencia obligada. ¡Ahhh! Lo que supone el peso de la púrpura. ¡Qué sabían “ellos” de sus largas noches de insomnio, de sus desvelos por mantener la Compañía a flote en el oscuro y proceloso mar del Mercado! El “poder”, que a tantos apetece y que por tan pocos se deja cortejar, cuando se consigue, es como una pesada losa que hay que sobrellevar con resignación y sacrificio, autoanulándose con humildad para dar servicio a los demás. Bien sabía él que jamás disfrutaría del agradecimiento y comprensión ajena...


Rodeaban al prócer la elite conformada por el colectivo de “nosotros”, prestos a cualquier ayuda que requiriese, y un poco más alejados, separados por reducido grupo de los “jefes subalternos”, se encontraba perdida, distante, extraña al espectáculo que allí se urdía, la ingente masa de “ellos”. Sin embargo, las primeras palabras que se pronunciaron los tenían como destinatarios:


“... la proximidad de estas fiestas, entrañablemente familiares, nos vuelve una vez más a reunir como una segunda pero gran familia que formamos... – los murmullos de aprobación a cargo

del colectivo más reducido contrastan con el desconcierto de la gran mayoría... - Quisiera aprovechar la oportunidad que me brindáis para agradeceros de forma personal el esfuerzo, dedicación y constancia de que habéis hecho gala en año tan difícil. Sin vuestra ayuda nada hubiéramos conseguido – el inicial desconcierto se metamorfosea en premoniciones de pésimo augurio: “ya verás, seguro que ahora dice algo sobre los sueldos” – Permitidme que dedique un brevísimo tiempo a condensar los acontecimientos del año que se nos va, antes de analizar los resultados obtenidos...”


A continuación se desarrollaría la tan temida, aburrida y odiada sucesión de transparencias acompañada de aquellas curvas de corte esotérico con datos económico–financieros cual indescifrables jeroglíficos, sólo interpretables por el imperturbable ponente. “Ellos” comienzan a impacientarse, cuestión que no parece inquietar al oficiante a pesar de los continuos y mal disimulados movimientos hacia las mamparas divisorias para tratar de desvelar el secreto tan celosamente guardado, así como los murmullos cada vez más audibles y totalmente ajenos a lo que allí se decía. Pero el tiempo, que en su relatividad también parece plegarse a los deseos del poderoso, es totalmente ajeno al cansancio de aquella congregación: “Joder p´al tío. ¿No se dará cuenta de que nos importa un carajo?”. Nada. El hierofante se siente a gusto y no está dispuesto a acortar conferencia tan costosamente elaborada por “nosotros”. Sin saber exactamente cómo ni cuándo, alguien conecta con la realidad y alerta al grupo que aquello tiende a su fin.


“... Para finalizar no me resta sino reiteraros mi agradecimiento por vuestra presencia y ¡paciencia! - aquí una pequeña pausa para conocer el efecto de la agudeza. - Ocupémonos ahora de la máquina del cuerpo que, a juzgar por ciertos semblantes, parece requerir de atención prioritaria.”


El eco de unos tímidos aplausos quedó ahogado por el masivo y rápido desplazamiento hacia la hasta entonces oscura zona, que ahora relucía en todo su hedonista esplendor.

Había prisa por llegar y ocupar puestos de privilegio. Afortunadamente nadie había reparado en la ocurrencia de colocar esas odiosas cartulinas identificativas que suelen adornar algunas mesas y que ni la mejor voluntad es capaz de unir con acierto a los comensales. La confraternización resultaba así más sencilla y natural: “ellos” con “ellos”; “otros”, tomando posiciones alrededor de “nos” y, entre ambos, a modo de fluido antirozamiento, sin lugar fijo de asentamiento, la presencia nunca bien aceptada de los jefecillos.


La reunión no tardó demasiado en discurrir por sus lógicos cauces. “Nosotros” ignoraban a “ellos”; “ellos” a “nosotros”; y todos hacían lo propio con aquellos mandos intermedios. ¡Triste sino el de estos personajes que nunca encuentran el dónde, ni el cómo, ni el cuándo!


Generalmente estas celebraciones suelen derivar en situaciones extrañas que, de ocurrir en condiciones de cierta normalidad, se considerarían inimaginables. Pasaron los entremeses... y el vino. Pasó el primer plato... y el vino. Llegó el turno al segundo plato... y, por supuesto, también al vino. Los postres tuvieron su espirituoso acompañante y la apoteosis final llegó de la mano de ese burbujeante elemento al que tanta veneración profesan los cofrades del rosario de la aurora. Es entonces cuando improvisados rapsodas entonan cánticos de dudoso corte poético y cuya falta de armonía no entraña duda alguna. Voces disonantes que arrancan carcajadas por igual entre los que tratan de mantener una cierta compostura como en los que ese término ha dejado de preocupar hace largo tiempo. Un corifeo se levanta e impone silencio para concentrarse en lo que considera una melodía harto complicada para el estado cerebral del coro acompañante. Cuando se dispone a dar entrada a los concertistas, se ve en la necesidad de aclarar cierta cuestión, probablemente nunca resuelta con anterioridad, y enfrentándose con su más directo rival musical le espeta:


“Tú calla, que ésta no es para tu voz”


El aludido siente el doloroso aguijonazo de la humillación y con ciertos apuros, frutotanto de la rápida improvisación como de los vapores etílicos todavía retenidos por el organismo, acierta a balbucear:

“¿A mí... A mí me dices? Mira, para darte ventaja voy a cantar con el puro en la boca”

Carcajada general que se ve incrementada por el comentario ciertamente soez de un exégeta de la frase.


Aquello funcionaba. Había alegría. Alguien propone un brindis y nadie le hace caso. En una esquina se improvisa un mercadillo donde se descuelgan los cuadros de las paredes y se ofrecen en africana venta al camarero que en aquel momento acierta a pasar: “Bonito, bonito; barrato, barrato.” El nivel de las conversaciones y de los cánticos contribuían a que nadie escuchase al interlocutor en activo; claro que tenía su explicación, pues todos eran oradores. Se exponían cuestiones con la absoluta certeza de que los argumentos no podrían ser rebatidos y, en tales circunstancias, ¿qué sentido tenía la réplica? Hablaba la” Inteligencia” y allí no había sitio para más.


Nadie podría fijar con certeza el origen del conflicto, por la sencilla razón de que a esas alturas del convite todo el mundo, Director incluido, tenían cierta propensión a la amnesia parcial. Amparándose en el anonimato que procura el grupo, se oye una voz ceceante y tartamuda:

¡¡¡Y DE LOS SUELDOS, QUÉ!!!


El silencio de los cementerios pareciera algarabía infernal comparado con el que allí se produjo. El personal mantenía la mirada fija en los objetos inanimados de paredes y techos con la tenacidad propia de los orates, temiendo que la mínima desviación resultara acusadora prueba del desafuero. Por fuerza el Juicio Universal ha de tener unos prolegómenos similares y aquello parecía responder a un ensayo general. Las trompetas sonaron; “Nos” se levanta con dificultad mal disimulada y sin terciar palabra inicia una apresurada retirada acompañado tumultuosamente por el colectivo de los “otros que van mascullando palabras ininteligibles que cerebros más despiertos hubieran interpretado como claras amenazas; Los “jefes subalternos”, como duendecillos de bosques septentrionales, ya habían desaparecido. “Ellos”, con las miradas todavía desvaídas, parecen atornillados a las sillas, aunque no tardan en secundar el ejemplo, si bien de forma menos caótica. Está anocheciendo. Hace mucho frío. Las mentes se desentumecen a medida que los cuerpos se encogen. Aparecen ciertos atisbos de raciocinio. Alguien recuerda la pregunta. Todos conocen la respuesta.


Un día de Diciembre de un año cualquiera.

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