Camino de Santiago (la lamprea y el apóstol)
Siempre me ha sorprendido el creciente número de insensatos que, por no tener cosa mejor que hacer, se dan a la aventura de caminar cientos de kilómetros a la vieja usanza sin pararse a pensar que si aquellos primitivos peregrinos hubiesen tenido a su alcance los medios de locomoción de que hoy disponemos, su intelecto habría obrado con mayor inteligencia que sus actuales descendientes. Por si no fuera suficiente han dado en llamar a una de tales rutas "Camino de Santiago" cuando en puridad no es sino "Camino a Santiago". El verdadero, el que hizo el amantísimo discípulo de Nuestro Señor, empezó en Jafa cuando ya lo habían decapitado y en el transcurso de una semana, a bordo de un barquito de vela, (que, además, era de piedra -hay que entender que se trataba de un santo) desembarcó en la costa gallega de Padrón. Desde allí y tras innumerables vicisitudes, fue enterrado en las proximidades de Iria Flavia, hoy Compostela.
Pues bien, tras los pasos del divino Apóstol comencé hace algún tiempo esta andadura que puede servir al que quiera…
seguir la descansada senda
por donde se han ido
todos los sabios
que en el mundo han sido.
Sólo una advertencia y es que, dado el carácter mistérico de Galicia, a mí el Apóstol se me apareció en forma de lamprea y he de decir que lo seguí con auténtica devoción. Si me lees, te propongo hacer lo mismo.
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Lamprea: “Pez del orden de los ciclóstomos, de un metro o algo más de largo, de cuerpo casi cilíndrico, viscoso, liso y terminado en una cola puntiaguda. Tiene el lomo verde, manchado de azul y, sobre él, dos aletas pardas con manchas amarillas, y otra, de color azul, rodeando la cola; a cada lado de la cabeza se ven siete agujeros branquiales. Vive asido a las peñas, a las que se agarra fuertemente con la boca.”
Hasta aquí la definición según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua; tan sólo añadir que ataca a sus víctimas chupándoles la sangre, la cual, al margen de servirle de sustento, se utiliza posteriormente para cocinarla. Tan suculento manjar puede resultar absolutamente rechazable al no iniciado y no seré yo quien le saque de su error, siquiera sea por el confesable pecado de egoísmo, no vaya a ser que la depredación humana elimine la especie. Los españoles, siempre tan amigos de copiar lo que viene de fuera denostando lo propio, han dado en llamar a esta salsa, sin saber a ciencia cierta la razón, “bordalesa”, eufemismo que, siendo la lengua gala la crème de la crème, la hace mucho más apetecible. En honor a la verdad hay que decir que dicha salsa solamente tiene en común con la empleada en Galicia la adición de vino tinto, pues el resto de su composición ha de ser considerado autóctono.
Lo que a continuación se relata representa un viaje iniciático por la misteriosa Galicia en pos del no menos enigmático monstruo marino, difícilmente comprendido por quienes no tienen el valor de aventurarse por la senda del esoterismo. Los mejores viajes son los que se realizan con la imaginación y ya se sabe que los sentidos son engañosos y la realidad mera apariencia.
Cuando una persona que se tenga por cabal oye decir a otra en apariencia de similares características que está planeando un viaje de día y medio de duración a la lejana y ancestral Galicia para comer una lamprea, se planteará si está hablando con un demente, cuando no con un ser de otra dimensión. Y no le faltará razón, siquiera sea porque es aquélla una tierra en la que todas las dimensiones se funden en una sola sin que haya modo de vislumbrar los límites de separación. Terra Meiga, sí señor. Pero día y medio dan para algo más que comer una lamprea y hacer su digestión, así que nos adentraremos en la Galicia profunda para efectuar un viaje mistérico a caballo entre el mito y la realidad más alucinante.
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Todos aquellos que hayan volado en uno de esos artilugios que desafían las leyes de la naturaleza será perfectamente consciente de que tal medio de locomoción ofrece menos seguridades que viajar en la chepa de una meiga, y no es que uno tenga especiales prevenciones, que las tiene, sino que recuerda con nitidez la leyenda de San Andrés de Teixido a cuyo santuario obligatoriamente
vai de morto
quen non vai de vivo
y yo no había cumplido todavía con el ritual. Ir de morto podría ser una solución, pero como alma en pena y reencarnado en una serpiente... Pero al igual que París bien valía una misa, la comodidad de ahorrarse diez horas de tedioso recorrido en automóvil merecía pasar un poco de miedo, y así, en apenas una hora, me encontré contemplando a cidade de auga e pedra desde el promontorio llamado o Monte do Gozo, en el que miles y miles de peregrinos quedaban extasiados al ver, por fin, colmadas sus aspiraciones de finalizar un camino lleno de esperanzas pero también de calamidades.
Pero mi peregrinación no era aquélla. Me encontraba allí para una misión más prosaica y consecuentemente más hedonista. Era mediodía, no había desayunado y, al igual que aquellos caminantes creían ver el santo Apóstol, yo hacía lo propio recreando en mi imaginación un buen plato de lamprea acompañada por un buen vino de la tierra, así que dejé a los peregrinos con sus devaneos y me centré en lo esencial. Volví la espalda a Santiago (entiéndase la ciudad, no al Apóstol, por aquello de que aunque incrédulo hay que guardar ciertas apariencias, no vaya a ser que…) y dejando atrás el inquietante Pico Sacro, antiguo Mons Sacer, paraje íntimamente ligado a tradiciones sagradas celtas con sus leyendas de encantamientos, dragones, serpientes y tesoros, reconvertido posteriormente al culto jacobeo, me adentré en el antiguo bosque del Libredón, hoy prácticamente desaparecido, camino de Os Anxeles localidad en la que se ubicaba un bicentenario caserón que me serviría de morada por una noche: “Casa Rosalía”. Quién sabe si bajo sus cimientos se esconde alguna de las innumerables tumbas prerromanas que salpicaban el mítico bosque, lugar elegido para el enterramiento del Apóstol, aunque sea Prisciliano el poseedor de todos los boletos para hacerse con la tumba en propiedad. En esta antigua y frondosa carballeira que fue, se situaba, según relata el Codex Calixtinus, “un castro próximo a Iria Flavia en el que comenzaron a verse luces ardientes donde otros aseguraban haber visto ángeles”, lo que bien podría haber dado nombre a la población donde me encontraba. Excavaciones arqueológicas recientes han confirmado la existencia de una gran necrópolis que habría sido utilizada hasta bien entrado el siglo VII, cuyos visitantes mantendrían la tradición de dejar cirios encendidos sobre las tumbas, y que un eremita, santo o loco - que ambos suelen ir de la mano -, algunos siglos más tarde confundiría con luces divinas (campus stellae) que dieron como resultado la aparición del sagrado enterramiento. Como en este mundo cualquier manifestación del otro debe ser confirmada por una autoridad religiosa, el obispo de Iria Flavia, Teodomiro, asumió el hecho como si de un milagroso acontecimiento se tratara, por lo que poco había que discutir.
Sea quien fuere el que allí se encuentre, la historia de la llegada del Apóstol, de cuerpo presente, a tierras galaicas no tiene desperdicio. En un caótico reparto, los principales papeles están adjudicados a dos de los discípulos del finado, a la reina Lupa, una especie de Lauren Bacall con una mala leche de impresionar, el rey de los Neiros, Duio, cuya crueldad no le iba a la zaga, un dragón, dueño absoluto del Pico Sacro que tenía atemorizado a todo aquél que osase hollar sus dominios, pero al que la sola presencia del cadáver del Apóstol puso en desenfrenada fuga, y unos toros bravos de la afamada ganadería de Gerión que se convierten repentinamente en mansos bueyes ante la sola visión del cadáver, dejándose uncir mansamente a fin de trasladar el cuerpo santo. Y así, al igual que la voluntad de un asno dio origen a la todopoderosa orden jesuítica, la inteligencia de unos bueyes hicieron posible toda la tradición jacobea. Para que digan ahora que las vacas enferman de demencia.
El amor y el yantar cuanto más se hagan esperar mayores deseos despiertan en el amante, y para hacer realidad el dicho decidí realizar un primer recorrido a lo largo de A Costa da Morte. En Galicia todo gira en torno a la muerte. Allí se ve por vez primera como el tenebroso mar océano engulle al sol, repitiéndose la historia interminablemente. Esa especie de continua reencarnación obliga a pensar que muertos y vivos habitan confusamente el mismo espacio, aunque su presencia se muestre de formas muy diferentes, algunas de ellas, como A Santa Compaña, verdaderamente pavorosas. Es precisamente en el Finisterre donde se erigía el famoso altar pétreo del Ara Solis y hasta el todopoderoso romano hincó allí la rodilla atemorizado por el espectáculo que le era dado contemplar. No sería descabellado pensar que el nombre de esta costa, además de los desgraciados naufragios que la asolan constantemente, viniera dado como una reminiscencia colectiva de aquel culto solar. El viejo dicho de que “si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él”, tiene su réplica poética en los versos esculpidos en piedra, no podía ser de otro modo, en el viejo cementerio de El Ferrol:
De polvo y fango nacidos
fango y polvo nos tornamos
¿por qué, pues, tanto luchamos
si hemos de caer vencidos?
Como en un abrir y cerrar de ojos me encuentro frente a Noia. Esto ya es otra historia y, por supuesto, de mayor credibilidad, pues la ciudad fue fundada por el mismísimo Noé a la que puso por nombre el de una de sus hijas, Noelia, aunque en realidad fuese nieta de Jafet, pero ¿qué puede importar esto tras tantos años transcurridos? De ello da fe el escudo de la villa: un arca, una paloma y un ramo de olivo ¿Se precisa algo más para vencer la incredulidad? Es verdad que existen otras “Noias” en la geografía hispana, pero no son sino meras copias engendradas por la envidia.
Bordeando la ría de Muros hago una breve parada en Carnota, cuya etimología denota una vez más el culto lítico al que tanta afición profesaban los antiguos habitantes galaicos, pues carn significa “piedra” en lengua celta. Esta población se ha hecho famosa por tener los hórreos más grandes de Galicia, y consecuentemente del mundo, superando uno de ellos la treintena de metros, todos ellos alineados a lo largo de un arenal de más de siete kilómetros de longitud. Prosigo mi camino hacia Corcubión pasando por Ezaro -O- Pindo, pueblo encantador en las laderas del Monte Pindo donde los celtas situaron la morada de sus dioses y en cuya cumbre se pueden observar las figuras petrificadas de multitud de guerreros que de tal forma han alcanzado la inmortalidad. El río Xallas, antes de la construcción de una de las infinitas centrales eléctricas que violan a los ríos gallegos, desembocaba directamente en el Atlántico en una cascada de más de cien metros de altura y esto sí que es un caso desconocido, al menos en Europa. ¡Tanta belleza deteriorada en aras del progreso! Ahora el pueblo ocupa lo que un día fue mar y hay que echarle mucha imaginación para poder rememorar tan magno espectáculo.
De Corcubión poco hay que decir; allí se va a comer y punto. Claro que la encrucijada de caminos, hoy como ayer, me obliga a dudar sobre la ruta a seguir. Lo normal sería seguir hasta Muxía para luego retornar a Finisterre y contemplar, con la melancolía propia del que ha trastocado sus creencias, no ya la muerte de un sol de vida como lo hicieron generaciones de seres humanos en el transcurso de la historia, sino solazarse en un plácido y refrescante baño antes de retirarse a descansar. En este Finisterre tan distinto tuvieron lugar antaño ritos de fecundidad merced a una piedra milagreira en forma de lecho a donde acudían los amantes con problemas para procrear. Hoy lo siguen haciendo, pero ya no es ése el motivo.
¡Muxía! Una vez más el cristianismo intentando derrotar al paganismo, aunque ¡gracias a Dios! sin demasiado éxito. Un santuario dedicado a la Virgen y tres piedras mágicas son los principales ingredientes de una historia alucinante... y sin duda, cierta, como todo lo misterioso. Cuando Santiago llegó a los confines del mundo a predicar la Palabra, así se lo había mandado el Maestro, se quedó por unos momentos absorto contemplando un mar increíble. Fuera la neblina de aquellos parajes, fuera una verdadera aparición, lo que se cuenta es que por segunda vez vio a la Virgen María, esta vez no sobre un pilar de piedra sino haciendo pinitos marineros sobre una barca también de piedra, exhortándole al cumplimiento de su sagrada misión. Desaparecida la visión, la embarcación quedó varada sobre el firme rocoso como mudo testigo del acontecimiento. El tiempo, que todo lo deteriora, quiso que las distintas partes de la nave permaneciesen separadas de tal forma que hoy se pueden contemplar el velamen (pedra do abalar), el casco (pedra do cadris) y el timón (pedra do timón). Este absurdo encaje de bolillos se ha venido repitiendo a lo largo de los tiempos siempre en presencia de la labor evangelizadora. La verdad es que estas piedras ya tenían virtudes sanatorias y adivinatorias mucho antes de que Santiago estudiase geografía y aún hoy, a pesar de los esfuerzos de la curia, gozan de gran predicamento entre el pueblo. La piedra que se mueve (abalar), o dicen que se mueve dado su equilibrio inestable, se utilizaba para dirimir litigios y juicios a los que el pueblo gallego todavía es tan aficionado y, dependiendo del movimiento realizado, así sería el dictamen; en la actualidad es, por supuesto, la Virgen la que la hace mover, cuestión ésta que la hace proclive al milagro: si permanece estática, lo que suele ser normal, es que la fe anda un tanto remisa en nuestra época (aunque si mueve montañas, cuanto más una piedra de unos nueve metros de longitud por siete de anchura). A pedra do cadris sana las dolencias del riñón, reuma y lumbalgias con sólo pasar “nueve veces y una más” bajo su oquedad, lo cual ya supone suficiente milagro si el atrevido no queda parapléjico tras el ejercicio.
Ya no hay tiempo para más y tampoco sería conveniente abusar de la paciencia de los habitantes del más allá, así que regreso a Os Anxeles confiando no topar con la Santa Compaña en uno de los innumerables cruces de caminos del recorrido.
Al día siguiente me levanto temprano para rodear la península del Barbanza antes de dar buena cuenta del exquisito bocado, con el que ya sueño. Me dirijo directamente a Baroña, donde se encuentra uno de los castros más famosos de toda Galicia, el cual, dada su ubicación marina jamás fue destruido, muriéndose simplemente de inanición y en aras del progreso que trajo Roma. Los castros, más allá del puro concepto arqueológico que nos lo presentan simplemente como poblados, abarcaban también el conjunto de monumentos funerarios permanentemente asociados a la vida cotidiana. Era ahí donde se escondían los tesoros o prendas de mayor valor del difunto, de ahí su constante profanación, y no sólo por adueñarse de lo que en ellos había, sino por destruir lo que se suponía era la morada de mouros y otras criaturas extrañas: “dentro del recinto del castro hay tanto vino que si algún día estallara el depósito, inundaría toda la comarca”, reza una de las innumerables leyendas asociadas a estos lugares. No me lleva a él un afán descubridor, puesto que afortunadamente no hay que esperar una catástrofe para degustar tan delicioso néctar en lugares más acordes a nuestra naturaleza.
En Santa Uxía de Ribeira asciendo por una sinuosa pista al Monte Curota desde donde se puede divisar una amplia panorámica que abarca hasta las mismas Islas Cíes, eternos centinelas de la ría de Vigo. A mitad de la subida, en Moldes, existe un cruce de caminos con cruceiro, peto de ánimas y leyendas sobre apariciones, meigas y todos los ingredientes necesarios para pasar una noche en vela. Desde esa altura contemplo Ribeira, pueblo cuyos marineros todavía utilizan para sus faenas pesqueras las típicas dornas, supervivientes de aquellas naves vikingas que asolaron las costas gallegas durante un tiempo suficientemente prolongado para que sus guerreros dejasen en ellas la impronta de su genoma. Desde allí me traslado a Aguiño para contemplar los restos de su puerto fenicio y desde el que se divisan unos islotes rocosos que antiguamente unían la isla de Sálvora con la península y cuyas caprichosas y variadas formas sugieren a veces figuras de seres humanos o animales, argumento suficiente, tratándose de esta tierra, para dar pie a un sinfín de leyendas cuyo origen se remonta a las invasiones celtas, una de las cuales hace mención al llamado Hombre de Sagres. Se relata en ella que cualquier invasor de estas tierras, cuna de los primitivos galaicos, los oestrimnios, caería en un encantamiento por el que quedaría convertido en piedra. Sabedor de tan funesto final, el jefe de los celtas, Saefes, tomó como mujer a Forcadiña, hija del rey de los oestrimnios, con intención de realizar la invasión de forma pacífica y no sufrir el encantamiento. De esta relación nació un niño, Noro, pero la astucia fue descubierta y los celtas fueron víctimas del hechizo. Saefes quedó petrificado convirtiéndose en el peñasco denominado Hombre de Sagres, con la lengua hendida en siete partes, conocidas hoy como el islote de Setelinguas (siete lenguas), la mandíbula deshecha y esparcidas las muelas, formando a su vez los peñascos de Queixada (mandíbula) y las Moas (muelas). La peña Forcadiña está situada cerca de la punta de Couso y el Noro es el islote próximo a Vionta. Las otras peñas e islotes son los restos de las embarcaciones de los marineros de Saefes, que quedaron petrificados para la eternidad. Abracadabrante.
Adentrándose por la ría de Arousa, no se puede dejar de visitar A Poba do Caramiñal, aquélla a la que llegó un buen mozo en una mañana de niebla tras pasar la ría con el único motivo de entregar una cosa a cierta niña de la localidad. El vate no desvela qué sería tal cosa y el mozo, todo un caballero, guardó celosamente el secreto; sólo la maledicencia de algunas gentes hacen correr ciertas procacidades sobre una historia plena de romanticismo. Es digna de destacar en la localidad la procesión de as mortaxas, en la que los que estuvieron en peligro de muerte se introducen en sus propios ataúdes y son llevados a hombros por sus vecinos. Un encanto. Después Rianxo, con su Virgen de Guadalupe, parada obligatoria antes de llegar a Catoira cuyas amenazantes “torres del Oeste” nos mirarán orgullosas de su heroico pasado cuando sirvieron de freno a las hordas vikingas y normandas en su intento por conquistar Compostela. Y al fin, Padrón, o por ser más exactos “el pedrón” donde fue amarrada la barca que trajo los despojos del Apóstol (si es que los santos tienen tales desperdicios), que se conserva en los bajos de la iglesia de Santiago. Desde allí, tras cruzar el “Sar” de Rosalía, me dirijo a Santiaguiño do Monte, enclave primitivo de cultos a la fecundidad que posteriormente quedaron bajo la advocación del Apóstol, como era de esperar.
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Y de esta manera, entre comida y bebida, recordé a Prisciliano, Breogán y Gerión. Y naturalmente tuve muy presente a la muerte, ¡qué menos! Y a la Santa Compaña, y a las brujas, meigas, meigallos y encantamientos. Rememoré antiquísimos ritos de fecundidad. Y mientras esto hacía continuaba bebiendo y comiendo, unas veces solo y otras en inesperada y grata compañía. Y todo ello en día y medio. Esto es aprovechar un viaje. ¡Qué hermoso sería tener una casa de piedra en la Galicia profunda y temblar por las noches al oír las campanillas que alertan sobre la procesión de los difuntos sin saber si vendrán a por uno! De día y fuera de aquellas tierras puede producir sonrisa. Allí sólo pánico.
¿La lamprea? ¡Ah sí, la lamprea! A decir verdad no es que el pez en cuestión goce de un aspecto angelical, pero tampoco las angulas o las centollas y sin embargo… Su textura y sabor son de una exquisitez tal que el que la ha probado, tarde o temprano, emprenderá de nuevo el “Camino” con el único pretexto de volver a gozar de tan excelso manjar. Si, además, la acompaña de un buen vino de la tierra y, como es preceptivo, finaliza el yantar haciendo sopas con una deliciosa tarta de Santiago en unas copas de licor café, entonces, con total seguridad, creerá estar participando de la mesa celestial teniendo a su diestra al Apóstol, cuando no al mismísimo Dios. Créanlo. En el “Camino” suelen ocurrir estas cosas.