Sueños
Anoche tuve un sueño. Raro, como la mayoría, pero extrañamente real. Quizá fuese producto de la conjunción del viento sur con la luna llena que tantas mentes perturba. Estaba muerto o, por mejor decir, me encontraba en el lecho de muerte. La sala donde me encontraba era amplia y angustiosamente vacía, en penumbra. En medio de ella una camilla y sobre la camilla, yo. Había una puerta abierta en uno de los extremos a través de la cual se adivinaba un lugar profusamente iluminado. Una luz que me pareció fría, muy fría. Todo era silencio. Me atendía una persona joven, indefinible, pero que se me antojó cercana; un amigo quizás. Apenas hablaba; su cometido parecía ser el de amortajarme, inmovilizarme me parecía a mí, aunque tal trabajo fuese vano dadas las circunstancias. Me dejaba hacer. No sé si preocupado o nervioso, o ambas cosas, por lo que aquella función representaba; en todo caso mi maltratado cerebro pugnaba por dar una respuesta, probablemente la última, a todas las preguntas a las que había sido sometido a lo largo de mi existencia. ¿Qué importaba si esta vez tampoco atinaba? En unos instantes, ¡al fin!, descansaría definitivamente. ¿Era justa la muerte? ¿Lo era el nacimiento? y, en todo caso, ¿qué sentido tenía el corto espacio de tiempo que media entre uno y otra? Yo estaba convencido de que la felicidad recorre un camino opuesto al del conocimiento, por más que se empeñen las religiones en convencernos de lo contrario. Nacemos en el paraíso terrenal y en cuanto alcanzamos un mínimo conocimiento somos arrojados de él. Da comienzo entonces un caminar errabundo a ninguna parte en el que, soñando con lo venidero, damos la espalda a lo realizado, hasta que súbitamente, sin apenas darnos cuenta, nos encontramos con el muro que nos advierte del final del sendero. ¡Mira hacia atrás! parece decirnos. Y ese es el juicio. Ya no habrá más. Somos el juez y el reo. Hicimos cosas en función de las circunstancias del momento que, con toda seguridad, repetiríamos si se nos diese una nueva oportunidad. Dejamos de hacer otras de las cuales sí nos arrepentimos. Todo está consumado. Los pensamientos rebotan en nuestra soledad y nos llegan distorsionados, como alucinaciones; las realidades se nos antojan sueños y estos cobran vívidos tintes de hechos reales. Quizá también es así durante nuestra vida. Ya no pensamos en lo por venir. Nos asusta. Lo hacemos en lo que dejamos, por muy mal que nos haya ido, y quisiéramos aferrarnos a ello con las pocas fuerzas que nos quedan. Pero nos vamos. Para siempre. Y esa es la palabra más terrible que jamás haya pronunciado un ser humano.