Los Úbeda en su historia (II)
PRIMERA PARTE
sobre apellidos e hidalguías
úbeda como topónimo
Existen apellidos que con sólo echarles la vista encima aclaran su procedencia. Nadie duda, por ejemplo que Gómez (hijo de Gome) sea apellido godo, o García tenga origen navarro, nada digamos de Oyonarte o Elizondo. Pero en lo que al nuestro se refiere suele existir un pequeño desconcierto debido al hecho de confundir el origen del mismo con su lugar de ubicación. Todo el mundo conoce la situación de la ciudad de Úbeda, a la que se le llegó a llamar “la Salamanca andaluza” gracias a la importancia que cobró en el Renacimiento y dado que se encuentra en Andalucía se le suele atribuir un origen árabe. Nada más lejos de la realidad.
En el mes de Septiembre del año 763 (Ramadán del 142 de la Hégira), Abulacin Abentarique Tarif escribió un libro sobre la conquista musulmana de la Península que fue traducido por Miguel de Luna en 1589. Dice entre otras cosas:
“… y trataron (Tarif y Muza) en particular sobre todo lo que convenía para proseguir y acabar la conquista de toda aquella tierra de España (…) y se resolvieron tomar la vía de Castilla (…) y comenzaron a marchar (…) por la rivera de un río caudaloso (que) es llamado de los moradores cristianos de aquellas tierras Betis, y de los moros arábigos Alguid Alquivir, y guiaron su camino azia la mano izquierda y llegaron a una ciudad pequeña llamada por propio nombre en español Úbeda (…) y aviéndola cercado, sus moradores, de buena conformidad, sin hazerla ninguna resistencia, abrieron las puertas (…) y, dexando en ella alguna gente de guarnición, con un caudillo llamado Aben Corbe, pasaron adelante, a otra ciudad, la qual dista de ella como tres millas, a la qual los cristianos llaman Baeza…”
Un texto así, escrito por uno de los jefes musulmanes de la conquista, deja bien a las claras el origen remoto de la localidad, de cuya fundación poco se sabe. Lo que sí parece estar claro es que no tiene un origen árabe, como ocurre con otras ciudades del entorno[1], si bien fueron éstos los que la dotaron de renombre, pues fue refundada por Abd al-Rahman II en el año 822 con el nombre de Ubbadat al-Arab (la Ubeda de los árabes), claro signo de que ya existía con anterioridad[2]. Treinta años más tarde su hijo Muhammad la dotó de murallas, siendo ocupada durante los siglos XI y XII por almorávides y almohades. Ya entonces era reconocida por la alfarería, la cerámica, y la confección de esteras de esparto bordadas.
La gran mayoría de los historiadores antiguos y prácticamente la totalidad de los modernos, están de acuerdo en atribuirle origen prerromano, si bien hacen derivar su nombre de Betula o Vbeta, tal como asegura Argote Molina en su libro Nobleza Andaluza
“…su nombre latino Vbeta es propio nombre romano cuyo nombre obtuvo por haber sido fundada en la ribera del Guadalquivir, llamado en latín Bethis…”.
Pero existen otras teorías, como la que nos dejó escrita en 1701 el licenciado presbítero capellán Don Diego Espinosa de los Monteros. Dice nuestro licenciado, que al parecer bebió en fuentes fuertemente narcotizadas, que Úbeda fue fundada con el nombre de Betula por Ibero, cuya mujer respondía a tal nombre. Este Ibero, hijo de Túbal que a su vez lo fue de Sem, había engendrado, entre otros muchos, a Idúbeda e Ibiut los cuales ansiosos por emular las heroicas gestas de sus antepasados se enfrentaron en una lucha sin cuartel hasta que el primero de ellos salió victorioso, arrebatándole la torre que existía en dicho lugar bajo el dominio de Ibiut. De Idúbeda le vendría el nombre a la ciudad. Como mito fundacional resulta hasta bonito, pero el nombre ya era conocido en la antigüedad sin necesidad de rememorar la historia sagrada, pues Estrabón, en su geografía, escribe que antiguamente
“…se dijo Idubeda, que son unos montes de Hispania[3] que van discurriendo por muchas partes, tomando diversos nombres según los lugares por donde pasan…”
Llegados a este punto vamos a dar un salto de mil kilómetros en la geografía española para trasladarnos hasta el País Vasco donde encontraremos el topónimo unido no a un pueblo, sino a un apellido. La traducción al castellano del vocablo Ubeda, alude a un terreno por el que discurre alguna corriente de agua, literalmente a un “gran vado” o “vado extenso”, asimilándose a otros nombres con la misma raíz euskérica: Ubera, Ubidea,... no dejando de ser curioso que términos tan alejados en el espacio estén tan próximos en cuanto a significado, donde corrientes de agua andan por medio.
Cuando dí comienzo a esta andadura genealógica, lo primero que hice, por proximidad, fue estudiar el origen del apellido Ubeda en Vizcaya, encontrando a integrantes de esta familia radicados en la localidad de Lejona a principios del siglo XVI. En el año 1526 aparece registrado un caserío matriz (casa solar) bajo el nombre de Ubeda, habitado por su propietario Pedro Ubeda, alrededor del cual se irían construyendo otros muchos del mismo nombre, si bien diferenciados por su lugar de ubicación o pertenencia: Ubedagoikoa (de arriba), Ubedabekoa (de abajo), Ubedaerdikoa (de medio), Ubedatzeko (de atrás), Ubeda y Ubedena (de Ubeda). Estos, unidos a Ascarza de arriba, de abajo, de medio; Altamira y otros más, conformaron a finales del XVIII lo que se dio en conocer como “barrio Ubeda”. La primitiva casa solar de los Ubeda, en los alrededores de la Universidad del País Vasco, todavía conserva su lugar de ubicación, si bien la configuración actual nada tiene que ver con la que sería en sus orígenes. Desde allí se divisa un inmenso vado por el que discurren dos arroyos y cuyo accidente geográfico habría dado origen al toponímico. Por aquel entonces el municipio de Lejona, recién independizado de la vecina Erandio, tenía una población de unos ciento cincuenta habitantes agrupados en una treintena de caseríos aislados y repartidos por una superficie de poco más de ocho kilómetros cuadrados.
Pero tratar de encontrar relaciones generacionales con bases tan poco sólidas tiene sus peligros, pues por la misma época aparecen en el pueblo de Herencia (Ciudad Real) familias con el mismo apellido, como la de Juan Ubeda, nacido en 1550 y casado con Catalina Pérez en 1572. Una cosa sí es cierta y es que las personas no nacen por generación espontánea, por lo que cabe pensar que de algún lugar habrían venido y la nuestra tiene papeletas repartidas por el norte, centro y levante peninsulares.
Lo que está fuera de toda duda es la dispersión del apellido, pues aparte de los existentes en la geografía nacional, también se encuentran en Hispanoamérica y norte de África, lo que parece bastante normal, si bien lo es menos hallarlos en lugares tan dispares como Finlandia y Noruega, países en los que abunda el toponímico. Que la endogamia de aquellos lejanos antepasados no se encontrase entre sus defectos resulta alentador.
apellidos
La vía agnaticia, esto es, la descendencia consanguínea de un tronco común de varón en varón, aunque no sea un camino lógico resulta el más práctico a efectos de sucesiones y, de hecho, así ha sido históricamente. En realidad la línea agnaticia es común a la práctica totalidad de pueblos, pero nuestra noción de “linaje” probablemente nos venga dado por los muchos años de convivencia con la cultura árabe. Consideraban éstos que cuantos más antepasados se conocieran de una persona, más “limpio” era su linaje y quizá este sistema no sea muy ajeno a las probaturas de hidalguía en el mundo cristiano donde se analizaba en profundidad la “limpieza de sangre” de todos los antepasados por línea directa, aunque en este caso privara más la ausencia de trazas de “mala raza de judíos, moros y herejes”.
La genealogía, en sus orígenes se limitaba al recitado de sucesiones de nombres de padres e hijos en una extensa cadena biológica, sistema que llevaba implícito la posibilidad de error en la transmisión del dato, agravado por omisiones a través de las sucesivas generaciones. La insuficiencia de datos, fechas y otras consideraciones que complementasen el estudio, convertían el árbol genealógico en un simple rito que garantizaba el recuerdo de unos personajes ligados a la relación paterno filial, pero que sólo cobraban sentido si existían descendientes ocupados en memorizar, recordar y transmitir estas líneas a las generaciones posteriores.
Rastrear apellidos sin tener en cuenta el soporte humano que los dote de significado es tarea baldía, cuando no soberana estupidez, puesto que su uso ha ido variando en el transcurso de los tiempos y la base con la que yo contaba resultaba liviana y escasa. Pero no está de más adentrarse, siquiera sea de manera somera, en el intrincado mundo de la genealogía para conocer sus dificultades.
En tiempos del Imperio Romano, por ejemplo, se utilizaban tres nombres para designar a una persona: el nomen denotaba las características físicas del individuo; el cognomen era el indicativo del linaje familiar y finalmente el agnomen representaba una cualidad, oficio o característica personal. En ocasiones se anteponía un preagnomen para añadir algún mérito notorio. Tomemos como ejemplo el nombre de Julio César: Gaius Iulius Caesar. Gaius, significaba "bello", "apuesto". Iulius era el indicativo de su pertenencia a la familia Julia, y finalmente, Caesar, “el del pelo largo”, pudo haber descrito cierta característica física de su infancia o primera adolescencia, pues, como se sabe, este emperador se quedó calvo a muy temprana edad.
Con la caída del Imperio Romano y la posterior llegada de los pueblos germánicos, fue desapareciendo este sistema de identificación personal, permaneciendo los nombres romanos mezclados con los de origen germánico, simplificándose con el uso de un nombre seguido del patronímico terminado en las letras "ez" ("hijo de…"). Aunque poco se sabe acerca de este sufijo, se cree que tiene un origen prerromano, quizá un fósil lingüístico proveniente del vascuence, transmitido a través del navarro, muy extendido en aquellas tierras en los siglos VIII y IX. A mediados del siglo XII se implanta, entre los grandes señores de Castilla y León, la costumbre de añadir al patronímico un segundo nombre para identificar mejor a la persona y que concreta el lugar de origen, residencia o señorío: Lope Íñiguez de Mendoza sería Lope, hijo de Íñigo y señor del lugar de Mendoza. Aunque tal tipo de apellido compuesto no sea privativo de la nobleza, es ésta la que más lo usa para indicar su solar de origen o el de su primera jurisdicción.
Entre los siglos XIII y XV empieza a extenderse la costumbre de hacer hereditario el segundo nombre, el que hoy llamamos apellido. La razón no era otra que la de hacer constar legalmente el traspaso de las propiedades a los herederos, para lo cual debía ir unido el nombre familiar a la posesión sucesoria. En la Edad Media las profesiones, sobre todo las poderosas asociaciones gremiales eran hereditarias, de tal forma que el nombre estaba unido indeleblemente al oficio; el hijo de Juan, “el zapatero”, por ejemplo, llevaría este nombre como apodo, convirtiéndose con el tiempo en apellido hereditario. De igual modo, los nobles heredaban sus títulos, que terminarían por convertirse en apellidos como Hidalgo o Caballero. Pero es igualmente cierto que en esa época había libertad casi absoluta en la adopción del apellido, pudiéndose elegir, entre los ascendientes, el de mayor respetabilidad o afección por un familiar, e incluso había cristianos que llevaban sus segundos nombres musulmanes o judíos, sin que ello supusiera mayor problema. Esta ausencia de reglas trajo consigo, en el transcurso de los siglos, multitud de variantes debidas al gusto, uso lingüístico, criterio de escribano o errores ortográficos[4].
El nombre en el mundo musulmán, Kunya en árabe (de ahí procede nuestra palabra “alcurnia”), se componía de cinco partes: la primera hacía mención a la procedencia familiar y comienza por abu (padre). Después venía el nombre propiamente dicho, ism. En tercer lugar su filiación el nasab, con el identificativos ibn o ben (hijo de…). Le seguía el nisba, origen de la persona (tribu o lugar geográfico), finalizando con laqab, un apodo a modo de apellido. No todos los nombres citados se ponían en el momento del nacimiento, sino que iban cambiando a lo largo de la vida según las circunstancias, sobre todo el último. Veamos a modo de ejemplo el de “Al Mansur” (El Victorioso), nuestro Almanzor:
(kunya) Abu `amir
(ism) Muhammad
(nasab) ibn `abd Allah ibn Muhammad ibn `abd Allah ibn `amir ibn Muhammad ibn `abd Allah ibn al
walid ibn yazid ibn `abd al malik
(nisba) al maafiri
(laqab) al mansur
Los Reyes Católicos se encargaron de que tan compleja costumbre no prosperara en sus recién unificados dominios, lo que es de agradecer.
El caos generalizado derivado de esta costumbre hacía prácticamente imposible seguir el rastro de una persona determinada, tanto si ésta era de abolengo, perteneciera al estrato más bajo de la sociedad o incluso se tratara de un converso. Tanto es así que existen tradiciones, en absoluto confirmadas dada la abundancia en toda Europa, en las que los apellidos de procedencia de un lugar (toponímicos), o de oficios, se asocian a judíos conversos y moriscos de la España inquisitorial, los cuales, para encubrir la sombra levítica o mahometana, cambiarían sus nombres adoptando los de su ciudad de procedencia. Esta teoría, que podría gozar de cierta verosimilitud, es tan sólo cierta en parte, pues a partir de 1492 se generalizó la costumbre, por iniciativa del Cardenal Cisneros, de hacer constar en los libros parroquiales los nacimientos y defunciones, al tiempo que se otorgaban a los judíos y moriscos adultos convertidos a la fe cristiana, los nombres y apellidos cristianos de los padrinos, o testigos bautismales, por lo que no era extraño encontrar un miembro de una familia rodeado por varios homónimos conversos, que muy bien podían haber sido su secretario, su médico, o su recaudador de impuestos. Atribuir por tanto en exclusiva un apellido a personas de una determinada religión, es entrar en un terreno resbaladizo. El apéndice X de la obra “Apellidos de conversos” se ocupa de este problema: “Es de saber, que cuando los moros y judíos se bautizaron por mandado de los Reyes Católicos don Fernando y doña Ysabel, muchos hombres principales, para aficionarlos a que de mejor gana lo hiciesen, les ponían sus nombres, de donde ha sucedido que ahora los sucesores de aquellos hombres principales tienen su limpieza en disputa, por ver que se hallan confesos de su apellido”.
Este sistema de apellidos perduró hasta el reinado de Carlos III, en que se estableció el sistema de identificación actualmente en uso, regularizándose definitivamente en el siglo XIX con la Ley de Registro Civil de 17 de junio 1870, cuyo articulo 48 establecía que todos los españoles serían inscritos con su nombre y los apellidos de los padres y de los abuelos paternos y maternos. La inclusión del delito de uso de nombre supuesto en el nuevo Código Penal de dicho año, vino a consagrar como únicos apellidos utilizables los inscritos en dicho Registro. Esta fórmula se consagró jurídicamente con la nueva redacción de la Ley de Registro Civil de 8 de junio de 1957, que dio carta de naturaleza a esta costumbre, únicamente española, de utilizar los dos apellidos, paterno y materno, que según la propia normativa deben ir separados por la conjunción copulativa, lo cual nunca se ha aplicado con rigor.
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Pero ¿dónde aparece por primera vez el apellido Úbeda como tal? Para encontrarlo es necesario hacer un recordatorio de la historia medieval.
Tras la contundente, a la vez que sorprendente, victoria cristiana en Las Navas de Tolosa en el año 1212, se hizo necesaria la repoblación de las tierras recién conquistadas, para lo que se aplicó el método de “repartimientos”. Existían dos modalidades: “donadío” y “heredamiento”, realizándose el consiguiente reparto de tierras y casas en función de la condición social del beneficiado. Los primeros se dividían a su vez en “mayores”, que se concedían a personajes de alta alcurnia como infantes, ricos hombres, órdenes militares o iglesias catedrales, que consistían en amplias extensiones territoriales como premio a las victorias militares sin contraprestación alguna, y los “menores”, que se entregaban a oficiales de la casa real o incluso a aquellos judíos que habían contribuido económicamente en las campañas. En cuanto a los “heredamientos”, se reservaban para los repobladores propiamente dichos que acudían con tal fin a aquellas tierras. También aquí había diferencias, pues se consideraban tres clases de pobladores: los caballeros de linaje, que recibían “aparte de casas, 20 aranzadas[5] de olivar, 6 de viñas, 2 de huerta y 2 yugadas[6] de pan”; los caballeros simples “8 aranzadas de olivar y 2 yugadas de pan”, y los peones que habían de conformarse con “4 aranzadas de olivar y 1 yugada de pan”. Todo ello a costa de los islámicos que se quedarían en la miseria.
En cuanto al origen de los repobladores es muy variado en la zona andaluza, predominando los procedentes de Burgos y aledaños, así como de Toledo y el Levante y en menor proporción gallegos, asturianos y navarros, si bien en la repoblación de Cádiz hubo una importante presencia de vizcaínos. Cuando Fernando III conquista definitivamente la plaza de Baeza, dejó en ella a Lope Díaz de Haro junto a los trescientos infanzones y nobles que le habían acompañado en todas sus correrías desde las lejanas tierras del norte, permaneciendo allí con vistas a su defensa y repoblamiento y con la orden real de que “… se proceda al repartimiento entre los caballeros que en conquista se hallaron y quedaron en su defensa de pobladores de ella…”; siete años más tarde cae en manos cristianas la ciudad de Ubeda en la que también toma parte la nobleza acompañante. La relación de los trescientos caballeros castellanos que recibieron propiedades en Baeza y Úbeda, nos ha llegado de la mano del cronista jienense del siglo XVII Martín de Ximena Jurado, y en ella aparecen dos personajes de apellido Ubeda; Juanes (o Ibáñez) de Ubeda y Día Sánchez de Ubeda.
Por muy prometedor que pudiera resultar el hallazgo, se presenta a nuestros ojos como el brillo repentino y fugaz de una estrella enana, pues se desvanece desde el mismo instante de su aparición. Desconocemos si el toponímico lo traían en su apellido dichos hidalgos o la población recién conquistada les sirvió a efectos de creación de un linaje. De cualquier forma, la toponimia como acompañante de un nombre para identificar a un individuo no supone necesariamente la identidad biológica, no al menos hasta la institucionalización de los apellidos como tales a partir del Concilio de Trento, pues el cambio de apellidos era constante en aquellos tiempos según conviniera a los intereses. Que esto era así da fe un documento del monasterio de Oña (Burgos) de 1254 en el que se menciona a un Sancho Martínez de Xodar (Jódar, Jaén) que previamente se apellidaba Martínez de la Torre y era de origen gallego. Más tarde cambió el nombre por el de Sancho Martínez de Bedmar, ya que también había recibido en premio esta villa. Dos hijos de este personaje aparecen también en la relación de los trescientos infanzones citados anteriormente bajo el nombre de Martín Sánchez de Jódar y Martín Sánchez de Bedmar.
Vemos pues que remontarse a la lejana Edad Media con fines genealogistas es tarea tan vana como estéril.
hidalguías
En la alta Edad Media los títulos no se ganaban en los campos de batalla, sino que solían ser otorgados a propietarios campesinos que, de una u otra forma, habían prestado algún servicio a la Corona. Nacía así una nobleza rural que con el tiempo se fue transformando en aristocracia ciudadana. Su poder llegó a ser extraordinario pues, a través de los Concejos, llegaron a tener en sus manos el gobierno de una ciudad cuando no de una comarca.
Al igual que los caballeros, los hidalgos[7] vienen a formar un estrato más en la jerarquía nobiliaria. Esta clase social, aunque en sus principios no formase parte de la auténtica nobleza, llegó a ser muy numerosa, pues en la España de entonces, con una población de apenas nueve millones de habitantes, se llegaron a contabilizar más de setecientos mil hidalgos, dándose el caso de que en el País Vasco y bastantes pueblos de las provincias de Santander y Logroño, todos los vecinos ostentaban tal categoría, al menos dentro de su propia tierra. Esto ocurría en el Norte porque a medida que se avanzaba hacia el Sur, la clase social hidalga se hacía más reducida.
El hidalgo se sentía orgulloso de haber alcanzado tal dignidad a causa de la limpieza de su sangre, independientemente de que ejercieran los oficios más humildes o incluso fueran declarados pobres de solemnidad, de ahí la frase que Mosén Diego de Valera escribiera en el siglo XV: “Cavalleros puede facer el Rey, pero fijosdalgo no”
Aunque por regla general no disponían de importantes recursos económicos propios y en la mayor parte de los casos estaban ligados por lazos de vasallaje al monarca o a algún “ricohombre” de quien recibían beneficios y en cuya corte real o señorial prestaban servicios de asesoramiento y militares, atesoraban unos privilegios fiscales que resultaban un verdadero momio: estaban liberados de impuestos; tenían libertad de testar para conservar íntegro su casal; se les eximía de la prisión por deudas y solamente podían ser juzgados por el rey; además no contribuían a la construcción de fosos, puertas de las villas o murallas salvo caso de guerra y podían disfrutar de los privilegios de los vecinos del lugar donde habitaban, gozando de una mayor participación en las explotaciones comunales del municipio, como en el caso de bosques, aguas y prados; sus personas y bienes no podían ser allanados por funcionario alguno y ante los tribunales de justicia su testimonio tenía mayor validez que el de cualquier hombre libre. Los agravios u homicidios en sus personas eran castigados con multas más elevadas y disponían de un régimen procesal propio para solucionar las diferencias surgidas entre ellos.
Ante tales prebendas, ¿quién no se sometería a la “probanza de hidalguía” cuando, además, se sabía merecedora de ella? Esta hidalguía,
“en sus diferentes denominaciones y según los Fueros, Leyes, usos y costumbres de todos los lugares, provincias, regiones, señoríos y reinos de la antigua Comunidad Hispana, ha de ser determinada de una manera clara, terminante y sin el menor asomo de duda”.
Al principio era suficiente con la presencia de dos testigos para probarla, pero con el tiempo se exigieron pruebas documentales. Se heredaba por línea agnaticia, esto es, por descendencia en línea recta de varón, de aquél que la obtuvo presumiblemente hace siglos. El Código de las Siete Partidas define la “nobleza de sangre” como “la que viene a los hombres por linaje”; y la “hidalguía”, como la que se ajusta al grado más alto de la Nobleza “no titulada”, ha de cumplir con ciertos requisitos:
“E por ende los fidalgos deven ser escogidos que vengan de derecho linaje de padre e de abuelo fasta el cuarto grado a que llaman visabuelo”.
El hidalgo “no trabajaba con las manos” ni se dedicaba a “oficios viles”, que si bien en tiempos de guerra le resultaba muy efectivo, tuvo su contraparte negativa cuando éstas finalizaron, pues una sociedad en paz se organiza de modo diferente; las ciudades crecen a medida que las aldeas se van despoblando, abandonando la ley y la voluntad de los señores para dedicar sus esfuerzos a otros oficios más remunerativos y libres. La burguesía se va consolidando como clase social en detrimento de la protección del noble, que había perdido su razón de ser. Consecuencia de ello fue que los hijos segundones de familias hidalgas se vieron obligados a buscar otros horizontes donde perpetuar la vida que llevaban hasta entonces, lo que fue objeto de emigraciones masivas, principalmente a América en la que la promesa de riquezas y aventura le vendría pintiparada a aquellos individuos tan acostumbrados a un tipo de vida tan imprecisa y vana como inútil. Esta y no otra fue la razón de la decadencia de España tras la expulsión de judíos y moriscos, únicos que estaban comprometidos con el trabajo.
Dado que la situación de “hijodalgo” tenía sólo valor dentro del lugar de origen, muchas de las personas que emigraban decidían probar hidalguía para mantener ciertas prebendas que le permitiesen disfrutar de un elevado estatus social. Buscando en los archivos forales del Señorío de Bizkaia, pude encontrar una “probanza de hidalguía” en la persona de Joachin de Arteaga y Basagoiti, que aparece en La Habana en 1760 sirviendo en un destacamento del cuerpo de dragones con el grado de teniente. Éste era nieto de Marina Ubeda Mendibil, descendiente a su vez de aquel Pedro Ubeda fundador del solar de Lejona. Lo traigo a colación para que se vea en qué consistía dicha prueba:
“En el pleito y causa sobre la información, Nobleza, limpia en sangre y vizcaína de D. Joachin Arteaga y Basagoiti, teniente de la Compañía de Dragones de la Plaza de la Habana, habiendo visto la información, partidas de bautismos y casamientos, relaciones echas y sacadas con intervención de dicho síndico y demás (…) debemos declarar y declaramos al dicho D. Joachin… por hijo legítimo y de legítimo matrimonio de D. Antonio de Arteaga y Dña Agueda de Basagoiti y nieto con la misma legitimidad por parte paterna de D. Antonio de Arteaga y Dña Mariana de Ubeda, marido y mujer, y nieto también legítimo por la materna de D. Simón de Basagoiti y Dña María Saenz de Arrigunaga, su mujer, y como tal por sus padres, abuelos paternos y maternos y demás ascendientes de ambas líneas por christiano viejo limpio de toda mala raza de judíos, moros, herejes nuevamente convertidos, penitenciados por el santo tribunal de la Inquisición, ni de otra secta reprobada (…) declaramos hijo Dalgo notorio de sangre vizcaíno originario Cavallero Infanzón como descendiente y oriundo de las casas solares Infanzonas de Arteaga, Arrigunaga, Basagoiti y Ubeda, vistas y notorias en las Anteiglesias de Guecho, Berango y Lejona, todas tres deste otro Muy Noble y Muy Leal Señorío; en cuya consecuencia debemos de admitir y admitimos al dicho D. Joachin…. etc. etc.
En esta villa de Bilbao, a día veinte y quatro de Diciembre de mil setecientos y sesenta.”
[1] Algeciras (Al Jazeera Al Jadra, “isla verde”); Almería (Al Meraya, “atalaya”); Alpujarras (Al Busherat, “tierras de pastoreo”); Guadalquivir (Al wadi Al Kabir, “el río grande”) o Jaén (Al Jayyan, “encrucijada de caravanas”)
[2] “Ubeda la Vieja”, de la que quedan escasos restos a unos siete kilómetros de la actual.
[3]Una de las estribaciones del sistema ibérico que arrancando de los montes de Oca y sierra de la Demanda corre hacia el S.O. hasta Peña Golosa a cuyas faldas nace y discurre el río Mijares que el historiador Antonio Blázquez hace coincidir con el romano Idúbeda
[4] Ejemplo muy cercano en el ámbito familiar, es el de Landabury por Landaburu
[5] Una aranzada equivale aprox. a 3.700 m2
[6] Medida agraria que equivale a unas 32 hectáreas
[7] La denominación de “fijosdalgo” o hidalgos era utilizada en el reino de Castilla y León, mientras que en Aragón y Navarra se les conocía como “infanzones”.