Unamuno Genio y Figura
INDICE
IN MEMORIAN
INTRODUCCIÓN
LA GENERACIÓN DEL 98
RETAZOS DE UNA VIDA
EL CARÁCTER DE UNAMUNO
INFLUENCIAS EN UNAMUNO
EL PENSAMIENTO DE UNAMUNO
LA OBRA
A MODO DE EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
IN MEMORIAN
Hace dos años que se nos murió a los españoles don Miguel de Unamuno. Todavía no nos hemos dado bien cuenta de esa muerte ocurrida durante la guerra, que aún dura en este momento. Y la guerra da una extraña presencialidad a las cosas. Es una unidad, como un paréntesis en nuestra vida, y todo lo que dentro de ella sucede parece persistir en su presencia; parece que mientras la guerra sea actual, lo es también. Así, la muerte de Unamuno, que no sentimos como algo pasado, como algo que ocurrió hace «ya» dos años, sino que ha sido «hoy», en este «hoy» angustioso de dos años y medio, como si fuese el día inacabable de un astro gigante de rotación pausada. Un día que también parece muchas veces noche y sueño, pesadilla trágica que interrumpió nuestra vida vigilante; y así la guerra entera tendría la unidad del sueño, y éste sólo sería pasado al despertar. Y cuando despertemos, sólo propiamente entonces, vamos a echar de menos a don Miguel de Unamuno y a preguntarnos con afán por él.
¿Qué hueco ha dejado entre nosotros? ¿Qué va a ser ese hueco en nuestra vida? No todos los que mueren dejan hueco; algunos sí, y por eso decía, con frase de que gustaba don Miguel, que se nos había muerto, es, decir, que su muerte no era sólo asunto personal suyo, sino que nos afectaba a todos; que no había desaparecido, o dejado de existir, sin más, sino que perduraba; y nos había dejado dos cosas en que sobrevivir en este mundo: su obra y su hueco, tal vez aún más fuerte éste que aquélla.
Unamuno no ha dejado sucesor. Las figuras de primera magnitud, como él lo era, no lo dejan nunca; son estrictamente insustituibles; por eso dejan hueco, y no un puesto vacante que cubrir. Su hueco necesita llenarse, y así ejercen atracción, como un remolino en una corriente de agua; por eso son inquietadores y provocan movimiento. Pero ese hueco, decíamos, no es simplemente una plaza vacante, no se puede llenar de un modo equivalente, sino de otro modo distinto, profundamente diverso; y esto es lo que hace que haya historia.
Unamuno tenía un enorme papel en España. Tenía una realidad tan grande, que parece increíble que ya no lo tengamos, que una persona tan viva tomo él, tan actuante, que llenaba tanto espacio, haya muerto. Porque Unamuno no era sólo un genial escritor, un intelectual, un profesor de lengua griega en Salamanca, sino, ante todo, una persona, un hombre de esos con los que es forzoso contar, que están ahí viendo las cosas y hablándonos de ellas, sobre todo, viviéndolas con los demás. Un hombre de esos – tan pocos – que pueden dar compañía a un pueblo entero. Y nos sentimos más solos después de la muerte de Unamuno. Era una personalidad inquietadora. «Mi obra –escribió una vez – es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.» Unamuno decía las cosas, con frecuencia a gritos, siempre de un modo entrañable y confortador. «No basta curar la peste – decía –, hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar!» Unamuno sabía llorar con llanto varonil, fuerte, paternal y, por eso, colectivo; colectivo del único modo que puede ser sincero, siendo, a la vez, concretísimo, como del hombre a quien le importan los demás, cada uno de los demás, no una teoría, un régimen, una clase, una raza o cualquier otra abstracción exangüe. ¡Qué aguda y hondamente hubiera llorado ahora, de haber seguido viviendo! Tal vez, de tan fuerte como era su angustia, no la pudo soportar su viejo cuerpo y prefirió morir por no cruzar estos años de sueño trágico.
Y ese llanto paternal de Unamuno, ese «dolor de España» de que tanto hablaba, cuando España no era todavía un puro dolor, era inteligente y activo, era un afán de claridad y de calor a la vez. Tal vez más de calor que de luz, según su preferencia íntima. Unamuno era un hombre de ideas, de los más fecundos entre nosotros; y un hombre de libros, de los suyos y de los ajenos, que es una de las cosas más vivas que pueden darse, dígase lo que se quiera. Pero trataba a las ideas de un modo que pudiéramos decir impaciente, como estímulos, como excitantes, de manera cordial acaso sin llegar, sino pocas veces, a últimas evidencias, y nunca a unidades congruentes y responsables de pensamiento. Su fuego mental era todo chispas ardientes, dispersas, sin llegar a ser luz aparentemente quieta y fría, pero que – no lo olvidemos – sólo se consigue a fuerza de la más elevada temperatura. Chispas que, eso sí, sirven sobre todo, para prender otros fuegos, para propagarse y difundirse. Su papel era ese, y el que no fuese propiamente doctrina y sistema no es un reproche, sino una caracterización. Tal como era, es como don Miguel resulta insustituible.
Ese modo suyo de manejar las ideas y de estar necesitado por ellas, y su género de influjo, resultan especialmente claros cuando se piensa en su problema, en el que le llenó la vida entera y ahora ha cobrado una significación dramática y augusta: el de la muerte. Unamuno vivió para la muerte; vuelto siempre a ella, anticipándola, angustiado por la necesidad de perduración, de inmortalidad, no del nombre sólo, sino de la persona y de la carne. Ahora está en la muerte. Ya ha afrontado el momento de confirmar la fe en la inmortalidad o no confirmar nada, sino en encontrarse. Que esto es, y bien lo veía Unamuno, lo terrible del caso: que la aniquilación no significa el hallar frustrada la fe en 1a otra vida, sino el no hallar; no que le pase a uno algo horrendo, sino, lo que es infinitamente más angustioso pensar, que «no pase nada». Esto es lo que sobrecoge a las almas enérgicas y llenas de vida; estarían dispuestas a afrontar cualquier cosa; pero ¿no tener que afrontar? Bien está la más dura tragedia; pero ¿que no haya tragedia?
Unamuno ha dedicado su vida y su obra entera a este problema de la inmortalidad. ¿Cuál es el resultado intelectual de esa agonía y ese esfuerzo? Nos veríamos un poco perplejos para contestar taxativamente a esa pregunta, y esto ya es sintomático. Unamuno no ha llegado, no digamos, claro es, a una «solución», sino tampoco a un planteamiento claro y suficiente de la cuestión decisiva. ¿Quiérese decir con esto que sus afanes han sido intelectualmente baldíos, que nada logró su larga vida atormentada en el camino de la verdad? En modo alguno. Cuando se lee a Unamuno con un poco de atención y sin perderse, con la mente hecha a ver los problemas y las hendiduras por donde parece que se trasluce el ser mismo de las cosas, se queda uno sorprendido por la riqueza de la visión que poseía, y se ve, sin duda, que, por lo menos, adivinó algunas cosas muy fundamentales. Y esto es justamente lo que impele a esforzarse por entender a Unamuno y penetrar a lo hondo de esta selva un poco intrincada y bravía de sus pensamientos. Pero antes que esto se advierte otra cosa, y es que Unamuno ha sabido darnos, tanto como cualquiera, la evidencia, mejor dicho, la inminencia del problema mismo. Y esto es esencial. Don Miguel de Unamuno se pasó su vida terrenal poniéndonos obstinadamente ante los ojos y dentro del alma misma la tremenda cuestión, haciéndonos sentir su mordedura en el fondo de la persona, devolviéndonos así a nosotros mismos. Este ha sido su papel y su mérito primero. Su afán por hacer revivir dentro de todos y dentro de sí propio la gran cuestión última, casi enteramente enterrada en la mayoría de los hombres contemporáneos por largos años de radical trivialidad y estupidez: «No quiero morirme del todo – escribía –, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido.» De esto precisamente se trata, y Unamuno ha hecho cobrar, o recobrar, conciencia de ese último sentido que necesitaba, tan olvidado por casi todos. Lo cual es una liberación.
Por esto adquieren hoy un entrañado dramatismo aquellas palabras de Unamuno en que angustiadamente se refería a la muerte, en especial a la suya propia, en la que ya está. «Tiemblo – decía – ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia.» Y aquella frase rebosante de afán: «Yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella.» Pero, sobre todo, aquella escena de Niebla, en que su protagonista, Augusto Pérez, le habla al autor, y le dice: «Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera!» Ya está cumplido todo esto, ya tiene resuelto su problema, y nos queda a los demás, que tenemos que pensar en la muerte, a este don Miguel de Unamuno que sentimos tan vivo.
Y al releer y repensar las cosas que nos dejó dichas a lo largo de toda su existencia tenemos que preguntarnos hoy, y cada vez más: ¿Qué era Unamuno? ¿Cuál es el sentido de su obra? ¿Era filosofía? ¿Era poesía? ¿Otra cosa, acaso? No se trata de querer clasificarlo. Esto sería absurdo, tan absurdo como creer que la pregunta tiende a una clasificación. Él mismo sintió a veces la necesidad de tocar esta cuestión, como al escribir: «No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso.» Que toda la obra de Unamuno es poesía, nada más cierto; que no sea filosofía, parece bastante claro. Pero ¿no es más que poesía? Esto es altamente dudoso. La relación de Unamuno con la filosofía es una cuestión, que lo fue para él igualmente. En muchos de sus libros apenas habla de otra cosa que de temas filosóficos; con frecuencia, con perfecto sentido y hasta con penetrante agudeza; sin embargo, tenía la impresión de que aquello no era filosofía, y, probablemente, estaba en lo cierto. Pero el hecho mismo de que tuviera que hablar de ello indica que ahí late un problema interno que afecta al sentido último de la obra de Unamuno. ¿Cuál era, repito, su relación con la filosofía? ¿Tiene algo que decirle? ¿Tiene algo que hacer con ella la filosofía? Parece que sí, y es una cuestión que será menester plantear en su día.
Pero conviene no olvidar una cosa: y es que Unamuno no está hecho y concluso, ni tampoco su obra, sino que dependen de los demás, de los hombres posteriores. El presente reobra sobre el pasado y lo hace ser de nuevo; pero no por sí, sino en el presente. Lo que una cosa es, depende de lo que será, aunque parezca extraño. Cuando se pregunta si algunos pensadores indios eran filósofos, y se comparan sus afirmaciones con las de filósofos presocráticos griegos para hacer ver su semejanza de contenido, se suele olvidar un detalle, y es que llamamos a estos filósofos presocráticos. Es decir, los caracterizamos por lo posterior, como algo previo a lo que, sin duda alguna, era filosofía. Sin Platón y Aristóteles, ¿cabría incluir en la filosofía a Tales de Mileto? Probablemente, no.
No acabará de saberse - ni de tener realidad - el sentido último de algunas intuiciones de Unamuno mientras no se saquen de ellas, si se sacan, sus consecuencias extremas. La respuesta suficiente a aquellas preguntas sólo podrá encontrarse en el Unamuno que tendremos que hacer. La decisión corresponde al futuro. Y este es el signo en que se reconoce su fecundidad y su importancia. No se puede decir todavía qué ha de ser aún don Miguel, cuál es el Unamuno que perdurará entre nosotros. Con esto queda dicha la urgencia del tema. Aquí no se puede hacer más que formularlo y dejarlo pidiendo respuesta.
Hoy interesaba sólo recordar la significación de Unamuno, a los dos años de haber dejado, en soledad y seriedad, la vida pasajera, para avanzar hacia la otra perdurable.
Julián MARIAS Blanco y Negro, 1939)
INTRODUCCIÓN
Hay tres lugares en Salamanca que nunca dejo de visitar, pues me trasladan, como si de una alfombra de Aladino se tratara, a un pasado no vivido que me llena de nostalgia: el Paraninfo de la Universidad, el café Novelty (triste remedo de glorias pasadas) y la última casa en la que vivió – y murió – Unamuno, no la que le fue cedida por la Universidad mientras ejercía como rector y hoy es Casa – Museo, sino la de la calle Bordadores, la misma que describe Pedro Antonio de Alarcón en su obra “Viajes por España”:
Recorriendo de nuevo aquel suntuoso barrio monumental, que tanto nos había entusiasmado la mañana anterior, y al pasar por la calle de Bohordadores (llamada así porque en ella se hacían los bohordos para los caballerescos juegos de cañas, pero cuyo azulejo dice hoy malamente: «calle de Bordadores», vimos una antigua casa, triste, bella, cerrada, en cuya primorosa fachada plateresca había un busto, con bonete y capa muy bordada y lujosa, el cual representaba, según pudimos leer, al severissimo Fonseca, patriarcha alejandrino.
-¿Qué casa será ésta? -nos preguntamos.
-Esa es la Casa de las Muertes... -respondió una huevera que pasaba por allí a la sazón. -No llamen ustedes, que ahí no vive nunca nadie.
-¿Y por qué?
-Porque ahí hubo siete muertes... -replicó la mujer con acento lúgubre.
Nosotros nos miramos muy regocijados, y proseguimos el interrogatorio...
Pero la huevera no sabía más.
Había, sin embargo, que averiguar el resto, y, efectivamente, aquella tarde supimos por nuestros amigos los anticuarios de Salamanca, que el nombre de Casa de las Muertes le venía a aquel edificio de la circunstancia de haber ostentado, entre los adornos de su portada, hasta hace muy poco tiempo, varias calaveras de piedra, borradas al fin por el terror de la plebe: que, ciertamente, había dado la casualidad, hace veintiséis años, de que una mujer que vivía sola en aquella casa de tan fúnebre nombre, fuese asesinada misteriosamente, cosa que al vulgo le pareció sobrenatural, y que, por resultas de todo esto, nadie ha vuelto a pisar aquellos umbrales, si se exceptúan dos comandantes de Carabineros y un jefe de Estadística, forasteros todos, que vivieron allí breves temporadas... sin que les ocurriese ningún percance...
¡Triste condición humana! ¿Por qué ha de ser siempre más poética la mentira que la verdad?
Y fue precisamente en esa casa, o más propiamente en su aledaña, la que perteneció al Regidor Ovalle Prieto, donde Unamuno eligió dar el paso definitivo para conocer por sí mismo lo que tanto le abrumó en vida.
Leer para pensar. Dos conceptos que resumen la capacidad de un escritor para actuar como revulsivo en las mentes de los que se han acercado a su obra. Escribir algo nuevo sobre la personalidad de Unamuno seria pura vanidad, pues hilvanar tejido tan sutil con un hilo de baja calidad y aguja harto defectuosa no puede tener un final medianamente digno. Espero, al menos, que sí tenga un final.
Me acerqué a Unamuno con Niebla. Y con niebla sigo tras haber leído parte de su obra y me temo que me acompañará hasta que mi “yo” desaparezca del todo o bien se prolongue mi existencia con plenitud de conciencia, al modo unamuniano, en otra esfera diferente. He dicho “leído”, que no entendido, pues sumergirse en ciertas profundidades requiere de gran experiencia si no se quiere estar expuesto a una visión nublada que impida la comprensión de lo que se presenta ante nuestros ojos. Esa inquietud, ese desasosiego por no ver las cosas con claridad, es una creación “unamuniana” y, como buen profesor, lo experimentaba primero en su persona. Luego lo daba a conocer. Lo hizo bien, a tenor del gran número de desasosegados discípulos que logró.
Suele decirse que no se debe enjuiciar a un autor en función de su obra, pues lo que en ella se describe no es necesariamente autobiográfico, de tal forma que ambos deben ser estudiados separadamente si se pretende una cierta ecuanimidad. Sin embargo esta consideración no parece tener confirmación en la obra de Unamuno. ¿Cómo casar entonces la personalidad de Unamuno, vista a través de sus contemporáneos, con las dudas que plantea en sus libros? ¿Surgían sus angustiadas preguntas de un profundo sentir filosófico – o religioso – ante la transcendencia del “ser” o de una imaginación literaria que englobaba el sentir general de una época en que el pesimismo lo embargaba todo? Me inclino por lo primero, subrayando en todo caso lo filosófico, pues si bien Unamuno fue una persona profundamente religiosa, intuyo que sentía a Dios más como necesidad que como creencia. Algo en que apoyarse. Si no fuera así, si fuera realmente un creyente, no tendría sentido su angustia por el porvenir eterno, ya que le vendría asegurado por la fe. En cuanto a lo segundo, sinceramente no creo que la angustia casi patológica que se deja traslucir en sus novelas sea simplemente el reflejo del pesimismo reinante por las circunstancias socio-políticas del momento. Antes bien, pienso que se trataba de una de las secuelas de una adolescencia un tanto peculiar.
Unamuno se funde en sus libros dándoles un carácter tal que difícilmente se puede dudar de la autoría. Si una obra de arte es en sí misma inacabada, siempre en proceso de nuevos descubrimientos y reflexiones, la de Unamuno lo es por doble motivo: primero porque obra y autor se confunden y entrelazan continuamente sin llegar a discernir con claridad si es el autor el que describe ambiente y personajes o son éstos los que dan vida a su creador; en segundo lugar, porque cuando se finaliza una de sus nivolas da la impresión de que siempre falta algo, una sensación de perplejidad que invade al lector y permanece hasta que se lee otra de ellas. Entonces uno se reencuentra con aquello que se le había hurtado en la primera. Y es que la obra de Unamuno es “unitemática”, reiterativa. Lo que le preocupa lo va repitiendo en cada nueva etapa, de forma diferente pero inequívoca. Y es de esa forma que el lector queda irremisiblemente atrapado en el desasosiego que le transmite el autor, sin redención posible, siempre preguntando, siempre indagando… La aseveración de que una obra de arte está siempre en fase de renovación e interpretación, la confirma el propio Unamuno cuando dice que no le importa lo que Cervantes hace decir a Don Quijote, sino lo que esas palabras le sugieren a él. Dicho de otro modo, Cervantes habría escrito el Quijote para que él, Unamuno, lo disfrutase.
La novela la escribe el autor de acuerdo con su pensamiento, sus influencias socio-filosóficas, su época y su ambiente, pero son en última instancia los lectores los que en el transcurso de los tiempos ponen su grano de arena interpretativa, añadiendo los matices que a cada cual le son dados. No creo que Unamuno pusiera el grito en el cielo por este aserto; al fin y al cabo él dio motivos para ello:
“Lo que yo escribo, después que lo he escrito, de quien quiera aprovecharse de ello, y si acierta a valorarlo mejor que yo, es más suyo que mío”.
Por otra parte si, como decía el mismo Unamuno, existían cuatro características en la personalidad de todo ser humano: cómo somos, cómo quisiéramos ser, cómo nos ven los demás y cómo creemos que nos ven, ¿cuántas interpretaciones podría tener una obra elaborada por un ser tan complejo como es el hombre? Parafraseando a El Guerra, tratar de clasificar lo inclasificable no puede ser y además es imposible. ¿Cómo hacerlo pues con Unamuno y su obra cuando la contradicción forma un todo con su personalidad? ¿Es filosofía su creación? ¿es literatura? ¿religión tal vez? ¿filosofía novelada o novela filosófica?... ¿acaso poesía? Probablemente un totum revolutum, como lo era la personalidad de su autor.
Unamuno era un ser angustiado y esa angustia la transmitía a todo el que estuviese en sintonía con su pensamiento. La conversación que el protagonista de Niebla, Augusto Pérez, mantiene con su dios-creador se asemeja a un Juicio Final en el que el supremo juez, al sentirse acorralado por los argumentos del enjuiciado, no puede sino encaramarse al carro de la soberbia y hacer valer su omnímodo poder, un poder que tiene un alto precio debido al peso de la responsabilidad. Cada vez que releo esos párrafos finales de la novela, me reafirmo en la idea de que Unamuno está plasmando su auténtica personalidad: egocéntrico, individualista, contradictorio, intolerante hasta la violencia dialéctica…; no admite que se le contradiga, la única razón es “su” razón… Y sin embargo siente la necesidad de tener a su disposición no un interlocutor, sino un prójimo que le escuche, no que debata o ponga en tela de juicio sus argumentos:
“necesito disentir; sin discusión no vivo y sin contradicción y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga, invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos”.
Todo un carácter este Don Miguel.
Se crean entes de ficción y se juega con ellos hasta que se escapan de las manos y ya no se sabe qué hacer con ellos. Soñamos personajes que en nuestro interior cobran vida propia y llegan a ser más reales que el que les da la vida: Ulises, Don Quijote, Hamlet… Augusto Pérez… ¿Y si también nosotros fuéramos un sueño de Dios? ¿O, en el peor de los casos, una pesadilla? ¿Y si Dios mismo fuera un sueño humano? ¿Qué ocurriría al despertar? En cierta ocasión tuve un sueño. Contrariamente a lo que ocurre en el estado onírico, aquél fue extrañamente real. Viajaba en automóvil cuando en una curva del camino perdí el control y el vehículo se precipitó al vacío. La caída se hizo eterna, tanto como mi angustia. Esa angustia que sentimos cuando sabemos que en un instante se pasará del ser al no-ser. Después el impacto y tras él, la nada. Sencillamente ¡nada! Un vacío absoluto en el sueño y en la vida. Inmediatamente desperté. Sin angustia, sin miedo. Quizá por el anonadamiento de los instantes del duermevela. “De la nada he pasado a la resurrección”- pensé. Aquel sueño me hizo reflexionar. Pensamos en la muerte y nos rebelamos contra ella y esa energía que debiera ser empleada en disfrutar de lo único que tenemos, la vida, se transforma en un pensamiento vacío de contenido por cuanto se empeña en una lucha absurda contra la evidencia. “Cuando ella no está, estamos nosotros y cuando ella está ya no estamos nosotros, ¿de qué preocuparnos?” – decía Epicuro. Sin embargo…
Morir soñando, sí, mas si se sueña
morir, la muerte es sueño; una ventana
hacia el vacío; no soñar; nirvana;
del tiempo al fin la eternidad se adueña.
Vivir el día de hoy bajo la enseña
del ayer deshaciéndose en mañana;
vivir encadenado a la desgana
¿es acaso vivir? ¿y esto qué enseña?
¿Soñar la muerte no es matar el sueño?
¿Vivir el sueño no es matar la vida?
¿A qué poner en ello tanto empeño?:
¿aprender lo que al punto al fin se olvida
escudriñando el implacable ceño
-cielo desierto- del eterno Dueño?
Cuanto mayor es nuestro egocentrismo, mayor es nuestro deseo de trascendencia y bajo esta consideración no puedo sino compartir el sentimiento de Unamuno. Esa consciencia de la propia existencia y el miedo a la no existencia es lo que produce en Unamuno el conflicto angustioso entre razón y fe. Fe que él traduce por sentimiento, o mejor, por deseo. Dos conceptos que no se entienden entre sí, pero que están condenados a convivir, “el corazón tiene razones que la razón no comprende” –decía Pascal. ¿Quién no se ha sentido inerme ante la más que probable desaparición del “yo”? A nadie consuela una fusión con el cosmos, a modo de “los ríos que van a parar al mar”; ni vivir en el recuerdo de los que se quedan, ¡vaya consuelo!; ni siquiera una conciencia sin soporte material… Queremos seguir viviendo, sea en otra dimensión o esfera de conocimiento, pero con la conciencia de ser nosotros mismos y, a ser posible, “con los mismos cuerpos que tuvimos en vida”. En eso anduvo listo el cristianismo. Todo lo anterior lo pensamos a nivel consciente, pero ¿qué ocurre en el umbral de la muerte? Supongo que perdemos la consciencia y entonces todo carece de importancia. ¿A qué angustiarse?
LA GENERACIÓN DEL 98
El periodo de la historia de España comprendido entre septiembre de 1874 y abril de 1931 se designa con el nombre de Restauración y en él se pueden distinguir tres etapas:
1874-1876: se inicia con el pronunciamiento militar de Martínez Campos en Sagunto y con la formación de un ministerio- regencia presidido por Antonio Cánovas del Castillo.
1876-1897: el sistema se estabiliza y se crea el turno de partidos en el poder (conservadores y liberales), mientras las Cortes permanecen en manos de la alta burguesía.
1898-1931: el periodo final de crisis y hundimiento del sistema empieza con la pérdida de las colonias (1898), se agrava con la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) y acaba definitivamente con la Segunda República.
En aquellos tiempos surgieron personajes preocupados por la situación de una España que ya llevaba demasiado tiempo mirándose el ombligo ignorando, o peor aun despreciando, lo que ocurría allende sus fronteras. Si el país no quería sucumbir definitivamente habría que regenerarlo. Surge entonces un movimiento que se dio en llamar “regeneracionismo”. A la necesidad de una reforma agraria en profundidad se unía la de una educación en profundidad para un pueblo en su mayoría analfabeto. Las reformas políticas vendrían después, cuando la base fuese suficientemente sólida. España contaba entonces con una enseñanza oficial deficiente y excesivamente dogmática, así como otra clasista de índole religiosa, por lo que se hacía necesario algo más eficaz que equidistara de sistemas tan caducos. Por uno de esos misterios de la historia, suelen aparecer personajes extraordinarios cuando las circunstancias lo requieren y esto fue lo que ocurrió con la persona de Francisco Giner de los Ríos (1840-1915), que cuando apenas contaba veintiséis años trató de renovar la enseñanza en España fundando lo que se dio en llamar Institución Libre de Enseñanza.
La alternancia de poder en unas Cortes dominadas por un bipartidismo más preocupados por sus propios beneficios que por el bienestar patrio en un país con graves desequilibrios económicos, creó el caldo de cultivo apropiado para la aparición de nuevos movimientos políticos como anarquistas y socialistas que, al igual que los carlistas, trataban de aportar soluciones en un país agrícola e industrialmente atrasado en el que la miseria del proletariado y el campesinado pugnaban con el caciquismo secular y la alta burguesía por aumentar el caos existente. El futuro no se presentaba alentador en absoluto y, como al perro flaco, vino a sumarse al festejo el Desastre del 98, originado por la sublevación de las colonias de ultramar: Cuba, Puerto Rico y Filipinas, perjudicando todavía más la de ya por sí descalabrada economía nacional. La desmoralización de la población crecía a medida que se iban recibiendo noticias del exterior y tuvo como remate la derrota infligida por la flota estadounidense que en siete horas destrozó la resistencia española en Cuba. Y eso fue sólo el principio.
El desastre moral de la población tuvo consecuencias más amargas que el meramente militar, haciéndose necesario no sólo profundizar en las causas que habían llevado el país a tal situación, sino en encontrar las soluciones que detuviesen el decaimiento en el que se había sumido la nación. Fue un grupo de intelectuales el que se puso al frente y que fue conocido Generación del 98, entre los que destacaron Miguel de Unamuno (1864-1936), Ángel Ganivet (1865-1898), Pío Baroja (1872-1956), José Martínez Ruiz “Azorín” (1873-1967), Ramiro de Maeztu (1874-1936), Antonio Machado (1875-1939) y Ramón del Valle-Inclán (1866-1936).
Pero como suele ocurrir en el temperamento español, aquel impulso de abrirse a las ideas tardo ilustradas que se introducían subrepticiamente en el país, quedó en agua de borrajas. Interesó más la retrospección a lo español, al espíritu de Castilla y la nación imperial; el patrioterismo. La austeridad castellana, el espíritu del Cid, el paisaje de los páramos pasan a simbolizar el alma española. Hay un interés desmesurado por viajar y conocer las costumbres del pueblo llano embebiéndose y embobándose con losrecuerdos de un pasado glorioso… Se rehace la historia alejándose de batallas míticas para glorificar al pueblo. Interiorizar la historia; en palabras de Unamuno, la intrahistoria. Y como toda crisis política conduce a una crisis existencial, se reflexiona sobre el sentido de la existencia, la religión, Dios… reflexiones que tienen su mayor exponente en el pensamiento de Unamuno con sus exasperantes dudas, que colisionaban frontalmente con el radical agnosticismo de Pio Baroja.
La realidad de España es un tema de preocupación para Unamuno, hasta el punto de que llegó a afirmar:
“Me duele España; ¡soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo!”.
Y en su artículo “País, Paisaje y Paisanaje” dice entre otras cosas:
“Esta mano tendida al mar poniente que es la tierra de España..., y sobre ella, sobre esa mano, la palma azul de la mano de Dios, el cielo natural… Y esa mano, ¿pide u ofrece? ¡Y lo que es recorrerla! Cada vez que me traspongo de Ávila a Madrid, del Adaja, cuenca del Duero, al Manzanares, cuenca del Tajo, al dar vista desde el Alto del León, mojón de dos Castillas, a ésta, a la Nueva, y aparecérseme como en niebla de tierra el paisaje, súbeseme éste al alma y se me hace alma… Alma y no espíritu, psique y no pneuma: el alma animal, ánima… Siento que ese paisaje, que es a su vez alma, me coge el ánima como un día esta tierra española, cuna y tumba, me recogerá –así lo espero – con el último abrazo maternal de la muerte...
En esa mano, entre sus dedos, entre las rayas de su palma, vive una humanidad; a este paisaje le llena de sentido y sentimientos humanos un paisanaje. Sueñan aquí, sueñan la tierra en que viven y mueren, unos pobres hombres…: unos pobres hombres pobres. Y algunos de esos pobres hombres pobres no son capaces de imaginar la geografía y la geología, la biografía y la biología de la mano española. Y se les ha atiborrado el magín, que no la imaginación, con una sociología sin alma y sin espíritu, sin fe, sin razón y sin arte. ¡Hay que ver la antropología, la etnografía, la filología que se les empapiza a esas frívolas juventudes de los nacionalismos regionales! ¡Cómo las están poniendo con los deportes folklóricos, los bailes dialectales y las liturgias orfeónicas! ¡Qué paisanaje están haciéndole al paisanaje!…No, ésos no serán nunca paisanos, hombres del país, del pago, de la patria que en el paisanaje se revela y simboliza… El espíritu, el pneuma, el alma histórica no se hace sino sobre el ánima, la psique, el alma natural, geográfica y geológica si se quiere. Ésos, los de la diferenciación, suelen ser señoritos de aldea, que no aldeanos, cuando no algo peor, y señoritos rabaleros de gran urbe, rabaleros aunque vivan en el centro de la populosa aldea. Son los que han inventado lo del meteco, el maqueto, el forastero; o sea, el marrano. Ellos se creen, a su manera, arios… En el fondo, resentidos; resentidos del fracaso nativo. Les conozco a esos pobres diablos… Querían convencerse de que eran una especie de arios, de una raza superior y aristocrática. Conozco a más de uno que, en su falta de conocimiento de la lengua diferencial del país nativo, estropeaba adrede la lengua integral del país histórico, de la patria común, de esa mano que nos sustenta entre Mediterráneo, Atlántico y Cantábrico, a todos los españoles. Su modo de querer afirmarse, más aún, de querer distinguirse, era chapurrear la lengua que les había hecho el espíritu. Y luego decir que se les oprime, que se les desprecia, que se les veja. Y falsificar la Historia, y calumniar. Y dar gritos los que no pueden dar palabras...
Todo lo que en el fondo termina en la guerra al meteco, al maqueto, al forastero, al inmigrante, al peregrino, termina en una especie no de ley, pero sí de costumbre de términos comarcales o regionales. Cuestión de clientelas. Y como si fuera poco la supuesta lucha de unas supuestas clases, viene la de las flamantes naciones. ¡A dónde ha venido a parar la contemplación de la mano de tierra que es España! Lengua de tierra en el extremo occidente de Eurasia, en vecindad del África. Mano que cogió a América y lengua que le habló en su lengua. Y, desde ambos, otra mano le enseñó su misión, su historia. Por encima de regímenes...”
No creo que su espíritu se viese alterado por los sediciosos comentarios vertidos en ciertos ambientes rancios de su querido País Vasco.
RETAZOS DE UNA VIDA
Nace Unamuno en Bilbao, en el año 1864, en el seno de una familia volcada en el catolicismo y de corte profundamente matriarcal. Su padre, casado con una sobrina suya, era un adinerado comerciante del Casco Viejo bilbaíno que había hecho fortuna en México, de donde había traído una profusa biblioteca en la que el pequeño Unamuno se habría aficionado a la lectura. Tercero de seis hermanos, pronto tendrá conocimiento de la muerte, pues al temprano fallecimiento de su padre cuando apenas contaba cinco años de edad, le seguirían en muy corto espacio de tiempo el de dos de sus hermanos pequeños. En tales circunstancias su infancia y adolescencia corre a cargo de las dos mujeres de la familia, su madre y su abuela, que ejercerían sobre él una asfixiante presión religiosa, por cuanto se le imponía una fe que debía sentir al modo que ellas lo hacían, y que él aceptaba dado su carácter retraído. Eran días de misa diaria, santo rosario en familia y cotidianas visitas a la iglesia de los Santos Juanes para rezar al Altísimo, a la que tantas veces volvería, durante sus más que frecuentes crisis religiosas, en un vano intento por recuperar la fe. Andando el tiempo, cuando desaparecen aquellos lazos que le ahogaban, se presentará otro del mismo signo, esta vez buscado: su esposa Concha.
Producto de tales hechos no resulta extraño que la idea de la muerte, la religión y la dependencia femenil, dejaran huella profunda en su subconsciente y que posteriormente se traducirían en simbolismos que aparecerán obsesiva y reiteradamente en sus obras y en su vida: el más allá, la castidad, Dios, la idea de mujer-madre… la muerte asociada a la madre (nacemos y des-nacemos en ella)…
Sus primeros estudios los realiza en el Colegio San Nicolás de la calle Correo, hoy desaparecido, y de allí pasa al Instituto. Contaba nueve años de edad cuando se produce el asedio carlista a Bilbao y narra esos recuerdos en Paz en la Guerra, obra publicada en 1896 y que imprimió por cuenta propia en la imprenta Müller y Zavaleta de Bilbao. Son tiempos de romanticismo y éxtasis por su paisaje vasco; su recorrido por el paseo de los Caños disfrutando de una naturaleza hoy vedada a nuestros ojos, las horas pasadas contemplando el mar… hay una cierta tendencia nacionalista (o vasquista, por mejor decir) idealizadora del entorno vasco con un sentimiento nostálgico, contemplativo, en el que se funde con la madre-tierra, la “matria”. Finalizados sus estudios de bachillerato con dieciséis años, se traslada a Madrid para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central; se aloja en una pensión de la calle Montera, pero viendo el ambiente en el que se desenvolvían las personas de su generación, los Galdós, Valle Inclán, Pardo Bazán…fanáticos seguidores del Marqués de Sade en sus enseñanzas sobre los infortunios de la virtud, decide que aquello de la bohemia no es lo suyo y que se dedicará simple y llanamente a estudiar, estudiar, estudiar… Y lo cumple. Con diecinueve años se licencia con sobresaliente y un año más tarde, en 1884, se doctora con una tesis sobre “Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca”. Es por esos años que cambia su indumentaria por la peculiar vestimenta que le haría famoso, que le daba una apariencia de pastor protestante y cierto tufillo a castidad. Lee muchísimo: clásicos griegos, la Biblia (el evangelio de Juan, en griego, se lo sabía prácticamente de memoria), a los Padres de la Iglesia, Kant, Hegel, Nietzsche, Shopenhauer, Kierkegaard, al que llega a través de Ibsen, Spinoza, los filósofos positivistas… Aprende idiomas con el exclusivo fin de leer a los autores en su lengua original: alemán, danés, inglés, italiano a cuyos poetas admira-, portugués, francés, aunque estos no sean muy de su agrado por ser exactamente lo contrario al castísimo Don Miguel. Descubre en Shopenhauer la “voluntad” de creer, titubea en sus creencias con Kant y Hegel, es influenciado, como todos los de su generación, por Krauss y su filosofía liberal con la idea de un Dios “meta” antes que un Dios “origen”, aquél que se busca permanentemente y se hace internamente, no el que está fuera de uno… Le preocupa el tema de la culpa y le obsesiona la condenación. Entonces descubre a Kierkegaard, cuya influencia es tal que por medio de sus lecturas se descubre a sí mismo: “lo que dice es lo que a mí me está pasando…”. A pesar de tanta búsqueda, o quizá por ello mismo, entra en un proceso de ateísmo: “hay tantos argumentos para negar como para afirmar a Dios”, así que habría que vivirlo, sentirlo, no tratar de entenderlo. O, “Tan imposible se haría la vida social si todos se convenciesen de que al morir el hombre se anula la conciencia individual, como imposible se haría si todos estuviesen absolutamente seguros de la existencia de un cielo y un infierno, como los católicos”, según escribe en “Mi religión…”
La vida capitalina le agobia, pero mucho más la añoranza que siente por la novia lejana, Concha Lizárraga, a la que se entregará de por vida. No existe otra mujer. Así pues, regresa a Bilbao en 1884, recién doctorado, y una vez allí resurgen los viejos problemas religiosos que nunca habían dejado de acuciarle y que sólo alivian la presencia de Concha, con la que se casa en 1891. Prepara oposiciones a todo lo que se presenta y el tiempo que le queda libre lo reparte entre impartir clases particulares de latín y griego y al estudio de los filósofos europeos, a los que dedica entre cuatro y cinco horas diarias. Pero estas lecturas, una vez más, le van resquebrajando la fe. Y reflexiona. Entonces aparece la mujer-madre en la figura de Concha, que viene a sustituir a las de su infancia, y le obliga a visitar casi todas las iglesias de Bilbao, en especial la de los Santos Juanes, a fin de que recuperase aquella fe que se le escabullía como agua entre los dedos. Se entrega al voluntarismo de creer, puesto que la razón le va ganando terreno. Se siente un hipócrita. Se convence, o lo intenta, de que el deseo está en el corazón y no en la cabeza. Y cede ante esta idea. Se gesta entonces la crisis por mor de la contradicción, abriéndose una enorme brecha entre razón y sentimiento, razón y fe. Lamenta no poder creer -“A ti te hablo, Dios, en quien no creo”- y reniega hasta de su cátedra de griego, remedando en parte la frase del Eclesiastés “cuánta más sabiduría, tanto más dolor”, pues es esa huella intelectual, racionalista, la que le impide lograr lo que más ansía. “Fe no es creer lo que no vimos, sino crear lo que no vemos”, con lo que pretendería crear a Dios, subordinándolo así al hombre.
En los años en que se incubaba su crisis religiosa, estuvo afiliado al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), entre 1894 y 1897, aunque de una forma un tanto peculiar, unamuniana, pues en carta a Clarín le confesaba: “Sueño con que el socialismo sea una verdadera reforma religiosa, cuando se marchite el dogmatismo marxiano.” Naturalmente lo abandonó para dedicarse a su monomanía de la muerte y la nada.
Toma posesión de su cátedra de griego en Salamanca, donde acaba por estallar la crisis recién incubada en Bilbao. Se encierra física e intelectualmente y en su desesperación llama llorando una y otra vez a Concha, que le consuela con un “¿qué te pasa, hijo mío?”, mientras él se va hundiendo cada vez más. Comienza un epistolario con sacerdotes en un intento por recobrar la fe perdida, aquella fe de su infancia, la fe del carbonero. Pero por si estas depresiones no fueran suficiente desgracia, en 1902 se muere de hidrocefalia su hijo Raimundo; y aparece entonces el lado más humano de Unamuno, pues su eterna angustia da paso a la ternura por el hijo moribundo del que no se separa ni de noche ni de día, cuidándole con amor maternal.
El golpe de Estado del general Primo de Rivera, en 1923, provocó la reacción de Unamuno, que denuncia la arbitrariedad de aquel gesto. "No caigáis, estudiantes españoles, en la dementalidad del carnero, el macho de la oveja, indigentísimo en seso y opulentísimo en sexo... Es la inteligencia la que ha de salvar a la patria...". Era de sobra conocida la idea que tenía sobre la inteligencia del carnero, “un animal fuertemente sexualizado, pero de una estupidez notable”, y al dictador la comparación no debió gustar en demasía. Posteriormente se enzarza en una serie de diatribas contra el personaje, más por su carácter disoluto, mujeriego empedernido que contrastaba con la rancia castidad de Unamuno, que por su política dictatorial. Y es que Unamuno llevaba muy mal todo lo relacionado con la voluptuosidad y la lujuria, a las que fustigaba cuando se le presentaba la ocasión. Y si no se le aparecía, la buscaba. He aquí algunas perlas al respecto:
“¡Desgraciados los pueblos en que florece la lujuria! Serán, al cabo, subyugados irremisiblemente por aquellos otros que, después de reproducirse normalmente, supieron reservar sus energías corporales y espirituales para fines más altos que el de dar satisfacción a la carne estúpida, para el altísimo fin de educar, en verdad y en nobleza a sus hijos”.
o
“…mientras aquí no haya un buen número de liberales que se acuesten a las diez, no beban más que agua, no jueguen a juegos de azar y no tengan querida, andaremos mal.” y “… el hombre que se entrega a perseguir mujeres acaba por entontecerse. Las artes de que tiene que valerse son artes de tontería”
¡Liberanos domine!
Pues bien, aquellos enfrentamientos con Primo de Rivera fueron la causa de su destierro a Fuerteventura, protestado por los mejores intelectuales españoles, en donde pasa unos años hasta que se escapa para autoexiliarse en París. Pero el ambiente, como le había pasado en Madrid, le agobia, por lo que decide partir hacia Hendaya, a fin de estar más cerca de su querida tierra vasca. La profunda sensación de soledad que siente, hace que las crisis se sistematicen, se clonifiquen, y continúa dando vueltas y más vueltas a su inquietud: ¿Quién soy? ¿Qué soy? Si Dios no es, ¿quién soy yo? Es allí, a orillas del Cantábrico, donde se gestará su magistral novela de San Manuel Bueno, mártir, que situará en el lago de Sanabria.
Tras su vuelta del exilio, se presenta candidato a concejal por la conjunción republicano-socialista de Salamanca para las elecciones del 12 de abril de 1931, resultando elegido y cuando se implanta la República fue designado para pronunciar el discurso de proclamación desde el balcón del ayuntamiento:
“…hoy comienza una nueva era y terminó una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido. Hace cuarenta años vivo en Salamanca, de Salamanca son los hijos de mis carnes e hijos de mi espíritu os considero a todos. Permitidme la arrogancia de que sea yo quien proclame la República desde esta plaza…Esta revolución española jamás registrada en la historia de pueblo alguno, la revolución de la soberanía popular impuesta en las urnas coloca a España en preeminente lugar entre las naciones, que cambiaron su régimen. Estamos maravillados del ejemplo de patriotismo y de ciudadanía de los republicanos españoles y de la serenidad de los partidarios del régimen desaparecido, que han acatado la voluntad del pueblo, sin que el cambio haya producido el menor trastorno, sino las naturales expansiones de los que han recibido la República con la alegría que el ideal convertido en realidad les produce.”
La República le repone en el cargo de Rector de la Universidad salmantina. Se presenta a las elecciones a Cortes y es elegido diputado como independiente por la candidatura republicano-socialista. Sin embargo, el escritor, que en 1931 había dicho que él “había contribuido más que ningún otro español con su pluma, con su oposición al rey y al dictador, con su exilio... al advenimiento de la República”, empieza a desencantarse y decide no presentarse a la reelección. En 1934, tras la muerte de su mujer, decide jubilarse de su actividad docente y es nombrado Rector vitalicio, a título honorífico, de la Universidad de Salamanca y un año más tarde es nombrado ciudadano de honor de la República, lo que no obsta para que exprese públicamente sus críticas a la reforma agraria, la política religiosa, la clase política y, al gobierno de Azaña. Éste, naturalmente, lo destituye.
En su constante deambular político, respalda el alzamiento de los rebeldes, creyéndoles unos regeneracionistas capaces de enderezar el país, lo que da como resultado su restitución en el cargo por parte del gobierno de Burgos, aceptando incluso el acta de concejal que le ofrece el nuevo alcalde tras haber destituido a la práctica totalidad de la corporación municipal, sustituyéndola por personas adictas al nuevo régimen. En el verano de 1936 hace un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyen a los sublevados, declarando que representaban la defensa de la civilización occidental y de la tradición cristiana, lo que causa tristeza y horror en el mundo, según el historiador Fernando García de Cortázar. No tardaría demasiado tiempo en desengañarse, dado el cariz que iban tomando los acontecimientos en Salamanca, donde fueron encarcelados, torturados y fusilados muchos de sus amigos, lo que le llevó a visitar a Franco solicitando en vano clemencia para los mismos, según narra Paul Preston.
Poco después de los acontecimientos que tuvieron lugar en la Universidad de Salamanca el 12 de Octubre del 36, y que, a modo de epílogo, se narran al final de este trabajo, Unamuno mantuvo una entrevista con los periodistas franceses Jerôme y Jean Tharaud, a los que manifestó lo siguiente:
“Apenas iniciado el movimiento popular salvador que acaudilla el general Franco, me adherí a él diciendo que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana y con ella la independencia nacional, ya que se está aquí, en territorio nacional, ventilando una guerra internacional. El gobierno fantasma de Madrid me destituyó por ello de mi rectoría y luego el de Burgos me restituyó en ella con elogiosos conceptos.
En tanto, me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel debida a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura. Las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. Y dan el tono, no socialistas, ni comunistas, ni sindicalistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, expresidiarios criminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas sin ideología alguna. Y la natural reacción a esto toma también muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos. Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. Si el desdichado gobierno de Madrid no ha podido querer resistir la presión del salvajismo apellidado marxista debemos esperar que el gobierno de Burgos sabrá resistir la presión de los que quieren establecer otro régimen de terror. En un principio se dijo, con muy buen sentido, que ya que el movimiento no era una cuartelada o militarada sino algo profundamente popular, todos los partidos nacionales anti-marxistas depondrían sus diferencias para unirse bajo la única dirección militar sin prefigurar el régimen que habría de seguir a la victoria definitiva. Pero siguen subsistiendo esos partidos: renovación española (monárquicos constitucionales), tradicionalistas (antiguos carlistas), acción popular (monárquicos que acataron la república) y no pocos republicanos que no entraron en el frente llamado popular. A lo que se añade la llamada falange –partido político aunque lo niegue- o sea el fascismo italiano muy mal traducido. Y este empieza a querer absorber a los otros y dictar el régimen futuro. Y por haber manifestado mis temores de que esto acreciente el terror, el miedo que España se tiene a sí misma y dificulte la verdadera paz; por haber dicho que vencer no es convencer ni conquistar es convertir el fascismo español, ha hecho que el gobierno de Burgos que me restituyó a mi rectoría … vitalicia con elogios, me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones. Y esto, como se comprende, me impone cierto sigilo para juzgar lo que está pasando.
Insisto en que el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional, ya que España no debe estar al dictado ni de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, en territorio nacional, una guerra internacional. Y es deber también traer una paz de convencimiento y de conversión y lograr la unión moral de todos los españoles para rehacer la patria que se está desangrando, arruinándose, envenenándose y entonteciéndose. Y para ello impedir que los reaccionarios se vayan en su reacción más allá de la justicia y hasta de la humanidad, como a las veces tratan. Que no es camino el que se pretenda formar sindicatos nacionales compulsivos, por fuerza y amenaza, obligando por el terror a que se alisten a ellos a los ni convencidos ni convertidos. Triste cosa sería que al bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevique se quisiera sustituir con un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo.”
No resulta de gran dureza este manifiesto, pareciendo más bien un deseo de mantenerse en una postura neutral, como si los brutales acontecimientos que se desarrollaban en la España nacional le pasasen desapercibidos. Y resulta doblemente extraño por cuanto ya lo había comprobado en Salamanca con el asesinato de varios compañeros y amigos suyos a manos franquistas. De cualquier modo, dada la incontinencia verbal de Don Miguel, que forzosamente tenía que resultar molesta a los sublevados y afines, cabe preguntarse qué hubiera ocurrido de haber sobrevivido a la guerra civil y posterior dictadura.
Resumiendo brevemente, se distinguen tres etapas en la vida de Unamuno. Hasta 1897, período que se centra en su época madrileña, adquiere una formación racionalista, positivista, cientificista, durante la que manifiesta una gran preocupación por España. Es en ese año cuando se produce su crisis religiosa, que se transforma en una voluntad de creer y en la que se acerca al pensamiento nietzscheano. Posteriormente, con la cristalización de la crisis, tiene lugar su obsesión por la creación de Dios en la conciencia, la construcción del ser; trata de razonar la fe, o dar fe a la razón, y ante la imposibilidad de lograrlo, se establece una lucha entre razón y sentimiento que ya no le abandonaría nunca.
EL CARÁCTER DE UNAMUNO
Pero Unamuno era algo más que angustia. Y el hombre, algo más que su obra. Por ello he querido traer a colación algunos aspectos anecdóticos de su vida en un intento por conocer algo más al personaje que, con sus escritos, nos ha arrastrado por ese sendero trágico de la existencia que tanto le gustaba recorrer. Decía Nietzsche en el prefacio de su Filosofía en la época trágica de los griegos, “…de sistemas refutados ya no puede interesarnos más que lo personal, como que es lo eternamente irrefutable. En base a tres anécdotas es posible trazar la estampa de un hombre; trato de destacar en cada sistema tres anécdotas, dejando de lado el resto…”
Personaje controvertido, admirado, combatido, contradictorio, estimado y hasta odiado, su vida transcurrió en una constante lucha contra su entorno y contra él mismo, empeñado como estaba en pisar su propia sombra: “Si no tengo con quien discutir, discuto conmigo mismo”. Claro que esto de la contradicción, que muchos consideran defecto, no es necesariamente tal, ya que se encuentra en la misma esencia de la búsqueda.
En la biografía que sobre Unamuno escribe el novelista, periodista y poeta, César González Ruano, narra una serie de anécdotas y comentarios que ayudan a conocer, siempre desde su óptica, el carácter del pensador. Aunque la admiración de Ruano por la obra de Unamuno está fuera de toda duda y la honestidad profesional de que hace gala es avalada por el propio escritor, la verdad es que no le profesaba excesiva simpatía: “De Don Miguel de Unamuno, pese a haber escrito una obra sobre su vida y su obra, me sería físicamente imposible volver a escribir. Si hay un caso raro de compatibilidad de admiración y poca simpatía por el hombre, es el mío ante Unamuno”
González Ruano entra en contacto con Unamuno, recién llegado del exilio al que le había enviado el general Primo de Rivera, en el año 1930. Contaba por entonces veintitantos años y Unamuno sesenta y seis. Antes de esa fecha, siempre según el periodista, para la gente de su generación Don Miguel era un mito: varón sabio, quijotesco, puro, independiente, aislado… pero para un espectador de mediana edad y cierta agudeza mental, estaba visto y oído en una sola tarde. Físicamente tenía una buena planta y se enorgullecía de ello, como lo hacía de pensamiento cuando de pensar se trataba, de escritor cuando escribía, de gran dialéctico al hablar y siempre dando la impresión de que la humanidad le importase un pimiento.
La envidiable memoria visual y el talento para la descripción, rayano en la representación pictórica, que poseía Ruano, se ponen de manifiesto en las siguientes caracterizaciones:
“… jamás se puso un abrigo, como si denigrara su fortaleza física; llevaba siempre un traje negro o de un azul muy oscuro, con la americana siempre sin abrochar, y un chaleco muy alto, cerrado hasta el cuello de una camisa blanda, de dormir, cuyos puños eran redondos y abrochados con botones, no con gemelos…; los pantalones caían sobre unos zapatos limpios de punta cuadrada. Completaba su atuendo un sombrero flexible, muy blando, negro, redondo, apenas abollado en la copa y de ala estrecha.”
Con las descripciones que hace sobre su fisonomía, sobrarían todos los retratos que se le han hecho:
“… la barba triangular, levantada en su punta, formaba una media luna con su frente abombada y espaciosa… el pelo, cortado con maquinilla, siempre un poco crecido, creaba, con su barba y bigote, un polvillo blanco del que nunca se veían libres el cuello de la americana y la parte superior del chaleco… la nariz, perfecta, cruzada por el caballete de unas gafas sencillas detrás de cuyos cristales vivían aquellos ojos inquisitivos que miraban siempre de frente, un poco de abajo arriba, con una petulancia de observador inexorable y de cazador de errores y defectos. Cuando había detectado el error en nuestra palabra – o lo que él suponía un error – sus ojos miraban obstinadamente a los nuestros y, moviendo la cabeza, poniéndose rojo a poca importancia que la cosa tuviera, decía con una voz inconfundible, chillona y cauta a la vez: ¡No, no, no, no! Al tiempo que también negaba su dedo índice, su barba y las arrugas de su frente y hasta el mismo ambiente se llenaba de aquel ¡no!, como preparando la opinión que lanzaría tras mesarse la barba con tanto desespero como indignación…”
De ser cierto lo que Ruano dice de Unamuno – y no hay por qué dudarlo -, se diría que la independencia y el aislamiento de que hacía gala no eran características propias de su carácter, sino que vendrían impuestas por los que le rodeaban, dado lo inaguantable de su personalidad.
Sobre su independencia nos da cuenta él mismo en una entrevista concedida, a finales de Octubre de 1936, al periodista Kazantzaki, cuando ya había sido destituido por segunda vez como rector y se encontraba recluido en su domicilio por orden de Franco:
“En este momento crítico del dolor de España, sé que tengo que seguir a los soldados. Son los únicos que nos devolverán el orden. Saben lo que significa la disciplina y saben como imponerla. No, no me he convertido en un derechista. No haga usted caso de lo que dice la gente. No he traicionado la causa de la libertad. Pero es que, por ahora, es totalmente esencial que el orden sea restaurado. Pero cualquier día me levantaré -pronto- y me lanzaré a la lucha por la libertad, yo solo. No, no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario.”
De su insoportable forma de proceder se cuenta una anécdota en la que se pone de manifiesto su talante cuando se trataba de irritar, cuando no insultar, al que le pareciera pertinente:
Cuando Gabriela Mistral (pseudónimo de Lucila Godoy) fue designada cónsul de Chile en Génova en 1932, no reparó en emitir una declaración antifacista en contra de Mussolini. El Gobierno del Duce protestó y la poetisa fue trasladada a Madrid. Allí, en una comida, donde se encontraba la flor y nata de la intelectualidad española, la terca Gabriela habló en contra de la dictadura conservadora de Primo de Rivera, palabras que la llevaron a Lisboa. En la despedida, en medio de los brindis, un escritor emitió algunas opiniones acerca de Latinoamérica que ofendieron a Lucila Godoy. Y se produjo un incidente de opereta cuando ese mismo escritor, aún en medio de los brindis, sostuvo que Gabriela siempre había reconocido y alabado a los conquistadores, que se dignaron mezclar su sangre con la de las indígenas. Y agregó: “Lo que sucede es que esta señora no sabe que si los españoles tomaron indias, fue porque allá no había monas”. Indignada, ella trató de responder, pero las risas y aplausos racistas no le permitieron replicar. Entonces interpeló a Miguel de Unamuno, pensando encontrar apoyo en él; argumentándole en favor de indígenas y mestizos. Éste replicó: “¡Que mueran!”.
La finísima intuición que para la entrevista poseía Ruano, unida a una envidiable capacidad para crear una atmósfera de diálogo adecuada, lograban un clima de confianza que le capacitaba para obtener confidencias difícilmente alcanzables de otro modo. Con estos mimbres y el adorno de una estudiada distancia con su interlocutor y actitud de fingida insignificancia, tejía una red en la que quedaba irremisiblemente enredado su entrevistado. Estos ardides los empleó en sus múltiples conversaciones con Unamuno (si es que con Unamuno cabía el diálogo); dice que le veía y oía sin apasionamiento, como un espectador, observando cómo iba abandonando sus recelos, dada su tendencia a hablar de sí mismo, y la seguridad en la incapacidad del prójimo para mirarle con ojos inteligentes por mucho que le observase. De esa forma cree el periodista haber llegado a ciertas conclusiones sobre el sentimiento agónico de su personalidad.
Visitó Ruano a Unamuno varias veces con motivo del trabajo biográfico emprendido, pero guarda un especial recuerdo de la que le efectuó el 24 de mayo de 1930 en su casa de Salamanca:
“Allí, en el 1º dcha. había instalado una de las más extrañas bibliotecas que jamás había visto. Libros, muchos libros, casi todos en rústica, deteriorados, más que alineados, amontonados en unas endebles estanterías de pino rústico sin barnizar.
En la misma habitación, varias mesas y sillas cargadas de libros y unas paredes tristes de alcoba burguesa 1900: grecas con ramitos y desconchones. Más que una biblioteca particular parecía una librería de viejo. Entre los libros, detrás de una extraña estantería emplazada en el medio de la habitación porque no cabe ya pensar recostarla contra la pared, surgió Don Miguel aquel veinticuatro de mayo por la mañana. Había ido yo a Salamanca a enseñarle, por cortesía, las galeradas de mi libro sobre él y hablamos y leímos en tres lugares diferentes: en su casa, en el café Novelty y en el Casino. Él iba leyendo los capítulos del libro, los biográficos y los apéndices, por los que mostró gran interés. Me corrigió alguna fecha y amplió algún dato. Al final me dijo que el libro le parecía bien, aunque no estaba escrito con simpatía. Era verdad. Eso de la simpatía es un sentimiento insobornable cuya razón no encuentra razones ni en nosotros mismos. Yo no tuve nunca simpatía por Don Miguel de Unamuno. Me apartaban de considerarle una criatura amable muchos y no siempre justos detalles: su egotismo, su castidad, su lío religioso y su aldeanismo seco y escamón desde el que captó y pretendió la universalidad.
Me fastidiaban también íntimamente casi todos sus detalles. Tomaba, por ejemplo, una taza de café; pues bien, apartaba un terrón de azúcar, revolvía el resto, lo bebía a pequeños sorbos haciendo ruido… Luego, cuando la taza estaba vacía echaba el terrón reservado y un poco de agua, revolvía aquella porquería y la apuraba de un trago… También resultaba fastidioso su sentido reverencial por el dinero o, por otro nombre, roñosería. Hay mil anécdotas de El café Novelty en tiempos de Unamuno
este vicio, pero en Salamanca tuve ocasión de
apuntar la mil y una. Yo, que había ido allí en un auto alquilado sólo por la atención de no publicar mi libro sin su visto bueno; yo, que era un joven de veintitantos años y forastero, comí solo, porque él no me convidó a comer y aún pagué siempre las pequeñas consumiciones que íbamos haciendo. Únicamente al final, cuando llamé al camarero para pagar por última vez dos cafés, Unamuno pegó grandes voces: ¡No, no, no! ¡De ninguna manera! Paguemos cada uno lo nuestro. El café valía treinta o cuarenta céntimos.”
Yo no conocí a Unamuno y lógicamente me quedo con su obra, la que puedo meditar o incluso criticar, pero que de ningún modo me deja indiferente. En todo caso algunas de sus anécdotas me alegran el corazón – confieso que la “porquería” del café la suelo hacer con relativa frecuencia y me encanta – y tengo envidia de la bravura, el inconformismo y la indiferencia que mantuvo frente al mundo, más allá de su pesimismo y agónicas dudas. De su indomable carácter da fe el discurso que pronuncia en el Teatro Arriaga en 1901 y que todavía colea en determinados círculos nacionalistas:
“Recomendaría a los buenos escritores en euskara que pasen a escribir en castellano. Creo que es el mejor consejo que les puedo dar. Esto es, creo que tendrán una respuesta más gratificante, más posibilidades de desarrollo en una lengua mucho más rica, flexible, literaria (...) Pero bueno, que quieren escribir en euskara? Hay tantos malos escritores en euskara que es mejor hacerlo en español.”
Éste y otros comentarios acerca del idioma vasco, que consideraba próximo a desaparecer por cuanto el bilingüismo podía ser factible en individuos pero nunca en pueblos, le llevó a polemizar con Sabino Arana, que consideraba a Unamuno vasco pero “españolista”.
INFLUENCIAS EN UNAMUNO
Poco aguantaba Unamuno, pero quizá lo que más odiaba era la vulgaridad. He aquí lo que escribe:
“Una vez más hago mías estas palabras de Kierkegaard. Yo no sé lo que me hubiese pasado de haber vivido en otro tiempo y en otro país, o en este mismo país en tiempos que fueron, o de vivir hoy en otra parte, pero lo que sé es que nada me angustia hoy y aquí tanto como el espectáculo de la vulgaridad triunfante e insolente.
Siempre ha habido vulgo, no cabe duda; pero se me antoja que el vulgo de otros tiempos era más respetuoso que el de estos en que vivimos, que sabía respetar a los que sabían más que él. ¡Pero este vulgo que tengo que padecer! ¡Este vulgo al que la prensa le ha hecho creer que está informado y enterado de todo! ¡Este vulgo mimado, adulado a diario!” (Soliloquios y conversaciones)
He querido empezar por esta cita por dos motivos: primero porque todo el mundo parece estar de acuerdo en que fue Kierkegaard uno de los filósofos que más influyó en el pensamiento de Unamuno, con el que entró en contacto en 1901, y en segundo lugar porque se trata de un reflexión universal, pues resulta aplicable a cualquier sociedad y en cualquier época.
Aunque en principio trató de articular su pensamiento en base a la dialéctica de Hegel, pronto la abandonó intentando buscar salidas a sus crisis religiosas centrándose en las ideas de Kierkegaard y James.
La filosofía no es para Kierkegaard una pura actividad intelectual. El comienzo de la filosofía no es la desesperación. En la angustia ante la nada, en la desesperación por el sufrimiento, el deterioro y la muerte, el hombre adquiere nuevas fuerzas para filosofar. Él mismo se califica, como un pensador religioso, pero con un alto contenido filosófico, ¿acaso la religión no es una de las maneras que tiene el hombre de responder a los problemas filosóficos?
Si el hombre considerase el progreso espiritual como esencia de su propia vida, debería pasar por tres etapas, que Kierkegaard define como: el estadio estético, representado por la figura de Don Juan, el seductor que persigue una vida hedonista y sensual y no puede reconocer a los demás sino como objetos, y en esa misma medida no puede transformarse en sujeto; el estadio ético, en el que la nueva relación con los demás la simboliza el matrimonio y el trabajo, y el estado de compromisos éticos y de cumplimientos que supone; y finalmente el estadio religioso, el cual aparece con la vida ética, si bien tiene la posibilidad de un mayor conocimiento de sí mismo en un plano superior. En éste, la vida está ejemplificada por el sacrificio de su hijo por Abraham, o de Job sometido por Dios a distintas calamidades; ambos personajes no entienden, pero creen. De la misma manera el hombre creyente se entrega al absurdo, y da así un salto hacia la superación de su estadio anterior.
Unamuno y Sören Kierkegaard, del que fue traductor, eran, en cierto modo, muy parecidos. Ambos fueron, más que filósofos, literatos, compartiendo una preocupación angustiada por la existencia y el destino humano, si bien el problema religioso fuese más acuciante en el segundo. Se opuso drásticamente a la filosofía hegeliana, combatiendo la absorción del individuo por la colectividad, reivindicando el valor de la persona y el poder de la libertad. Al igual que Unamuno, deseaba llegar a Dios por la vía de la fe (para Unamuno, ya lo sabemos, se trataría del sentimiento), y así como el primero desestima la razón, Don Miguel la tiene en consideración, lo que no impide que ambos se sientan angustiados por la soledad frente a Dios… De esta forma la fe le da la posibilidad de abandonarse a una solución que justifique la existencia, que, naturalmente, no será la razón. Kierkegaard centra su obra Temor y Temblor (1843) en la figura bíblica de Abraham, el personaje heroico que se dispone a demostrar su fe sacrificando a su primogénito. O lo que es lo mismo, abandona el pensamiento racional, y, acercándose a la locura, abraza su fe sin fisuras.
Y es en ese binomio “razón–locura” donde se funden ambos autores. El creyente cree porque desea creer y punto. La razón le sobra porque es un estorbo. En San Manuel Bueno, mártir, Unamuno reivindica el derecho individual, o colectivo, a tener fe, a que cada uno se engañe como pueda para poder vivir. Cuando el indiano regresa a la aldea, triunfador, con la cabeza repleta de ideales liberales y anticlericalismo a ultranza, seguro de sí mismo, y se encuentra con Don Manuel, éste le suplica que finja creer, pues de otra forma sería un trauma insuperable para sus fieles:
“Ya sé de algunos caudillos - le dice- que llaman a la revolución social, que consideran a la religión el opio del pueblo. Opio… opio. ¡Démosle opio al pueblo y que duerma y que sueñe!… Yo mismo, con esta mi loca actividad, me estoy administrando opio. Y no logro ni dormir ni soñar”
El ser humano nunca sabe muy bien lo que quiere, nada en un mar de indeterminaciones:
“Y hasta cuando uno ha encontrado o ha creído encontrar aquel oficio que mejor le cuadra, aquel para el que tiene vocación, ¡qué terrible combate el de librarse de la deformación profesional, el de evitar que el profesional estropee al hombre! Yo, de mí, sé decir que unas de las más empeñadas refriegas de mi vida interior es la de lograr cumplir lo mejor posible mi función. Y no por ganapanería, sino por enseñar con espíritu todo aquello cuya enseñanza me está encomendada, y luego no dejar que los hábitos de ese oficio me deformen el alma, defender al hombre del catedrático. ¡Y no es chica faena!” (Inquietudes y meditaciones)
Kierkegaard no creía en el poder de la razón para acercarse a Dios, y por eso lo intentaba por el camino de la angustia. Pero más allá de la angustia y el deseo, más allá incluso de la razón, existe un abismo imposible de salvar y ese salto no lo pudieron dar ni él, ni Unamuno, ni nadie. Por eso dice que tras ese abismo, esa desesperación, se abre la esperanza como una posibilidad de salvación, ya que “con Dios todas las cosas son posibles.” Para Kierkegaard Dios es “posibilidad”; para Unamuno “necesidad”.
Pero Unamuno, al igual que acepta pensamientos que considera propios, se opone a otros que le repugnan. Uno de ellos es la doctrina nietzscheana del Eterno Retorno, por la cual todos los acontecimientos de la historia colectiva, como de la individual – la intrahistoria - se repiten inexorablemente sin posibilidad de detener tal acción. Para Nietzsche, el tiempo es circular, en la historia nunca pasa nada. No hay cambios; el ser humano es siempre el mismo; no hay futuro, ni pasado, ni presente, todo se confunde, todo es monotonía; no existe la ilusión y entonces el hastío ocupa su lugar. El hombre comienza en la nada y finaliza en ella. Y, claro, Unamuno se rebela, porque en el fondo es lo que produce el sentimiento trágico de la vida:
“¿Lo que cuente el periódico de mañana? Lo mismo que contó el de ayer. Y esto sí que es una pequeña vuelta o revuelta eterna, espejo de la trágica "vuelta eterna" que torturó al pobre Nietzsche – y que era un pensamiento helénico-, como el sueño es espejo de la muerte. Pequeña vuelta o revuelta eterna que es lo que llaman algunos revolución permanente. ¿Revolución? Motín y no más, con que se entretiene y se mantiene la estupidez comunal, a la que miman los que debieran corregirla”. (Inquietudes y meditaciones)
Este “eterno retorno” lo convierte Unamuno en un “eterno más allá”, en el que la idea de Superhombre queda superada por la de la trascendencia, por la aspiración a llegar a ser seres superiores a lo que somos.
Aunque cuando Unamuno se refiere al “hermano Kierkegaard”, lo hace como un eco que amplifica su pensamiento, no se puede inferir un mimetismo entre ambos personajes, pues para Unamuno el gran enemigo de la fe es el Dogma de la Razón, mientras que para Kierkegaard lo es el Pecado. Mientras éste da el salto desde la desesperación a la fe, Unamuno no lo consigue, hundiéndose en el abismo de la contradicción.
“Se podrá decir, y con justicia, que mucho de lo que expongo es repetición de ideas cien veces expuestas antes y otras tantas refutadas, pero cuando una idea vuelve a repetirse es que, en rigor, no fue de veras refutada… y el que pueda volver la misma eterna queja saliendo de otra boca, sólo quiere decir que el dolor persiste... Lo callan los más de los que lo sienten, pero yo creo que es menester decir una y otra vez lo que no debe decirse. Alguien acaso añada que no sé lo que me digo, y yo le responderé que quizá tenga razón - ¡y tener razón es tan poco! – pero que siento lo que digo y sé lo que siento, y me basta. Y que es mejor que le falte a uno razón que no que le sobre.”
Así como manifiesta un sentimiento de fraternidad cuando menciona a Kierkegaard, muestra profundo desdén y hasta agresividad al referirse al jesuítico Descartes, del que le irrita su racionalismo e insinceridad, pues le parece que su duda no es tal, sino cosa de artificio. Por el contrario en Rousseau y Pascal descubre calor humano. Los Pensamientos de Pascal estuvieron muy presentes en la obra de Unamuno, sobre todo en su San Manuel y en La agonía del cristianismo, la lucha, el sufrimiento y la agonía del hombre de “carne y hueso” contra el Dios de los “filósofos”.
EL PENSAMIENTO DE UNAMUNO
He llamado a este apartado “Pensamiento” cuando más propiamente debería haberlo titulado “Sentimiento”, por cuanto todo a través de Unamuno se traduce en “sentirse” eternamente vivo. Ese “querer” ser inmortal se enfrenta constantemente con el Pepito Grillo que todos llevamos dentro y que nos arrastra al cenagoso terreno de la existencia recordándonos que somos barro. Contra eso se rebela Unamuno y trata de sacudirse ese pensamiento que par él no es – o no quiere que sea – certeza. Metamorfosea entonces el verbo “creer” por “crear” y con esa ilusión elabora su trayectoria vital. Si “creo” (de crear) algo, lo estoy dotando de entidad y, una vez creado puedo hacer con él lo que quiera, incluso darle la inmortalidad. Dios, si existe, no puede ser tan torpe ni injusto con sus criaturas, así que una de dos: o ese ser supremo no existe, con lo que para muchos nada tendría sentido pues seríamos la creación de un azar y a él estaríamos expuestos, o le doy vida, lo creo “a mi imagen y semejanza”, porque lo necesito para dar sentido a mi teoría. Don Quijote, el alter ego de Don Miguel, se hace inmortal a base de soñar, pues esa es la verdadera esencia del sueño, o lo hemos hecho nosotros al hacerlo vivir en nuestros corazones hasta fundirlo con nuestra personalidad. Pero Don Quijote murió. Es verdad que lo hizo cuando se volvió cuerdo, cuando dejó de soñar, como lo hizo Augusto Pérez, y el mismo Don Miguel, aunque en estos momentos yo lo esté resucitando, cuestión que a él no le vale… ni a mí tampoco. Pero así es.
“Agranda la puerta padre,
porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad.
Vuélveme a la edad bendita
En que vivir es soñar”.
Se puede racionalizar la vida, pero no la muerte, si no la aceptamos es porque nuestro instinto animal de supervivencia nos lo impide. Unamuno se decanta por el pensamiento existencialista de Kierkegaard; lo habría podido hacer por Camus o Sartre - con el que coincidiría al oponer el “pesimismo de la inteligencia” (la razón) al “optimismo de la voluntad” (el sentimiento) - , pero posiblemente se hubiese suicidado; o por Voltaire, con lo que hubiese abandonado un poco su agonía; o por Quevedo, con lo que nos habría hecho la vida más amena sin variar un ápice la profundidad de su pensamiento. Pero no, Unamuno sufría porque su temperamento lo llevaba por esos derroteros. Ignoro si le incomodaba la dualidad teológica de Cristo–Jesús. Éste, Jesús, muere en la cruz para que Cristo resucite, pero Jesús muere. Eso es incontrovertible; nunca se habla de Jesús resucitado, sino de Cristo. ¿Buscaba eso Don Miguel? No, él quería resucitar y sentir y ver y que le vieran y discutir, ¡cómo no! Estar y sentirse vivo. Por eso trataba de reconducir a Dios o renovarlo o si fuera preciso “re-crearlo”. Para Cioran vivir significa “creer y esperar, mentir y mentirse”. Sólo le faltaba añadir “agonizar y sufrir” para convertirse en un San Manuel Bueno. Si no hubiese nacido cuando Unamuno frisaba la cincuentena, se diría que era una reencarnación suya. ¿Por qué ese empeño en sufrir que detentan personas de una lucidez fuera de lo común? ¿Por qué vivir no ha de ser simplemente “vivir”, sin que se le atribuya significado peyorativo alguno?
Unamuno mantiene que el deseo de supervivencia exige una vida eterna:
“yo digo que la necesito; digo que lo que me pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad y que sin ella me es todo igual. Es muy cómodo decir que hay que contentarse con la vida, ¿y los que no nos contentamos con ella?”
Pues lo siento, Don Miguel, pero nadie va a dar respuesta a esa pregunta.
Siempre que se habla de Unamuno aletea en el aire una pregunta: ¿Era creyente? Y la respuesta cobra trascendencia simplemente porque se trata del eterno angustiado. Naturalmente todos opinan, unos que sí, otros que no, e incluso hay quienes afirman en forma enigmática, sí pero no. Ya estamos enredados. La importancia de la creencia del “otro” cobra mayor importancia que la propia. Nos erigimos en jueces cuando no somos sino reos de nuestra inseguridad. Dado el carácter egotista, distante, insultantemente superior de Unamuno, he de suponer que estaría satisfecho de la confusión originada por mor de su voluntad. En ocasiones pienso que era un “trilero”, que su angustia no era sino una pose que adoptaba con el fin de acongojar a los que, “limpios de corazón”, se acercaban a sus tesis; que su planteamiento de inmortalidad se limitaba a sentirse recordado (aunque demonizase tal sucedáneo), más aún, idolatrado por las generaciones venideras. ¿Acaso no es ésa una forma divina de vivir en los demás?
Que Unamuno fue religioso parece fuera de toda duda, pero ¿creyente? La respuesta se ha fundido con la espesa niebla que él mismo creó. Dado el egocentrismo de su personalidad, es lícito preguntarse si se sirvió de la religión para tejer su pensamiento como una inmensa y viscosa tela de araña en la que nos enredó a todos. El repetitivo “quiero creer”, “quiero que Dios exista”, es una forma de mostrar el “unamunocentrismo”: ¡Yo, yo, yo…! todo gira en torno a su yo, a su vida, a su muerte, a su ansia de inmortalidad. Pero tuvo éxito. Logró que girásemos como planetoides a su alrededor. Unos terminarán siendo absorbidos por su inmensa fuerza gravitatoria; otros, para evadirse de la eterna congoja, esperan impacientes a que algún fenómeno incremente la fuerza centrípeta. Ahí estamos.
Pero volvamos a la realidad de Unamuno. Es esa lucha constante entre sentimiento y razón, que no tiene fin, la que no le permite vivir, pues vivir en la agonía es una muerte. Y como la razón, desde la que paradójicamente elaboró su lógica, no le sirve para aclarar el fin último, se expresa por medio de un sentimiento que incita a la piedad. Es lo que tiene Unamuno, que nos mantiene siempre en vilo y por ello, cuando se lee cualquiera de sus libros resulta necesario hacer pausas para serenarse, mirar hacia otro lado buscando el deleite de la quietud de un atardecer.
A medida que leo para después escribir y cuando lo hago, me siento perdido y contradictorio. Y ya no sé si mi rechazo a ciertos planteamientos es producto de mi propio pensamiento o una huida hacia delante para evitar verme atrapado en esa viscosa malla a la espera de ser devorado por el monstruo de su sentimiento trágico. Entonces cambio de perspectiva y me sumerjo en ciertos pasajes de su biografía en los que parece aparcar su obsesión, mostrándose como el hombre seguro de sí mismo, indomable, arisco… y me relajo.
Unamuno se refugia en la novela, supongo, para no caer definitivamente en la locura. Porque par él, novelar es crear. En Cómo se hace una novela nos dice cómo el hombre de dentro – lo que él llama intra-hombre – “ha de hacerse contemplador del personaje a quien va, a la vez que leyendo, creando. Y así, ese hombre, al hacerse lector se hace autor, o sea actor. Cuando lee una novela se hace novelista; cuando historia, historiador…” De ahí la sinonimia “creer – crear”: si creo a mis personajes también me voy creando a mí mismo, o modelando, y en consecuencia también mi trascendencia. Y ello le lleva a radicalizar su desconfianza en la razón, pues la considera incapaz de penetrar el sentido de la vida y, por tanto, el de la muerte, mucho menos el de la inmortalidad. En El sentimiento trágico de la vida viene a decir que no se puede probar racionalmente la inmortalidad del alma y que en pura lógica resulta más probable la mortalidad. Ese tipo de contradicciones es lo que le deja a uno perplejo. ¿Qué pretende entonces? ¿Angustiarse? ¿Vivir en la duda a sabiendas de que no la va a resolver? A fuer de que se me acuse de herejía intelectual, he llegado a pensar en un cierto desequilibrio psíquico… y, lo que es peor, si continuo por este camino, terminaré de igual modo.
A veces la filosofía, que siempre busca las respuestas últimas, se queda en el simple planteamiento: “No nos es posible concebirnos como no existentes y, empeñarse en comprenderlo, causa congojosísimo vértigo”. A este pensamiento de Unamuno nada hay que oponer, pero de ello no se puede inferir que necesariamente ha de haber algo, como busca por activa y por pasiva Don Miguel, pues de otra forma repugnaría a la razón, a esa razón de la que él desconfía por no ser acorde a su sentimiento. Como no todo tiene respuesta objetiva, cada uno se busca la suya, que no suele ser extrapolable.
Afirma también Unamuno que “lo que no es eterno tampoco es real” y esta aseveración, que he de reconocer que no entiendo, me llevaría a pensar que nada es real, enredándome con un interlocutor, que no sea yo mismo, en discusiones metafísicas más propias del escolasticismo. Y en otro lugar se pregunta: “si del todo morimos, ¿para qué todo? ¿para qué?” Como al deseo de inmortalidad se opone la razón, Unamuno busca una hipotenusa que cierre el plano, la esperanza, con lo que confía pueda soslayar la agonía en la que está inmerso. Y sigue obstinadamente: “…no quiero morirme, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento ser ahora y aquí y por eso me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”. Y no quiere sustitutos tántricos, ni recordatorios baldíos, ni perdurar genéticamente en sus descendientes, pues nada de ello le puede satisfacer. Y por ello busca la resurrección, la de la fe cristiana, la de la vida perdurable, no la inmortalidad al modo platónico en el que sólo pervive el alma y no el hombre. Él quiere su alma y su cuerpo, su carácter, su personalidad, todo lo que fue y puede seguir siendo in aeternum.
Pero Unamuno, salvo en la niñez, probablemente nunca creyó, porque no alcanzó la fe que buscaba, esa fe que presenta un Dios por encima de nosotros, un Dios objetivo que nos eterniza. Porque anhelar no es creer ni, en el léxico de Unamuno, crear. Y por eso se pregunta – y él mismo se responde – “¿Existe Dios? Esa persona eterna y eternizadora... ¿es algo sustancial, fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble, y vale más que así sea.” Y ése “así sea” final resulta todavía más inquietante que la pregunta. “Hay que dar al mundo la finalidad que no tiene”, decía en un discurso, poco antes de morir. Él no se la dio y, en el sentido que se lo planteaba, dudo que nadie pueda hacerlo.
Todo el pensamiento de Unamuno gira con insistencia de orate alrededor de una pregunta:
¿PARA QUÉ?
¿Para qué filosofa el hombre? ¿Para la educación de su espíritu? ¿Para saber por saber?... ¡¡¡No, no, no!!! Y nuevamente retumba en nuestros oídos la negación, al tiempo que somos capaces de visualizar sus gesticulaciones. Todo conocimiento – nos dice - tiene una finalidad. Se aprende algo para un fin práctico inmediato o para completar conocimientos. Y en el caso concreto de la filosofía para conocer nuestro destino, nuestra actitud ante la vida y el Universo. Para conciliar las necesidades intelectuales con las del sentimiento. Es ahí donde fracasa toda la filosofía, porque ésta es producto humano, del hombre de “carne y hueso” que se dirige a otros hombres de carne y hueso y por ello ha de filosofar con el sentimiento, con la carne y los huesos, con el alma, jamás con la razón…
Bueno, de vez en cuando es necesario apartarse de ese torrente que es el pensamiento de Unamuno para que no nos arrastre su turbulenta corriente y termine por ahogarnos o despedazarnos. Pero hay que seguir si pretendo finalizar el trabajo.
Para Unamuno, como para Spinoza, el anhelo de no morirnos nunca es la esencia del ser humano, pero el judío portugués no llegó a creer nunca en su propia inmortalidad y se consoló en una filosofía que le sirvió para su falta de fe. ¿Y a Unamuno¿ ¿No le habrá pasado algo similar?
Bajo las preguntas ¿de dónde vengo y adónde voy yo y todo lo que me rodea? ¿Qué significa todo esto? Subyace el deseo de conocer un por qué, no un para qué, la causa antes que la finalidad. Pero en el fondo de la primera pregunta está el germen de la segunda: queremos saber de dónde venimos para saber adónde vamos:
“¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene todo lo que me rodea y adónde va? ¿Qué significado tiene? Porque no quiero morirme del todo y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí? Y si muero, ya nada tiene sentido. Y hay tres soluciones: a) o sé que muero del todo y entonces la desesperación irremediable; b) sé que no muero del todo, y entonces la resignación; c) no puedo saber ni una cosa ni otra y entonces la resignación en la desesperación o ésta en aquélla; una resignación desesperada o una desesperación resignada, y la lucha.”
Como a Don Miguel, “fáltame el aire que respirar”. Y aquí lo dejo.
LA OBRA
Para una persona que, como yo, lee los periódicos empezando por el final, no resultará extraño que manifieste una cierta prevención por los prólogos de los libros. Y es que creo que la lectura previa de éstos, así como de ciertas críticas y no pocas exégesis, mediatizan la propia interpretación. Así pues, tomé la costumbre de considerarlos epílogos y de tal forma, leídos al final del ejercicio, podía comparar mi conclusión con la del prologuista. Y confieso que me ha servido de gran ayuda, por cuanto me he visto obligado a releer capítulos enteros cuando no la obra al completo para sacarle el jugo que, en una primera lectura, no fui capaz. Por el contrario, cuando los leía previamente, a medida que me dejaba llevar por el argumento, se me olvidaban todas las enseñanzas que presuntamente me habrían servido en mi recorrido por la trama.
Algo similar me ocurre con las exégesis - que la mayor de las veces se traducen en análisis psicológicos, tanto del autor como de sus personajes -, pues tratar de explicar lo que un autor dijo, quiso, o intentó decir y no dijo, deja a éste en una situación un tanto desairada. Claro que cuando estos tipos de escrito se hacen, ya no vive el aludido para poner en su lugar al atrevido intérprete. Supongo que un escritor tiene muy claro qué escribe, por qué lo hace y qué pretende con su escrito. Si se le entiende o no, es cuestión de altura intelectual que cada cual debe superar con esfuerzo y tesón. De cada una de las obras de Unamuno, por ceñirnos al personaje que nos atañe, se han escrito cientos, interpretándola, exprimiéndola, explicándola, retorciéndola… Si Don Miguel, dado su carácter, pudiese leerlas, ¡qué no diría! Quizá volviésemos a oír el estentóreo ¡No, no, no…!
Los escritores, los grandes, no precisan de narratologías ni estructuras ni simbologías para poner por escrito lo que su imaginación les dicta. Simplemente lo hacen y a los demás nos toca disfrutar. El que hoy no pululen tipos como aquéllos, probablemente se deba al individualismo de la sociedad actual en la que las tertulias han desaparecido y la observación brilla por su ausencia y sin tales mimbres difícilmente se puede dar rienda suelta a la imaginación. Diseccionar lo que otros han escrito, buscando aquello que el narrador nos ha escatimado, o creemos que lo ha hecho, recuerda al agnóstico cirujano que por más que hurgaba en los cerebros humanos no encontraba el alma que buscaba. Ésta, si la hay, se encuentra en el interior de cada uno de nosotros y no en el análisis exhaustivo. Una cosa es lo que sabemos (la epistemología) y otra lo que es (la ontología). Unamuno escribió probablemente como un ejercicio de catarsis, y lo que sabemos es precisamente eso, lo que escribió. Lo que es, o represente dicha obra, lo dice en ella el autor, de una forma clara o difusa, a fin de que cada cual saque su propia conclusión.
Si, al principio de este trabajo, he traído a colación un pequeño anecdotario sobre Unamuno ha sido con la intención de equilibrar la sensación angustiosa que nos producen sus lecturas, esa ansia que tenía por endosarnos sus propias crisis. Tuvo depresiones, es cierto, pero era también un hombre vitalista, recio, aunque haya decidido no plasmarlo en sus escritos. Verdaderamente no es autor para “leerlo en el ascensor” como el célebre relato de Jardiel Poncela. Es preciso hacerlo en soledad y con el espíritu presto, o sea, angustiado, como se hacía con los poemas de Bécquer cuando se sufría mal de amores. Puro masoquismo. Es entonces cuando se le sacan chispas, “lo que éste dice es lo que me ocurre a mí”, porque sentimos y vivimos su propia congoja. Es lo que tiene Unamuno, que si nos acercamos a él de un modo alegre y optimista, acabamos en la mayor de las depresiones. Unamuno escribe magistralmente, pero no es Galdós o Valle, a los que rechaza, incluso desprecia, algo por otra parte muy unamuniano; a Pereda, por ejemplo, lo trata de insoportable, “con un lenguaje falso y estúpido”, vamos, que era un genio en el arte de hacer amigos. A él, la novela costumbrista le trae sin cuidado, pues la verosimilitud narrativa no es sino ramplonería. Por el contrario, sus novelas – nivolas – suceden en el mundo interior, en el sentir de sus personajes, expresando lo que ocurre en el interior de sus conciencias, allí donde se manifiestan los conflictos del alma. El mundo exterior desaparece, salvo excepciones aclaratorias de algún concepto, como ocurre con la descripción exhaustiva de su despacho en su entrevista con Augusto en Niebla, no hay paisajes, las personas carecen de fisonomía… Unamuno va en pos de la escatología hasta que se le desvanece como el rayo de luna en una densa niebla: ¿qué es la realidad? ¿existe o es una creación del cerebro? Porque si así fuese, se podría confundir con la imaginación y entonces, al igual que Don Quijote, ya no distinguiríamos entre ficción novelesca y “ficción real”. Como a su Dios biónico, que no es una idea, sino una vivencia, una necesidad inexplicable, tampoco a Unamuno se le puede explicar. Hay que leerlo y que cada cual saque sus propias conclusiones, pues así como la idea de Dios mata a Dios, también la explicación sobre Unamuno mata a Unamuno. Si lo que perseguía era angustiarnos, que tuviésemos y sintiésemos su misma experiencia para que nos convirtiésemos en seres humanos de verdad, hágalo quien esté dispuesto. Es el mejor homenaje que se le puede hacer. Como dice en el prólogo de Vida de Don Quijote…, “hay que echar vinagre y sal en la modorra de las conciencias” para que despertemos, aunque ese despertar suponga hundirnos en el abismo del sentido de la vida y la muerte, puesto que “ser” humano es “ser” angustiado; pero en ese caso, ¿no merecerá la pena vivir soñando? Y si el despertar es el morir y el morir es la nada… No, Don Miguel. Sus novelas me hacen pensar, quizá demasiado, pero me niego a vivir sus crisis y sus angustias. La vida tiene sentido en sí misma, creo. Y lo creo en ambos sentidos, de creer y crear. Al fin y al cabo, ¿no fue Vd el que dijo? “si mi prójimo pensase como yo, ¿para qué lo quiero? Para yo, me sobro yo.”
La filosofía no le sirve para plasmar su pensamiento y por ello elige la novela, “su” novela o nivola, en la que da rienda suelta a su preocupación; “la vida se hace, consiste en tomar decisiones”, pero de esta expresión heidegeriana surgen de inmediato las preguntas: ¿cómo nos hacemos? ¿cómo somos?... con las que emula a Nietzsche y Shopenhauer, “creador y creación”, “soñar a Dios para que Dios nos sueñe”. Unamuno establece en sus novelas cuatro estadios y va pasando a través de todos ellos, si bien el cuarto se pierda en una nebulosa, en una inquietante interrogación. Julián Marías las define como ficción, realidad, conciencia y ¿…? (un paso que Unamuno no da). En Niebla, Augusto es un personaje de ficción que, a medida que transcurre la obra, va adquiriendo consistencia real y así lo demuestra presentándose ante Unamuno, que lo recibe en su propio despacho. Solamente le queda darse cuenta de la realidad que ha alcanzado para adquirir conciencia de sí mismo, para alcanzar la plenitud. Y se podría uno detener ahí, pero ¿quién soporta la conciencia? Porque si ésta da la existencia, entonces ¿quién da la conciencia? Si se piensa en “algo”, ya se está creando, pues se está sacando de la nada, pero – y siempre un nuevo pero, un paso más allá, una pregunta sin respuesta - ¿quién da conciencia al cosmos, a todas las conciencias?... Unamuno siente una debilidad por Spinoza en el tema de la creación, ¿tiene realidad lo creado?
La obra de Unamuno está sembrada de paradojas, pero, como él mismo dice, no lo hace con el afán de que se le considere ingenioso, como muchos pensaban, sino que las perogrulladas del sentido común le incitaban como el capote del torero al toro: “si se me achaca afición a las paradojas, éstas lo son de Pero Grullo, de quien me consta de buena tinta que se dedicaba a ellas.” Si esta afición le venía dada por vía de Kierkegaard, que decía que un pensador sin paradojas era como un amante sin pasión, es algo que desconozco, pero que en cierto modo desvela la identificación entre ambos personajes. La definición más generalizada de paradoja es la de una proposición en apariencia contradictoria, y esa equivalencia entre paradoja y contradicción probablemente sea debida a planteamientos a los que no estamos acostumbrados y que nos cogen por sorpresa. Se podría decir que es la antípoda de nuestro pensamiento y eso, más que sorprender, molesta, pues generalmente sólo respondemos a nuestra verdad, aquella que deriva de la educación y cultura recibidas. Tomo prestado del libro de Amando Lázaro sobre Unamuno la explicación que, cosa extraña, éste nos ofrece sobre una paradoja, entresacada a su vez del libro Ensayos ( Ed. Aguilar):
“¿Quién es más humano – se pregunta Unamuno -: el inquisidor o el comerciante proveedor nuestro? De primera intención protesto contra el inquisidor, y a él prefiero al comerciante que viene a ofrecerme sus mercancías; pero si, recogido en mí mismo lo pienso mejor, veré que aquél, el inquisidor, cuando es de buena intención, me trata como a un hombre, como a un fin en sí, pues si me molesta es por el caritativo deseo de salvar mi alma, mientras que el otro no me considera sino como a un cliente, como a un medio, y su indulgencia y tolerancia no es, en el fondo, sino la más absoluta indiferencia respecto a mi destino. Hay mucha más humanidad en el inquisidor.”
La novela, en general, suele tener cierto carácter lúdico, un algo de evasión, por eso creo que acertó Unamuno al llamar a la suya nivola, dada su difícil catalogación. La literatura que nos ofrece es de naturaleza intimista, y por medio de ella expresa unos sentimientos que a veces nos los presenta en forma poética y otras filosófica, pero siempre aliñada con grandes dosis de religiosidad.
Su obra es bastante dispersa en cuanto a su vivencia y, así, mientras en Mi religión y otros ensayos breves o Del sentimiento trágico… refieren a una angustia personal y una forma de entender al hombre, en En torno al casticismo, defiende su concepto de intra-historia frente al concepto oficial, demonizando la “europeización” de España que muchos intentaban para despertarla de su sopor. Esta tesis la reafirma en Vida de Don Quijote y Sancho, donde propone sin género de dudas “españolizar” Europa, a la vez que denuncia la falta de “Quijotes”, si bien aprovecha para simbolizar la relación entre ambos personajes con la unidad existencial de intelecto y locura, razón y sentimiento.
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En El sentimiento trágico de la vida nos habla del hombre de carne y hueso:
“el que nace, sufre y muere -sobre todo muere-, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano”.Y continúa “Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el zoon politikon de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra; que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre. El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pisamos sobre la tierra. Este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos”.
Dice Unamuno que el que sólo filosofa con la razón, no filosofa. Se filosofa con la razón, con el sentimiento, con la pasión, con el estómago, con el corazón, con la vida. El que filosofa es el hombre, y como tal lo hace desde su unidad y desde su ser concreto. La filosofía es un modo de comprender el mundo que brota de nuestro sentimiento con respecto a la vida misma. Así lo vieron también otros filósofos-literatos, o literatos-filósofos, como Dostoiewski y Kierkegaard, plantados ante las grandes preguntas de la humanidad: ¿quiénes somos, qué necesitamos, por qué vivimos, hacia dónde vamos?
Para Unamuno la muerte es la negación de su supuesto filosófico, o sea, de la existencia. Por otra parte la muerte es inherente a la vida, no es algo distinto de ella, sino que vivir es haber de morir, y este morir caracteriza y define la vida, le proporciona su íntimo y verdadero sentido. Si la inmortalidad está garantizada, el problema queda resuelto. Y en el caso de ser cierta esta inmortalidad, ¿cómo es?, ¿se da ya en la vida misma?
“Tiemblo –dice – ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia. Si acaso esto merece el nombre de materialismo y si a Dios me agarro con mis potencias y mis sentidos todos, es para que él me lleve en sus brazos allende la muerte, mirándome con su cielo a los ojos, cuando se me vayan estos a apagar para siempre. El hombre sólo podría ver claro el problema si pudiera salir de sí mismo, contemplarse desde otro ser, pero podemos objetivar muchas cosas, menos nuestra alma. ¿Hasta qué punto somos entes de ficción?” Y más adelante, “nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Del sentimiento trágico… es volver los ojos a un problema demasiado tiempo olvidado, es un planteamiento, un análisis de conciencia que, a pesar de sus errores, es el punto de partida para cualquier actitud y solución positiva.”
No se puede decir que Unamuno presente en sus novelas el aspecto biográfico de su personalidad, aunque a veces se le pueda identificar sin demasiadas dificultades, sino que deja traslucir su interioridad: Niebla, San Manuel Bueno, mártir, o Tres novelas ejemplares y un prólogo, son buenos ejemplos de ello.
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En Niebla, su protagonista, Augusto Pérez, dialoga con el autor, insistiendo en que, como ente de ficción, es tan auténtico como el autor de carne y hueso, explicándole que no quiere morirse, que no admite la disolución de su personalidad.: “¡Quiero vivir, quiero ser yo!”
Aquí, Unamuno se convierte en ficción, presentándose como autor real dentro de la obra, como un personaje más que interpreta su propio papel, y para que no haya dudas describe con prolijidad su despacho, en el que mantiene una entrevista con Augusto Pérez. Su intención de confundir ficción y realidad es tal, que uno se siente confuso con su lectura, preguntándose aún después de finalizar el libro, qué hay de cierto y qué de novelesco (de nivolesco) en él. La crisis, el vacío espiritual del autor, se hace evidente.
En esta novela todo es niebla. La palabra aparece multitud de veces, como si quisiera que el término lo convirtiésemos en concepto. Ya desde el principio se nos introduce en una atmósfera densa, opaca; los personajes se mueven en la irrealidad, si bien poco a poco, como si tratasen de salir de esa niebla que les difumina, van tomando conciencia de su situación, luchando por dar sentido a su existencia, tratando de convertirse en entidades vivas, reales, intentando construir su propio ser. Unamuno mueve a sus personajes entre la ficción y la realidad, incluyéndose también en la trama, como personaje que es, puesto que si Augusto es una creación del autor y dejará de serlo cuando él lo decida, así también Unamuno se convertirá en ficción cuando Dios le deje de soñar. Y también los lectores todos, que toman parte activa en la novela aunque sea de forma inconsciente: “…y morirán todos los lectores…”
Como leemos con los ojos del sentimiento, la novela nos deja angustiados, pero afortunadamente acude presta la razón para rescatarnos del anonadamiento: pues claro que vamos a morir todos, ¡faltaría más! La eternidad no tiene sentido, nuestros problemas también se harían eternos, y la angustia, pues ambos se encuentran en lo más profundo de la naturaleza humana.
Unamuno adopta la posición de demiurgo. Da y dispone de las vidas de los personajes que crea. Y se siente a gusto. El clímax llega al final de la novela cuando en una parodia de juicio final, el creado pide cuentas al creador y en un pasaje de dureza inaudita, Unamuno-Dios hace ver a Augusto su realidad como ente de ficción, pues es producto de su fantasía. Se produce entonces una bipolarización del personaje en la réplica de Augusto, que ansía vivir, que quiere sentirse vivo, estableciéndose entre ambos un diálogo verdaderamente angustioso sobre las realidades del creador y del ser creado, del sueño y el soñador, ¿cuál es la realidad, la del sueño o la del que sueña el sueño?. Y enseguida la amenaza de Augusto, fruto de la desesperación, “Dios dejará de soñarle y también Vd. volverá a la nada de la que salió.” Unamuno relata como, tras el enfrentamiento, Augusto quedó exhausto. Durante toda la novela, Augusto va creciendo de lo grotesco a lo trágico. Es una representación de Unamuno y, por extensión, de la condición humana. El hombre sueña a Dios y Dios sueña al hombre, pero si morimos dejamos de soñar a Dios y si Dios despierta dejará de soñarnos. Unamuno nos arroja a la sombra del vacío.
En uno de los pasajes del libro, cuando Augusto Pérez se pregunta a sí mismo qué papel juega en su vida y en la vida de su novia, él se considera “el otro”. Y Unamuno se embarca en una divagación filosófica acerca de la personalidad que interpretamos tanto en nuestra vida como en la de los demás, asunto que tratará, de forma incluso más profunda, en su obra de teatro a la que da precisamente ese título: “El otro”.
Así como en Paz en la Guerra se parte de un colectivo – los bilbaínos – para estructurar la novela, en Niebla toma como base al individuo entrelazándolo con otros individuos y urdiendo una trama en la que en ningún momento se pierde la individualidad. En ciertos aspectos recuerda al Quijote por su forma de crear relatos totalmente ajenos al principal y que va intercalando a su antojo.
Niebla es la novela de una angustia, pero también la de un rebelde, recordándonos en cierto modo la personalidad dual de Don Miguel. Así lo vemos en la visita que Augusto hace a la casa de Unamuno (a su casa real):
“¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! -y le lloraba la voz...- ¿Conque no, eh? -me dijo-, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...”
Pero tras la rebeldía, acaba por aceptar el destino que le había sido marcado:
“Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto. Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia…”
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En San Manuel Bueno, mártir (1931), obra gestada durante el exilio de Hendaya, aparecen dos de las grandes obsesiones unamunianas: la inmortalidad y la fe. Y, como siempre, se plantea si la fe es un sentimiento, una voluntad o incluso un razonamiento intelectual. Como no hay respuesta propone tres voces a las que dan vida los personajes de Don Manuel, Lázaro y Ángela.
La novela, situada espacialmente en la aldea de Valverde de Lucerna, trasluce dos paisajes perfectamente diferenciados: uno natural, el propio pueblo, y el otro, espiritual, la villa que, según la leyenda, está sumergida en el lago del pueblo. El primero es el símbolo de la vida real y terrena, mientras que el otro entraña el anhelo de inmortalidad, el sueño de vida eterna de Don Manuel. Ambos paisajes adquieren dimensión humana en el protagonista, casi al final de la novela: “Ya toda ella era Don Manuel, Don Manuel con el lago y la montaña”.
El protagonista, Don Manuel, se nos presenta como un personaje dual, por un lado es un sacerdote que, como tal, representa una relación entre los hombres y Dios, pero como hombre que pierde la fe se comporta como una pantalla entre los hombres y la nada. Este hombre, sin fe ni esperanza, se convertirá sin embargo en ejemplo de la caridad. Unamuno establece un contraste entre una verdad trágica y una felicidad ilusoria, optando en esta obra por la segunda, a diferencia de lo que había sostenido en obras más tempranas.
La narradora, Ángela Carballino, se ha educado en la ciudad, pero al concluir los años del colegio, el magnetismo que irradia Don Manuel, la atrae a Valverde de Lucerna. Su hermano Lázaro, ateo, que vuelve de América rico y con un amplio bagaje cultural llega al pueblo decidido a trasladar a su familia a la ciudad. Desprecia todo lo que huela a sacristía, pero se da cuenta de que Don Manuel no es como los otros curas, y decide hacer con él una excepción. Cuando muere su madre, reconoce claramente que Don Manuel es un hombre excepcional y ya no puede prescindir de sus enseñanzas ni de su compañía: no falta nunca a misa, ayuda al cura… Difícil saber si Lázaro se convierte a la religión o simplemente le atrae la irresistible personalidad de Don Manuel. Más bien hace como si creyese, para sentirse cómodo. Y este paso de la negación a la duda en un ateo, es un paso importante. El cura, que evidentemente ha perdido la fe., se apoya en dos patas fundamentales que le sirven para mantenerse en la posición que se espera de él. Una de ellas es Lázaro, que “siente como que no cree”; la otra, “Ángela, que vive como que cree”. Y entre los tres forman un péndulo que se mece en la duda. Don Manuel muere en la iglesia parroquial rodeado de sus feligreses y Lázaro y su hermana recogen la herencia espiritual legada por el sacerdote. Lázaro no tarda en morir y Ángela Carballino, la última superviviente de la familia espiritual de Don Manuel, es la que nos trasmite sus recuerdos personales y el secreto de la vida de este párroco excepcional.
Es ésta una de las obras más intimistas de Unamuno, por no decir la que más. Afloran a ella los sentimientos religiosos, la raíz misma de la vida. Se le adivina triste, humilde - ¡a Don Miguel! – como si ya estuviese derrotado por la vida: “si no voy a seguir siendo, ¿de qué vale seguir viviendo?”Cuando se pelea con los socialistas de Bilbao les dice que los problemas de “aquí” no tienen sentido alguno, que de lo que hay que preocuparse es del significado de la vida. En la obra plantea el problema de la personalidad, el de conocer la autenticidad del ser, y deja palpable la contradicción de Don Manuel, que es inauténtico por predicar lo que no cree, lo que no siente. El lago, ese lago al que se mira, refleja la realidad que “no es”, el alma de Don Manuel, la incredulidad, la nada, porque uno sólo vive cuando “es lo que es”.
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Mucho se ha hablado de la “simbología” en las novelas de Unamuno. En mi ignorancia académica pienso que son muy simples en su concepción. No me parece que despierten gran interés por su trama. Quizá tampoco es lo que buscaba. Probablemente lo que pretendía era contagiarnos el dramatismo interno, la riqueza de los personajes, y eso lo logra de forma inequívoca. Los símbolos, como los ejemplos o las parábolas, con frecuencia nos apartan de la esencia de lo transmitido. Son, utilizando también el símbolo, como los árboles que nos impiden ver el bosque, pues la contemplación de su belleza intrínseca nos transporta a otra realidad diferente de la que deseábamos disfrutar, aún a sabiendas de la unidad que conforma árboles y bosque. El científico no puede evitar su dedicación al estudio de la especie - deformación profesional, dice -, y a eso nada hay que objetar. Pero en el hombre normal, “el de carne y hueso”, en cuya categoría también se encuentran los científicos cuando se evaden de sus labores investigadoras o docentes, se encuentra más extendido el “pobre de espíritu”, el que le gustaría llegar a comprender por sí mismo lo que otros dicen, sin esoterismos, y si en esa meditación encuentra sus propios símbolos, bienvenidos sean. A mí Unamuno me angustia, y lo hace porque creo entender lo que me dice, o lo que quiero que me diga.
Confieso que no estoy preparado para buscar símbolos, mucho menos para comprenderlos. Creo que si tuviese que atender a un análisis psicológico tras la lectura de la obra en cuestión, cuando acometiese su relectura ya no me angustiaría, pues se me desvanecería el sentimiento que me producía. Es como si uno escucha a Wagner y está más pendiente por encontrar todos y cada uno de sus leitmotiv, con ser importante, que de disfrutar de la obra en su conjunto. Ahora soy yo el que dice ¡No, no, no…! Y niego con todo mi ser los símbolos. Y veo a Unamuno que me aplaude.
Si Unamuno hubiese escrito sus novelas explicando la presunta simbología de las mismas, dudo que alguien de “carne y hueso” las hubiera leído. Su éxito estriba en que nos llegan al corazón, con una literatura fácil y directa. Nos angustian porque las sentimos. Y las sentimos porque las entendemos.
¡Vaya!, ya está dicho.
A MODO DE EPÍLOGO
El 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca tiene lugar un acto de corte patriótico con motivo de la celebración de la “Fiesta de la Raza”, coincidente con la apertura de curso, a la que asistieron, entre otras personalidades, Carmen Polo Martínez-Valdés, el arzobispo de Salamanca Enrique Plá y Deniel, el gobernador civil y Millán-Astray. Lo que sucedió (si es que fue así como ocurrió) lo narra el hispanista inglés Hugh Thomas en su libro “La guerra civil española”:
El profesor Francisco Maldonado, tras las formalidades iniciales y un apasionado discurso ultranacionalista de José María Pemán, inicia su alocución atacando violentamente a Cataluña y al País Vasco, calificando a estas regiones como “cánceres en el cuerpo de la nación. El fascismo, que es el sanador de España, sabrá como exterminarlas, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos.[1]
Cuando va a tomar la palabra Millán Astray, alguien grita desde algún lugar del paraninfo, el famoso lema “¡Viva la muerte!”. Millán-Astray responde con los gritos con que habitualmente se excitaba al pueblo: “¡España!”; “¡Una!”, responden los asistentes…” ¡España!”, vuelve a clamar Millán-Astray; “¡Grande!”, replica el auditorio; “¡España!”, finaliza el general; “¡Libre!”, concluyen los congregados. Después un grupo de falangistas ataviados con la camisa azul de la Falange hacen el saludo fascista, brazo derecho en alto, al retrato de Francisco Franco que colgaba en la pared. Se intenta así enmendar el incidente aunando esfuerzos de hermandad y moral (algo quebrada por el incidente) al unísono.
Miguel de Unamuno, que presidía la mesa y que había estado tomando apuntes sin intención de hablar, se levanta lentamente y:
"Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso -por llamarlo de algún modo- del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. (...) Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes, llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. El señor obispo que, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, está aquí para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis... Pero ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito “¡Viva la muerte!”. Esto me suena lo mismo que, ¡muera la vida! Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor."
En ese momento Millán-Astray exclama irritado “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, aclamado por los asistentes. El escritor José María Pemán, en un intento de calmar los ánimos, aclara: “¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!”
Miguel de Unamuno, sin amedrentarse, continúa:
"Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho."
En determinados momentos, ¡todos quisiéramos ser Unamuno!
Este alegato, de profundo patetismo, vendría a ser una postrera demostración del carácter indomable de Don Miguel, a la vez que una prueba del cansancio que le producía su eterno desasosiego. Enfrentarse directamente en aquellas circunstancias al poder brutal de un tullido despótico y miserable sólo podía tener una conclusión (de la que le salvó providencialmente Carmen Polo), y Unamuno lo sabía. ¿Y qué? Si nadie ha sabido responder a la gran pregunta, vayamos pues a buscarla allá donde todo se encuentra. Incluso en la nada.
La encontró sólo dos meses más tarde, el 31 de Diciembre. Se produjo mientras mantenía su vespertina tertulia con un amigo. De repente, sin angustia, sin conciencia. Él hubiera querido despedirse como lo que era, un egotista, manifestando ante todos su sentimiento trágico. No pudo ser. Mejor así.
“Méteme, padre eterno, en tu pecho,
Misterioso hogar.
Dormiré allí, pues vengo deshecho
Del duro bregar.”
BIBLIOGRAFÍA
MARÍAS, JULIAN, “Unamuno” (Espasa Calpe, Madrid 1997)
GONZÁLEZ RUANO, CÉSAR, “Unamuno” (Colección “quién fue”)
LÁZARO ROS, AMANDO “Unamuno, filósofo existencialista” (Aguilar, Madrid 1961)
GRENE, MARJORIE “El sentimiento trágico de la existencia” (Aguilar. Madrid 1961)
UNAMUNO. MIGUEL DE “San Manuel Bueno, mártir” (Alianza Editorial, Madrid 1985)
UNAMUNO. MIGUEL DE “Niebla” (Espasa Calpe, Madrid, 1984)
UNAMUNO. MIGUEL DE “Vida de Don Quijote y Sancho” (Espasa Calpe, Madrid, 1971)
UNAMUNO. MIGUEL DE “Cómo se hace una novela” (Alianza Editorial, Madrid 1985)
UNAMUNO. MIGUEL DE “Mi religión...” (Espasa Calpe, Madrid, 1973)
UNAMUNO. MIGUEL DE “El espejo de la muerte” (Espasa Calpe, Madrid, 1977)
UNAMUNO. MIGUEL DE “Paz en La guerra” (Cátedra, Madrid 1999)
UNAMUNO. MIGUEL DE “Del sentimiento trágico...” (Espasa Calpe, Madrid, 1971)
ACILLONA, MERCEDES “Notas"
CEREZO, JOSÉ JOAQUÍN Historia de la filosofía. Tomo IV (Acento editorial, 2003)
RUSELL, BERTRAND Historia de la filosofía (RBA 2005)
[1] Otros cronistas atribuyen el comentario a Millán Astray