Sócrates según Fedón
“…de pequeña estatura, vientre prominente, ojos saltones, nariz exageradamente respingona…"
Mi afición por el mundo griego me viene de la lectura de La Ilíada en la época de la adolescencia cuando ciertos acontecimientos se quedan grabados de forma indeleble en nuestro subconsciente. Aquel relato había desarrollado mi fantasía de tal modo que todo lo demás se me antojaba irreal. ¡Cómo llegué a odiar a Aquiles! aquel héroe empeñado en auparse en el pedestal de la villanía, cuyo sufrimiento por Patroclo jamás podría igualar el sentimiento de Príamo ante la muerte de su primogénito. Y es que Héctor era diferente, y a decir verdad que ignoro la razón: quizá sea una frase, un sentimiento hábilmente deslizado por el autor del relato que impacta directamente en nuestro particular estado de ánimo, haciendo que sintamos afinidad o antipatía por tal o cual personaje al que inconscientemente asociamos a determinado personaje de la vida real. Me repelía de forma casi enfermiza la actitud de Zeus, cómodamente instalado en la cima del monte Ida moviendo de forma aleatoria, ajeno a cualquier sentimiento, aquellas piezas humanas como si de un siniestro juego de ajedrez se tratara, con el único cometido de que le sirviera de solaz en su soledad, y poder... Después vinieron la Odisea, el Viaje de los Argonautas, el Anábasis, la Guerra del Peloponeso y tantas y tantas otras hasta que se desvaneció para siempre la etapa escolar y con ella el sueño heleno. Pasaron los años y un día cayó en mis manos de forma casual una biografía del descubridor de Troya, Heinrich Schlimann, otro visionario. Y con él retornaron los recuerdos sobre la vieja Grecia. Durante una temporada convertí mis lecturas en un ejercicio monotemático. A veces pienso que podía haber acabado como Don Quijote, aunque no tengo plena seguridad de que hubiera sido tan mal final. Llegué a “conocer” Grecia como si hubiese vivido allí en la antigüedad más pretérita y sin embargo nunca caí en la tentación de visitar el país. No quería que se desvaneciese mi fantasía realizando un viaje en el que, ni siquiera con los ojos cerrados, me evadiría a la procesión de personajes variopintos simbióticamente unidos a latas de coca-cola. Tenía razón Stevenson cuando afirmaba que “los mejores viajes eran los que se realizaban con la imaginación” y alguna experiencia tendría a juzgar por lo que viajó a lo largo de su existencia. Quizá algún día……
La historia me resultaba amena; la filosofía no tanto, pues cometía el error de afrontar su lectura como si otro libro de evasión se tratara. A Platón podía seguirle algo en ciertos momentos, pero debo confesar que me aburría. Como siempre he tenido la propensión a finalizar los libros por muy pesados que me pudieran resultar, tomaba la determinación de saltarme páginas enteras con la esperanza de que un poco más adelante encontrase una frase, un concepto que me permitiese una mayor comprensión sobre aquellos galimatías, pero todo resultaba inútil. El libro, en toda lógica, pasaba a ocupar el lugar que por derecho le correspondía, durmiendo su incomprensión en un recóndito lugar de la biblioteca donde sólo la mano del azar pudiera rescatarlo del mundo del olvido. Esto por lo que se refiere a Platón, pues Aristóteles, ni tocar. Es como si me hablara en otra dimensión y claro, para eso se requiere de mayores conocimientos y una voluntad que a mí me faltaba en aquellos tiempos.
Bueno, pues habría que releer el Fedón si quería llegar hasta Sócrates. ¿Releer? No; había que leerlo de cabo a rabo, con criterio; analizar cada una de sus frases, separando si fuera posible lo dicho por Sócrates y lo pensado y estructurado por su discípulo; bucear en los mitos y creencias antiguas, familiarizarse con las teorías de los filósofos anteriores…y lo que entrañaba mayor dificultad: acercarse a la forma de pensar del siglo V. a. C. con mentalidad del XXI, cuestión ésta más imposible que improbable. Pronto pude darme cuenta de que tales ideas se iban quedando en pura intencionalidad a medida que me adentraba en una oscura caverna que parecía no tener fin. La sencillez que yo había previsto, fruto de una vanidad propia de ignorante se iba transformando en una dificultad que me tuvo al borde del abandono, y es que cuando la escasez de conocimientos se une a una indudable falta de voluntad para llevar a cabo cualquier tarea, el fracaso queda perfectamente asegurado. Y, sin duda, ése era el caso. Ahora que el vanidoso “ensayo” ha quedado reducido a un simple “comentario”, lo único que me satisface, y no demasiado, es haber logrado finalizarlo. Algo es algo.
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Existe una tendencia generalizada a asemejar la tradición judeocristiana con la concepción platónica; sin embargo, nada más alejado de la realidad, y ya no por el espacio en el que transcurren los acontecimientos o el anacronismo que pudiera suponer, sino por la misma esencia de las doctrinas: para los judíos de la época (Jesús lo era), Dios es el Único y por tanto no hay nada preexistente; crea todo a partir de la nada, artículo de fe por la sencilla razón de que no puede ser entendido; a Dios no se le comprende, se le siente, pues resulta difícil llegar a la fe por medio del conocimiento, de la razón. Pero nuestra estructura mental se basa en lo griego y por tanto necesitamos pruebas, somos poco divinos. En la concepción platónica, no existe un creador como tal sino más bien un arquitecto, o, poniéndolo en palabras de Platón, un demiurgo, un ser divino que, contemplando las ideas en su estado natural, las proyecta primero para luego modelarlas en la materia de que dispone. Así pues, barro y espíritu, materia e ideas, son previas a la acción del demiurgo. Lo único que aproxima ambas teorías es la finalidad del ser creado: la Perfección, el Bien, la Verdad; si esto es alcanzable o no es otra cuestión y para ello ya se ha ideado un catálogo de premios y castigos que ayuden al caminante en su andar errático.
El demiurgo toma del mundo del espíritu un halo misterioso (la idea) y lo insufla en la materia (el ser humano) y mediante este acto hombre y divinidad quedan indeleblemente unidos. Platón dedicaría toda su obra a la demostración de esta teoría y para darle mayor credibilidad hace que sea Sócrates el protagonista de la historia.
¡Sócrates! ¿Quién era este hombre? Aportaciones tan dispares como las de Platón, Jenofonte e incluso Aristófanes, unidas a su falta de interés por crear una escuela filosófica o, como mínimo dejar por escrito sus enseñanzas, impiden en gran medida conocer tanto la verdadera personalidad del filósofo como el contenido de sus enseñanzas. Jenofonte no le da más consideración que la de un predicador curioso, un moralista sin gran interés por las cuestiones metafísicas. Aristófanes, en “Las Nubes”, lo caricaturiza y hasta lo ridiculiza, considerándolo como un sofista vulgar y jocoso. A este comediógrafo se refiere sutilmente Sócrates cuando, hablando acerca de la inmortalidad del alma, dice: “...no creo que, aunque alguno nos oyera, y fuera además un autor de comedias, pudiera reprocharme que no hago más que decir tonterías ni que hablo de cosas que no nos interesan de cerca...”. Por lo que respecta a Platón, no resulta fácil conciliar la realidad del personaje histórico con las teorías que pone en boca de Sócrates. Parece que, a excepción de los primeros diálogos en los que se ponen de manifiesto tanto el método como la concepción ética de la vida, el resto de las teorías vertidas pertenecen al propio Platón. Aristóteles, años más tarde, arrojará algo de luz sobre el tema, cuando comenta que Sócrates nunca "separó" las Formas, y habrá que dar algún crédito al personaje si se tiene en cuenta que permaneció durante veinte años en la Academia aprendiendo las enseñanzas de Platón y donde habría conocido a muchos discípulos contemporáneos del “Filósofo”.
Nace éste en Atenas alrededor del año 470 a. C. de padre escultor y madre comadrona, tocándole vivir el período de mayor esplendor que gozó la ciudad-estado. Las artes, la política, entendida en el sentido griego de convivencia, lo invadían todo. Se gobierna por Asamblea, en la que participan todos los ciudadanos varones adultos, y dado que éstos podían ser propuestos por elección o mediante sorteo, no resulta extraño que, si se pretendía participar en política con cierta garantía de éxito, se requiriesen ciertas habilidades que no podrían ser adquiridas sino mediante un riguroso aprendizaje. Pocos estaban capacitados para ello. Y como con frecuencia de la necesidad se hace virtud, empezaron a acudir, atraídos por el esplendor de la ciudad, una pléyade de personajes influyentes, entre los que brillaban con luz propia unos maestros de retórica y dialéctica que se hacían llamar sofistas. En aquella época, el interés filosófico se centraba en torno a la polis, dejando en un segundo plano los estudios por la naturaleza que tan en boga habían estado tiempo atrás. Probablemente Sócrates diese sus primeros pasos en cuestiones filosóficas poniendo en práctica las enseñanzas de Empédocles y Anaxágoras. El primero sostenía que las formas vivas no son fijas, pues los seres vivos se habían formado por la unión de distintas partes, de ahí los distintos tipos de criaturas, unas viables y otras monstruosas que no podrían sobrevivir. Anaxágoras perteneció a la denominada escuela jónica y abrió la primera escuela de filosofía en Atenas. Situó el principio de todas las cosas en el entendimiento, encargado de imprimir orden al caos original Para él, las partículas constitutivas son infinitas, en cada cosa existen muchos gérmenes diferentes, si no ¿ cómo podría surgir el pelo del no-pelo? Para que algo surja ha de estar antes presente en aquello de lo cual procede. Todo está en todo El entendimiento es la fuerza motora de todo cuanto existe, se encuentra más allá de toda realidad, y si bien está hecho de una materia sutilísima, ello no lo convierte en inmaterial. Tras estos escarceos iniciales, a lo que tampoco habrían sido ajenas las enseñanzas pitagóricas, Sócrates se decantaría por la sofística, dada su preocupación por la creciente degradación de sus conciudadanos, cuestión que le llevaría muy pronto a intentar conocer la verdad y darla a conocer a todo aquél que estuviese interesado en ello. Aunque muchos le consideraran un sofista más, Sócrates se apartaba de ellos en cuanto a las formas se refería: no pronunciaba discursos, ni los escribía, mucho menos cobraba por sus enseñanzas; tampoco se consideraba un sabio: “sólo sé que no sé nada” proclamaba a todo el que le quería escuchar. Abordaba en plena calle al que tuviese un mínimo interés en conversar, pues estaba convencido de que la sabiduría se adquiere con el intercambio de ideas. Resultaba pues imprescindible hacer preguntas y, juntos, buscar las respuestas.
Los sofistas centraban su enseñanza en la apariencia del saber más que en la búsqueda de la verdad, cuestión ésta que les revestía de cierta autoridad. Enseñaban la areté[1] y para alcanzarla era preciso lograr el dominio de las palabras, poseer la capacidad de persuadir. Las leyes ya no tenían el carácter divino de antaño, ahora se redactaban y aprobaban en asambleas democráticas y no eran sino convencionalismos humanos, normas que los hombres se imponían para no vivir como animales, protegiendo al débil del fuerte, pero que, evidentemente, eran susceptibles de trasgresión si los demás no lo advertían, de tal forma que el poderoso podía ignorarlas, hacerse con el poder y manejarlas a su antojo. Con estos mimbres se elaboraban unos cestos espectaculares en la época. Negaban que el ser humano tuviese capacidad para conocer una verdad universal, absoluta, sino que cada cual tenía la suya. Eran pues escépticos y relativistas.
Los sofistas más famosos de la época fueron Protágoras y Gorgias, y lo mismo que ocurrió con Sócrates, sus enseñanzas sólo nos son conocidas a través de los escritos de Platón, en los que, dada su animadversión hacia ellos, no salen excesivamente favorecidos. Pero ¿qué hubiese sido de la filosofía sin la participación de estas personas? Al fin y a la postre toda la historia de la filosofía se basa en recoger pensamientos anteriores para adaptarlos a los propios o bien denostarlos, elaborando nuevos sistemas o teorías a modo de espiral sin fin. Protágoras proclamaba que había que convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles y que: "como cada cosa se me aparece, así es para mí; y como se aparece a ti, así es para ti". Su escepticismo alcanzaba incluso a las esferas divinas: "No dispongo de medios para saber si los dioses existen o no, ni la forma que tienen; porque hay muchos obstáculos para llegar a ese conocimiento, incluyendo la oscuridad de la materia y la cortedad de la vida humana". Gorgias no le iba a la zaga; decía que con las palabras se puede envenenar y embelesar, de tal modo que podría llegar a ser lícito utilizar razonamientos engañosos si con ello se logra el poder, el dominio. Estos pensamientos, enmascarados de forma apropiada, unidos a la dificultad del ciudadano medio para desmontar tales argumentos, aseguraban el éxito de la enseñanza. Es célebre el postulado de este sofista cifrado en tres cuestiones: “nada existe; si existiese algo no podríamos conocerlo; si conociésemos algo no podríamos comunicarlo a los demás”. Este argumento trató de desbaratarlo Platón preguntando si tales principios eran verdaderos, pues si no lo eran, ¿cómo se atrevía Gorgias a asegurarlos con tanta universalidad? Las ideas sobre el relativismo las basaban en que conceptos como la bondad, la belleza, la justicia… no son susceptibles de una definición universal, sino que responden a convencionalismos sociales, ya que lo que es bello para uno puede no serlo para otro, y lo mismo ocurre con la justicia cuyos conceptos pueden ser diferentes en una u otra cultura. Es tal la similitud con nuestro pensamiento actual, que necesitaríamos un nuevo Sócrates para que nos “alumbrase”, aunque con toda seguridad correría la misma suerte que antaño.
Sócrates rechaza y critica estos planteamientos. Como los sofistas, hablaba y enseñaba sobre la areté, pero mientras aquellos proclamaban que nada podíamos conocer, Sócrates enseñaba que la areté era, precisamente, conocimiento. Si el zapatero quería ser buen zapatero (tener la areté del zapatero) debía conocer primero qué es un zapato, para qué se usa, cuál es su fin, el propósito que tiene el hombre cuando lo usa; conocido esto, hay que pensar qué forma debe tener el zapato y de qué materiales debe estar hecho, para acto seguido detenerse a pensar cuál es el mejor método para fabricarlo y qué habilidades hay que desarrollar para hacerlo bien. Cuando se tienen todos estos conocimientos y se han conseguido las habilidades requeridas, se tiene la areté del zapatero. Por medio de estos ejemplos Sócrates pretendía llegar al conocimiento del hombre, no como general o político o panadero, sino a la significación más profunda del ser humano. Con esa motivación invitaba a meditar juntos sobre este concepto a los que con él conversaban.
Tan convencido estaba Sócrates de que la areté era conocimiento que le parecía evidente que si los hombres llegaban a entender qué era el bien o lo justo no podrían sino hacerlo, pues nadie escoge conscientemente el mal o la injusticia. Los que así obran lo hacen por ignorancia. Si un panadero hace mal pan es porque no sabe hacer pan y no porque quiera hacerlo mal.
A Sócrates le preocupaba la ligereza con que se usaban las palabras en la vida normal, en especial las palabras que pretendían expresar nociones éticas, como justicia, templanza, valor… Si no se utilizaban en su sentido estricto podrían producir grave confusión intelectual y moral. ¿Cómo conocer, pues, el verdadero significado de sabiduría, de justicia, de bondad?
El primer paso era reconocer la propia ignorancia. Repetía en sus conversaciones que no sabía nada, pero que era más sabio que los demás porque estaba consciente de su ignorancia mientras los otros simplemente creían saber. Quien sigue este dictado no se esfuerza en buscar la verdad. Había pues que eliminar los prejuicios, las ideas incompletas, los errores que generalmente llenan las cabezas de la gente e impiden el conocimiento de la verdad. Hecha la limpieza, el camino queda abierto. A partir de aquí hay que avanzar de lo particular a lo universal: primero habrá que recoger casos particulares sobre el tema del que se debate, después deberán ser sometidos a examen, comparándolos entre sí para hallar sus similitudes y discrepancias hasta converger en una cualidad común que los interlocutores acuerden en considerarla como el objetivo buscado. Esa cualidad será la definición de la cosa buscada.
Si un acto es "bueno" será porque tenemos alguna noción de "lo que es" bueno y lo mismo se puede decir de la virtud, de la justicia o de cualquier otro concepto moral. Esta cuestión llevó a Sócrates a la búsqueda de la definición universal, que pretendía alcanzar mediante un razonamiento inductivo[2]. Así pensaba superar el relativismo sofista y para ello desarrolla un método práctico basado en el diálogo, en la conversación, en la "dialéctica", con la que esperaba vencer a sus adversarios en su propio terreno.
El método socrático se componía de dos partes: la ironía y la mayéutica: por la primera quería que el interlocutor reconociese por sí mismo su ignorancia sobre una materia determinada, pues sólo así se está en disposición de acceder a la verdad. Inicia el diálogo con una pregunta: “¿qué es…?” y aquí inserta conceptos como el bien, la virtud, la justicia, la ciencia... Cuando el interlocutor da una respuesta, ésta es inmediatamente puesta en cuestión por el maestro, generándose una discusión sobre el tema que sume al interlocutor en confusión, cuando no en incomodidad al verse sorprendido por lo que previamente creía saber y en realidad desconoce. Vencida la resistencia inicial y admitido el desconocimiento acerca de la materia tratada, Sócrates pasa inmediatamente a la segunda fase sin dar apenas tiempo a la reacción del oponente y que consiste propiamente en la búsqueda de esa verdad. La llamaría mayéutica, por la similitud con el cometido de las comadronas en el acto del alumbramiento, labor que conocía bien por la dedicación de su madre a tal menester. La perplejidad, la irritación, el desconcierto e incluso la humillación que nos produce el descubrimiento de nuestra propia ignorancia la compara Sócrates con los dolores del parto, y la considera condición imprescindible para el aprendizaje. Sólo superada esta fase, se podrán poner límites a la cosa en cuestión, decir lo que “la cosa es”; en una palabra, encontrar su definición, lo que llevará directamente a conocer la “esencia” de las cosas. De esta forma y con un trato individualizado, ayudaba al discípulo a encontrar la verdad por sí mismo. Su máxima “pensar correctamente para obrar rectamente” no ha perdido vigencia pese a los años transcurridos.
El método socrático no da lugar a una reflexión inmediata del interlocutor. Su discurso se elabora de tal forma que aquél no tiene otro remedio que claudicar, o, en el mejor de los casos, solicitar una explicación más acorde a su entendimiento. Esa ausencia de capacidad de reacción es la que lleva al oyente en volandas en aras de un reconocimiento argumental, a partir de unas convenciones que da por sentadas sin posibilidad de negación.
Sócrates se había propuesto servir de ayuda a sus conciudadanos en la tarea de sacar a la luz la verdad. En una época en que la juventud se encontraba más preocupada por adquirir la sabiduría, siempre aparente del “bien decir”, antes que la defensa de la verdad firme y objetiva, aquellos grandes maestros de la retórica y la elocuencia que eran los sofistas, por fuerza gozarían de gran predicamento; lo único que perseguían era que sus discípulos alcanzasen el saber mediante la atenta escucha del discurso, sin exigirles otros esfuerzos intelectuales que no fueran los de una dicción perfecta y una argumentación bien elaborada. Ante tal actitud las enseñanzas de Sócrates, empeñado en que fuera el discípulo con su esfuerzo quien tenía que extraer por sí mismo el conocimiento, no lograrían un seguimiento multitudinario, por el contrario sería tolerado con la enojosa superioridad propia de los que ejercen el poder sin temor a la más mínima rivalidad.
Sócrates no era un intelectual. Probablemente no quiso serlo. No se ocupó de cosmología, matemática, ni de ninguna de las ciencias que le hiciesen merecedor de tal título; ni siquiera debatió los problemas filosóficos de la época. Su valor radica en el sistema que puso en práctica. Trataba de buscar lo que las cosas son en sí mismas, no en función de las circunstancias, y se ciñó al sentido de las palabras para no dejarse llevar por el brillo de los discursos. Su objetivo más inmediato era conocer y dar a conocer la virtud en todos sus órdenes. Su concepto de la ciudadanía era muy elevado y por eso repetía constantemente que “para ser un buen político es preciso ser un buen ciudadano y eso no es posible si no se es un buen hombre”. Tiempo atrás, los esfuerzos intelectuales se dedicaban a lo trascendente: la naturaleza, la divinidad, pero él se había impuesto la misión de rescatar lo más íntimo que se alberga en el ser humano, y que parecía haberse refugiado en regiones inaccesibles.
En sus “Memorables” Jenofonte dice lo siguiente: "Sócrates, en efecto no hablaba como la mayoría de los otros acerca de la Naturaleza entera, de cómo está dispuesto eso que los sabios llaman Cosmos y de las necesidades en virtud de las cuales acontece cada uno de los sucesos del cielo, sino que, por el contrario, hacía ver que los que se rompían la cabeza con estas cuestiones eran unos locos…
Examinaba, ante todo, si se preocupaban de estas elucubraciones porque creían conocer ya suficientemente las cosas tocantes al hombre o sí creían cumplir con su deber dejando de lado las cosas humanas para ocuparse de las divinas. Y se asombraba de que no viesen con claridad meridiana que el hombre no es capaz de averiguar semejantes cosas, porque ni las mejores cabezas estaban de acuerdo entre sí al hablar de estos problemas, sino que se arremetían mutuamente como locos furiosos. Los locos, en efecto, unos no temen ni lo temible, mientras otros se asustan hasta de lo más inofensivo; unos creen que no hacen nada malo diciendo lo que se les ocurre ante una muchedumbre, mientras que otros no se atreven ni a que les vea la gente; unos no respetan ni los santuarios ni los altares, ni nada sagrado, mientras que otros adoran cualquier pedazo de madera o de piedra y hasta los animales. Pues bien, los que se cuidan de la Naturaleza entera, unos creen que "lo que es" es una cosa única; otros, que es una multitud infinita; a unos les parece que todo se mueve; a otros, que ni tan siquiera hay nada que pueda ser movido; a unos, que todo nace y perece; a otros, que nada ha nacido ni perecido…
Observaba también que los que están instruidos en los asuntos humanos pueden utilizar a voluntad en la vida sus conocimientos en provecho propio y ajeno, y -se preguntaba entonces- si, análogamente, los que buscaban las cosas divinas, después de llegar a conocer las necesidades en virtud de las cuales acontece cada cosa, creían hallarse en situación de producir el viento, la lluvia, las estaciones del año y todo lo que pudieran necesitar, o si, por el contrario, desesperados de no poder hacer nada semejante, no les queda más que la noticia de que esas cosas acontecen.
Esto era lo que decía de los que se ocupaban de estas cosas. Por su parte, él no discurría sino de asuntos humanos, estudiando qué es lo piadoso, qué lo sacrílego; qué es lo honesto, qué lo vergonzoso; qué es lo justo, qué lo injusto; qué es sensatez, qué insensatez; qué la valentía, qué la cobardía; qué el Estado, qué el gobernante; qué mandar y quién el que manda, y, en general, acerca de todo aquello cuyo conocimiento estaba convencido de que hacía a los hombres perfectos, cuya ignorancia, en cambio, los degrada, con razón, haciéndolos esclavos". Poco más queda por decir… ¡o nada!
Sócrates ejercerá una influencia directa en el pensamiento de Platón, pero también en otros filósofos que, en mayor o menor medida, habían sido discípulos suyos, y que continuarán su pensamiento en direcciones distintas, y aún contrapuestas. Algunos de ellos fundaron escuelas filosóficas conocidas como las "escuelas socráticas menores": Euclides de Megara (fundador de la escuela de Megara), Fedón de Elis (escuela de Elis), el ateniense Antístenes (escuela cínica, a la que perteneció Diógenes de Sinope) y Aristipo de Cirene (escuela cirenaica). Sin embargo, su aportación a la filosofía parece ser bastante modesta. Es su vida, pero sobre todo su muerte, de la que realmente se pueden sacar enseñanzas provechosas. Nada de metafísicas. Simplemente puso la base para que su discípulo Platón y más tarde Aristóteles encontraran el apoyo firme sobre qué sustentarlas. No escribió nada, quizá porque la escritura jamás puede sustituir a la palabra, lo que le sitúa en un lugar muy elevado, pues se necesita ser una persona alejada de lo común para no dar testimonio de sí mismo, permitiendo que otros lo hagan por él con el peligro interpretativo que tal concepción conlleva. Platón aprovechará el sistema de su maestro para dar aliento a su teoría de la reminiscencia, pues encontrar la verdad por uno mismo, o en sí mismo, viene a demostrar que el alma ha debido conocerla en algún momento anterior a la existencia.
Sócrates jugaba con ventaja. Un oráculo había dicho de él que era el más sabio entre todos los hombres y poner en tela de juicio las opiniones del dios podía traer consecuencias muy serias, como así fue, aunque los motivos fueran diferentes. Además contaba con un aliado poderosísimo, una voz interior que aseguraba poseer y que dirigía su vida impidiéndole realizar ciertos actos y animándole a hacer otros. Conciencia la llamaríamos hoy. Vagaba por las calles y plazas de Atenas parando a todo ciudadano que quisiera entrar en discusión sobre algún tema concreto de interés para la comunidad. Los había a cientos y, lo que es más importante, la gente estaba dispuesta a enzarzarse en ellos. No hay nada más peligroso que fingir ignorancia cuando se está seguro de la propia valía. Y Sócrates lo sabía. Tras el “sólo sé que no sé nada” se escondía una batería de saetas envenenadas que cogían desprevenido al interlocutor, el cual, muy a su pesar tenía que abandonar las posiciones dogmáticas y reconocer su ignorancia. El sistema era desesperante, cuando no humillante, para los interrogados y forzosamente ese malestar degeneraría en odio, cuyo epílogo fue la acusación a que fue sometido. Corría el año 399 y Sócrates, que se había negado a colaborar con el régimen de los Treinta Tiranos, se vio envuelto en un juicio, en plena reinstauración de la democracia, bajo la doble acusación de "corromper a la juventud" y "no honrar a los dioses que honra la ciudad, introduciendo otros nuevos", esta última quizá como interpretación malintencionada de ese daimon[3] que aseguraba llevar en su interior. Al parecer dicha acusación, formulada por Melitos, fue instigada por Anitos, uno de los dirigentes de la democracia restaurada. Condenado a muerte por una exigua mayoría, se negó a cambiar la sentencia por la de un destierro deshonroso y rechaza de plano la evasión propuesta por sus amigos. Tal proceder hubiera sido contrario a las leyes de la ciudad, y a sus principios. Bebe pues la cicuta no sin antes conversar animadamente con sus discípulos sobre la inmortalidad del alma, en un trasfondo de profundo dramatismo.
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Es Fedón uno de los diálogos platónicos llamados de “madurez” o “dogmáticos”. En él se desarrollan tres ideas que convergen en una fundamental: la inmortalidad del alma. Se trata del concepto de ciencia y reminiscencia, la teoría de los contrarios y la consolidación del mundo de las Ideas.
Parece haber evidencias de que Platón comulgaba, o al menos tenía cierta afinidad, con las ideas pitagóricas. Aunque no es un indicio único, la frase que mandó grabar en el frontispicio de su Academia “nadie entre aquí sin saber geometría”, viene a redundar en esta idea. Si bien no hay noticias de que este requisito fuese cumplido íntegramente por los noveles que allí iban a formarse, no albergamos duda alguna de que cuando abandonaban aquel templo del saber lo superarían con creces.
Tras la muerte de Sócrates, Platón, quizá amedrentado por las consecuencias que se podrían derivar de su cercanía ideológica al maestro, huyó de Atenas y se refugió en Megara y probablemente fuese ese mismo pánico (o cobardía) en forma de enfermedad real o fingida el que le sirvió de disculpa para ausentarse en las últimas horas de Sócrates. En aquella población permaneció durante tres años en estrecho contacto con otro discípulo de Sócrates, que sí estuvo presente y compartió su último día en la prisión, Euclides de Megara que fundó la escuela que lleva ese nombre. Viajó después a Egipto y la Cirenaica y es a partir de aquí que circulan rumores diferentes sobre su destino: unos lo sitúan nuevamente en Atenas mientras que otros aseguran que se dirigió al sur de Italia, la Magna Grecia, donde entró en contacto con las sedes pitagóricas. De vuelta a Atenas funda la Academia, pensada según modelo pitagórico y centrada en dos ramas principales: la dialéctica (arte de pensar ligado al lenguaje) y la matemática (como enseñanza preparatoria necesaria para afrontar la dialéctica), con sus distintas especialidades, geometría, aritmética y teoría de los números; la astronomía era entendida como una geometría de los astros, orientada a la medición, proporción y explicación de los cuerpos celestes en sí. Tampoco se descuidaron otras enseñanzas como la historia natural y los tratados biológicos, debidos en su mayor parte a Aristóteles a la muerte de Platón, así como los relativos a la jurisprudencia y la legislación. No puede resultarnos extraño que muchos docentes actuales se refieran a la Universidad como “Academia” y ellos mismos se proclamen “académicos”, tal es el prestigio que, a través de los siglos, nos legó aquella institución.
Antes de entrar de lleno en la trama del diálogo platónico, nos detendremos en un desarrollo somero de algunas teorías que eran moneda común en la época. Nos referimos a la creencia de origen pitagórico de la metempsícosis, a la teoría de los contrarios, y el concepto de ciencia y reminiscencia. Todos ellos tienen en común la creencia en la inmortalidad del alma.
La doctrina de la trasmigración de las almas no es original de Pitágoras y algunos piensan que fue aprehendida en los diferentes viajes que efectuó visitando a egipcios, brahmanes, caldeos, judíos e incluso druidas celtas. La tradición cultural griega, como la de otras muchas de la época, ya daban por supuesto la existencia del "alma", refiriéndose a ella como "principio vital", un ente que anima a todos los seres de modo que, por definición, cualquier ser vivo ha de poseer un "alma". Estas creencias estaban muy difundidas en el ámbito griego desde los tiempos de Homero, en los que era admitida la separación de alma y cuerpo en el momento de la muerte, limitándose aquella a vagar como sombra, sin articular palabra, por una región desconocida e inquietante que llamaban Hades y que cualquiera en sus cabales cambiaría con sumo agrado por un nuevo renacer por muy duro que se presentase. Pitágoras introduce un cambio sustancial: lo que permanece fuera del cuerpo no es un resto miserable sino lo auténticamente vivo y la existencia terrena del hombre es simplemente una de las múltiples que le es dado tener. El alma tiene la capacidad de elegir el cuerpo en el que va a introducirse, ya sea un astro, un dios, un hombre o una bestia…incluso una planta, cuestión que arroja alguna luz sobre los ritos pitagóricos en los que se prohibía expresamente ingerir vino, hojas de laurel o habas. La metamorfosis del alma, está sometida a la libre decisión del hombre. El renacimiento, en una forma más o menos elevada, dependerá del comportamiento que cada cual haya tenido en su vida terrena de tal modo que al puro se le dará una encarnación en lo puro, y al impuro en lo impuro. Es por esto que el concepto de pureza es uno de los fundamentos de la vida pitagórica. Religión y ciencia eran partes indisociables de un único estilo de vida y sus objetivos eran la contemplación, el descubrimiento del orden en el universo, y la purificación. Observando los movimientos regulares de los cuerpos celestes, y tratando de asemejarse a ese orden, se iban purificando progresivamente hasta terminar por liberarse del ciclo del nacimiento y adquirir la inmortalidad. La similitud con la creencia hinduista del Nirvana demuestra los lazos entre distintas culturas. Tras la muerte de Pitágoras su escuela se escindió en dos sectas, los “acusmáticos” o “pitagóricos”, que mantuvo el misticismo de sus doctrinas y los “matemáticos”, que se ciñó al campo científico. Platón intentó conciliar ambas en la Academia.
Si no fuera porque los pitagóricos, allá por el siglo V, estaban considerados como los principales investigadores científicos, podrían llegar a confundirse con los seguidores de una cualquiera de las muchas religiones mistéricas que existían. En realidad las ideas sobre la inmortalidad y la trasmigración de las almas habían sido desarrolladas, tres siglos antes de que Pitágoras hubiese hecho su aparición, por movimientos de carácter místico atribuidos a Orfeo. Pitágoras no hace sino recogerlos y englobarlos en el seno de sus enseñanzas científicas dotando a la organización de rituales ascéticos a fin de alcanzar la purificación. Los hombres son posesión de los dioses y en consecuencia la muerte es una liberación. El cuerpo[4], decían, es la prisión del alma, razón por la cual no puede desarrollarse libremente y de ahí la necesidad de purificación. Esta dualidad humano-divina parece tomada del mito que narra como Dionisos es devorado por los Titanes, promoviendo la venganza de Zeus que los destruye. De sus restos nacerán los hombres, los cuales llevarán en sí mismos esa doble naturaleza, la divina, debida a Dionisos, y la herencia titánica, genética, la del mal existencial que lleva como carga todo el género humano. Es más que probable que para aquellos que no perteneciesen a los círculos órficos o pitagóricos, la afirmación de la inmortalidad del alma les resultaría sorprendente, de ahí la necesidad de demostrarla; fue Platón el que dedicaría su vida a este menester y, a pesar de ciertas modificaciones en el desarrollo de su pensamiento, siempre perduraría la idea básica de la unión accidental de cuerpo y alma.
Otra de las teorías que circulaban por el mundo griego era la de los polos opuestos o de los contrarios, según la cual unos proceden de los otros. Esta creencia, unida a la de que nuestras almas van del mundo conocido a otro solamente intuido y que nuevamente retornan al primero, venía a demostrar, o al menos así era admitido, que las almas de los seres vivos procederían de los que ya han dejado de existir y viceversa. Esta teoría estaba lejos de presentar una homogeneidad, pues los pitagóricos la entendían de una forma y filósofos como Heráclito, Parménides o Anaximandro, de otra diferente, si bien todos coincidiesen en lo esencial. Para aquellos, la armonía, el orden del cosmos, sólo era alcanzable mediante una proporción estable, fija, dado el carácter matemático que daban a su filosofía; Parménides parece más cercano a estos que al pensamiento heracliteano, ya que para él, todo permanece en un estado de eterno reposo, cuestión difícil de aceptar para Heráclito dado que el orden solamente puede mantenerse debido a la acción de fuerzas opuestas, una tensión que impida que una de ellas prevalezca sobre la otra, pues si ello llegase a ocurrir sería la destrucción de ambas; para él, el mundo real, asentado en un marco espacio-temporal, fluye eternamente. En este mismo sentido, pero de forma más poética que técnica, se expresa Anaximandro cuando afirma que el predominio de un elemento sobre otro supondría una injusticia que tiene que ser reparada para restablecer el equilibrio.
Las teorías de la reminiscencia y de la simplicidad son puramente platónicas, pero para demostrarlas es preciso aceptar la teoría de las ideas. La primera se basa en que el conocimiento de las cosas, las ideas, es simplemente un recuerdo de algo que se ha vivido con anterioridad y si el acto de conocer es una facultad del alma, ésta necesariamente ha de proceder de ese mundo atemporal. El problema se suscita ante la pregunta de si seguirá existiendo tras la muerte. Todo está hilvanado y en este caso es la teoría de los contrarios la que se presta a solucionar el acertijo. La otra, la de la simplicidad, asume que hay dos mundos que coexisten, el de las “Ideas” y el de las “cosas”. El primero es eterno, no cambia, es simple, mientras que el otro está sometido a diferentes y constantes cambios, es caduco y plural. Pero ya hemos visto que el alma, además de tener la misión de sustentar y dirigir al cuerpo, conoce las Ideas, las Formas, lo que le confiere una naturaleza similar a la de éstas, ha de ser simple y lo simple no se puede corromper, por tanto necesariamente ha de ser inmortal.
Las pruebas que Platón pone en boca de Sócrates para demostrar estas teorías son un dechado de lógica y pone en serios apuros el intelecto de Cebes y Simmias, los dos conejillos de Indias que escoge el maestro para sus últimas enseñanzas, quizá por el carácter díscolo y nada proclive a dejarse convencer sin explicaciones de cierta enjundia que presentaban ambos. Al hablar sobre los “contrarios” Sócrates les dice que todo nace de su contrario: lo bello de lo feo, lo justo de lo injusto, lo caliente de lo frío, la vigilia del sueño… y, en consecuencia, la vida también tiene su contrario: la muerte. “Así como de la vigilia nace el sueño y del sueño la vigilia y el paso de la vigilia al sueño es la somnolencia y del sueño a la vigilia el despertar, forzosamente ha de ocurrir lo mismo con la vida y la muerte. Conocemos uno de los pasos intermedios, pues sabemos qué es morir, ¿no habremos de concluir que la muerte ha de tener la virtud de producir su contrario? ¿y cuál es el paso intermedio para alcanzar la vida? Despertar, o lo que es lo mismo revivir, que no es otra cosa que comprender ese retorno. Esto indica que las almas de los muertos existen en alguna parte durante el proceso.”
A veces Sócrates (Platón) se mete tanto en su discurso que parece establecer un monólogo, olvidándose del interlocutor. A pesar de todo, a Cebes el argumento le resulta irrefutable, aunque algo en su interior se le rebele, atreviéndose a opinar que la consecuencia obtenida no se adecua a los principios acordados. Acaso piensa que Sócrates no ha abandonado del todo las fuentes sofistas en las que había bebido tiempo atrás y por ello le pide que se ponga a su nivel, que se exprese con una mayor claridad. Y es que en esto todos somos un poco Cebes, de ahí que haya que agradecer a Platón sus esfuerzos para hallar explicaciones que alcancen a la mayoría, evitando falsas interpretaciones que enmascararían unas verdades ya de por sí bastante enmarañadas.
Cambia entonces Sócrates su lenguaje tratando de hacerlo más comprensible, no dudando en echar mano de metáforas y fábulas: “si no hubiera más que sueño, sin un despertar, un sueño eterno, todas las cosas estarían mezcladas, sin posibilidad de separación; del mismo modo, si las cosas muertas permanecieran en tal estado, sin revivir, sería inevitable que todo fuera absorbido por la muerte.” Sócrates rechaza categóricamente el planteamiento para reafirmarse en su teoría anterior: que hay una vuelta a la vida, que los vivos nacen de los muertos, que las almas de los muertos existen y que las almas de los justos son mejores y las de los malvados, peores.
Este engendrarse recíprocamente los contrarios, sin que exista un final, parece traer por los pelos el mito del eterno retorno. Si Sócrates lo aceptaba o no es imposible saberlo, como tampoco conoceremos por qué no aceptaba simplemente que el universo, el mundo, el hombre, todas las cosas pudieran desvanecerse para siempre con el correr de los tiempos, o por qué ni siquiera lo planteó a modo de hipótesis, o simplemente por qué no se dedicó a poner su ética – que sí cobró tintes de auténtica inmortalidad – por encima de de cualquier hipotética trascendencia. Platón nos dio a conocer el pensamiento socrático desde su propia perspectiva, hurtándonos la posibilidad de encontrar la frontera que presumiblemente separaba a ambos. En otro tiempo, pero casi en el mismo espacio, ocurrió lo mismo con Jesús y Pablo. Aquél, inmerso en las ideas judaicas no pudo barruntar la sinuosa senda de una doctrina labrada con tremenda dificultad, paso a paso, por un hombre con una mente estructurada según el pensamiento griego. ¿Admitía realmente Sócrates las ideas pitagóricas? ¿O simplemente las sometía a un razonamiento lógico con vistas a integrarlas en un proceso dialéctico? ¿Creía en la inmortalidad del alma, psique, pneuma, pensamiento o como queramos llamar a ese principio vital? Cuando Aristóteles niega el mundo platónico de las Ideas, prefigurando al HOMBRE, así, con mayúsculas, como una tabla rasa, absolutamente libre de excrecencias mentales para, por medio de la experiencia, adquirir el conocimiento pleno y superarse más allá de los límites puramente animales, ¿está contrariando a Platón o a Sócrates? Pues aunque éste ya hubiera muerto, todavía existían en Atenas personas que le habían conocido y que recordarían sus enseñanzas, así como su peculiar modo de llevarlas a efecto. ¿Pudo ser el alejamiento de Platón fruto de un reconocimiento a Sócrates? ¡Cómo saberlo!
Tras este breve paréntesis volvemos al diálogo. Cebes, que ya parece haber entendido, interrumpe a Sócrates trayendo a colación un principio que recordaba habérselo oído en otra ocasión y que algo tenía que ver con el tema tratado: “la ciencia no es más que reminiscencia” y rendido definitivamente a las enseñanzas del maestro afirma que éste es una prueba más de la inmortalidad del alma, ya que es forzoso que hayamos aprendido en otro tiempo, en otra realidad, las cosas que recordamos en ésta y de ahí que nuestra alma tenga que existir antes de cubrirse con los ropajes humanos. Simmias, que hasta el momento había permanecido callado, entra en escena de forma que cabría calificar de reproche a su compañero, exigiéndole que le demuestre tal aseveración, a lo que contesta Cebes que los hombres pueden encontrar todo por ellos mismos a poco que se les interrogue de forma apropiada. Sócrates, que ya tenía convencido a Cebes, observa un gesto de incredulidad en Simmias, pues rápidamente retoma la conversación a fin de llevarle a su terreno. Casi hay un reproche cuando le pregunta si le resulta difícil creer que aprender es tan sólo recordar, ya que para acordase es de todo punto necesario haber sabido antes la cosa en cuestión. Simmias está de acuerdo con la introducción, pero le gustaría oír de su maestro la explicación completa. Sócrates juguetea con el lenguaje para exponer sus conceptos, pero observando que el argumento no es bien comprendido por el interlocutor, lo conduce a un terreno más despejado en el que el horizonte se vea con mayor claridad. Cebes toma la palabra. Simmias sigue sus explicaciones con cierto recelo. Sócrates escucha. El diálogo que sigue resulta abstruso en determinados pasajes; de hecho el propio Simmias se hace repetir determinados argumentos bajo la confesión de que no entiende una palabra. Dada la extensión del diálogo no he juzgado prudente introducirlo, dejando a la voluntad e interés de cada cual la lectura del texto original.
La máxima acuñada por Sócrates de que había que pensar correctamente para vivir rectamente, esto es, vivir conforme a virtud, era el único camino válido para vencer a la muerte (o a perderle el miedo, añado yo). Si creía o no en la inmortalidad es algo que jamás sabremos; lo importante es que su ética era independiente de ello. Existe un pasaje en la “Apología” que llena de dudas esta cuestión: “…hay fundamentos para esperar que la muerte sea un bien, porque una de dos: o quien muere queda reducido a la nada y entonces ni siente ni padece, o, como dicen[5], la muerte es un cambio de morada, un tránsito en el que el alma se traslada de este mundo a otro. Si es la ausencia de toda sensación, como es el caso del que duerme sin soñar, entonces es la muerte para nosotros un estupendo beneficio, pues si comparamos una noche que hayamos dormido sin soñar con todos los días y noches de nuestra vida, tendríamos que pensarlo mucho antes de decir cuantos días y noches lo hemos pasado mejor y más agradablemente que esa sola noche. Y no ya el hombre corriente, sino el más rico y poderoso de los hombres sólo podría hacer referencia a un número muy limitado de esas jornadas. Luego si la muerte es un estado así, resulta un beneficio, pues todo lo que resta de tiempo quedará reducido a una sola noche. Pero si la muerte es un tránsito a otro lugar y es verdad, como dicen, que allí se encuentran todos los que han muerto, ¿qué mayor bien cabe imaginar? ¿cuánto no daríamos por encontrar allí a Orfeo y Museo, Hesíodo y Homero? Si eso fuera cierto, no me importaría morir cien veces. ¿Cabría mayor felicidad que encontrar allí a todos aquellos que murieron por un juicio injusto y poder comparar mis dolores con los suyos? Tendría la posibilidad de examinar e interrogar a unos y a otros, como hago aquí, para ver quién es realmente sabio y quién cree falsamente que lo es. Allí, al menos, no condenan a muerte, por eso quienes allí moran son más felices que nosotros, dado que son inmortales para el resto de los tiempos.”
Es de imaginar las caras de los jueces y el continuo removerse con inquietud en sus asientos ante andanadas tan contundentes. Verdaderamente si por la cabeza de estos se barruntara algún atisbo de clemencia, se habría desvanecido sin dejar rastro ante tan sutil como furibundo ataque.
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El diálogo se nos presenta como un intento desesperado de Platón por demostrar la inmortalidad del alma, movido quizá por la angustia que le produjo la desaparición de su maestro provocada por una muerte injusta. Hace dialogar a Sócrates sobre estas cuestiones en el momento más dramático que se le puede presentar a un ser humano porque en esas situaciones tan críticas cualquier idea toma el carácter de verdad. Pero en ocasiones el razonamiento no parece muy convincente y se dejan entrever ciertas contradicciones e inseguridades. Se interpreta el hecho de la muerte como una separación de alma y cuerpo, sin más y el resto se nos antoja un canto de esperanza. Lo que Platón quiere hacernos llegar es que la vida no es sino un camino de conocimiento y que la muerte nunca puede ser un final, sino un paso previo y obligado para adentrarnos en el mundo de la sabiduría, de la verdad, meta que todo filósofo persigue. Para convencernos de ello no duda en barajar viejas teorías, todavía de actualidad en la época en que se desarrollan los acontecimientos, como los de la trasmigración de las almas y la teoría de los contrarios, con las elaboradas por él mismo sobre las Ideas, apoyadas en las de la reminiscencia y la simplicidad, sin omitir el clásico mito sobre el “más allá” como colofón a la obra. Pero nada de lo anterior resultaría fundamental a nuestros ojos si no estuviera envuelto por el intenso dramatismo de los últimos momentos de Sócrates, que, como ave de mal agüero, aletea sobre el resto del diálogo sin dejarnos un momento de respiro.
El relato humano nos traslada a la madrugada del último día cuando los discípulos de Sócrates esperan pacientemente en la plaza pública a que se abran las puertas de la prisión y el carcelero les permita la entrada para compartir con el maestro los trágicos momentos finales. La sencillez expositiva es de un realismo tal que parece que nosotros mismos seamos protagonistas anónimos de la situación. Sócrates, al que acababan de despojar de sus hierros, se encuentra sentado sobre el lecho de la prisión frotándose con la mano la pierna todavía entumecida. A su lado, su mujer, Xantipa, con uno de sus hijos en brazos, prorrumpe en desgarradores gritos a la vez que se golpea con furia el rostro cuando ve entrar a los discípulos de su esposo, pues comprende que es el último día de su vida. Sócrates, sin inmutarse, ordena se la lleven para que no haga más difícil el trance y le permita realizar la que será su póstuma enseñanza. Cuando al final logran que se marche y la calma, en apariencia, se rehace, las primeras palabras de Sócrates se refieren a un comentario sobre el dolor y el placer tomando como referencia su maltrecha pierna: “Qué cosa tan extraña es lo que los hombres denominan placer y que maravillosamente se acuerda con el dolor, aunque se crea lo contrario... Si Esopo se hubiera detenido a pensar en esta idea, quizá hubiera hecho con ella una fábula. Habría dicho que Dios intentó poner de acuerdo a estos dos enemigos y que, no lográndolo, se contentó con encadenarlos a una misma cadena, de manera que desde entonces, cuando uno de ellos se presenta, lo sigue el otro muy de cerca. Es lo que yo mismo estoy experimentando ahora, porque al dolor que los hierros me producían en esta pierna parece sucederle ahora una sensación de placer”.
Sin apenas dar tiempo a que sus seguidores se den cuenta de la situación, Sócrates plantea dos cuestiones que tanto a Cebes como a Simmias parecen contradictorias: por un lado les dice que nos encontramos en esta vida por voluntad de los dioses para inmediatamente afirmar que la mayor aspiración del filósofo estriba precisamente en abandonarla o, por mejor decir, en no temer la muerte, ya que en el otro mundo nos espera una vida más feliz. El cuerpo, como prisión del alma, le impide la búsqueda de la verdad y solamente cuando nos liberemos de esa envoltura material estaremos en disposición de alcanzarla. Pero naturalmente para ello es absolutamente necesario que aquella sea inmortal. Todo el diálogo es un intento por demostrar el aserto. Solamente cuando cree haber convencido a sus interlocutores es cuando saca sus conclusiones: recompensa para los buenos y castigo para los réprobos en ese hipotético ultramundo. El dualismo alma-cuerpo es radicalizado al máximo por Platón en este diálogo y la filosofía en su más pura esencia no es sino una preparación para la muerte. ¿Pero cómo es ese mundo que nos espera? Para explicarlo Platón nos sumerge en el mito: una trinidad formada por tres esferas que equidistan de un punto fijo que es el hombre. Existe un mundo puro y superior, donde habitan las ideas; otro, la Tierra en la que nos vemos obligados a vivir durante nuestra etapa carnal y por fin, un inquietante mundo subterráneo, más intuido que conocido, pero que se nos antoja poco apetecible y por tanto nada recomendable. Así pues, una vez separadas las dos entidades que conforman el ser humano, por el fenómeno de la muerte, el alma, identificada con el intelecto y de la misma naturaleza que las ideas inmutables, una vez liberada de las pasiones, pasaría a formar parte de una de tales esferas según hubiesen sido las acciones llevadas a cabo en el mundo material. Cuando Sócrates les habla del mundo de ultratumba se limita a contarles una fábula, sin que en ningún momento se decante por asumir la verosimilitud del mito, aunque admita que el estado de las almas y sus residencias sean “aproximadamente así”. Quizá Platón lo introduzca para dar más énfasis a su teoría sobre la inmortalidad, aún a expensas de entrar en aparente contradicción como con la frase pronunciada por Sócrates en el momento de recibir la sentencia de muerte: “Vosotros salís de aquí a vivir; yo, a morir; Dios sabe cuál de las dos cosas es mejor.” Sentencia que parece plantear algún tipo de duda sobre el más allá. Quizá en el fondo pensaba que las cosas no serían tal como se las figuraba…
El diálogo que Sócrates mantiene con Simmias se le antoja a Cebes muy bien argumentado, aunque considere que no haya dado razones suficientes y sólidas sobre la pervivencia del alma tras el abandono del cuerpo. Cebes era de la opinión, muy extendida por otra parte, de que el alma desaparecía también con la muerte material: “se desvanece como un vapor y no existe en ninguna parte” y es precisamente esa duda la que le mantiene en “la esperanza grande y bella” de que la idea de Sócrates sobre la inmortalidad sea real y por ello pide explicaciones sobre lo que quizá no sea más que un sueño o un deseo. La respuesta de Sócrates no es contundente, sino que, fiel a su método, trata de examinar conjuntamente con Cebes la verosimilitud del razonamiento, no la certeza de algo que está fuera de los límites del conocimiento humano. Hacer pensar y que por la vía de la razón se llegue a vislumbrar la verdad es el ansia de Sócrates.
A medida que Sócrates les instruía se iba excitando, hasta el punto de que Critón, siguiendo una recomendación del vigilante de la prisión, le advierte de su inconveniencia, pues de seguir así, el veneno tardaría más tiempo en hacer efecto. “No le hagáis caso –contesta-; que se ocupe de su menester y que prepare lo que haga falta, aunque sea ración doble y aún triple.” Este tipo de comentarios, como el que les espeta cuando es preguntado acerca de su entierro: “como se os ocurra, si es que lográis apoderaros de mí y no me escapo de vuestras manos”, nos muestran al Sócrates de siempre, en absoluto preocupado por el trance inminente, convencido de la verdad de su enseñanza. ¡Qué lejanos quedaban los lamentos de la época homérica!
Cuando se finaliza la lectura de Fedón, uno se da cuenta de que huelga cualquier comentario, pues éste se encuentra en la propia naturaleza del diálogo. Así pues, nada más indicado que seguir el relato tal como nos lo presenta Platón, en la seguridad de que nos sentiremos transportados por las alas del ensueño a un tiempo y un espacio que todavía nos cautiva. Y esto sí merece la pena transcribirse.
“…Tras unas palabras de reconvención a Critón y sin añadir nada más, Sócrates se levantó y pasó a otra cámara para bañarse; Critón le siguió. Nosotros le aguardamos hablando unos con otros acerca de todo lo que se había dicho y repasándolo, y nos lamentábamos de cuán gran desgracia nos había sobrevenido, en la creencia de que íbamos a pasar el resto de nuestra vida como huérfanos privados de su padre. Cuando salió del baño le llevaron sus hijos, porque tenía tres, dos muy pequeños y uno bastante grande, y al mismo tiempo llegaron las mujeres de la familia. Habló con ellos en presencia de Critón y les dio las órdenes que quiso; despidió a las mujeres y los niños y vino hacia nosotros. Ya era cerca de la puesta del sol, pues había estado mucho tiempo en el baño. Se sentó sobre el borde de la cama y apenas tuvo tiempo de hablar, pues el servidor de los Once entró al mismo tiempo y, acercándose, le dijo:
-Sócrates, no tendré que hacerte el mismo reproche que a los otros, que me maldicen e increpan porque les traigo la orden de beber el veneno, según obligan los magistrados. Tú no eres como ellos; desde que entraste en la prisión te he encontrado el más firme, el más bondadoso y el mejor de cuantos aquí han estado presos y estoy seguro de que no me guardas ningún rencor; únicamente lo sentirás contra los que son causa de tu desgracia, y los conoces muy bien. Ya sabes Sócrates lo que he venido a anunciarte; adiós y procura soportar con ánimo viril lo que es inevitable. Y llorando dio la vuelta y se retiró. Sócrates, lo siguió con la mirada y le, dijo:
-También yo te digo adiós y haré lo que me dices. Ved qué honorabilidad la de este hombre y qué bondad. Todo el tiempo que he pasado aquí ha estado visitándome constantemente; es el mejor de los hombres y ahora llora por mí. Mas ¡ea!, Critón, obedezcámosle con agrado. Que me traigan el veneno si está preparado y si no que lo prepare él mismo.
-Me parece a mí, Sócrates, que todavía está el sol más alto que los montes y que aún no se ha puesto. Y además sé que otros lo han bebido ya muy tarde después de recibir la orden, que comieron y bebieron cuanto les plugo y que algunos hasta gozaron de sus amores. Todavía tienes tiempo.
- Los que hacen lo que dices, Critón, tienen sus razones, pues creen que es tiempo ganado, pero yo tengo las mías para no hacerlo, pues lo único que ganaría retardando el beber la cicuta sería poseerme el ridículo ante mí mismo al verme tan enamorado de la vida, que quisiera economizarla cuando ya no tengo más por aferrarme a la vida y andar ahorrando lo que ya nada es. Así que obedece y no me atormentes más. Critón hizo una señal al esclavo que estaba cerca, y el esclavo salió, volviendo al poco acompañado por el que había de dar el veneno, que llevaba preparado en una copa. Cuando Sócrates le vio, dijo al hombre:
-Vamos, amigo, tú que sabes de esto, ¿qué es lo que hay que hacer? Instrúyeme.
-Nada más que pasearte después de beber, hasta que notes pesadez en las piernas; entonces has de acostarte y de esta manera hará su efecto. Y con esto alargó la copa a Sócrates. Él la cogió, y muy serenamente, sin mostrar emoción ni alterársele el color ni el rostro, sino, mirando al hombre tan firme y seguro de sí mismo como siempre, dijo:
-¿Dime, hijo, se puede hacer una libación con esta bebida?
- Sócrates, no preparamos más que lo necesario para ser bebido.
-Comprendo -dijo él-, pero al menos estará permitido, porque es justo orar a los dioses para que bendigan y hagan próspero nuestro viaje; es lo que le pido: ¡que escuchen mi ruego! Y diciendo así, aplicó la copa a los labios y con toda sencillez y tranquilidad apuró la bebida.
Hasta entonces casi todos habíamos tenido la presencia de ánimo para contener el llanto, pero cuando, vimos que había bebido, ya no pudimos más y nos echamos a llorar como los otros. Yo, a pesar de mis esfuerzos, lloré tanto que no tuve más remedio que cubrirme con el manto para desahogarme, y no por la desventura de Sócrates sino por mi desgracia de perder tal amigo. Y Critón aún antes que yo, como no era capaz de contener las lágrimas, se levantó y salió. Apolodoro, que desde el principio no había cesado de llorar, empezó a gritar, lamentarse y sollozar de tal manera, que nos partía a todos el corazón, excepto a Sócrates, que dijo:
-¿Pero qué es esto, amigos míos? ¿A qué vienen estos llantos? Para no oír llorar a las mujeres y tener que reñirlas las mandé retirar, porque he oído decir que al morir sólo se deben decir palabras amables. Callad, pues, y demostrad más firmeza. Y nosotros al oírle tuvimos vergüenza y retuvimos el llanto. Y él , después de haber dado unos paseos, dijo que le pesaban las piernas y se echó de espaldas en el lecho, como se le había ordenado, y en seguida, el que le había dado el veneno le examinó pies y piernas, y dejando pasar un poco de tiempo, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía; Sócrates dijo que no. Y después le volvió a tocar las piernas, y subiendo así, nos mostró cómo se enfriaba e iba poniendo rígido. Y le iba tocando y dijo que cuando el frío le llegase al corazón entonces Sócrates nos abandonaría. Ya tenía el abdomen helado; entonces se descubrió Sócrates, que se había cubierto el rostro con un velo, y dijo a Critón:
-Debemos un gallo[6] a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. Fueron sus últimas palabras
-Así será -le dijo Critón-; pero piensa si no tienes algo más que decirme. Nada contestó; un momento después se estremeció ligeramente. El hombre le descubrió del todo, Sócrates tenía la mirada fija y viendo esto Critón, le cerró piadosamente la boca y los ojos. Éste fue el fin del hombre de quien podemos decir que ha sido el mejor de los mortales que hemos conocido en nuestro tiempo, y además el más sabio y el más justo de los hombres.”
Se le queda a uno el ánimo encogido.
Las obras de hondo calado, por lo general, suelen parecer al lector farragosas, cuando no indescifrables. Ésta resulta sencillamente sublime. No hay nada en ella que no induzca a la meditación, y más allá de la simple lectura nos sentimos protagonistas de una realidad intensamente vivida. Lo que ya no sé, es si lo que se dice a continuación puede enriquecer el comentario o por el contrario echar demasiada tierra sobre el gran texto de Platón. Me refiero a la frase pronunciada por el relator de los acontecimientos cuando se da cuenta de que con la muerte de Sócrates ya nada será como antes, pues su profundo contenido no debería pasar desapercibido, ya que encierra toda una filosofía de vida: la enorme contradicción a que está sometido el ser humano, esa lucha constante entre el desprendimiento personal, la entrega al prójimo, y el egoísmo aislacionista que nos reconcentra y encierra en lo más profundo de nosotros mismos: “yo, a pesar de mis esfuerzos, lloré tanto que no tuve más remedio que cubrirme con el manto para desahogarme, y no por la desventura de Sócrates, sino por mi desgracia de perder tal amigo.” La carga sentimental que nos traslada es de tal magnitud que nos impide ser ajenos a tal sufrimiento, quizá porque todos lo hemos experimentado.
De todos los discípulos de Sócrates, parece que sólo Antístenes tuvo el valor de pronunciar una frase comprometedora dada las circunstancias del momento en Atenas “Las ciudades perecen cuando no saben distinguir los buenos de los malos.”
La muerte de Sócrates nos ha sido legada como paradigma de la dignidad para una época y una sociedad en la que la muerte nos es ajena, ha perdido toda intimidad, hay que ocultarla como si de algo contagioso se tratara, cederla a extraños para que nos protejan de esa indeseada ingerencia. Sentimos miedo al mirarla cara a cara, porque en nuestra cultura la muerte ya no forma parte de la vida. Hemos perdido sensibilidad y lo que es peor, el conocimiento íntimo de nuestro propio ser. Sócrates, sin duda, fue en vida “el mejor hombre, el más sabio, y el más justo”, pero en la muerte fue un verdadero dios.
[1] “Lo que es propio de”; la “excelencia”, diríamos en el lenguaje mercantil de nuestros días. La traducción que nos ha llegado de “virtud” no se acomoda al término griego, pues no gozaba de las connotaciones morales que hoy damos a este concepto.
[2] La palabra griega "inducir" significa "guiar hacia", por lo que el pensamiento inductivo guía a la mente desde los casos particulares hasta la definición absoluta.
[3] Tiene una doble acepción: una voz interior que dicta las acciones a tomar, conciencia, llamaríamos hoy, y también el sentido de espíritu, demonio.
[4] Resulta curiosa la similitud de las palabras griegas soma (hombre) y sema (tumba) que, en sí mismas, encierran el concepto de lo expuesto
[5] Se refiere a las doctrinas órficas y pitagóricas cuya creencia era la de que el alma tenía una vida independiente del cuerpo y su unión era temporal.
[6] El episodio del “gallo” ha tenido distintas interpretaciones, desde la más pura ironía, pues, de acuerdo a sus enseñanzas, la muerte suponía la “curación de todos los males”, hasta el deseo más o menos real de congraciarse con los dioses demostrando al mismo tiempo lo injusto de la sentencia. Por añadir una más, ¿por qué no pensar que el hastío que le acompañaba le indujo a reírse de todo y todos a la manera de “ahí os quedáis”?