El Tren
No camines delante de mí, quizá no pueda seguirte;
no camines detrás de mí, quizá no sepa guiarte;
camina a mi lado y sé mi amigo.
A.Camus.
Algún encanto especial tienen los trenes cuando la mayoría de los infantes, al menos los de su época, suspiraban por poseer uno de juguete. Hasta donde le alcanzaba la memoria, fue uno de aquellos rudimentarios artefactos el primer regalo que recibió en su vida. La locomotora, verde; los dos únicos vagones que arrastraba, rojo oscuro. El arranque, un tosco mecanismo de cuerda. El diseño deplorable. Los raíles se cerraban en círculo y la velocidad que alcanzaba aquel ingenio era tal que rompía el equilibrio entre las fuerzas centrífuga y centrípeta, produciendo continuos descarrilamientos. Tantos que, hastiado de tanta componenda, decidía hacerlo funcionar sobre el suelo, con lo que el problema se reducía a los esporádicos choques contra las paredes de la pequeña estancia. Hoy, tales juguetes han sustituido fantasía por realismo. Su sofisticación y perfeccionamiento han alcanzado tales extremos que la imposibilidad de divertirse se hace manifiesta. Se diría que son ellos los que juegan con uno, limitándose éste a ser mero espectador de las increíbles evoluciones.
La tendencia que la población infantil tiene hacia los trenes es tal, que pudiera hacer pensar en un comportamiento arquetípico en el que se refleja el curso de la existencia. Nacemos en una estación y, sin apenas darnos tiempo a encarar esa realidad, somos introducidos, casi con violencia, en cualquiera de los trenes cuyo único cometido consiste en recoger viajeros para conducirlos a inciertos destinos. Cada uno de los vagones que lo componen alberga a diferentes tipos de pasajeros que se van agrupando por edades, afinidades, conocimientos o simples deseos de viajar en compañía. Nadie conoce el rumbo, menos aún el destino. En todo caso el maquinista. Lleva tanto tiempo al mando del convoy que se ha dado cuenta del eterno recorrido en espiral. Una vez, al menos, se coincide en el mismo punto. Los más viejos y avispados, intuyendo el señuelo, se apean sin pensárselo demasiado. A veces, aunque por distintas razones, otros pasajeros emulan tal comportamiento: gentes de escasa experiencia; espíritus poco dados a aventuras imposibles; aquellos a los que cualquier cambio, por pequeño que sea, les atemoriza; los atolondrados... Unos deciden quedarse definitivamente, otros, por no ofrecerle nada la nueva situación, esperan ansiosos la llegada de un nuevo tren que les transporte a otros lugares y les permita conocer nuevas situaciones.
Hay muchas formas de disfrutar de un viaje, como las hay de contemplar lo que fluye alrededor de uno desde la placidez del reposo. Cuestión de vocación y de elección. Él se había decidido por la primera opción. Compartía momentos de felicidad y tensión con sus vecinos de compartimento, aprendiendo de sus vivencias y aportando sus propias experiencias. A veces se dirigía a otros vagones en los que la variopinta diversidad de personajes le servían de estímulo, ampliando sus conocimientos y ayudándole a decidir su futuro. Una de sus mayores satisfacciones consistía en abstraerse contemplando el cambiante paisaje a través de la ventanilla o imaginando las vidas de las personas con cuyas miradas coincidía en los escasos momentos en que tren y estación formaban un conjunto homogéneo. Tenía la certeza de que las cosas se ven de distinta manera cuando se contempla el paso del tren que cuando se viaja en él, y aunque en ambos casos el objeto de observación se aleja respecto a nuestra posición, el entorno, la circunstancia que lo rodea, en un caso permanece fijo, inalterable, mientras que en el otro está sujeto a mutación, ofreciendo matices que ponen en estado de vigilia mecanismos internos de percepción, sensaciones desconocidas que dan sentido a realidades ocultas.
Le deprimía el comportamiento pasivo de aquellas gentes, cuyo único cometido parecía ser el de la mera contemplación de los trenes que llegaban, se detenían por breves momentos y partían nuevamente hacia destinos desconocidos. Le habían enseñado que la energía engendraba movimiento y calor, y que a mayor energía mayor velocidad de las partículas implicadas, a veces tanto, que llegaba a producir desorden y caos, pero también vida, o quizá por ello mismo. En el extremo opuesto, el cero absoluto, la quietud elevada a la máxima perfección, el vacío más desolador. Eso le parecían aquellos seres dejando pasar la vida sin el mínimo aspaviento. Sí, eso eran, ceros absolutos. En cierto modo también él estaba parado, pero se trataba de un estado relativo, pues se movía con el tren; hablaba con personas que habían viajado en otros diferentes, conocido a muchas gentes, protagonizado gran variedad de sucesos y admirado infinidad de paisajes. La constante comunicación le proporcionaba vivencias que se superponían a las por él experimentadas. Además le incitaban a meditar y esa circunstancia le confería el estatus de ser parte activa de la existencia, no simple espectador. No. No debía ser fácil compartir vivencias con los que sentados o paseando sin pausa por el andén, permanecía juntos, arropados en el miedo, en actitud alienantemente contemplativa. ¿Qué se dirían? Al carecer de experiencias, todo giraría sobre un hecho determinado en agotadora conversación, sólo renovada cuando el azar les ofreciese una nueva oportunidad de comunicarse. Y así discurrían sus vidas, como alocadas peonzas que sólo se detienen cuando su continuo giro las deja agotadas, a la espera de que una nueva fuerza externa las vuelva a poner en movimiento.
Fue en una de aquellas paradas forzosas, donde la coincidencia de dos mundos opuestos parece detener el tiempo, cuando la conoció. Él, pegado su rostro a la ventanilla, agobiado por las reflexiones; ella, deambulando por el andén de la estación. Sus miradas se cruzaron: “seres procedentes de mundos distintos cuyo encuentro no tiene sentido” – pensó. Se acercó curiosa a la ventanilla y permaneció allí inmóvil, observándole con cierto descaro:
- ¿A dónde vas?
- No lo entenderías
- Quizá, si tú me lo explicaras... Me he pasado la vida en esta estación contemplando el paso de muchos trenes atestados de gente como tú, que buscan respuestas a cuestiones imposibles...
- No lo entiendes. Y lo peor es que no te lo puedo explicar. La vida es cambio. Quizá vosotros no lo veáis porque estáis inmersos en la naturaleza inmutable que os aprisiona. Sois como esas montañas peladas que presentan siempre la misma apariencia...
- Te equivocas – le interrumpió la mujer. No estamos en la naturaleza. Somos parte de ella y como tal nos comportamos. Vosotros siempre estáis clamando, preguntando, y por toda respuesta oís el silencio del mundo; nosotros, por pertenecer al mundo, por “ser” el mundo, somos depositarios de todas sus respuestas. Creéis que estamos atrapados en una red de la que es preciso escapar, pero ¿a dónde? Ni siquiera os lo planteáis. Porque, con toda vuestra presunción, no os dais cuenta de que la red sois vosotros mismos. Decís que os fascinan las profundidades, pero lo que en realidad necesitáis es que se os admire por arrostrar peligros que sólo existen en vuestras mentes; despreciáis la superficie, incapaces de percibir que es en la mansedumbre de sus aguas, esa misma quietud que nos achacáis, donde se refleja como en un límpido cristal todo lo que de bello hay en el mundo. Es verdad que ocupamos gran parte de nuestras vidas viendo pasar esos trenes abarrotados con personas que no saben a dónde se dirigen y probablemente tampoco de dónde vienen. Seres perdidos en un mar de dudas que hacen del movimiento huida. Nosotros no pretendemos comprender la vida. La disfrutamos sin estridencias y, en todo caso, nos dejamos impregnar de las leves salpicaduras que, a su paso, nos dejan gente como vosotros, seres acelerados incapaces de gozar del sosiego, de la pasividad, del lento discurrir del tiempo, un tiempo que es preciso dominar para que no nos envuelva en sus arteras redes.
Calló. ¡Qué seres tan extraños eran aquellos viajeros sin rumbo! ¡Qué volubilidad! Siempre en pos del cambio. Un cambio sin sentido. El cambio por el cambio. Y a eso le llamaban evolucionar. Si, además, se trataba de hombres, la cosa se complicaba, pues, por añadidura, el viaje era asimilado a una conquista. No de esas a las que sigue la lógica explotación del éxito obtenido, sino como un medio para alcanzar unos fines confusos que se alejaban a medida que creían tenerlos a su alcance.
El hombre permanecía en silencio, observándola. “No lo entiende – musitó. Las experiencias pueden relatarse; las vivencias no, pues forman parte de los sentimientos; como mucho, se comparten. Y sin embargo, no es posible poseer vivencias sin el concurso de la experiencia. ¡Cómo explicarlo!”
Vivir y ver pasar la vida. Movimiento y reposo. Conceptos de difícil unión cuya existencia no se concibe por separado. Imposible comprender lo uno sin lo otro. Las simplificaciones suelen conducir a error. Cuando se quiere señalar la inexplicable asociación de dos elementos, se recurre a la realidad tópica de los “polos de distinto signo” y con ello se asume la perfección de tal enlace, sin elucubrar demasiado acerca del significado de los términos positivo y negativo. Los cuerpos se unen por afinidades, y por extraño que pudiera parecer, tal enlace implica una imperfección en sus estructuras: lo que a uno le sobra, se lo cede al que le falta. Excelsa lealtad. Amor sin límites, máxime si se tiene en cuenta que ambos cuerpos pierden sus propiedades originarias, su personalidad, para fundirse en un nuevo elemento con características diferentes de los primitivos. Sin duda, el cristianismo tiene una deuda pendiente con la química. Claro que tales enlaces pueden ser inestables y, en consecuencia, reversibles, a la espera de una nueva oportunidad en la que la estabilidad produzca una unión más duradera. Y si los elementos más simples se equivocan, ¿qué no ocurrirá con los cuerpos complejos, de los que el hombre es el ejemplo más representativo? Éste también está compuesto por capas que se superponen, pero a diferencia de los elementos químicos, no comparte sus electrones con tan desprendida generosidad. Se niega a perder lo que considera su esencia, si bien acepta gustoso aquello de lo que carece, sobre todo si no requiere esfuerzo. El que recibe, salvo excepciones, suele creerse merecedor de aquello que se le entrega; la generosidad no es tan mezquina, se manifiesta como la luz, sin mediación de la voluntad. El derrumbamiento político, moral y social de ciertos regímenes se encuentra en el fondo de la naturaleza humana. El reparto resulta siempre problemático. La justicia para llevarlo a efecto, excesivamente subjetiva.
La entrega irreflexiva acarrea, si no daños, serios problemas a causa de un presumible sometimiento a la voluntad ajena. Recibir, sin ofrecer nada a cambio, es patrimonio mezquino de seres posesivos, ávidos coleccionistas de todo lo que les pueda beneficiar. Sólo la balanza de la razón es capaz de mantener el equilibrio tan necesario. Inclinarse hacia uno u otro lado entraña el peligro de hundirse en abismos de improbable retorno.
Absorto en estos pensamientos, el agudo silbato que anunciaba la inmediata salida del tren le produjo un desagradable sobresalto que le devolvió a la realidad inmediata. Miró el reloj. Marcaba la misma hora que a la llegada. Se volvió hacia sus vecinos de compartimento; allí seguían, ajenos a lo que ocurría en un entorno que en absoluto les preocupaba, relatando experiencias pasadas e intentando casarlas con proyectos de futuro. En su cerebro martilleaban las palabras de aquella mujer, todavía inmóvil en el andén. Le invadió una angustiosa sensación de vacío. En realidad era mucho lo que ya había recorrido. ¿Qué más podría necesitar? Quizá un poco de aquella tranquilidad que se le ofrecía. ¿A qué tantas experiencias si a la postre todas son repetitivas? Lo que había escuchado no estaba exento de razón, pero... ¡Había tantas cosas por conocer! Lo sabía por aquellas personas que le acompañaban. Los trayectos habían sido similares, pero los matices tan variados, que semejaban vidas diferentes. Algo vago en su interior le inducía a continuar el viaje, a seguir experimentando... Miró a la mujer y a la gente que la rodeaba. Parecían felices. ¿Lo era él? Se percató de que le estaba hablando de nuevo:
-...éste es un pueblo pequeño, tranquilo, en el que poco deseamos porque nada necesitamos y no nos falta comprensión y afecto. Nos conocemos todos y todos nos aceptamos. Nuestra existencia transcurre plácida y sin sobresaltos... la búsqueda incesante, la aventura absurda y vacía de contenido, las preguntas sin respuesta, jamás te traerán tranquilidad. Tú, que tanto deseas el cambio, acepta como tal éste que te ofrezco...
Le estaba definiendo un mundo perfecto, una nueva versión del Paraíso en el que la felicidad, considerada como la ausencia de todo deseo, plantaba cara a la libertad. Quizá no anduvieran muy descaminados. Para entrar en aquel edén no había más que traspasar la puerta del viejo vagón de ferrocarril. Si lo hacía, todos sus sueños se perderían irremisiblemente, siendo sustituidos por el sosiego de un mundo que le asustaba, pero que, en alguna medida, comenzaba a atraerle. Dudaba. Intuía que se sumergiría en una eterna monotonía, “como la de la muerte” – pensaba. Aquellos valores diferían notablemente del código por el que se regía...
Trató de evadirse de este pensamiento replanteándose la situación: ¿Por qué no lo contrario? Convencerla para emprender un largo viaje juntos, sin limitaciones de espacio ni tiempo, ensimismándose en los cambiantes paisajes que les ofreciera la naturaleza, corriendo aventuras, apoyándose mutuamente en los momentos amargos, aprendiendo de los fracasos, compartiendo las vivencias que les deparase el destino. Comerían cuanto fruto prohibido encontrasen en el camino. Serían libres. Complementarían sus personalidades hasta parecer más que dos...¿Lo aceptaría? La mirada de ella le persuadió de lo contrario... Tranquilidad, paz, sosiego... Lo había pensado alguna vez cuando, en la soledad que le acompañaba en algunos de sus recorridos, se planteaba el sentido de la existencia. Dudaba. Su intensa vida viajera le había hecho amar lo desconocido, luchando por desentrañar sus misterios. ¿Por qué no suponer que esta nueva etapa traería consigo riesgo, aventura...? Echó una mirada al interior del vagón. Allí tampoco había cambiado nada. Sin conciencia de lo que hacía, recorrió la corta distancia que le separaba de la puerta. De un salto salvó los dos escalones que le franqueaba la entrada al nuevo mundo. Las agujas del reloj del andén no habían modificado su posición, y el suyo parecía haberse detenido en el mismo tiempo. En aquel preciso instante el tren se ocultó tras una densa nube de vapor procedente de la locomotora que iniciaba su marcha. Cuando el vagón que poco antes había abandonado pasó por su lado, observó que el reloj adosado a una de las paredes del compartimento se había puesto en funcionamiento, acelerándose progresivamente. Instintivamente dirigió su mirada al de la estación. No se había movido. Seguía marcando las diez de la noche. Una noche que empezó a parecerle eterna. Pudo ver los rostros de sus antiguos compañeros, alegres, ilusionados, continuando su viaje a ninguna parte... y sintió que su vida también se perdía en la lejanía. Sintió que una mano le oprimía la suya con más decisión que fuerza. El tren aumentó su velocidad, pero no lo suficiente como para no darle alcance si se lo propusiera. Hizo un movimiento inconsciente que creyó imperceptible y cuya respuesta fue una presión en su mano que se le antojó desproporcionada al gesto. “Vámonos a casa”. Su alma, perdido ya el rumbo, viajaba en aquel tren, mientras su cuerpo, vencido, viejo y cansado, se negaba a seguirla. Por fuerza se encontraba sumido en un sueño. Sí, una horrible pesadilla. Despertaría y todo volvería a ser lo que fue: sus ilusiones, sus vivencias, su infatigable búsqueda...¡su vida!
* * *
Si se observa un objeto a una distancia excesivamente corta, se distorsiona de tal forma que llega a poner en entredicho el concepto que previamente se tenía del mismo. A él le ocurría algo similar. Empezaba a tener confuso el sentido de la realidad y, por más que lo intentaba, se veía incapaz, no ya de solucionar, sino de comprender el sentimiento que le abrumaba hasta el punto de encerrarlo en un perenne estado de letargo. Como una incógnita que se ve imposibilitada para resolver el problema, se empeñaba en analizar las partes considerando que, una vez integradas, le facultarían para entender el todo, obviando que él también era una parte del conjunto. Ponía en duda todas sus viejas convicciones, aunque sólo fuese en las formas; veía en el movimiento constante de los viajeros un camino inexorable hacia la muerte y dudaba de que al final pudiese encontrar el conocimiento. La vida, así considerada, parecía reducirse a una eterna búsqueda tras algo inalcanzable, una revisión del drama de Sísifo. Los otros, los de la estación, de eso sí estaba seguro, no iban hacia la muerte porque vivían en ella y, lo que era peor, una parte de su ser había penetrado por derecho propio en aquella tumba.
Pasó el tiempo como el viento que barre las hojas otoñales. El tedio de aquella vida no se interrumpió ni siquiera con la novedad de las primeras etapas. Trató de aprovecharse de todo lo que de positivo pudiera aportarle existencia tan singular, pero el pragmatismo de aquellas gentes, viviendo de espaldas al futuro, sin esperanzas, le alteraba; le agobiaba el eterno presente al que le condenaba la pequeña sociedad. Era consciente de que, por lo general, las acciones, las normas de la “buena convivencia”, traicionaban a las emociones, pero él se negaba a seguir tal postulado, al contrario, desdeñó aquella educación que se le antojaba sinónimo de hipocresía negándose a sepultar cualquier sentimiento, a aparentar lo que en modo alguno sentía. La mujer no podía entender comportamiento tan fuera de lo normal. Nada le había exigido, ni interferido en su decisión; el pueblo le había aceptado sin otras contrapartidas; y ella... le aceptó plenamente a pesar de sus rarezas ¿no? El comportamiento de que hacía gala en la actualidad contrastaba con el de su primera época, en la que se mostraba ilusionado y participativo. Quizá fuera el recuerdo de su vida pasada; quizá el propio cansancio al fracasar una y otra vez en sus esfuerzos por introducir innovaciones que nadie deseaba en la comunidad.
-Has cambiado – le dijo en cierta ocasión.
-No. Fue tu deseo de que lo hiciera el que te ha hecho ver las cosas de ese modo. En realidad las personas no varían su modo de ser en lo sustancial, en todo caso se adaptan, como un recurso necesario para la supervivencia. Es esta sociedad la que me agobia y produce desazón, y el cambio que piensas se ha producido en mí, no es sino una reacción que me hace sentir vivo. He intentado por todos los medios integrarme en tu mundo, pero no ha sido posible. No te culpo, pues todos somos responsables de nuestras acciones. Creí sinceramente que esta nueva vida me produciría la paz y el sosiego de que me hablabas, pero sólo he encontrado tristeza y soledad. No diré que he cometido un error, pues estos son parte significativa de la razón de existir; al contrario, me han supuesto una experiencia más en el largo y misterioso proceso que llamamos vida.
No lograba entenderle. Su comportamiento, por muchas explicaciones que pretendiera, era simplemente rechazable, intolerable. Sus salidas de tono en las reuniones sociales, cuando se debatían asuntos que la comunidad juzgaba relevantes y que para él no eran sino mezquindades; sus ausencias injustificadas; su aislamiento... hacían pensar a la comunidad que aquel hombre había perdido el juicio. No podía resultar extraño que le hiciesen un vacío al tiempo que se agrupaban en torno a su hermana de comunidad; ella sí que precisaba ayuda. Los consejos que recibía, si bien no enderezaban la situación, le proporcionaban, por el contrario, íntimo consuelo. Su relación se deterioraba y las causas que les hacían permanecer unidos eran de índole social, antes que ética. El cuerpo de aquel hombre se encontraba junto a ella, pero su mente, su espíritu, viajaba desde antiguo en aquel tren que ella hubiese querido borrar de su memoria. Le aburrían sus continuas fantasías, le alteraba su falta absoluta de pragmatismo y ya no podía soportar por más tiempo su indiferencia. Sentía que algo se le escapaba; que un elemento extraño a su naturaleza había interferido en la perfecta rueda de su existencia, tratando de inutilizarla. Y eso, no. ¡Pensar que se había entregado totalmente! Lucharía por lograr una total indiferencia hacia el ser que le había fallado, y cuando lo consiguiese... mientras tanto se mantendría a su lado.
En cierta ocasión le hizo partícipe de sus planes: “Maquiavelo redivivo” – pensó el hombre. Tras aquella primera época, en la que se había sentido observado, siguió otra más prolongada que parecía responder a un proceso de reeducación, durante el que trataron por todos los medios de suprimir su pasado para integrarlo en la nueva sociedad. Fuese éste inconsciente o insidioso, lo cierto es que se dejó dominar por la situación sin oponer resistencia. Sus proposiciones, que su fantasía convertía en decisiones, jamás eran tomadas en consideración por aquella estática comunidad, y los cambios que pretendía introducir, con más entusiasmo que posibilidades de éxito, eran mirados con recelo y descartados de inmediato. Aquel soñador, inconformista, obsesionado por las transformaciones... ¿es que no sabía disfrutar de la paz y el sosiego? ¿acaso no era inmutable la naturaleza?
Su personalidad, antaño repleta de ilusiones y ansias por vivir, se había visto atrapada en una sutil y tupida malla hábilmente tejida por aquella posesiva sociedad. Verdaderamente, las naturalezas en apariencia débiles sorprenden por su fortaleza en los momentos críticos. Semejan expertos cazadores utilizando arteramente sus trampas para sortear los previsibles peligros que se les pudieran presentar en un enfrentamiento directo. Las presas, con menos resabios, se mueven por la necesidad, ignorantes del peligro ante el señuelo que les atrae irremisiblemente hacia un final inesperado. Unos basan su vida en la seguridad; los otros en la libertad; y ambos luchan siempre en bandos opuestos.
Le había hablado de indiferencia, de desamor. ¿Qué entendía ella por amor? ¿Dependencia? Quizá, pero en ese caso se trataba de un craso error. La dependencia es un camino recto y fácil que conduce a la posesión y cuando ambas se encuentran adquieren el poder suficiente para destruir cualquier relación; son como polillas introducidas en una madera mal tratada que carcomen cuanto encuentran a su paso. ¡Amor! Realmente no era un concepto de sencilla definición, pero al menos creía poder enumerar algunas de sus características: entrega, pasión, cariño, comprensión, complementariedad..., aunque desconociese los mecanismos psíquicos o fisiológicos que lo hacían posible. Otros factores como la afinidad, el carácter, los objetivos compartidos... le servían de valiosa ayuda, pero no podían ser considerados como parte sustancial del mismo. Giraban en órbitas diferentes. Los unos formaban el cuerpo, los otros el alimento necesario para su desarrollo. Imposible vivir sólo de uno, pero tampoco sin el otro. Aquella situación le había llevado a meditar acerca del misterio que provoca la unión entre dos seres, en cuyo seno también se alberga el germen de la separación. “El matrimonio – se decía – se asemeja mucho al comportamiento de los huesos: se debilitan con el uso y cuando se produce un roce excesivo, el consiguiente desgaste implica una solución la mayoría de las veces traumática, en la que sólo una cirugía responsable puede minimizar el riesgo de vivir sometido a un insoportable dolor.”
Aficionado como era a las abstracciones comparaba la relación de pareja con las estaciones del año: una primera etapa ardorosa, explosiva, como todo lo primitivo, en la que la delicada fragancia de las flores todo lo inunda, pero cuya acelerada existencia no repara en que es simple precursora de un fruto que hay que cuidar con mimo si se quiere gozar de él en el tiempo de la sazón. Le sigue un período caluroso preñado de amenazadoras tormentas e inevitables sequías que pueden dejar baldíos los anteriores esfuerzos si no se toman las debidas precauciones, pero, salvados los obstáculos, ¡qué mayor placer que el de saborear los frutos en su exultante madurez! Después, el otoño, con la serenidad que emana de sus mágicos colores y la íntima satisfacción de haber recorrido un sendero lleno de dificultades felizmente resueltas, contemplando el porvenir con sosiego y tranquila esperanza, sin dejarse vencer por el abandono que nace de creer que todo ha sido realizado. Y, al fin, el invierno, referencia obligada para nuevas generaciones que observarán complacidas cómo de los añosos troncos, lejos de convertirse en astillas, nacerán nuevos vástagos que seguirán dando sentido a la existencia... Suspiró. ¡Fantasías! Fantasías de un viejo iluso y fracasado.
La revelación que le había hecho, propició todavía más su aislamiento. En su diario deambular acababa siempre sentado en uno de los destartalados bancos de la no menos vetusta estación, esperando paciente el paso de los trenes. El ambiente denso y enrarecido de aquella delirante sociedad le impedía la respiración. Su mente torturada era de continuo asaltada con la idea de subirse a uno de aquellos trenes y huir de una situación que se le antojaba de ficción. ¡Huir! La palabra le hacía daño. ¿De qué? ¿a dónde? Le faltaba valor. Sus ilusiones se habían ido desvaneciendo en un mundo sin vida y ahora un temor creciente se apoderaba de su voluntad. Los temores de la niñez le eran devueltos transformados: miedo al futuro, a la soledad, a que su viejo mundo se hubiese convertido en una trampa mortal, a que todo se hubiese desmoronado. Los valores por los que siempre había luchado y tratado de inculcar a los demás, se habían transfigurado en volátiles pavesas
* * *
Fiesta grande en el pueblo. La animación era extraordinaria y la gente parecía salir del profundo estado cataléptico en el que se encontraban perennemente sumidos. Había ganas de divertirse, pero el hombre no tenía intención de participar en aquella orgía que le parecía más propia de muertos. Su pensamiento se perdía en otro espacio y en otro tiempo. Ajeno a lo que le rodeaba, vagaba por las abarrotadas calles sin fijarse en nadie. Comenzó a llover con fuerza y la gente corrió a refugiarse en el amplio local que servía de sede social al pueblo. Él continuó su errabundo caminar sin preocuparse de la copiosa lluvia que le había calado completamente. Sus pasos, liberados definitivamente de la esclavitud de la consciencia, le condujeron una vez más, la última, a la vieja estación donde se acomodó sobre uno de los húmedos bancos que le resultaban tan familiares, quizá lo único íntimo en los últimos tiempos. Cerró los ojos y volvió a sentir las emociones de antaño. Un profundo suspiro, una congoja infinita y un llanto progresivo que se distinguía de la lluvia en el amargo sabor de las gotas en contacto con sus labios, terminaron con las pocas fuerzas que le quedaban. Un agudo dolor en el pecho, celoso de que la tristeza le arrebatara protagonismo, le hizo encorvarse violentamente. Intentó recobrarse sin conseguirlo. Su visión se hizo borrosa, pero no lo suficiente como para impedirle contemplar la súbita aparición de una flamante locomotora de color verde que fue reduciendo su tamaño hasta hacerse diminuta. Un niño de corta edad se afanaba en darle cuerda para ponerla en movimiento... Con helada sonrisa e infinita ironía abandona todo poder de sugestión y piensa: “Qué tiempo perdido...” Después, el vacío, la nada. El reloj de la vieja estación marcaba las diez de la noche y en la lejanía sonaba la música y el griterío de la multitud.
Para conocerse a sí mismo, uno debería afirmarse a sí mismo.
La psicología es acción, no pensar acerca de uno mismo.
Conformamos nuestra personalidad durante toda nuestra vida.
Si nos conociésemos perfectamente, deberíamos morir.
A. Camus