Los topos
Contemplando, absorto, desde la ventana de mi habitación el triste aspecto que presentaba el otrora envidiado jardín, recordé un monólogo en forma de discurso pronunciado por un ecologista de la nueva era en el que, haciendo mención a la protección de las especies, incluía al “topo” como una a tener en especial consideración. Por aquel entonces, mis rudimentarios conocimientos sobre las andanzas de tan singular animalito, no pasaban de lo aprendido en aquellas tediosas clases vespertinas en las que el hoy añorado profesor de Ciencias Naturales, con voz irritantemente pausada y desesperante monotonía, nos introducía en el género tálpido a través de sus dos grandes familias: los topos y los desmanes. Sólo entonces se detectaba un movimiento colectivo de hilaridad en aquella vetusta aula. ¡Los desmanes! Qué tropelías y desvaríos no habrían llevado a efecto para conseguir tan genuina titulación, máxime cuando sus parientes habían alcanzado merecida fama por el deterioro causado en el terreno donde decidían implantar sus reales...
A fuer de ser sincero, aun extrañándome la aseveración de aquel paladín de la especie – habida cuenta de la imposibilidad del peligro de extinción dado el habitat en que se desenvuelven, sus nimias necesidades para la subsistencia, su enorme prolificidad y la absoluta falta de interés que la industria peletera muestra por la epidermis de tan insigne constructor de túneles -, no le concedí mayor importancia quizá por mi desconocimiento experimental del perjuicio real ocasionado por el tálpido en cuestión. Pero ahora que, supongo por razones estrictamente logísticas, han decidido utilizar el lugar que habito para celebrar soterradas bacanales y ampliar con tesón y envidiable laboriosidad su red metropolitana, pienso en el escaso conocimiento científico que embargaba al conferenciante, sólo comparable a su falta de solidaridad para con la especie a que pertenece. Pueden estar tranquilos estos defensores a ultranza del mundo animal, pues es de sobra conocido el gran poder de adaptación de ciertas especies al medio en el que se desenvuelven, que las capacita para una segura supervivencia en las condiciones más adversas, holocausto nuclear incluido; por cierto que en tal caso, los más firmes candidatos a convertirse en nuevos “primeros padres” de una futura e hipotética humanidad serían ratas y cucarachas...¡confiemos que la reencarnación no sea sino una veleidad oriental debida a la desnutrición! ¿Y por qué no los topos? Al menos tienen un aspecto más agradable, a la par que harto demostrada inteligencia para enfrentarse y vencer a todos los medios de exterminio puestos al servicio del hombre por las continuas investigaciones en la materia. No, no hay peligro. Si han tenido capacidad para acabar con nuestra paciencia, ¿por qué no nos iban a poder reemplazar en la existencia por venir?
Todo aquél que tenga, o haya tenido, la fortuna de poseer un pequeño jardín, sabe del efecto relajante que produce su sola contemplación; y también conoce los sacrificios que entraña su conservación desde el preciso instante en que decidió transformar un paraje desértico y degradado en un paradisíaco entorno de refrescante frondosidad. Contemplando con orgullo su obra, como en un remoto pasado debió hacer Dios al finalizar la suya, un buen día observa, con sorpresa, la aparición de unos misteriosos montículos de tierra sobre la mimada alfombra verde y con una mezcla de estupor, furia y falsa resignación, murmura palabras ininteligibles cuya formal pronunciación pondría en entredicho su jactanciosa educación. Pasado el asombro del primer momento, comienza una febril investigación que se extiende desde la consulta de manuales especializados en especies dañinas hasta la humilde petición de asesoramiento en prestigiosas casas del ramo, sin obviar el comentario con vecinos y conocidos que hayan pasado por un trance similar. La respuesta, con ciertos matices, es invariablemente la misma: “no hay nada que hacer”.
Los libros, haciendo alarde de una incapacidad disfrazada bajo el manto de la defensa de la Naturaleza, alaban las habilidades del bicho que, lejos de representar un problema, contribuyen al beneficio de las cosechas al remover desinteresadamente la tierra, aireándola, previa a cualquier plantación; claro que los presuntos beneficiarios no comparten tan benévola opinión y, en consecuencia se encelan en una guerra sin cuartel contra el intraterrestre invasor, con probabilidades de éxito ciertamente escasas. Las armas utilizadas en esta batalla de inteligencias son de lo más variopintas. Como primera medida, el hombre trata de ganarse a un aliado al que a duras penas logra retener, la paciencia; y en las raras ocasiones en que logran aunar voluntades, la táctica empleada suele ser extremadamente simple: basta esperar durante tiempo indefinido en esas horas que preceden al crepúsculo cuando la paz parece inundarlo todo... excepto el pensamiento del depredador. Así permanece hasta que el intrépido “excavador”, bien sea por compartir la calma de esa hora bruja o por la más pedestre razón de concederse un respiro, se manifiesta inequívocamente ante la atenta mirada de su mortal enemigo. “¡Ahhh, ya estás aquí, eh?” y ¡zas! El violentísimo golpe de azada ha podido truncar la vida del intruso. Vana esperanza. El ciego animal que, como todo ser privado de uno de sus sentidos desarrolla otros de modo extraordinario y hasta misterioso, “siente” o “intuye” al asesino y se escabulle por la galería con endiablada rapidez. Si lo hace hacia delante o hacia atrás es cosa que pertenece a los más insondables arcanos, pero es cosa cierta que desaparece sin dejar el mínimo rastro. Ante fracaso que se repite con inusual insistencia, opta por un cambio de procedimiento disponiéndose a dar el golpe definitivo: utilizará una escopeta de caza. La táctica y el aliado no variarán, puesto que el fallo radicaba claramente en la herramienta empleada. ¡Ay! El resultado es similar; si abate a tres, aparecen cinco y lo que es peor, con mayor experiencia en el difícil arte de la defensa. Es entonces cuando alguien con “estudios” le manifiesta que existen medios menos traumáticos y más efectivos basados en la moderna ciencia de la Ecología, puesto que está demostrado que estos seres sienten un rechazo natural por los bulbos de narciso, ahuyentándolos definitivamente sin necesidad de segar tan precaria vida. Deslumbrado por la nueva metodología, da comienzo a un proceso de monocultivo transformando la verde pradera en una floresta de variedades multicolores; el problema queda resuelto, en apariencia, mientras el narciso cumple su ciclo vital natural... o forzado por los habitantes del subsuelo, pues desaparecida la flor se descubre el fiasco. ¡Válgame el cielo!
Reacciona de inmediato volviendo al procedimiento primitivo; esta vez empleará “trampas”. Craso error. O las arma de forma inadecuada, o por motivos que no acierta a comprender, no funcionan, y si lo hacen, allí no aparece topo alguno. ¿Qué hacer? Prueba con ultrasonidos; cartuchos que desprenden gases venenosos; monóxido de carbono procedente del tubo de escape del cortacésped directamente embocado a los orificios del terreno; venenos “garantizados con sólo dos aplicaciones y si no le devolvemos su dinero”, siempre, claro está, que siga estrictamente las instrucciones contenidas en el sobre; etc. etc. etc.
Solamente le queda el refugio de la fe, cantar nanas con la cara pegada al suelo, o mantener un demencial diálogo con el enemigo confesando su derrota y rogándole abandone el minado campo de batalla. La obsesión comienza; sueña con topos a los pies de su cama riéndose sarcásticamente de la inoperancia humana, y cuando se despierta, aliviado al comprobar que se trataba de una horrenda pesadilla, se levanta con una penosa sensación de angustia y lentamente se aproxima a la ventana con terror mal disimulado: “¡La madre que...! Ahí están otra vez”.
Mal empieza el día. Mientras se prepara para dar diaria fe de la maldición bíblica, piensa que su trabajo en la oficina le liberará de su psicosis, y se abandona a profundas ensoñaciones que le trasladan a nostálgicos tiempos en que habitaba el sexto piso de una impersonal vivienda en una ruidosa ciudad, rodeado de moles de hormigón, con la única panorámica del salón de un vecino luciendo un enorme aparato de televisión como elemento más decorativo del mobiliario reinante. Al menos allí no había topos...